La segunda fase de la alerta se desencadena en ese momento. Las obreras baten en el suelo con sus abdómenes para advertir a los soldados de los niveles inferiores, que aún no saben nada del drama.
Toda la ciudad resuena con los golpes de ese tam-tam primario. Se diría que el «organismo Ciudad» alienta: tac-tac-tac, toc-toc-toc.
El extraño responde, martilleando la cúpula para introducirse más profundamente. Todos se pegan a las paredes intentado escapar de esa serpiente roja desencadenada que registra las galerías. Cuando un lengüetazo resulta ser demasiado escaso, la serpiente se estira aún más. Y primero un pico y después una cabeza gigantesca aparecen.
Es un pájaro carpintero. El terror de la primavera… Esos glotones pájaros insectívoros perforan los techos de las ciudades de las hormigas llegando a hacer agujeros de hasta sesenta centímetros de profundidad, y se atracan con sus poblaciones.
Hay que lanzar la alerta en la tercera fase. Algunas obreras, que se han vuelto prácticamente locas con la sobreexcitación no expresada en actos, empiezan a bailar la danza del miedo. Sus movimientos son muy bruscos: saltos, entrechocar de mandíbulas, esputos… Otros individuos, completamente histéricos, corren por la galerías y muerden todo lo que se mueve. Un efecto perverso del miedo: la Ciudad, al no conseguir destruir el objeto agresor, acaba autodestruyéndose.
El cataclismo está localizado en el decimoquinto nivel superior oeste, pero como la alerta ya ha pasado por sus tres fases toda la Ciudad está ahora en pie de guerra. Las obreras bajan a lo más profundo del subsuelo para poner los huevos al abrigo. Se cruzan en hileras apresuradas de soldados, todos ellos con las mandíbulas dispuestas.
Al cabo de innumerables generaciones, la Ciudad hormiga ha aprendido a defenderse de tales percances. Entre movimientos desordenados, las hormigas pertenecientes a la clase de las artilleras forman en comandos y se distribuyen las operaciones prioritarias.
Rodean al pájaro carpintero en su zona más vulnerable: el cuello. Luego se vuelven, en posición de tirar a corta distancia. Sus abdómenes apuntan al pájaro. ¡Fuego! Propulsan con todas las fuerzas de sus esfínteres chorros de ácido fórmico superconcentrado.
El pájaro tiene la repentina y penosa sensación de que le han ceñido el cuello con una bufanda de espinas. Se debate, quiere soltarse. Pero ha ido demasiado lejos. Sus alas están aprisionadas en la tierra y las briznas de la cúpula. Lanza de nuevo la lengua para matar al máximo número posible de adversarios.
Una nueva oleada de soldados toma el relevo. ¡Fuego! El pájaro carpintero se sobresalta. Esta vez es ya un acerico. Golpea nerviosamente con el pico. ¡Fuego! El ácido brota de nuevo. El pájaro tiembla, empieza a tener dificultades para respirar. ¡Fuego! El ácido roe sus nervios y él está completamente inmovilizado.
Cesan los disparos. Soldados de grandes mandíbulas acuden de todas partes y muerden las heridas que ha producido el ácido fórmico. Una legión se dirige al exterior, corre por lo que queda de la cúpula, ve la cola del animal y empieza a perforar la parte más olorosa: el ano. Esos soldados geniales pronto han ampliado la abertura y se introducen en las tripas del pájaro.
El primer equipo ha conseguido perforar la piel de la garganta. Cuando el primer flujo de sangre roja empieza a brotar, se interrumpen las emisiones de feromonas de alerta. La partida ya se considera ganada. La garganta está suficientemente abierta y por ella se introducen batallones enteros de hormigas. Aún hay hormigas vivas en la laringe del animal. Las salvan.
Luego, los soldados penetran en el interior de la cabeza, buscando los orificios que les permitan llegar hasta el cerebro. Una obrera encuentra un paso: la carótida. Pero aún hay que dar con la adecuada, la que va del corazón al cerebro, y no a la inversa. ¡Ahí está! Cuatro soldados entran en el conducto y se lanzan al líquido rojo. Llevadas por la corriente sanguínea, pronto se ven propulsadas hasta el mismo centro de los hemisferios cerebrales. Ya están a pie de obra para trabajar sobre la materia gris.
El pájaro carpintero, loco de dolor, se revuelve de derecha a izquierda, pero no tiene medio ninguno para hacer frente a todos esos invasores que le destrozan por dentro. Un pelotón de hormigas se introduce en sus pulmones y vierte ácido en ellos. El pájaro tose atrozmente.
Otras, todo un cuerpo de ejército, entran por el esófago para ir a reunirse en el sistema digestivo con sus colegas procedentes del ano. Estas suben con rapidez por el gran colon, asolando en el camino todos los órganos vitales que pasan al alcance de sus mandíbulas. Socavan la carne viva como acostumbran a hacerlo con la tierra, y toman por asalto, uno tras otro, hígado, molleja, corazón, bazo y páncreas, como otras tantas plazas fuertes.
A veces brota intempestivamente sangre o linfa, ahogando a algunos individuos. Pero eso sólo les ocurre a los incapaces que no saben dónde ni cómo cortar limpiamente.
Los demás avanzan metódicamente entre las carnes rojas y negras. Saben desenvolverse antes de verse aplastados por un espasmo. Evitan tocar las zonas llenas de bilis o de ácidos digestivos.
Los dos ejércitos se encuentran finalmente a la altura de los riñones. El pájaro aún no está muerto. Su corazón, estriado por las mandíbulas, sigue enviando sangre por los conductos perforados.
Sin esperar el último suspiro de su víctima, se forman cadenas de obreras, que se pasan de pata en pata trozos de carne aún palpitante. Nada se resiste a las pequeñas cirujanas. Cuando empiezan a dar cuenta del cerebro, el pájaro carpintero tiene una convulsión, la última.
Toda la ciudad corre a descuartizar al monstruo. Los corredores bullen llenos de hormigas que llevan, ésta una pluma, aquélla un poco de vellón como recuerdo.
Los equipos de albañiles ya han entrado en acción. Reconstruirán la cúpula y los túneles dañados.
Al verlo de lejos, se diría que el hormiguero está comiéndose un pájaro. Tras tragarlo, lo digiere, distribuyendo la carne y la grasa, las plumas y la piel entre todos aquellos lugares donde serán útiles para la Ciudad.
Génesis.
¿Cómo se creó la civilización hormiga? Para comprenderlo hay que remontarse muchos centenares de millones de años atrás, hasta el momento en que la vida empezó a desarrollarse en la Tierra.
Entre los primeros que llegaron, estaban los insectos.
Parecían mal adaptados a su mundo. Eran pequeños y frágiles, las víctimas ideales de todos los depredadores. Para conseguir mantenerse con vida, algunos de ellos, como los saltamontes, eligieron el camino de la reproducción. Ponían tantos huevos que forzosamente tenía que quedar algún pequeño vivo.
Otros, como las avispas o las abejas, eligieron el veneno, dotándose al cabo de generaciones con aguijones envenenados que las hacían temibles.
Otros, como las cucarachas, eligieron hacerse incomestibles. Una glándula especial daba tan mal sabor a su carne que nadie querría probarla.
Otros, como las mantis religiosas o las mariposas nocturnas, eligieron el camuflaje. Con su parecido con hierbas y cortezas, pasaban inadvertidas en la Naturaleza inhóspita.
Sin embargo, en esta jungla de los primeros días, muchos insectos no habían encontrado un «truco» para sobrevivir y parecían condenados a desaparecer.
Entre estos «menos favorecidos» estaban al principio las termitas. Esta especie comedora de madera, aparecida sobre la corteza terrestre hace cerca de ciento cincuenta millones de años, no tenía posibilidad ninguna de perennidad. Demasiados depredadores y recursos naturales insuficientes para resistirse a ellos…
¿Qué pasaría con las termitas?
Muchas murieron, y las supervivientes estaban en ese punto tan acosadas que supieron encontrar a tiempo una solución original: «No luchar solo, crear grupos solidarios. Les será más difícil a nuestros depredadores atacar a veinte termitas que hacen frente común que a una sola que intenta huir». La termita abría así uno de los caminos reales de la complejidad: la organización social.
Estos insectos empezaron a vivir en pequeñas células, al principio familiares: todas se agrupaban en torno a la Madre ponedora. Luego las familias se convirtieron en pueblos, los pueblos crecieron y se transformaron en ciudades. Sus ciudades de arena y cemento se irguieron muy pronto en toda la superficie del globo.
Las termitas fueron las primeras dueñas inteligentes de nuestro planeta, y su primera sociedad.
Edmond Wells
Enciclopedia del saber relativo y absoluto.
El macho 327 ya no ve a sus dos asesinas con olor a roca. Verdaderamente las ha perdido. Con un poco de suerte, quizás hayan muerto bajo los escombros…
Pero no hay que soñar. Tampoco ha acabado de librarse de los peligros. Ya no le queda ningún olor pasaporte. Ahora, si tropieza con la menor guerrera está listo. Sus hermanas le considerarán inmediatamente un cuerpo extraño. Ni siquiera le dejarán explicarse. Un disparo con ácido o las tenazas de las mandíbulas sin más apercibimiento, tal es el trato reservado para los que no pueden emitir los olores pasaporte de la Federación.
Es una insensatez. ¿Cómo ha llegado él a ese punto? Todo es culpa de las dos malditas guerreras con fragancia de roca. ¿Cómo se les ocurrió tal cosa? Deben de estar locas. Aunque sea un caso raro, se producen errores de programación genética que llevan a accidentes psicológicos de este tipo. Algo parecido a lo de las hormigas histéricas que atacaban a todo el mundo cuando llegó la alerta de la tercera fase.
Sin embargo, esas dos no parecían histéricas ni degeneradas. Incluso parecían saber muy bien lo que estaban haciendo. Parecía como si… Sólo existe una situación en la que unas células destruyan conscientemente a otras células del mismo organismo. Las nodrizas le llaman cáncer. Parecían… células afectadas por el cáncer.
Ese olor a roca sería entonces el olor de una enfermedad… Una vez más habría que dar la alerta. El macho 327 tiene ahora dos misterios que resolver: el arma secreta de las enanas y las células cancerosas de Bel-o-kan. Y no puede hablar con nadie. Hay que reflexionar. Pudiera ser que él mismo tuviese algún recurso oculto… una solución.
Empieza a lavarse las antenas. Mojar (le resulta muy extraño lamer sus antenas sin reconocer en ellas el gusto característico de las feromonas pasaporte), cepillar, alisar con el cepillo del codo, secar.
¿Qué hacer, qué hacer?
En primer lugar, seguir vivo.
Sólo una persona puede recordar su imagen de infrarrojos sin necesidad de la confirmación de los olores de identificación: la Madre. Sin embargo, la Ciudad prohibida está llena de soldados. ¿Y qué? Después de todo, un viejo adagio de Belo-kiu-kiuni dice: «A menudo es en el corazón del peligro donde se está más seguro».
—Edmond Wells no ha dejado buenos recuerdos aquí. Y cuando se marchó, nadie pensó en retenerle.
El que así hablaba era un anciano de rostro agradable, uno de los subdirectores de «Sweetmilk Corporation».
—Sin embargo, parece ser que descubrió una nueva bacteria alimenticia que hacía que los yogures exhalasen perfumes…
—Ah, en cuanto a la química, hay que reconocer que tenía bruscos arrebatos de genialidad. Pero no se producían regularmente, sino a ramalazos.
—¿Tuvo usted problemas con él?
—Honradamente, no. Digamos más bien que no se integraba en el equipo. Hacía rancho aparte. E incluso aunque su bacteria dio millones, creo que aquí nunca le apreció nadie.
—¿Puede ser usted más explícito?
—En un equipo hay jefes. Edmond no soportaba a los jefes, ni tampoco forma alguna de poder jerárquico. Siempre menospreció a los directivos, que no hacen más que «dirigir por dirigir, sin producir nada», como él decía. Sin embargo, todos nos vemos obligados a lamerles los pies a nuestros superiores. No hay nada malo en ello. El sistema es así. Él se hacía el digno, y creo yo que eso nos molestaba aún más a sus iguales que a los mismos jefes.
—¿Por qué se marchó?
—Discutió con uno de nuestros subdirectores por una cuestión en la que él tenía, he de reconocerlo…, tenía toda la razón. Ese subdirector había estado registrando su despacho, y a Edmond se le subió la sangre a la cabeza. Cuando vio que todo el mundo prefería apoyar al otro, se vio obligado a marcharse.
—Pero acaba usted de decirme que Edmond tenía razón…
—A veces es mejor comportarse como un cobarde para beneficio de unos desconocidos, aunque sean antipáticos, que mostrarse valiente en beneficio de unos conocidos, aunque nos caigan bien. Edmond no tenía amigos aquí. No comía con nosotros, ni tomaba copas con nosotros. Parecía estar siempre en la luna.
—¿Por qué me ha confesado usted su «cobardía», entonces? No tenía necesidad de contarme todo eso.
—Bueno… Desde que murió, me digo que nos comportamos mal con él. Usted es su sobrino, y al contarle estas cosas me siento un poco aliviado…
Al fondo se ve una fortaleza de madera, Es la Ciudad prohibida.
Ese edificio es en realidad un tocón de pino a cuyo alrededor se ha levantado la cúpula. El tocón sirve como corazón y columna vertebral de Bel-o-kan. Corazón, ya que contiene el alojamiento regio y la reserva de alimentos preciosos. Columna vertebral, ya que permite que la Ciudad resista a las tempestades y las lluvias.
Visto más de cerca, el muro de la Ciudad prohibida aparece incrustado con complejos motivos. Son como inscripciones de una escritura bárbara. Son los pasadizos perforados antaño por las primeras ocupantes del tocón; las termitas.
Cuando la Belo-kiu-kiuni fundadora aterrizó en la región, cinco mil años antes, tropezó de inmediato con ellas. La guerra fue muy larga, de una duración de mil años, pero los belokanianos acabaron ganándola. Descubrieron entonces con maravilla una ciudad «dura», con pasadizos de madera que nunca se podían hundir. El tocón de pino les abría nuevas perspectivas urbanísticas y arquitectónicas.
En lo alto estaba la superficie llana y levantada; abajo, las profundas raíces dispersándose en la tierra. Era i-de-al. Sin embargo, el tocón pronto fue insuficiente para dar abrigo a la creciente población de hormigas rojas. Entonces, perforaron el subsuelo, prolongando las raíces. Y acumularon ramitas entrelazadas sobre el árbol decapitado para ampliar la cumbre.