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Authors: Bernard Werber

Tags: #Fantasía, #Ciencia

Las hormigas (4 page)

BOOK: Las hormigas
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Cuanto más bajan, con más claridad oyen en los tímpanos situados en sus tibias el sonido de un regato. Es la fuente del agua caliente. Humea, desprendiendo un fuerte olor a azufre.

Las hormigas abrevan.

En un momento dado reparan en un extraño animal. Se diría que es una bola con patas. En realidad es un escarabajo geotrupa que va empujando una esfera de bosta y tierra en cuyo interior ha dispuesto sus huevos. Como un Atlas legendario, lleva encima su «mundo». Cuando la pendiente es favorable, la esfera rueda sola y él la sigue. En caso contrario, se esfuerza, resbala y a menudo ha de ir a buscarla abajo. Es sorprendente encontrar un escarabajo por aquí. Es más bien un animal de zonas cálidas…

Los belokanianos le dejan pasar. De todos modos, su carne no es muy buena, y su caparazón hace que sea demasiado pesado para transportarlo.

Una silueta negra corre a su izquierda, para esconderse en una anfractuosidad de la roca. Es una tijereta. Y ésta sí que es deliciosa. La exploradora más vieja es también la más rápida. Balancea el abdomen bajo su cuello, se coloca en posición de tiro equilibrándose con las patas traseras, apunta instintivamente y lanza desde lejos una gota de ácido fórmico. El jugo corrosivo concentrado a más del 40 por ciento hiende el espacio.

Tocada.

La tijereta queda fulminada en plena carrera. El ácido concentrado al 40 por ciento no es cualquier cosa. Ya pica con una concentración del 40 por mil, de manera que una concentración del 40 por ciento es algo muy serio. El insecto cae y todas se precipitan a devorar su carne quemada. Las exploradoras del otoño dejaron buenas feromonas. El lugar parece abundar en caza. Las capturas serán buenas.

Bajan a un pozo artesiano y aterrorizan a toda clase de especies subterráneas hasta entonces desconocidas. Un murciélago se esfuerza por poner fin a su visita, pero ellas le obligan a huir bajo una nube de ácido fórmico.

Los días siguientes siguen rastrillando la cálida caverna, acumulando despojos de pequeños animales blancos y fragmentos de setas de un color verde claro. Con su glándula anal siembran otras feromonas que permitirán a sus hermanas llegar sin problemas hasta aquí para cazar.

La misión ha sido un éxito. El territorio ha prolongado un brazo hasta aquí, más allá de la espesura del oeste. Pesadamente cargadas con las vituallas, cuando ya van a iniciar el camino de regreso, dejan el estandarte químico federal. Su olor clama a los cuatro vientos: «¡Bel-o-kan!»

—¿Quiere usted repetirlo?

—Wells. Soy el sobrino de Edmond Wells.

La puerta se abre dejando a la vista a un individuo de cerca de dos metros de estatura.

—¿El señor Jason Bragel…? Perdone que le moleste, pero me gustaría hablar con usted de mi tío. No pude conocerle y mi abuela me dijo que era usted su mejor amigo.

—Entre… ¿Qué quiere usted saber de Edmond?

—Todo. No tuve ocasión de tratarle y lamento…

—Sí. Ya veo. En cualquier caso, Edmond era de ese género de personas que son auténticos misterios vivientes.

—¿Le conocía usted mucho?

—¿Quién puede pretender que conoce a quienquiera que sea? Digamos que nuestras dos personalidades iban a menudo juntas y que ni él ni yo veíamos en ello inconveniente ninguno.

—¿Cómo se conocieron ustedes?

—En la Facultad de Biología. Yo me dedicaba a las plantas y él a las bacterias.

—Dos mundos paralelos.

—Sí, aunque el mío es más salvaje —rectificó Jason Bragel señalando las plantas verdes que invadían su comedor: ¿Las ve usted? Son todas ellas competidoras, están dispuestas a matarse entre sí por un rayo de luz o por una gota de agua. En cuanto una hoja se queda en la sombra, la planta la abandona y las hojas vecinas crecen más. El de los vegetales es verdaderamente un mundo sin piedad…

—¿Y las bacterias de Edmond?

—Él mismo decía que no hacía más que estudiar sus ancestros. Digamos que se remontaba un poco más que los demás en su árbol genealógico.

—¿Por qué las bacterias? ¿Por qué no los monos o los peces?

—Quería comprender la célula en su estadio más primitivo. Para él, como el ser humano no era más que un conglomerado de células, lo que había que comprender a fondo era la «psicología» de una célula para deducir el funcionamiento del conjunto. «Un problema grande y complejo no es en realidad más que una unión de pequeños problemas simples». Tomó esta frase al pie de la letra.

—¿Sólo trabajaba con bacterias?

—No. No. Era una especie de místico, un auténtico generalista. Hubiese querido saberlo todo. También tenía sus extravagancias; por ejemplo, querer controlar los latidos de su propio corazón.

—Pero, ¡eso es imposible!

—Parece ser que algunos yoguis hindúes y tibetanos realizan esa proeza.

—Y eso, ¿para qué sirve?

—No lo sé… Él quería conseguirlo para poder suicidarse deteniendo su corazón con la voluntad. Creía que así podría salir del juego en cualquier momento.

—¿Por qué le interesaba eso?

—Quizá temía los dolores vinculados con la vejez.

—Ya… Y ¿qué hizo después de doctorarse en Biología?

—Empezó a trabajar para el sector privado, en una empresa que producía bacterias vivas para el yogur. La «Sweetmilk Corporation». Ahí le fue bien. Descubrió una bacteria capaz no sólo de desarrollar un sabor, sino también un olor. Le dieron el premio al mejor invento en el 63 por eso…

—¿Y después?

—Después se casó con una china. Ling Mi. Una muchacha dulce y risueña. Él, el gruñón, se dulcificó inmediatamente. Estaba muy enamorado. A partir de ese momento le vi más raramente. Es lo clásico.

—Me han dicho que se fue a África.

—Sí, pero se fue después.

—¿Después de qué?

—Después del drama. Ling Mi era leucémica. El cáncer de la sangre no perdona. En tres meses dejó de vivir. Y el pobre… Él, que confesaba francamente que las células eran apasionantes y los seres humanos indignos de atención… La lección fue cruel. No pudo hacer nada. Paralelamente a ese desastre, tuvo discusiones con sus colegas de las «Sweetmilk Corporation». Dejó su trabajo para quedarse postrado en su casa. Ling Mi le había devuelto la fe en la Humanidad, y perderla le hizo recaer de lleno en la misantropía.

—¿Se fue a África para olvidar a Ling Mi?

—Quizás. En todo caso, quiso sobre todo hacer que cicatrizase su herida lanzándose como un poseso a su trabajo de biólogo. Debió de encontrar otro tema apasionante de estudio. No sé exactamente lo que era, pero ya no se trataba de bacterias. Se instaló en África porque probablemente ese trabajo se podía realizar mejor allí. Me envió una postal en la que me explicaba que estaba con un equipo del CNRS y que estaba trabajando con un tal Rosenfeld, que no sé quién es.

—¿Volvió a ver a Edmond de ahí en adelante?

—Sí. Una vez, y por casualidad, en los Campos Elíseos. Discutimos un poco. Era evidente que había recuperado el gusto de vivir. Pero se mostró muy evasivo, eludió todas mis preguntas un poco profesionales.

—Al parecer, también estaba escribiendo una enciclopedia.

—Eso es de antes. Era su gran tema. Reunir todos los conocimientos en una sola obra…

—¿Pudo usted ver el texto?

—No. Y no creo que se lo enseñase nunca al primero que llegase. Conociendo a Edmond, debió de esconderlo en lo más profundo de Alaska con un dragón escupidor de fuego para que lo protegiese. Eso era su vertiente de «gran brujo».

Jonathan se disponía ya a despedirse.

—¡Ah! Una pregunta más. ¿Sabe usted cómo hacer cuatro triángulos equiláteros con seis cerillas?

—Evidentemente. Ésa era su prueba de inteligencia preferida.

—¿Cuál es la solución?

Jason estalló en una gran carcajada.

—¡Puede estar usted seguro de que no se la daré! Como decía Edmond: «Le corresponde a cada uno encontrar por sí mismo su camino». Y ya verá usted cómo la satisfacción del descubrimiento es diez veces mayor.

Con todas esas vituallas a la espalda, el camino parece más largo que a la ida. La tropa avanza a buen paso para no verse sorprendida por los rigores de la noche.

Las hormigas son capaces de trabajar las veinticuatro horas del día, desde marzo hasta noviembre, sin tomarse el menor descanso; sin embargo, cada bajada de la temperatura las adormece. Por eso es raro que una expedición salga de viaje más de un día. La ciudad de las hormigas llevaba mucho tiempo planteándose este problema. Sabía que era importante extender los territorios de caza y conocer países lejanos, donde crecen otras plantas y donde viven otros animales con otras costumbres.

En el milenio 850, Bistin-ga, una reina roja de la dinastía Ga (dinastía del Este, desaparecida hace cien mil años), había concebido la loca ambición de conocer los «extremos» del mundo. Había enviado centenares de expediciones hacia los cuatro puntos cardinales. Ninguna de ellas volvió.

La reina actual, Belo-kiu-kiuni, no era tan ambiciosa. Su curiosidad se satisfacía con el descubrimiento de esos pequeños coleópteros dorados que parecen piedras preciosas (y que se encuentran en el profundo Sur), o con la contemplación de las plantas carnívoras que le llevaban a veces vivas y con raíces y que ella esperaba domesticar algún día.

Belo-kiu-kiuni sabía que la mejor manera de conocer nuevos territorios era ampliar aún más la Federación. Cada vez más expediciones a larga distancia, cada vez más ciudades hijas, cada vez más puestos avanzados, y se hace la guerra contra todos los que quieran frenar este progreso.

Claro que la conquista del mundo remoto sería larga, pero esta política de cortos y obstinados pasos estaba de perfecto acuerdo con la filosofía general de las hormigas. «Despacio pero siempre adelante».

En la actualidad, la federación de Bel-o-kan comprendía 64 ciudades hijas, 64 ciudades con el mismo olor. 64 ciudades unidas por una red de 125 kilómetros de pistas excavadas y 780 kilómetros de pistas de olor. 64 ciudades solidarias tanto en las batallas como ante el hambre.

La idea de una federación de ciudades permitía que algunas ciudades se especializasen. Y Belo-kiu-kiuni soñaba incluso con ver un día que una ciudad sólo se dedicaba a los cereales, otra a la carne, una tercera a la guerra.

Aún no habían llegado a ese punto.

En todo caso era una idea que concordaba con otro principio de la filosofía global de las hormigas. «El futuro pertenece a los especialistas».

Las exploradoras aún están lejos de los puestos avanzados. Fuerzan la marcha. Cuando vuelven a pasar junto a la planta carnívora, una guerrera propone desarraigarla para llevársela a Belo-kiu-kiuni.

Conciliábulo de antenas. Discuten mediante la emisión y la recepción de moléculas volátiles y olorosas. Las feromonas. De hecho, son hormonas que brotan de sus cuerpos. Se podría considerar cada una de esas moléculas como un pozal en el que cada medida sería una palabra.

Gracias a las feromonas, las hormigas se entregan a unos diálogos cuyos nexos son prácticamente infinitos. Considerando el nerviosismo del movimiento de las antenas, el debate parece bastante animado.

Es demasiado molesto.

Nuestra Madre no conoce este tipo de planta.

Podemos sufrir pérdidas y entonces habrá menos brazos para llevar el botín.

Cuando hayamos domesticado a las plantas carnívoras serán armas, y podremos mantener frentes sólo con plantarlas alineadas.

Estamos cansadas y va a caer la noche.

Deciden renunciar, rodean la planta y siguen su camino. Cuando el grupo se acerca a un bosquecillo florido, el macho 327, que va atrás, ve una vellorita roja. Nunca ha visto un espécimen de esa planta. No cabe dudarlo.

No hemos conseguido la dionea, pero llevaremos eso.

Se distancia un momento y corta con precaución el tallo de la flor. Luego, apretando contra sí su descubrimiento, corre para alcanzar a sus compañeras.

Sólo que ya no tiene compañeras. La expedición número uno del nuevo año está ciertamente ante él, pero en qué estado… Desánimo. Trauma emotivo. Las patas de 327 empiezan a temblar. Todas sus compañeras yacen muertas.

¿Qué ha podido ocurrir? El ataque ha debido de ser fulminante. Ni siquiera les ha dado tiempo de adoptar la posición de combate, todas están aún en la formación de «serpiente de gran cabeza».

Inspecciona los cuerpos. No se ha lanzado ni una gota de ácido. Las hormigas rojas no han tenido tiempo siquiera de liberar sus feromonas de alerta.

El macho 327 sigue investigando.

Observa las antenas del cadáver de una hermana. Contacto olfativo. No ha quedado registrada ninguna imagen química. Iban caminando y, de repente, ya no.

Hay que entenderlo, hay que entenderlo. Forzosamente existe una explicación. En primer lugar, limpiar el utensilio sensorial. Sirviéndose de las garras curvas de la pata delantera, raspa sus vástagos frontales, retirando la espuma ácida que ha producido su estrés. Los repliega hacia la boca y los lame. Los seca en la pequeña espuela cepillo sutilmente colocada por la Naturaleza en la parte de arriba de su tercer codo.

Luego baja sus antenas limpias a la altura de los ojos y las activa suavemente a 300 vibraciones por segundo. Nada. Incremente la vibración: 500, 1.000, 2.000, 5.000, 8.000 vibraciones por segundo. Está a dos tercios de su capacidad receptora.

Recoge instantáneamente los más ligeros efluvios que flotan en los alrededores: vapores de rocío, polen, esporas, y un ligero olor que ya ha olido pero que le cuesta identificar.

Acelera las vibraciones una vez más. Máxima potencia: 12.000 vibraciones por segundo. Al girar, sus antenas crean pequeñas corrientes de aire aspirantes que atraen hacia él todo el polvo.

Ya está; ha identificado ese ligero perfume. Es el olor de las culpables. Si, sólo pueden ser ellas, las implacables vecinas del norte que causaron ya tantos problemas el año pasado.

Las hormigas enanas de Shi-gae-pu.

También ellas han despertado ya. Han debido tender una emboscada, utilizando una nueva arma fulminante.

No tiene un segundo que perder, hay que avisar a toda la Federación.

—Un rayo láser de gran amplitud es lo que les ha matado a todos, jefe.

—¿Un rayo láser?

—Sí, una nueva arma capaz de fundir a distancia nuestra nave más grande. Jefe…

—Piensa usted que son los…

—Sí, jefe, sólo los venusinos han podido hacerlo. Esto lleva su firma.

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