Authors: Alexander Lernet Holenia
Más tarde Gabrielle se preguntaría si von Pufendorf no habría adivinado todo cuanto ella estaba pensando en aquella entrevista, es decir, se preguntaba más bien de qué manera pudo haberlo descubierto, porque efectivamente, en lo que von Pufendorf dijo, se reveló que tuvo que adivinarlo todo. Pero la verdad es que quien durante semanas y meses no tiene otra cosa que hacer que observar las más ligeras transformaciones que se operan en los estados de ánimo de su amada, presiente tal vez ciertas cosas aun antes de que la mujer misma se dé cuenta de ellas. En general es muy difícil establecer el momento en el que algo empieza a intervenir en nuestra vida. A veces parece como si ese algo hubiera venido hasta nosotros, en ciertas ondas de una sustancia invisible, mucho antes de llegar a manifestársenos.
Una vez que Gabrielle hubo contado a von Pufendorf que el lago Balaton amenazaba inundar los alrededores, sobrevino un vacío en el cerebro de la joven, que dándose cuenta de que habría tenido que decir que Marschall y Gasparinetti habían llegado a Czege, no conseguía hacerlo. Era sin embargo preciso que dijera algo, pero no sabía qué. Le parecía, desde luego, singular el que aquellos dos hombres hubieran ido al mismo tiempo a Hungría; nadie habría podido dar una explicación de ese hecho, como no fuera una explicación inquietante.
Sin decir palabra, Gabrielle se quedó mirando a través de la ventana, frente a la que caía una fina llovizna, y von Pufendorf no dejaba de contemplarla.
—¿Y qué otra novedad hay? —preguntó por último von Pufendorf.
—Ninguna —respondió Gabrielle—. Nada nuevo. Como las aguas subieron, ahora hay ratones en la casa. Colocamos algunas trampas y además mandamos buscar dos gatos al pueblo. Probablemente esos dos gatos se habrían vuelto de nuevo al pueblo de no haber sido por el largo camino que habrían tenido que hacer bajo la lluvia. Elisabeth va mucho a Siofok. Parece que allí continúa encontrando conocidos de la buena sociedad, aunque a causa de la lluvia la gente ya empieza a marcharse. Pasado mañana tal vez llegue Pronay a Czege.
Gabrielle se dio cuenta, de pronto, de que le resultaba increíblemente penoso mantener una conversación con aquel hombre. Durante el viaje a Komorn había pensado que le resultaría muy fácil y he aquí que ahora le era casi imposible.
—¿Y cazaron ya algún ratón esos gatos del pueblo? —preguntó von Pufendorf al cabo de un rato.
—¿También tenías tú gatos en tu casa?
Era perfectamente ridícula la repetición continua de la palabra
gato.
—Algunos —repuso von Pufendorf con una sonrisa—, aunque a decir verdad, ya no lo recuerdo bien. Pero es muy posible que la cocinera tuviera realmente un gato.
—Desde la última vez que nos vimos pensé con frecuencia en los cuadros de que me hablaste —dijo Gabrielle—. En Viena también nosotros teníamos algunos retratos. Las personas en ellos representadas tenían la costumbre de seguirnos con los ojos. Quisiera yo saber adónde miran realmente los cuadros cuando no hay nadie en las habitaciones en las que se encuentran o cuando es de noche. En cuanto a la dama del vestido de raso blanco de la que me hablaste, creo que si el pintor la representó con ojos saltones lo hizo para que el espectador sintiera con mayor claridad que la mujer lo estaba mirando. Estuve contemplando los cuadros de Czege. Pero los ojos de esos retratos no tienen ninguna expresión. Sin embargo, creo que los cuadros que poseen verdadera expresión pueden llegar a ser muy desagradables. Es muy molesto el sentirse continuamente observado.
—¿Te parece?
—Sí. Cuando está uno solo en su habitación, por ejemplo durante la noche y cuando el silencio reina sobre toda la casa, se tiene sin embargo la impresión de que afuera algo se mueve y hace ruido. Cree uno que se trata de la lluvia, pero en realidad es el mundo entero el que hace esos ruidos.
—¿Duermes, pues, sola? —preguntó von Pufendorf—. ¿No duerme tu prima en una habitación contigua a la tuya?
—No —explicó Gabrielle—, sus habitaciones están separadas de la mía por otras. Y te aseguro que encontrarse encerrada en un dormitorio con algunos cuadros es especialmente desagradable. En Czege, en todos los dormitorios hay imágenes de santos sobre las cabeceras de las camas. En general, yo preferiría colgar en las paredes otras cosas completamente distintas, como por ejemplo relojes y espejos; aunque los relojes señalan el tiempo y los espejos a nosotros mismos. ¿No es curioso el que podamos vernos a nosotros mismos? Es como si uno saliera al encuentro de sí mismo. Yo tenía un tío que contaba que una vez se vio salirse a su encuentro; fue en uno de sus viajes, en El Cairo. Le parecía verse tocado con un fez. Según se cree, cuando uno se ve a sí mismo es signo de que pronto ha de morir. Sin embargo mi tío vivió después muchos años.
—Sí —dijo von Pufendorf—, pues, ¡cómo podría uno verse a sí mismo!
Gabrielle advirtió que, mientras hablaba, le invadía un extraño miedo. Quiso atribuirlo a las cosas a las que estaba refiriéndose. Pero sentía que a medida que pasaba el tiempo su miedo iba en aumento. Nunca había tenido miedo; por lo menos recordaba que así lo había sostenido ante diversas personas... y ahora, de pronto, allí estaba presente el miedo.
—En mi dormitorio no colgaría ni espejos ni relojes —dijo por fin, mientras advertía que su voz sonaba un tanto chillona, tal vez porque retumbaba en aquel cuarto cerrado, tal vez porque el silencio que guardaba von Pufendorf, mientras la escuchaba, era total—. Un reloj que se detiene es quizá aún más lúgubre que un reloj en marcha, porque siempre señala entonces la misma hora. ¡Y quién sabe cuál es la hora que señala!
—¡Sí, quién sabe!
Y al volver hacia Gabrielle sus ojos, prosiguió, hablando lentamente:
—En casa teníamos un reloj de pared plateado. Sólo poseía una aguja. No es que hubiera perdido la otra, sino que procedía de una época en la que por lo visto todos los relojes únicamente tenían una aguja. En el cuadrante tampoco había divisiones de minutos, sino tan sólo las divisiones en horas y cuartos de hora. Aquel reloj permanecía siempre inmóvil y la aguja señalaba permanentemente la una.
—¿Qué clase de reloj era ése? —se oyó preguntar Gabrielle.
—Estaba cincelado con diversas figuras de banderas y de cañones. El reloj colgaba de un gran aro. El péndulo se hallaba frente al cuadrante, fijado a un eje que sobresalía un poco. Y aquel eje quedaba oculto por la figura de un anciano, hecho de oro. El hombre presentaba un rostro singularmente borroso; era como si llevara puesto un velo. De todos modos, bien se advertía que tenía barba. Con una mano sostenía una guirnalda y con la otra una guadaña. En el extremo inferior del péndulo se balanceaba una deidad alada, también dorada. Los niños creíamos que se trataba de un ángel y a menudo poníamos en movimiento aquel péndulo; pero la obra de relojería no se movía y la aguja quedaba fija. Siempre señalaba la una.
Gabrielle no se sentía capaz de pronunciar palabra. En aquella casa, en la cual colgaban ese reloj y ese retrato de la señora de vestido de raso blanco, le parecía que los dos hombres —el capitán y su amado— erraban como almas en pena que siempre tienen que volver a los lugares en los que cometieron algún horrible crimen. Pero, ¿qué ocurriría si alguna vez se encontraban? Porque, evidentemente, alguna vez tenían que encontrarse en aquella casa.
—Por lo demás —dijo von Pufendorf encendiendo un cigarrillo—, ya que has hablado, refiriéndote a tu tío, de algo semejante a un doble, te diré que tal vez sea posible que existan los dobles. Claro está que no podemos concebir que un hombre sea al mismo tiempo otro, porque el cuerpo es indivisible; pero el alma sí puede dividirse. El alma me parece, en general, capaz de muchas más cosas que el cuerpo. El que el alma sea buena y el cuerpo malo, no es más que una leyenda. Probablemente el alma sea incomparablemente peor que el cuerpo y sea ella quien lleve al cuerpo por malos caminos, y no inversamente. Bien sabes que se cuentan las más curiosas historias sobre el alma. Por ejemplo, los dioses que, en cierto modo, eran almas, se hicieron culpables, a menudo, de crímenes increíbles. En el fondo, se unieron y mezclaron con todo lo que existe, pues el unirse a algo responde, en última instancia, a un placer del alma y quizá éste haya sido el modo en que nació el mundo. En todo caso, los productos de estas desviaciones divinas fueron seres fabulosos: harpías, grifos, hipogrifos, basiliscos y esfinges. Y las divinidades egipcias de cabezas de animales, de discos solares alados y de cuernos de marfil, que llevaban como yelmos, tenían la mala costumbre de juntarse hasta con cadáveres momificados, con el vientre lleno de asfalto, en las cámaras funerarias, mientras entre las ruinas de los desiertos iluminados por la luna, las encorvadas hienas lanzaban sus carcajadas riéndose de tan espantosas bodas. Y hasta en nuestra propia religión, parece que cierta divinidad no hubo de respetar gran cosa la institución del matrimonio... En suma, que el alma no retrocede ante nada, y si los dioses nos dan tales ejemplos, ¡qué monstruos será capaz de engendrar el alma humana! Los mismos dioses tal vez no sean otra cosa que los monstruos creados por el alma de los hombres. Tal vez el alma humana sea realmente todopoderosa, como los dioses que inventó. ¿Por qué no habría de ser capaz de transmigrar a otro ser humano? Pues, ¿no se ha dicho acaso muchas veces de dos personas que eran un solo corazón y una sola alma? Quizá haya verdaderamente casos de dos seres humanos que sólo son uno, o bien casos de un ser humano que son realmente dos. Quizá uno de ellos realice todas las malas acciones que el otro quiere realizar y que, empero, no realiza; quizá uno de ellos asuma la carga de todos los pecados y el otro permanezca inocente a pesar de todos los pecados con que sueña. Porque, en efecto, los hombres sueñan siempre con cometer todos los pecados.
La noche siguiente la señora Pronay invitó nuevamente a Gasparinetti a comer. Después de la cena se jugó a los naipes. Pero todos jugaban mal y los rostros expresaban el motivo por el que se estaba jugando tan mal: es verdad que Elisabeth estaba tan alegre como de costumbre, pero nunca había sabido jugar bien; Gasparinetti asumía un aire indiferente que, con todo, dejaba traslucir cierta tensión interior; Marschall se mantenía callado y pensativo y Gabrielle se sentía extremadamente nerviosa e incluso perturbada. De manera que cuando Elisabeth decía algo, sólo Gasparinetti, realmente, le respondía, y así sobrevenían momentos de silencio, en los que Gabrielle se quedaba escuchando el ruido que la lluvia hacía al caer. Las llamas de las bujías, puestas sobre la mesa de juego, vacilaban y a Gabrielle le parecía que la tempestad se movía por el interior de la casa, como un ser humano. Pero lo más extraño era que también Gasparinetti parecía escuchar.
El estado del tiempo es la expresión de los acontecimientos... Y si nos parece que no conviene a ellos, esto no significa que el tiempo se equivoque, sino que nosotros mismos juzgamos falsamente los acontecimientos; y así como, aunque no queramos creerlo, el estado del tiempo suscita nuestras enfermedades, él mismo determina en el mundo las crisis de la humanidad. Todo cuanto acaece se amontona y se descarga como las nubes y las tormentas, de suerte que los dioses, si es que existen, deberían ser divinidades del tiempo. Quien pretenda investigar los hechos humanos, en la historia del mundo, en las leyendas y mitos, logrará mejores resultados considerando la formación y paso de las nubes y de las nieblas, de las tempestades y de las lluvias. De las migraciones de los animales salvajes empujados por un cruel invierno a otras zonas, podemos prever períodos de miseria y hambre, y por el vuelo de las aves que huyen de los vientos podemos adivinar tal vez, en última instancia, el resultado de las batallas.
—Pero, ¿puede saberse qué tienen hoy todos ustedes? —terminó por preguntar la señora Pronay.
—Pues, dicho sea de pasada —dijo Gasparinetti—, ese hombre que se batió con el mayor Lukavski... ¿cómo es que se llama...? ah, si, von Pufendorf, está en la fortaleza de Komorn, es decir, estaba, porque ahora ya no lo está... pues logró evadirse anoche.
Marschall, levantando sus ojos, se quedó mirando a Gabrielle. Esta no fue capaz de lanzar la menor exclamación. También Elisabeth echó una larga mirada a Gabrielle y luego preguntó:
—¿Cómo lo sabe usted?
—Me enteré de la cosa en Siofok —respondió Gasparinetti.
—¿Y cómo es que lo saben en Siofok?
Gasparinetti se encogió de hombros.
—No sé, lo cierto es que lo saben —dijo—. Pero, en todo caso, es verdaderamente excepcional el que alguien se evada de una fortaleza, porque en ella los presos viven como si estuvieran en libertad.
Luego todos volvieron a caer en el silencio de antes y procuraron continuar jugando. Pero si hasta aquel momento lo habían hecho mal, a partir de entonces jugaron aún peor, por lo que Gasparinetti hizo un nuevo intento para animar la conversación. Y por último todos advirtieron que ya nadie jugaba, sino que cada uno hacía como que prestaba atención a la incesante charla de Gasparinetti.
—Sumamente curiosas son las coincidencias de ciertas cosas —dijo Gasparinetti, y como los otros continuaron callados, siguió hablando—. Porque, en efecto, bien pudiera creerse que ciertos acontecimientos sólo pueden producirse en virtud de una inaudita casualidad y a menudo tales coincidencias parecen tan increíbles como el choque de dos astros en los espacios estelares... Pero precisamente lo singular estriba en que cosas tan lejanas puedan, sin embargo, encontrarse. Cómo ocurre esto es cosa que no sabemos. Casi parecería que una inteligencia desconocida (y muchas veces se siente uno inclinado a creer que se trate del propio diablo), condujera las cosas las unas hacia las otras. En fin, lo cierto es que existen coincidencias. Tal vez les distraiga a ustedes el escuchar una historia que trata precisamente de estas cuestiones y que ocurrió en los días en que viví en Madrid. Por lo menos en aquella época divirtió mucho al público. Pues bien, vivía entonces en Madrid un cierto Porfirio Gutiérrez, un banquero que, habiendo enviudado y hallándose más cerca de los sesenta que de los cincuenta, llevaba una vida verdaderamente agradable. Trabajaba un poco durante el día, pero solía pasar las noches en compañía de amigos, particularmente en la del marqués Escandón, que, habiendo sido en tiempos un famoso cazador de faldas, se había casado con una mujer que, vigilándolo mucho, le había dado numerosos hijos y poco dinero. Pero si el marqués había tenido que renunciar más o menos en contra de su voluntad a sus múltiples distracciones, Gutiérrez en cambio, por lo menos desde hacía algún tiempo, había dejado de considerarse, y esto del todo voluntariamente, como un miembro del género masculino. Evidentemente se había cansado de su vida anterior, de manera que el placer que encontraba en contemplar a las mujeres bonitas que se paseaban por el Prado era puramente óptico. Pero muy pronto todo esto habría de cambiar. Gutiérrez tenía un hijo, Manuel, que desempeñando ya importantes actividades en la casa de banca, era un joven apuesto y capaz. Por eso tanto más disgustado se sintió ese hijo cuando advirtió que la dedicación con que su padre dirigía los negocios del banco comenzaba a disminuir. Le llegaron rumores de que el viejo Gutiérrez había sido visto recientemente y repetidas veces en compañía de una señora Andrade, mujer con la que en otra época don Porfirio había mantenido relaciones amorosas y que no gozaba de buena reputación. Su verdadero nombre era Catalina, pero se hacía llamar Guadalupe, que abreviado es Lupe, y después de haber permanecido una larga temporada en París había vuelto a Madrid debido a su decadencia física, como sostenía Escandón, quien, a su vez, había mantenido asimismo relaciones amorosas con ella, aunque ahora ya no hacía caso alguno de su antigua amiga, pues lo cierto es que aquella mujer era una esfinge cuyo enigma él había descifrado largo tiempo atrás. Pero en esto difería radicalmente del viejo Gutiérrez. Este comenzaba a renacer desde que había vuelto a tratar a su antigua querida y cada vez que por la noche estaba con ella, se presentaba al día siguiente en la oficina especialmente alegre, trabajaba poco y silbaba una cancioncilla. Y es más, un día Manuel encontró entre los documentos comerciales una hojita en la que, con la escritura de su padre, leyó el nombre de una mujer. Pero no era el nombre de Lupe el que allí estaba escrito, sino el de otra que se llamaba Luz Blanco de Robles. Debajo de aquel nombre leíase la palabra «Rosario». Rosario era el nombre de un lugar de diversiones madrileño, en el que se exhibían bailarinas. Manuel, que no tuvo más remedio que confesarse que su padre tenía dos queridas, se quedó horrorizado, como sólo pueden horrorizarse los jóvenes que no comprenden las inmoralidades de los viejos... porque todavía no han incurrido en ellas. Decidió, pues, ir al Rosario, reprender a Luz Blanco y, en suma, poner orden en la existencia de su padre. Pero se encontró allí con una criatura encantadora de la que, olvidando los reproches que se había propuesto hacerle, se enamoró perdidamente. Y, después de haber sido durante catorce días el mejor cliente del Rosario, se comprometió con Luz para casarse, pues ella le había explicado que sin esa pequeña ceremonia, en la cual uno pone el anillo en el dedo de la otra, no podía pertenecerle. Y Manuel, que como todos los jóvenes que creen comprender y conocer la vida no comprenden ni conocen nada de ella, accedió a pasar por esa ceremonia. Y por lo demás, no del todo sin razón, pues, ¿acaso al rechazar su amistad y al mostrar su deseo de casarse, no había manifestado Luz sus inclinaciones de buena esposa? Pero, naturalmente, Manuel no le había confesado de quién era hijo. Se había presentado como Manuel Estrada, porque la verdad era que se llamaba Gutiérrez Estrada del Barrio, ya que cada español dispone de tantos nombres que le es posible elegir entre ellos el que más le plazca, sin incurrir en una declaración de falsa identidad. Pero lo más extraño era que el joven Manuel nunca encontró en el Rosario a aquél a quien debía el haber obtenido a Luz y la dirección de ésta; además, habiendo interrogado con precaución a la joven, ésta manifestó que no conocía a ningún señor Porfirio Gutiérrez. ¿No sería, se preguntó Manuel, que el anciano se había presentado también con otro nombre, tal vez con el de del Barrio? Sea lo que fuera, lo cierto es que Manuel se decidió un buen día a comunicar al padre su noviazgo, y cuando entró en el despacho del viejo Gutiérrez se sintió no poco turbado. En efecto, éste, como todos los que no proceden de ninguna, concedía demasiada importancia a las buenas familias como para recibir favorablemente la noticia de que una bailarina sería su nuera. En todo caso, Manuel estaba preparado para sostener una larga discusión. ¡Pero cómo podía estar preparado para prever la situación que le esperaba! En el despacho del viejo Gutiérrez encontró, en compañía de éste, nada menos que a Lupe y a Luz. Manuel se quedó en el umbral de la puerta, paralizado, y también Luz se le quedó mirando sin comprender. No adivinaba qué relación pudiera haber entre aquellos dos hombres, pues se había olvidado de que una vez le dijera a Manuel que no conocía a Porfirio Gutiérrez. Y efectivamente lo había conocido sólo después de que Manuel se lo preguntara. En general, los seres humanos no se olvidan de nada, salvo de lo esencial. Y el anciano Gutiérrez, al ver que su hijo entraba en la habitación, le dijo, señalando a Lupe: «Ven, Manuel, y permíteme que te presente a esta encantadora señora. Aunque no lo sepas, es tu parienta cercana. Y si aún no lo es oficialmente, pronto lo será. Pero, parentesco más cercano tienes aún con esta joven». Y diciendo así, señaló a Luz. «No es sólo la hija de la señora Andrade..., sino también la mía. Abrázala, pues, que sois hermanos.» Muy rara vez deben de haberse horrorizado tanto de su parentesco un hermano y una hermana. Pero escuchen ustedes lo que había ocurrido. Lupe y Luz vivían en la misma pensión, por lo demás bien modesta. Llegó un día en que Luz no pudo pagar el alquiler. Como había conservado su virtud, no disponía de ningún recurso suplementario. Lupe, a quien le había gustado la muchacha, la protegió y le hizo contar la historia de su vida, que era muy sencilla. Luz pasaba por ser la hija de un campesino llamado Francisco Robles, que vivía en el pueblo de Salas, en las inmediaciones de Madrid. Pero en realidad era una niña abandonada. Los Robles, que no tenían hijos, la encontraron una mañana en un cesto, junto a la puerta de su casa, y la adoptaron como hija. En el cesto encontraron asimismo una hoja de papel por la que se enteraron de que la niña había sido bautizada con el nombre de Concepción. (Sin embargo, posteriormente la propia muchacha hubo de cambiar su nombre por el de Luz, no porque el de Concepción pudiera dar indicios sobre su nacimiento, sino probablemente por superstición, ya que por más juiciosos que seamos nunca podemos saber lo que ha de ocurrir.) Dinero, joyas, u otras cosas parecidas que suelen hallarse junto a los niños abandonados no se encontraron en aquel cesto. Cuando Luz creció, su buen aspecto produjo impresión en los jóvenes galanes campesinos. Pero ella quería ser bailarina y en el aprendizaje de la danza se fueron todas las economías de sus padres adoptivos. Por fin encontró un empleo en el
Rosario.
Desde luego que el dueño del establecimiento no dejó de darle a entender que la admitía sólo a causa de su buena figura y no de su arte, que le traía sin cuidado. Pero las mujeres suelen conceder importancia a sus artes, cuando deberían asignársela a sus encantos e inversamente; de manera que si bien Luz había conservado el más preciado tesoro de que dispone una muchacha, vivía en cambio en medio de la mayor pobreza. Lupe escuchó atenta y pensativamente la historia de la vida de Luz y luego le hizo una proposición cuyas consecuencias habían de tener los singulares resultados que ya dijimos. Comenzó por decirle sin ambages que, de un modo u otro, terminaría por perder su virtud y que, al cabo, tendría un fin no mejor que el de la propia Lupe. ¿Acaso no sentía ella misma claramente la pendiente en que se hallaba? Pero así estaba hecho el mundo. El valor de su virtud era precisamente lo que la hacía tan frágil. Y, después de haber preparado convenientemente a la muchacha, le dijo que si confiaba en ella ambas podrían ayudarse mutuamente. «Pero, ¿cómo?», preguntó Luz. «Del modo siguiente», explicó Lupe. Ya que sus padres verdaderos la habían negado y rechazado, Luz tendría que buscarse otros. Y esto era, a fin de cuentas justo, pues unos tenían que pagar lo que los otros habían hecho, ya que estos últimos, en idénticas circunstancias, habrían obrado, sin duda alguna, como los primeros. Todos los seres humanos son igualmente buenos o, mejor dicho, igualmente malos, de manera que, sin contar con unos padres que poseyeran fortuna, Luz nunca obtendría un buen partido. «Muy bien —dijo Luz—, pero, ¿cómo encontrar unos padres con fortuna?» Lupe le replicó que sería muy fácil hacerlo, puesto que ella misma se ofrecía a desempeñar el papel de madre en tanto que el de padre correspondería a un anciano señor que ella conocía, un cierto señor Gutiérrez. Lupe lo persuadiría de que las relaciones amorosas que había mantenido con él tiempo atrás no habían quedado sin consecuencias y de que esa consecuencia era precisamente Luz. Le explicaría que en el momento de nacer la niña no había querido dar a Gutiérrez la preocupación de un hijo ilegítimo (semejante cosa lo habría turbado enormemente); por eso sólo ahora querría presentarle a su hija. Sin duda alguna, Gutiérrez quedaría encantado con ella, y su sentimiento paternal aseguraría a Lupe ciertas ventajas financieras, que le ayudarían en los días de su vejez, y a Luz la posibilidad de encontrar un partido decente. Es verdad que Luz replicó que semejante superchería era un gran pecado, pero Lupe habló tanto que terminó por persuadir a la muchacha de que, si no consentía en sus deseos, terminaría en la ignominia. Poco a poco reveló luego al viejo Gutiérrez lo que ambas querían que él creyera (fue aquel momento en que, entre los documentos comerciales, Manuel encontró la hojita de papel con el nombre de Luz Blanco) y, como Lupe lo había previsto con razón, el anciano se sintió seducido por la idea de poseer una hija ya crecida, que no le había demandado ningún trabajo... y aún más seducido por la hija misma. De manera que se resolvió a legitimar no sólo a la hija, sino también a la madre de la hija, con la que decidió casarse. Pero cuando Luz comprobó que su nuevo padre era también el padre de Manuel, dio en la desesperación, y no menos desesperado quedó el propio Manuel. Claro es que en presencia de Lupe y del anciano Gutiérrez dominaron sus sentimientos, y hasta fingieron alegría; pero cuando se quedaron solos se entregaron sin reservas a su dolor. Porque, en efecto, un hermano y una hermana distan mucho de poder comportarse como novio y novia. Sobre todo Luz, en su desesperación, no veía ninguna salida. Si persistía en pretender ser hija de Gutiérrez, ya no era posible pensar en su casamiento con Manuel. Mas si contestaba que había engañado a Gutiérrez, Manuel, evidentemente, nunca querría casarse con la impostora. Los desdichados jóvenes se devanaron inútilmente los sesos durante mucho tiempo por ver qué habrían de hacer. Por fin, Manuel resolvió ir a Salas para, apremiando a preguntas a los Robles, enterarse de algo más preciso acerca del origen de la niña abandonada. Porque la verdad es que no se fiaba de las revelaciones de Lupe Andrade o, por lo menos, no del todo. Cuando se marchó a Salas, Luz quedó sumida en su desesperación. Por último se le ocurrió el pensamiento de acudir en busca de ayuda al viejo amigo de Gutiérrez, el marqués de Escandón. Lo había conocido en el círculo de amigos de su nuevo padre. Y en la situación en que la joven se encontraba, aquel viejo cazador de faldas le pareció el único que estaba en condiciones de ayudarla. Le reveló toda su desdicha y además que había engañado a Porfirio Gutiérrez. Al enterarse de la historia, Escandón rompió a reír. Pero dejó de hacerlo cuando vio que Luz se arrojaba a sus pies y le rogaba, por lo que más quisiera, que declarara al viejo Gutiérrez que si ella, Luz, era la hija de Gutiérrez, Manuel en cambio no lo era, porque el marqués le haría la buena obra de explicar a su amigo que Manuel era, en verdad, hijo de Escandón. De otra manera, los dos enamorados nunca podrían casarse. Sólo Dios sabe cómo se le ocurrió a Luz semejante idea. El marqués rechazó primero enérgicamente ese recurso desesperado. Pero cuando Luz le juró que si no la ayudaba se quitaría la vida, el viejo se sintió conmovido. Y por fin, derramando abundantes lágrimas, Luz logró que el marqués se aviniera a su increíble proyecto. Y hasta tal vez le halagaba, en el fondo, ser el héroe de una aventura que en realidad no había tenido... En suma, que, más o menos a disgusto, se resolvió por fin a ir a la casa de su amigo Gutiérrez. Tartamudeando, intentó explicarle al viejo que, si bien la señora de Gutiérrez había sido una santa, había cedido empero, una vez, como todos los santos, a la tentación y que él mismo, Escandón, había sido el tentador. Sufría ahora mil tormentos por tener que arrastrar por el fango a la señora de Gutiérrez, sacándola por un momento del cielo, en el que sin duda alguna se encontraba, pero no le era posible hacer otra cosa. Y luego afirmo que Manuel era fruto de ese pecado. En el curso de sus revelaciones, el marqués estuvo a punto de abandonarlo todo, para no herir el corazón de su amigo. Y siendo así que nunca había confesado lo que realmente había hecho... ahora confesaba lo que nunca había hecho. Los efectos de tales revelaciones fueron terribles. Gutiérrez quedó completamente anonadado. Por un momento pensó en batirse con el presunto miserable, pero su dolor era tan grande que abandonó esa idea. «Gané una hija y perdí un hijo», se lamentaba. En una palabra, que aquella era la escena más terrible y al mismo tiempo más ridícula que pudiera darse. Y en vano el marqués se decía que había calumniado a una muerta sólo para salvar a dos vivos. Cuando dejó a su amigo, se sentía lleno de remordimientos. «¿Qué es la realidad? —se decía—, la imaginación lo es todo.» Nunca hasta entonces se había entregado a semejantes pensamientos y no cesaba de maldecir la compasión que había sentido por la hermosa impostora que lo había conducido a él mismo a una impostura. Pero todavía no había experimentado lo más desagradable de toda esta historia. En efecto, cuando llegó a su casa, se encontró con Manuel, que lo estaba esperando. «¿Será que este joven ya se me presenta para reprocharme mi paternidad?», se preguntó. Pero Manuel había ido para echarle en cara una paternidad completamente diferente. «¿Sabe usted de dónde vengo, señor Escandón?», preguntó Manuel mientras se levantaba con aire particularmente amenazador de la silla en la que había estado sentado. «No, hijo mío —respondió el marqués, y luego, corrigiéndose, prosiguió—: No, mi querido Manuel, no lo sé; pero espero que me lo comunicarás. ¿De dónde vienes, pues?». «¡De Salas!», declaró Manuel. «¿De Salas? —preguntó Escandón frunciendo el ceño—, ¿qué tiene que hacer en Salas un hombre razonable? Ahora recuerdo que en otra época poseía yo allí una finca y, como has de saber, los Escandón nos llamamos Escandón de Salas. Pero ya hace mucho tiempo que vendí aquella posesión y...». «Sin duda conocerá usted allí a un tal Francisco Robles», dijo Manuel con lúgubre acento. «¿A un... cómo? —preguntó el marqués desagradablemente sorprendido—. ¿Qué me estás diciendo?» «Francisco Robles, un campesino —estalló Manuel—, un hombre al cual usted abandonó, señor mío, el fruto de sus pecados, una niña llamada Concepción. ¿Por qué ha ocultado usted tan hipócritamente el fruto de su falta? ¿Por qué quiere hacer aún más desdichada a esa criatura que usted trajo al mundo?» «¿Qué dices? —balbuceó el marqués—, ¿qué quieres decir con todo eso? ¿Quieres decir entonces que el viejo tunante ha hablado?» «Concepción, cuyo indigno padre es usted —estalló Manuel—, no es otra que Luz Blanco de Robles.» «¡Dios mío! —exclamó el marqués—, ¿cómo podía saberlo?» «Pero ahora —continuó gritando Manuel— ahora ya no puede seguir ocultándolo ante mi padre, a quien pretenden atribuir también la paternidad de Luz. Ya no tiene usted el derecho de entorpecer nuestra felicidad. Ahora tendrá que confesar que Luz es su hija.» El marqués se desplomó en un sillón. «¡Desdichado! —exclamó—. ¿Qué has hecho? Hace un momento declaré a tu padre que eras mi hijo. Ahora volvéis a ser otra vez hermanos...»