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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Las guerras de hierro (16 page)

BOOK: Las guerras de hierro
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—Debe de ser un asunto muy urgente, si tienes que entrar en mi habitación sin esperar siquiera a que esté vestida —le dijo bruscamente.

Los ojos de Lofantyr recorrieron el dormitorio. Estaba sudando, y su aspecto parecía el de un niño asustado en el despacho de su maestro.

—Madre, el dique de Ormann ha caído.

El cepillo se detuvo a medio camino de los centelleantes rizos. Corfe pensó que su corazón se había detenido con él. Estuvo a punto de salir de detrás del tapiz.

—¿Estás seguro?

—Hemos avistado a caballería ligera merduk a apenas diez millas de las murallas de la ciudad. El general Menin dirigió una salida que consiguió destruir y capturar a una patrulla enemiga. Uno de los soldados llevaba esto.

Lofantyr tendió a su madre un pequeño cilindro de cuero, muy manoseado y manchado.

—Un estuche de despachos —dijo Odelia mecánicamente. Lo arrebató de las manos de su hijo y lo abrió de golpe, haciendo salir el pergamino de su interior. Lo desenrolló y lo leyó, mientras el papel temblaba en su mano como una alondra capturada—. El sello de Martellus; desde luego, es auténtico. Con fecha de anteayer. El correo debió apresurarse mucho antes de que lo capturaran. Por la sangre del bendito Santo, el enemigo se dirige a la capital. Diez mil hombres, Lofantyr. Debemos enviar a un ejército a enfrentarse con ellos.

—¿Estás loca, madre? ¡El campo está lleno de enemigos! Los hombres del general Menin apenas consiguieron llegar con vida a las murallas. Hemos de prepararnos para un asedio aquí, y Martellus tendrá que apañárselas solo. No puedo prescindir de más hombres.

Odelia levantó la cabeza.

—¿Me tomas el pelo?

—Ése es el consejo de mi alto mando —dijo el rey, a la defensiva—, y yo estoy de acuerdo. Ya he ordenado que los campamentos de refugiados de Aekir sean evacuados y sus habitantes embarcados hacia el sur. La flota está anclada en el estuario. Los merduk se desangrarán ante las murallas.

—Igual que se desangraron ante Aekir y el dique de Ormann, sin duda —dijo la reina madre—. Dios mío, Lofantyr, piensa en lo que estás haciendo. Estás abandonando una cuarta parte del país y sus habitantes al enemigo. Estás condenando a Martellus y su ejército, las mejores tropas que tenemos. Hijo, no puedes hacer eso.

—Las órdenes necesarias se están redactando mientras hablamos —espetó el rey—. Te agradeceré que recuerdes quién es el monarca de este reino, madre. —Su voz se había vuelto aguda. El sudor le cubría las sienes. Tomó el despacho de Martellus de la mano de su madre.— A partir de ahora, los asuntos de estado ya no te conciernen. —Sus ojos recorrieron el dormitorio, observando los dos vasos de vino y las arrugadas coberturas—. En cualquier caso, veo que tienes otras cosas de que ocuparte. Esta tarde enviaré a un mensajero a buscar el sello que todavía posees. Buenos días. —Se inclinó con los ojos muy abiertos, se volvió y abandonó la habitación, secándose el sudor de la frente mientras salía.

Hubo un momento de silencio, y luego Corfe abandonó su escondite. La reina madre estaba sentada en su tocador, con la barbilla hundida en el pecho. Levantó la vista para mirarlo cuando salió de detrás del tapiz, y Corfe observó con sorpresa que tenía los ojos llenos de lágrimas, aunque su expresión era dura como la de una estatua.

—Dios sabe cómo pude dar a luz a un hombre así —dijo, y algo en su voz hizo que a Corfe se le erizara el vello de la nuca.

Odelia se incorporó.

—El muy idiota no ha tenido el valor de llevarse personalmente el sello; tendrá que enviar a un lacayo a hacerlo en su lugar. Bueno, estoy advertida, lo que ya es algo. Debo redactar tus órdenes, Corfe, algo adecuadamente vago para que nadie pueda acusarte de desobedecer. Me ocuparé al instante.

Corfe estaba ya en la puerta, con los brazos cargados con su antiguo uniforme y la oxidada armadura merduk, y la vaina del sable sobre un hombro.

—¿Qué queréis que haga? —preguntó ásperamente, deteniéndose.

—Salva a Martellus, si puedes. Usa a los salvajes que te esperan en las puertas. No puedes llevarte a nadie más. Si he leído este despacho correctamente, Martellus está todavía al menos a una semana de marcha.

—Una semana de marcha de infantería —le dijo Corfe—. Mis hombres lo harán en la mitad de tiempo. —Vaciló—. ¿De veras creéis que mis salvajes pueden servir de algo?

—No te enviaría si no lo creyera. ¿Cuándo puedes partir?

Corfe consideró la pregunta. Sus hombres estaban exhaustos, igual que los caballos.

Tenía mil reclutas nuevos, a quienes tendría que integrar bajo su mando.

—Necesito al menos un día. Probablemente dos —replicó.

—Muy bien.

Corfe se volvió para irse, pero ella volvió a llamarlo.

—Una cosa más, coronel… Dos más, en realidad. En primer lugar, hay un gran tercio fimbrio en marcha ahí fuera, tratando de interceptar al ejército merduk del sur. Es posible que esté más cerca de ti que Martellus. No pretendo enseñarte táctica, pero tal vez sería buena idea que te combinaras con ellos antes de atacar al enemigo.

Corfe asintió. Su mente se movía a toda velocidad, considerando la información y tratando de convertirla en un plan coherente.

—Y la segunda —continuó la reina madre—. Escribiré un nombramiento para ti que estará esperando tu regreso. Si consigues salvar a Martellus y los fimbrios, serás general, Corfe.

Él la miró sin sonreír. «Me está enseñando la zanahoria», pensó. «¿Cuándo llegará el palo?» Pero todo lo que dijo antes de salir fue:

—Adiós, señora.

Sus hombres habían sido alojados en un almacén vacío junto al río. Yacían sin nada con que cubrirse, sobre un suelo de piedra con muy poca paja. En torno a sus cuerpos durmientes había barriles abiertos de cerdo salado y pan duro, y barricas de la cerveza ligera que consumían a diario los militares torunianos. Habían arrancado algunos maderos del interior del edificio para encender hogueras humeantes. En la neblina del almacén, los salvajes apestaban, y el humo irritó los ojos de Corfe. Despertó a Andruw, Marsch y Ebro, y los tres lo miraron como si fuera un fantasma, con los ojos enrojecidos y la suciedad de la marcha todavía sobre la ropa.

—¡Menudo figurín! —dijo Andruw, frotándose los ojos y consiguiendo esbozar una sonrisa fatigada.

Corfe empezó a quitarse el uniforme de corte y a ponerse el antiguo. Se sintió furiosamente avergonzado de estar limpio y bien vestido mientras sus hombres yacían como vagabundos olvidados sobre la piedra sembrada de paja.

—Pensé que estaríais alojados en barracones normales —dijo, lleno de rabia.

—Parece que esto es todo lo que pudieron encontrar —le dijo Andruw—. No me importa. Me habría dormido en una zanja, y los hombres también. Pero los caballos están bien cuidados. Me aseguré de ello. También tienen paja para tumbarse.

—Dejad dormir a los hombres. Vosotros tres, acompañadme. Tenemos trabajo que hacer.

Sus tres oficiales le obedecieron como ancianos fatigados. La expresión del rostro de Corfe acalló cualquier pregunta que pudieran tener.

Torunn en invierno, como todas las ciudades del norte, era un verdadero pantano, con las calles llenas de barro líquido. El pueblo llano chapoteaba con el fango hasta los tobillos, mientras que los nobles iban a caballo, sentados en sillas de mano o en carruaje.

Era fatigoso avanzar entre las multitudes bajo la fina llovizna, pero la humedad los despertó. Corfe se alegró de ello. Aún sentía el perfume de Odelia sobre su piel, incluso por encima del hedor de su armadura escarlata.

Las compañías de regulares torunianos apartaban a las multitudes de civiles a intervalos frecuentes, todas dirigiéndose a las murallas de la ciudad. La capital hervía de actividad, aunque por el momento no parecía haber indicios de pánico, ni siquiera de inquietud. Las noticias del dique de Ormann no eran aún del dominio público, aunque se sabía que los campos de refugiados en torno a las murallas de la ciudad iban a ser evacuados. Mientras los cuatro hombres se dirigían a la puerta norte, Corfe informó de la situación a sus subordinados. Andruw quedó silencioso y melancólico. Al igual que Corfe, había servido en el dique, aunque durante más tiempo. Tenía amigos entre los hombres de Martellus. El dique había sido su hogar. Marsch, por el contrario, pareció animado, casi alegre ante la idea de encontrarse con otros mil hombres de las tribus.

Los futuros reclutas estaban acampados a una milla de las murallas, fuera del pantano de los refugiados. Corfe se alegró al ver que habían apostado centinelas, y cuando él y sus tres camaradas ascendieron por la pendiente para reunirse con ellos, un grupo de jinetes surgió de entre sus líneas, deteniéndose entre el barro a diez yardas de distancia.

El jinete al mando, un joven de cabello negro esbelto como una muchacha, les dirigió una llamada en el idioma de las tribus, y Marsch le respondió. Corfe oyó su nombre mencionado, y los ojos del jinete moreno se clavaron en él.

—Espero que no den demasiada importancia al aspecto físico —murmuró Andruw—.

Habría sido mejor venir a caballo.

El jinete desmontó con un movimiento fluido y se adelantó. Era todavía más bajo que Corfe, y llevaba una anticuada cota de malla de manufactura exquisita. A su lado colgaba un sable largo y curvado, y Corfe se fijó en la lanza ligera que pendía de la silla de su caballo.

—Éste es Morin —dijo Marsch—. Es de los cimbriani. Tiene a seiscientos hombres aquí. El resto son feldari, y también hay unos cuantos hombres de mi pueblo, los felimbri.

El ejército lo ha nombrado líder.

Corfe asintió.

El salvaje de cabello negro, Morin, se embarcó en un discurso largo y apasionado en su propio idioma.

—Quiere saber si es cierto que sus hombres sólo lucharán contra los merduk —tradujo Marsch.

—Dile que es cierto.

—Pero añade que, si tú lo deseas, lucharán también contra los torunianos. Trataron de esclavizar a sus jinetes cuando llegaron, y les quitaron las armas. Mataron a tres hombres. Pero luego los soltaron. —Marsch adoptó un tono de disculpa—. No confia en los torunianos, pero ha oído que serviste bajo John Mogen, de modo que debes de ser un hombre honorable.

Corfe y Andruw se miraron.

—La cortesía militar toruniana está a la altura de siempre, por lo que veo —murmuró Andruw—. Me sorprende que no volvieran a las montañas.

—Quieren luchar —dijo Marsch simplemente, mientras junto a él el alférez Ebro, un buen ejemplo de la cortesía militar toruniana, miraba ceñudo al suelo.

—Di a Morin —dijo Corfe, mirando al salvaje a los ojos— que, mientras sus jinetes sirvan bajo mi mando, serán tratados como hombres, y que los defenderé en todas las cosas. Si les fallo, que los mares se alcen para ahogarme, que las verdes colinas se abran para devorarme, y que las estrellas del cielo caigan sobre mí y aplasten mi vida para siempre.

Era el antiguo juramento de las tribus de las montañas que Marsch y el resto de los catedralistas habían recitado ante Corfe. Cuando Marsch terminó de traducirlo, el salvaje se arrodilló al instante, y ofreció a Corfe la empuñadura de su sable; luego, Corfe escuchó las mismas palabras repetidas en el sonoro idioma de los cimbriani.

Su ejército acababa de aumentar en mil hombres.

10

No tardaron dos días sino tres en tenerlo todo listo para partir hacia el norte. Mil trescientos hombres y casi dos mil caballos, más un tren de intendencia de unas doscientas mulas. Toda la columna había sido equipada con las armaduras merduk abandonadas que yacían oxidándose en uno de los almacenes, y las de los hombres nuevos fueron decoradas con pintura roja, igual que las de los catedralistas originales. Al principio, los novatos miraron con cierto desagrado el equipamiento merduk. Al contrario que Marsch y sus quinientos, poseían sus propias armas, y llevaban cotas de malla finamente labradas, pero Corfe insistió en que usaran la misma armadura con la que había luchado en el sur su columna original. Además, deseaba una caballería pesada, la contundencia del impacto de una carga con armadura. La mitad de los recién llegados llevaba poderosos arcos curvados, construidos con cuerno y madera de tejo, y de los arzones traseros de sus sillas colgaban carcajes llenos de flechas, pero fueron además equipados con las lanzas de la caballería pesada merduk. Iban a ser tropas de choque, pura y simplemente.

Mil trescientos hombres, mil de los cuales nunca habían pertenecido a un mando militar regular. Corfe los organizó en veintiséis patrullas de cincuenta hombres cada una, y distribuyó a los trescientos supervivientes de su mando original entre las nuevas unidades como suboficiales. Dos patrullas formaban un escuadrón, y cuatro escuadrones un ala; por tanto, había tres alas, además de un escuadrón de reserva para proteger el tren de intendencia y los caballos de repuesto. Corfe nombró a Andruw, Ebro y Marsch comandantes de las alas. La gratitud por recibir al fin un auténtico mando pareció dejar a Ebro sin palabras.

Todo ello estaba muy bien sobre el papel, pero la realidad era infinitamente más compleja. Tardaron un día y medio en equipar a los nuevos hombres y reorganizar el mando. Resultó que Morin hablaba buen normanio, y Corfe le nombró asistente e intérprete. El salvaje no se sintió demasiado complacido al quedarse sin el mando de un ala, pero no sabía nada sobre la táctica que Corfe tenía intención de emplear, y tuvo que conformarse con la promesa de un mando de campaña más adelante. En cualquier caso, su orgullo quedó satisfecho transmitiendo las órdenes de Corfe como si las hubiera impartido él mismo.

El mando era increíblemente heterogéneo, con riesgo de subdividirse por tribus. Los recién llegados se consideraban más cimbriani o feldari que catedralistas, pero Corfe sabía que aquello cambiaría en cuanto hubieran sobrevivido a unas cuantas batallas.

El campamento era un torbellino de actividad noche y día. Andruw y un par de escuadrones se esforzaban por obtener provisiones de un departamento de intendencia reticente y algo irritado, y, de no haber sido por la buena voluntad del intendente Passifal, sus hombres no habrían recibido ni un solo arnés. Otros hombres se encargaron de hacer que los caballos fueran herrados y las armaduras reacondicionadas, mientras Corfe dirigía los ejercicios de formación sobre la castigada llanura al norte de la capital, y las almenas de la ciudad se llenaban de espectadores fascinados y en algunos casos burlones.

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