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Authors: Bernard Werber

Tags: #Fantasía, #Ciencia

Las hormigas (9 page)

BOOK: Las hormigas
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La Ciudad prohibida está ahora casi desierta. Aparte de la Madre y de la guardia de élite, todo el mundo vive en la periferia.

327 se acerca al tocón con pasos prudentes e irregulares. Las vibraciones regulares se perciben como la presencia de alguien que camina, mientras que unos sonidos irregulares pueden pasar por ligeros desprendimientos. Sólo le cabe esperar que ningún soldado se cruce en su camino. Empieza a subir. Ya no está más que a doscientas cabezas de la Ciudad prohibida. Empieza a distinguir las decenas de salidas que agujerean el tocón; más concretamente, las cabezas de las hormigas «porteras» que bloquean el acceso.

Modeladas no se sabe por qué perversión genética, estas porteras están provistas de una gran cabeza redonda y plana que les da el aspecto de un gran clavo que se ajusta exactamente al contorno del orificio que han de vigilar.

Esas puertas vivas ya habían dado pruebas de su eficacia en el pasado. Con ocasión de la guerra de las fresas, setecientos ochenta años antes, la ciudad fue invadida por las hormigas amarillas. Todos los belokanianos supervivientes se refugiaron en la Ciudad prohibida, y las hormigas porteras, que entraron andando hacia atrás, cerraron herméticamente las puertas.

Le hicieron falta dos días a las hormigas amarillas para conseguir forzar esos cerrojos. Las porteras no sólo bloqueaban los agujeros sino que mordían también con sus grandes mandíbulas. Un centenar de hormigas amarillas tenían que unirse para luchar contra una sola portera. Consiguieron por fin pasar perforando la quitina de las cabezas. Pero el sacrificio de las «puertas vivientes» no fue en vano. Las demás ciudades de la Federación habían tenido tiempo para preparar refuerzos y la ciudad fue liberada horas más tarde.

El macho 327 no tiene por supuesto la intención de enfrentarse solo con una portera sino que piensa aprovechar la apertura de una de esas puertas, por ejemplo para dejar salir a una nodriza cargada con huevos de la Madre. Entonces podría lanzarse al interior antes de que volviese a cerrarse.

Y he aquí que precisamente se mueve una cabeza, y luego se abre el paso… y sale una centinela. No puede intentarlo, porque la centinela volvería en seguida sobre sus pasos y le mataría.

Otra vez se mueve la cabeza de la portera. 327 flexiona sus patas, listo para saltar. Pero ¡no! Ha sido una falsa alarma; la portera se limitaba a cambiar de posición. Debe de provocar calambres mantener el cuello de esa manera en un collar de madera.

Pues tanto peor. No tiene paciencia, y se lanza hacia el obstáculo. En cuanto llega al alcance de la antena, la portera se da cuenta de la ausencia de feromonas pasaportes. Retrocede un poco para bloquear mejor el orificio, y luego lanza moléculas de alerta.

¡Cuerpo extraño en la Ciudad prohibida! ¡Cuerpo extraño en la Ciudad prohibida!
repite como una sirena.

Mueve sus pinzas para intimidar al indeseable. Con gusto se adelantaría para luchar con él, pero la consigna es muy clara: obstrucción ante todo.

Ha de actuar de prisa. El macho tiene una ventaja a su favor: ve en la oscuridad, mientras que la portera es ciega. Se lanza adelante, evita las mandíbulas que golpean al azar y salta para llegar a las raíces. Las corta una tras otra. Brota la sangre transparente. Los dos muñones continúan agitándose, inofensivos.

Sin embargo, 327 sigue sin poder pasar. El cadáver de su adversaria bloquea el agujero. Las patas, tetanizadas, siguen por reflejo apretándose contra la madera. ¿Qué hacer? Apoya el abdomen en la frente de la portera y dispara. El cuerpo se estremece; la quitina, corroída por el ácido fórmico, empieza a fundirse despidiendo un humo gris. Pero la cabeza es gruesa y tiene que disparar cuatro veces antes de poder abrirse camino a través del cráneo aplastado.

Ya puede pasar. Al otro lado descubre un tórax y un abdomen atrofiados. La hormiga no era más que una puerta, sólo una puerta.

Competidoras.
Cuando aparecieron las primeras hormigas, cincuenta millones de años más tarde, sólo pensaban en mantenerse con vida. Eran descendientes lejanas de una avispa salvaje y solitaria, y carecían de grandes mandíbulas y de aguijón. Eran pequeñas y desmedradas, pero no tontas, y pronto comprendieron que les convenía imitar a las termitas. Tenían que unirse.

Crearon sus pueblos; construyeron groseras ciudades. Las termitas pronto se sintieron inquietas ante esta competencia. Según ellas, en la Tierra sólo había lugar para una única especie de insectos sociales.

Las guerras eran ya inevitables. En todos los lugares del mundo, en las islas, en las montañas y los árboles, los ejércitos de las ciudades termitas guerrearon contra los jóvenes ejércitos de las ciudades hormigas.

Era algo nunca visto en el reino animal. Millones de mandíbulas golpeaban a diestro y siniestro por un objetivo distinto del nutritivo. Un objetivo «político».

Al principio, las termitas, con más experiencia, vencían en todas las batallas. Pero las hormigas se adaptaron. Copiaron las armas termitas e inventaron otras nuevas. Las guerras mundiales termitas-hormigas abarcaron todo el planeta, desde los años cincuenta millones hasta los años treinta millones. Más o menos en esta época, al descubrir las armas de chorro de ácido fórmico, adquirieron una ventaja decisiva.

Aún en nuestros días prosiguen las batallas entre las dos especies enemigas, pero es raro que las legiones termitas venzan.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.

—Le conoció usted en África, ¿no es cierto?

—Sí —respondió el profesor—. Edmond tenía un gran pesar. Creo recordar que su mujer había muerto. Edmond se lanzó como loco al estudio de los insectos.

—¿Por qué los insectos?

—¿Y por qué no? Los insectos ejercen una fascinación ancestral. Nuestros antepasados más lejanos temían ya a los mosquitos que les transmitían fiebres, a las pulgas que les provocaban picazones, a las arañas que les picaban, al gorgojo que devoraba sus reservas de alimentos. Eso ha dejado una huella.

Jonathan estaba en el laboratorio 326 del centro CNRS de entomología de Fontainebleau, en compañía del profesor Daniel Rosenfeld, un agradable anciano peinado con cola de caballo, sonriente y voluble.

—El insecto desorienta, es más pequeño y más frágil que nosotros, y sin embargo hace befa de nosotros e incluso nos amenaza. Además, pensándolo bien, todos acabamos en el estómago de los insectos. Unas larvas de mosca son las que se regalan con nuestros despojos…

—No había pensado en ello.

—Al insecto se le ha considerado durante mucho tiempo encarnación del mal. Belcebú, uno de los secuaces de Satán, se representa con cabeza de mosca. Y eso no es por casualidad.

—Las hormigas tienen mejor reputación que las moscas.

—Depende. Cada cultura habla de ellas de forma diferente. En el Talmud, aparecen como símbolo de la honestidad. Para el budismo tibetano representan lo irrisorio de la actividad materialista. Para las gentes de Costa de Marfil, una mujer encinta a la que muerda una hormiga dará a luz un niño con cabeza de hormiga. Algunos polinesios, por el contrario, las consideran minúsculas divinidades.

—Edmond trabajó antes de eso con bacterias, ¿por qué lo dejó?

—Las bacterias no le apasionaban ni la milésima parte de lo que le apasionaron sus estudios sobre los insectos, especialmente las hormigas. Y cuando digo «sus estudios», hablo de un empeño total. Fue él quien lanzó la requisitoria contra los hormigueros-juguete, esas cajas de plástico puestas a la venta en todos los grandes almacenes, con una reina y seiscientas obreras. También luchó por la utilización de las hormigas como insecticidas. Quería que se instalasen sistemáticamente ciudades de hormigas rojas en los bosques, para limpiarlos de parásitos. No era ninguna tontería. En el pasado ya se había utilizado a las hormigas para combatir a la procesionaria del pino en Italia y a la panfílida del abeto en Polonia, dos insectos que arrasan los árboles.

—Enfrentar unos insectos contra otros, ¿es ésa la idea?

—Bueno, él decía que eso era «inmiscuirse en su diplomacia». Se hicieron tantas tonterías en el siglo pasado con los insecticidas químicos. Nunca hay que atacar al insecto de frente, y aún menos hay que subestimarlo y tratar de tomarlo como se hizo con los mamíferos. El insecto plantea otra filosofía, otro espacio-tiempo, otra dimensión. Por ejemplo, el insecto tiene un recurso contra todos los venenos químicos: el mitridatismo. Ya sabe usted que si nunca hemos conseguido acabar con las invasiones de langosta es porque se adaptan a cualquier cosa. Endílgueles insecticidas y el noventa y nueve por ciento morirán, pero un uno por ciento sobrevivirá. Y es ese uno por ciento de supervivientes el que no sólo queda inmunizado, sino que hace que nazca un cien por cien de langostas vacunadas contra el insecticida. Así, hace doscientos años se cometió el error de ampliar sin límites la toxicidad de los productos. Tanto que éstos mataban a más seres humanos que a insectos. Y hemos creado cepas superresistentes capaces de consumir sin dificultad los peores venenos.

—¿Quiere usted decir que no hay manera de luchar contra los insectos?

—Constátelo usted mismo. Sigue habiendo mosquitos, langostas, pulgón, moscas tsé-tsé y hormigas. Las hormigas son resistentes a todo. En 1945 se vio que sólo las hormigas y los escorpiones habían sobrevivido a las explosiones nucleares. ¡Incluso a eso se adaptaron!

El macho 327 ha derramado la sangre de una célula del Nido. Ha ejercido la peor violencia posible contra su propio organismo. Y eso le deja mal sabor de boca. ¿Pero es que tenía otro medio, él, la hormona informativa, para seguir adelante con su misión?

Si ha matado, fue porque intentaron matarle a él. Es una reacción en cadena. Como el cáncer. Ya que el Nido se comporta de una manera anormal con él, él se ve obligado a actuar a la recíproca. Ha de hacerse a esa idea.

Ha matado a una célula hermana. Y quizá mate a otras.

—Y ¿qué fue a hacer en África? Usted mismo dice que hay hormigas en todas partes.

—Es cierto, pero no son las mismas hormigas… Yo creo que a Edmond no le importaba nada después de la pérdida de su mujer, e incluso me pregunto si no estaría esperando que las hormigas le «suicidasen».

—¿Cómo dice?

—Estuvieron a punto de acabar con él, ¿sabe? Las hormigas magnan de África… ¿No ha visto usted
Cuando ruge la marabunta?

Jonathan meneó la cabeza negativamente.

—La marabunta es una masa de hormigas magnan dorilinias, la
Annoma nigricans,
que avanza por la llanura destruyéndolo todo a su paso.

El profesor Rosenfeld se puso en pie, como para hacer frente a una ola invisible.

—Primero se oye una especie de gran zumbido compuesto por todos los gritos y el piar, y batir de alas y patas de todos los animales que intentan escapar. En ese punto aún no se ve a las magnan. Luego aparecen algunas guerreras detrás de una loma. Tras esta avanzadilla pronto llegan las demás, en columnas que se pierden de vista. La loma se vuelve negra. Es como una ola de lava que funde todo lo que toca.

El profesor iba y venía gesticulando arrastrado por sus propias palabras.

—Es la sangre venenosa de África. Ácido vivo. Su número es terrorífico. Una colonia de magnan pone por término medio quinientos mil huevos al día. Se pueden llenar cubos enteros… Y ese reguero de ácido sulfúrico negro se derrama, sube por pendientes y árboles, y no hay nada que lo pare. Los pájaros, lagartos o mamíferos insectívoros que tienen la desgracia de acercarse quedan destrozados. ¡Es una visión apocalíptica! Las magnan no temen a ningún animal. Una vez vi cómo un gato demasiado curioso desaparecía en un abrir y cerrar de ojos. Esas hormigas cruzan incluso los ríos haciendo puentes flotantes con sus propios cadáveres… En Costa de Marfil, en la región próxima al centro de Lamto donde las estudiábamos, la población nunca ha encontrado cómo oponerse a su invasión. Cuando se anuncia que esas minúsculas Atila pasarán por el poblado, la gente huye llevándose sus bienes más preciosos. Ponen las patas de las mesas y las sillas en cubos de vinagre y se encomiendan a sus dioses. Cuando regresan ya no queda nada, es como un tifón. No queda el menor fragmento de alimento ni sustancia orgánica de la clase que sea. Ni el menor parásito tampoco. Las magnan son el mejor medio de limpiar la propia casa de arriba abajo.

—Y ¿cómo conseguían ustedes estudiarlas si son tan feroces?

—Esperábamos al mediodía. Los insectos no tienen un sistema de regulación del calor como nosotros. Cuando la temperatura es de 18°, su cuerpo está a 18°, y cuando llega la canícula su sangre hierve. No pueden soportarlo. Así pues, con los primeros rayos ardientes, las magnan excavan un nido en el que vivaquear y en él esperan una meteorología más clemente. Es como una minihibernación, aunque lo que las bloquea no es el frío, sino el calor.

—¿Y luego…?

En realidad, Jonathan no sabía dialogar. Consideraba que la discusión existía para actuar como un sistema de vasos comunicantes. Hay uno que sabe, el vaso lleno, y uno que no sabe, el vaso vacío, por lo general él mismo. El que no sabe abre los oídos todo lo posible y estimula de vez en cuando el ardor de su interlocutor diciendo «¿y luego?» y «hábleme de eso», y con inclinaciones de cabeza.

Si había otros medios de comunicación, él no los conocía. Por otra parte, observando a la gente, le parecía que lo que hacían era entregarse a monólogos paralelos en los que cada cual sólo buscaba utilizar al otro como un psicoanalista gratuito. Así las cosas, prefería su propia técnica. Quizá aparentaba no tener conocimiento ninguno, pero por lo menos estaba aprendiendo constantemente. ¿No dice un proverbio chino, el que hace una pregunta es tonto cinco minutos, el que no hace ninguna lo es toda la vida?

¿Y luego? ¡Pues que fuimos para allá! Y fue algo notable, créame. Queríamos dar con la maldita reina. El famoso animalito que pone medio millón de huevos diarios. Queríamos verla y fotografiarla. Nos calzamos gruesas botas de pocero: Edmond no tuvo suerte, calzaba el cuarenta y tres y sólo había del cuarenta… Lo recuerdo como si hubiese sido ayer. A las doce y media trazamos en el suelo la forma probable del nido y empezamos a cavar alrededor hasta un metro de profundidad. A la una y media llegamos a las cámaras exteriores. Una especie de líquido negro y crepitante empezó a fluir. Millares de soldados paroxísticos abrían y cerraban las mandíbulas, que en esta especie son cortantes como hojas de afeitar. Se pegaban a nuestras botas mientras nosotros seguíamos adelante a fuerza de pico y pala hacia la cámara nupcial. Y por fin encontramos nuestro tesoro. La reina. Un insecto diez veces más grande que nuestras reinas europeas. La fotografiamos desde todos los ángulos mientras ella seguramente debía de gritar el
God save the Queen
en su lengua odorífera… El efecto no tardó en producirse. Llegaron guerreras de todas partes, aglomerándose sobre nuestros pies. Algunas subían incluso escalando a sus congéneres que estaban ya sobre nuestras botas de goma. Desde ahí, pasaban a meterse bajo nuestros pantalones y camisas. Todos nos convertimos en Gulliver, pero nuestros liliputienses sólo pensaban en hacer de nosotros tiras comestibles. Sobre todo había que procurar que no se introdujesen por ninguno de nuestros orificios naturales; nariz, boca, ano, tímpano. Porque si no, estábamos listos: las hormigas perforan desde dentro.

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