Las hormigas (7 page)

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Authors: Bernard Werber

Tags: #Fantasía, #Ciencia

BOOK: Las hormigas
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La guerrera ya no se oculta.
Scrisss, tsss…
Ahora puede verla en infrarrojos. En efecto, tiene dos patas menos. El olor a roca se hace más intenso.

327 emite:

¿Quién anda ahí?

No hay respuesta.

¿Por qué me sigues?

No hay respuesta.

Queriendo olvidar el incidente, echa a andar otra vez, pero pronto detecta otra presencia que llega de delante. Esta vez es una gran guerrera. La galería es estrecha y no va a poder pasar.

¿Dar media vuelta? Eso le llevaría a enfrentarse con la coja, que se apresura hacía él.

Está atrapado.

Y ahora lo huele: son dos guerreras, y las dos exhalan ese olor a roca. La grande abre sus grandes tenazas.

¡Es una trampa!

Es inimaginable que una hormiga de la ciudad quiera matar a otra. ¿Se habrá producido un trastorno del sistema inmunitario? ¿Es que no han reconocido sus olores de identificación? ¿Le toman por un cuerpo extraño? ¡Qué insensatez! Eso sería como si su estómago hubiese decidido asesinar a su intestino. El macho 327 incrementa la intensidad de sus emisiones:

Soy como vosotras una célula del Nido. Pertenecemos al mismo organismo.

Son soldados jóvenes. Deben de equivocarse. Pero sus emisiones no suavizan sus propósitos. La pequeña coja salta sobre su espalda y le sujeta por las alas, mientras la grande le apresa la cabeza entre sus mandíbulas. Así amarrado, le arrastran hacia el contenedor de residuos.

El macho 327 lucha. Con su segmento para el diálogo sexual, emite toda clase de emociones que ni los asexuados conocen, recorriendo desde la incomprensión al pánico.

Para no ensuciarse con esas ideas «abstractas», la coja, que sigue sobre su mesotomo, le raspa las antenas con las mandíbulas. Con ello le quita todas sus feromonas, en especial sus olores pasaportes. Pero, en todo caso, allí donde le llevan ya no le servirán de gran cosa.

El siniestro trío avanza presuroso por los corredores menos frecuentados. La pequeña coja sigue metódicamente con su trabajo de limpieza. Se diría que no quiere que quede información alguna en esa cabeza. El macho ya no se resiste. Se prepara, resignado, a extinguirse haciendo que los latidos de su corazón sean más lentos.

«¿Por qué tanta violencia? ¿Por qué tanto odio? ¿Por qué, hermanos?

»Uno, sólo somos uno, todos unidos somos hijos de la Tierra y de Dios.

«Abandonemos nuestras vanas disputas. El siglo XXII será espiritual o no será. Abandonemos nuestras viejas querellas basadas en el orgullo y la duplicidad.

»El individualismo, ése es nuestro verdadero enemigo. Si ante un hermano necesitado le dejáis morir de hambre, ya no sois dignos de formar parte de la gran comunidad del mundo. Si un ser perdido os pide ayuda y socorro, y le cerráis la puerta, no sois de los nuestros.

»¡Os conozco, a vosotros, con vuestra buena conciencia, envueltos en sedas! No pensáis más que en vuestra comodidad personal, no deseáis más que glorias individuales, la felicidad, sí, pero sólo la vuestra y la de vuestra familia más próxima.

»Os conozco, digo. A ti, a ti, y a ti. Dejad de sonreír ante vuestras pantallas, os estoy hablando de cosas graves. Os hablo del futuro de la Humanidad. Esto no puede durar. Esta forma de vivir no tiene sentido. Lo gastamos todo, lo destruimos todo. Se talan los bosques para hacer pañuelos desechables. Todo se ha convertido en desechable: cubiertos, plumas, vestido, cámaras de fotografiar, automóviles, y sin daros cuenta también vosotros os convertís en desechables. Renunciad a esta forma superficial de vida. Tenéis que renunciar hoy, antes de que os veáis forzados a renunciar mañana.

»Venid con nosotros, uníos a nuestro ejército de fíeles. Todos nosotros somos soldados de Dios, hermanos míos».

Imagen de una locutora. «Esta emisión evangélica se la ha brindado el padre Mac Donald de la nueva Iglesia adventista del cuadragésimo quinto día y la empresa de supercongelados «Sweetmilk». Se ha difundido vía satélite en mundo-visión. Y ahora, antes de nuestra serie de ciencia ficción
Extraterrestre y orgulloso de serlo,
vean un espacio de publicidad.

Lucie no conseguía, como Nicolás, dejar por completo de pensar viendo la televisión. Hacía ya ocho horas que Jonathan estaba allá abajo y seguía sin haber noticia alguna.

Su mano se acercó al teléfono. Les había dicho que no hiciesen nada, pero ¿y si estaba muerto? ¿Y si había quedado atrapado entre los escombros?

Aún no tenía valor para bajar. Su mano descolgó. Marcó el número de socorro de la Policía.

—¿Policía…?

—Te pedí que no telefoneases —dijo una voz débil y átona procedente de la cocina.

—¡Papá! ¡Papá!

Lucie colgó el aparato mientras en él seguía sonando una voz: «Diga, Diga. Hable. Denos una dirección». Fuera.

—Sí, sí, soy yo. No debíais de inquietaros. Ya os dije que me esperaseis tranquilos.

¿Tranquilos? ¡Ésa sí que era buena!

Jonathan tenía en brazos los restos de lo que había sido Ouarzazate y que ya no era más que un montón de carne sanguinolenta. Y el mismo hombre estaba transfigurado. No parecía aterrorizado ni abrumado; incluso parecía más bien sonriente. No, no era eso. ¿Cómo decirlo? Daba la sensación de que había envejecido o de que se había puesto enfermo. Su mirada era febril, el color lívido, temblaba y parecía agotado.

Al ver el cuerpo martirizado de su perro, Nicolás se echó a llorar. Se diría que el pobre animal había sido lacerado por centenares de cortes practicados con una pequeña navaja de afeitar.

Lo depositaron encima de un periódico desplegado.

Nicolás no paraba de lamentarse por la muerte de su compañero de juegos. Se acabó. Nunca más le vería saltar contra la pared al pronunciar «gato». Nunca más le vería abrir los picaportes de las puertas con un alegre salto. Nunca más le salvaría de los grandes pastores alemanes homosexuales.

Ouarzazate ya no existía.

—Mañana le llevaremos al cementerio para perros del Pére Lachaise —concedió Jonathan. Le compraremos una tumba de cuatro mil quinientos francos, ya sabes, una en la que podamos poner su fotografía.

—¡Sí! ¡Sí! —dijo Nicolás entre dos sollozos. Eso es lo menos que merece.

—Y luego iremos a la Protectora de Animales, y elegirás otro animal. ¿Por qué no te decides por un perrito faldero? También son muy bonitos.

Lucie no acababa de recuperarse. No sabía por qué pregunta empezar. ¿Por qué había tardado tanto? ¿Qué le había pasado al perro? ¿Qué le había pasado a él? ¿Quería comer algo? ¿Había pensado en la angustia de su familia?

—¿Qué hay allí abajo? —acabó diciendo con voz sin inflexiones.

—Nada. Nada.

—Pero ¿te das cuenta del estado en que vuelves? Y el perro… Es como si hubiese pasado por una trituradora eléctrica. ¿Qué le ha ocurrido?

Jonathan se pasó una mano sucia por su frente.

—El notario tenía razón, allí abajo está lleno de ratas. A Ouarzazate le han destrozado unas ratas furiosas.

—¿Y tú?

Jonathan dejó escapar una risita.

—Yo soy un animal más grande y les doy miedo.

—Pero ¡es una locura! ¿Qué has hecho ahí abajo durante ocho horas? ¿Qué hay en el fondo de esa maldita bodega?

—No sé lo que hay en el fondo. No he llegado hasta el final.

—¡Que no has ido hasta el final!

—No. Es que es muy, muy profunda.

—En ocho horas no has llegado hasta el final de… de nuestra bodega.

—No. Me detuve al ver el perro. Había sangre por todas partes. Ouarzazate debió pelear encarnizadamente. Es increíble que un perro tan pequeño pudiese resistir tanto tiempo.

—Pero ¿hasta dónde llegaste? ¿Hasta medio camino?

—¿Cómo podría saberlo? En cualquier caso, ya no podía seguir. También yo tenía miedo. Ya sabes que no puedo soportar la oscuridad ni la violencia. Nadie en mi lugar hubiese seguido adelante. No se puede seguir indefinidamente en terreno desconocido. Y también pensé en ti, en vosotros. No puedes saber cómo es aquello… Es tan sombrío. Es la muerte.

Al acabar esta frase le dio una especie de tic en la comisura izquierda de la boca. Lucie nunca le había visto así y comprendió que no tenía que seguir atosigándole. Le rodeó la cintura y besó sus labios fríos.

—Tranquilízate, ya se ha acabado. Vamos a clausurar esa puerta y no hablaremos más de ello.

Él se echó atrás.

—No. La cosa no ha acabado. Allí abajo dejé que me detuviese esa zona roja. Todo el mundo se hubiese detenido. Siempre nos horroriza la violencia, incluso cuando se ejerce contra animales. Pero yo no puedo quedarme así, quizá muy cerca del final…

—¡No me dirás que piensas volver!

—Sí. Edmond pasó, y yo pasaré también.

—¿Edmond? ¿Tu tío Edmond?

—Hizo algo ahí abajo, y quiero saber qué es.

Lucie ahogó un gemido.

—Por favor, por amor a mí y a Nicolás, no vuelvas a bajar.

—No tengo elección.

Tuvo otra vez aquel tic de la boca.

—Siempre he hecho las cosas a medias. Siempre me he detenido cuando la razón me decía que el peligro estaba cerca. Y mira en lo que me he convertido. En un hombre que no ha conocido el peligro, pero que tampoco ha tenido éxito en la vida. A fuerza de recorrer el camino sólo hasta la mitad, nunca he llegado al fondo de las cosas. Hubiese debido de quedarme en la cerrajería, dejar que me agrediesen y pasar por encima de los chichones. Hubiese sido un bautismo, hubiese conocido la violencia y hubiese aprendido a dominarla. En lugar de eso, a fuerza de evitar los problemas, ahora soy como un bebé sin experiencia.

—Deliras.

—No. No deliro. No se puede vivir eternamente en un capullo. Y con esta bodega tengo una ocasión única para dar el paso adelante. Si no lo hago, nunca más podré mirarme en el espejo, porque en él sólo vería a un gallina. Por otra parte, tú misma has sido quien me ha empujado a bajar, acuérdate.

Se quitó la camisa llena de sangre.

—No insistas; mi decisión es irrevocable.

—Está bien. Pues entonces iré contigo —declaró Lucie empuñando la linterna.

—¡No! Tú te quedarás aquí.

Jonathan la asió con firmeza por las muñecas.

—¡Déjame! ¿Qué te pasa?

—Perdona, pero has de comprender que esa bodega es algo que sólo me concierne a mí. Es mi lanzamiento, mi camino. Y nadie ha de mezclarse en ello, ¿me entiendes?

Tras ellos, Nicolás seguía llorando sobre los despojos de Ouarzazate. Jonathan soltó las muñecas de Lucie y se acercó a su hijo.

—¡Vamos! ¡Recupérate, muchacho!

—Estoy harto. Ouarzi ha muerto y vosotros no hacéis más que discutir.

Jonathan pensó en hacer algo para distraerle. Cogió una caja de cerillas, sacó seis y las puso encima de la mesa.

—Mira. Fíjate en esto. Voy a enseñarte un enigma. Es posible formar cuatro triángulos equiláteros con estas seis cerillas. Piénsalo bien, has de poder encontrar cómo se hace.

El chico, sorprendido, se secó las lágrimas y sorbió. Empezó inmediatamente a disponer las cerillas de diferentes maneras.

—Y aún tengo un consejo que darte. Para encontrar la solución, hay que pensar de una manera diferente. Si uno piensa como de costumbre, no se consigue nada.

Nicolás consiguió formar tres triángulos. No cuatro. Alzó sus grandes ojos azules y parpadeó.

—¿Has encontrado tú la solución, papá?

—No, aún no. Pero siento que no tardaré mucho en encontrarla.

Jonathan había tranquilizado momentáneamente a su hijo, pero no a su mujer. Lucie le lanzaba miradas irritadas. Y por la noche discutieron con bastante violencia. Pero Jonathan no quería hablar de la bodega ni de sus misterios.

Al día siguiente se levantó temprano y se pasó la mañana instalando en la entrada de la bodega una puerta de hierro provista de un gran candado. Y colgó la única llave de su propio cuello.

La salvación llega en la forma inesperada de un temblor de tierra.

Primero son las paredes las que sufren una gran sacudida lateral. La arena empieza a caer en cascada desde los techos. Una segunda sacudida sigue a la primera casi inmediatamente, y luego una tercera, una cuarta… Las sordas sacudidas se suceden cada vez más de prisa, cada vez más cerca del insólito trío. Ya es un enorme rugido que no se detiene y que hace que todo vibre.

Reanimado por esta trepidación, el joven macho vuelve a acelerar los latidos de su corazón, da dos dentelladas que sorprenden a sus verdugos y se lanza por el túnel destruido. Agita sus alas aún embrionarias para acelerar su huida y hacer más largos sus saltos por encima de los escombros.

Cada sacudida le obliga a detenerse y esperar, pegado al suelo, el final de las avalanchas de tierra. Paneles enteros de unos corredores caen en medio de otros corredores. Puentes, arcos y criptas se vienen abajo, arrastrando en su caída millones de siluetas desconcertadas.

Los olores de alerta prioritaria saltan y se extienden. En su primera fase, las feromonas excitadoras llenan las galerías superiores. Todos los que huelen ese olor se ponen inmediatamente a temblar, a correr en todas direcciones y a producir feromonas aún más excitantes. Así, el enloquecimiento se transforma en una bola de nieve.

La nube de alerta se extiende como la niebla, deslizándose en todas las arterias de la región afectada y llegando hasta las arterias principales. El objeto extraño infiltrado en el cuerpo del nido produce lo que el joven macho ha intentado vanamente desencadenar: toxinas de dolor. De repente, la sangre negra que forman las muchedumbres de belokanianos empieza a circular más de prisa. El populacho evacúa los huevos próximos a la zona siniestrada. Los soldados se agrupan en unidades de combate.

Cuando el 327 se encuentra en un gran cruce semiobstruido por la tierra y la multitud, las sacudidas se interrumpen. Sigue un silencio angustioso. Todo el mundo se queda inmóvil, en espera del desarrollo de los acontecimientos. Las antenas erguidas vibran. Hay que esperar.

De repente, el toc-toc lancinante de hace un momento se ve remplazado por una especie de sordo bufido. Todos perciben que la cubierta de ramitas de la Ciudad acaba de ser perforada. Algo inmenso se introduce en la cúpula, rompe las paredes, se desliza a través de las ramitas.

Un fino tentáculo brota en pleno corredor. Azota el aire y recorre el suelo a una velocidad loca, en busca del mayor número posible de ciudadanos. Cuando los soldados se precipitan sobre él para tratar de morderlo con sus mandíbulas, un gran grumo negro se forma en su extremidad. La lengua se desliza hacia arriba y desaparece, llevando a la multitud hasta una garganta, y luego aparece de nuevo, aún más larga, más ávida, terrorífica.

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