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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Las ilusiones del doctor Faustino (6 page)

BOOK: Las ilusiones del doctor Faustino
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En esto de los perros, y sobre todo en los podencos era donde más había resplandecido el afecto de los bermejinos a los López de Mendoza. Los podencos son golosos y ladrones siempre, y más aún cuando están a media ración o a menos de media ración. Los podencos de López de Mendoza se hicieron, por consiguiente, famosos en todo el lugar por sus latrocinios e inesperados asaltos. No había morcilla ni longaniza segura, ni pedazo de jamón o de carne con que se pudiera contar, ni lonja de tocino a buen recaudo. Las travesuras de los podencos, no obstante, más eran solemnizadas con risa que refrenadas con dureza. Sirva de prueba lo que ocurrió una vez con la madre del tendero, señora de cerca de setenta años, la cual yacía postrada en cama con un pertinaz dolor de estómago, donde le habían puesto como reparo, lo que es muy frecuente en Andalucía entre los remedios caseros, media docena de bizcochos con canela y empapados en vino generoso. La fragancia atrajo a los podencos en ocasión que la tendera se hallaba sola en su alcoba. En balde ella, defendiéndose con las manos,

Clamores horrendos simul ad sidera tollit;

la descubrieron, a pesar de sus gritos; y sin que el pudor les pusiese el menor reparo, se comieron el otro, dulce y aromático, que en tan oculto sitio había. La gente de casa acudió tarde para evitar que este reparo pasase al cuerpo de los podencos, mas no acudió tarde para contemplar a la excelente matrona en una inusitada y vergonzosa desnudez.

No puede negarse, a pesar de éstas y otras muestras de simpatía, que la tal simpatía se entibiaba con harta frecuencia por un defecto involuntario, casi fatal de la señora doña Ana, cuya cortesía no tenía límites, pero cuyo entono, circunspección y retraimiento ponían a raya toda familiaridad y toda confianza. La señora doña Ana, encastillada en el fondo de su caserón, apenas salía a la calle, recibía de tarde en tarde visitas con todo cumplimiento y ceremonia, y las pagaba con exquisita urbanidad. No había medio de quejarse de que fuese grosera, ni algo tiesa de cogote, pero no intimaba con nadie y era arisca y poco comunicativa.

Las otras señoras del lugar se despicaban propalando que doña Ana era bruja, aunque no con brujería plebeya de untarse y volar al aquelarre, sino con brujería aristocrática, recibiendo en su estrado a diablos y almas en pena de distinción y alto coturno, y entre ellos a varios individuos de la familia, como la mora cautiva, la coya y el comendador, con los cuales tenía sus tertulias.

Del mayorazgo Mendoza, del hijo de doña Ana, que vivía también en la casa solariega, y que era sujeto menos tratable aún y más retirado de la convivencia de sus compatricios, a pesar de sus veintisiete abriles, se decían cosas mucho más raras; pero tanto lo que de él se decía, como lo que era en realidad, merece capítulo aparte por su mucha importancia.

II

¿Para qué sirve?

No se asusten los lectores timoratos al leer el epígrafe que antecede, ni se den a sospechar que intento promover cuestiones impías. Harto se me alcanza que en toda la resplandeciente y complicada máquina del mundo no hay cosa alguna que no sirva para algo: todo tiene un fin; todo concurre al orden perfectísimo y a la total armonía. Para creerlo y afirmarlo, importa lo mismo decir que vemos porque tenemos ojos o que corremos porque tenemos piernas, que decir lo contrario: esto es, que porque vemos tenemos ojos y porque corremos nos han nacido piernas y todo lo conveniente para correr. Casi, casi redunda en mayor alabanza de las leyes providenciales el contemplar y explicar las cosas de este último modo. Y si no, vaya de ejemplo: ¿Quién sería mejor relojero, el que fuese fabricando prolijamente todas las ruedecillas, cada una con su fin y propósito, y luego las ajustase y ordenase entre sí, y luego diese cuerda al reloj, y luego el reloj marcase y sonase las horas, o el que pusiese en un poco de metal un movimiento y una idea y un propósito de dar las horas, que agitasen todas las partecillas de que el metal se compone, y las forzasen a no parar en sus giros, vibraciones, brincos y sacudimientos, ya agrupándose de un modo, ya de otro, hasta que juntas se concertasen en marcar el tiempo y en señalar las horas con un punterito y en hacerlas sonar en el momento debido, hasta con música o por lo menos con cuco?

El prurito eficaz, triunfador e infalible, puesto en los átomos, de organizarse de suerte que se formen seres que corran y que vean, o es aserto misterioso y confuso como el dogma más ininteligible de la más metafísica de las religiones, o presupone en la idea primera, cuyo desenvolvimiento produce el universo, una voluntad y una inteligencia soberanas, no menos grandes que las del ser personal que nos hiciese ojos para ver y piernas para correr. Repito, pues, que casi afirma más esta inteligencia y esta voluntad increadas, no el pensar que se nos dio ojos para que viésemos y piernas para que corriésemos y alas a los pájaros para que volasen, sino el pensar que, desde el origen, hay en la materia un afán de volar que produjo al cabo las alas, y un afán de correr que produjo las piernas, y un afán de ver que produjo los ojos.

Por lo dicho, se me antoja con frecuencia que la tal doctrina de los materialistas novísimos pudiera purificarse de toda mancha de impiedad y hasta convertirse en piadosísima doctrina, muy consoladora además y muy rica en pronósticos de progresos, mejoras y adelantamientos indefinidos. La antigua duda del Padre Fuente la Peña, sobre
si los monstruos lo son ellos o lo somos nosotros
, se resolvería en favor de los monstruos, que tal vez aparecían como síntomas del prurito o conato de crear nuevas especies; y, siempre que fuera este conato legítimo, y no capricho pecaminoso, caso en el cual el ser monstruoso sería un castigo, ¿quién nos había de privar de la razonable esperanza de echar alas y volar, si nos empeñábamos, o de tener cola o trompa o un ojo más, como Fourier pretendía?

Ni se argumente en contra sosteniendo que la vida, el instinto, el brío de los átomos, de las impalpables e invisibles esferillas que llenan el aparente vacío con las ondas del éter, es un instinto ciego, coeterno con la sustancia. ¿Como dimana del instinto ciego la inteligencia que después explica sus leyes indefectibles? Estas leyes, además, o están en cada átomo, que las conoce y las impone, o están fuera o por cima de los átomos, o están a la vez en los átomos y fuera de ellos; por donde vendríamos a parar, después de calentarnos la cabeza más de lo justo, en aquello que nos enseñaba en la escuela el catecismo del padre Ripalda: en que Dios está en todo lugar animándolo y ordenándolo todo.

Por dicha el ¿
para qué sirve
? de nuestro epígrafe, no requiere que ahondemos tanto. Este ¿
para qué sirve
? era la pregunta que doña Ana se hacía a menudo con referencia a su único hijo el mayorazgo Mendoza. Y era también la pregunta que se hacía a sí mismo dicho mayorazgo, diciendo: ¿
Para qué sirvo
? y no sabiendo qué contestar.

Nadie imagine, sin embargo, que era cojo, sordo, ciego, tullido, o tonto el mayorazgo Mendoza. Tenía sus sentidos y potencias más que cabales; era robusto, estaba sano y bueno, y, como ya se ha dicho, o si no se ha dicho se dice ahora, acababa de cumplir veintisiete abriles; pero nada de esto impedía que la señora doña Ana y el mismo mayorazgo se preguntasen con ansiedad si él servía para algo y no atinasen con la contestación.

Menester será, para que el lector comprenda bien estas cosas, que le ponga yo en algunos antecedentes.

Doña Ana era una dama, hija de un hidalgo de Ronda, de los más ilustres de aquella enriscada ciudad. Baste decir que doña Ana se apellidaba de Escalante. Entre sus gloriosos antepasados, contaba a uno de los fundadores de la Maestranza; y los timbres de la Maestranza y sus grandes servicios en la guerra de sucesión, en el sitio de Gibraltar, en la guerra del Rosellón y en la de la Independencia, fueron desde entonces los timbres y servicios de la familia de doña Ana.

Aunque nacida y criada en lugar tan alpestre y retirado como es Ronda, doña Ana fue educada hasta con refinamiento; y no sólo por el gusto castizo y exclusivamente español, sino de un modo que pudiéramos llamar cosmopolita. Un discreto sacerdote francés, de los muchos que durante la revolución emigraron, vino a parar a Ronda, y fue el maestro de doña Ana, enseñándole su idioma y bastante de historia, geografía y literatura, y haciendo de ella un prodigio de erudición para lo que entonces solían saber en España las mujeres.

Todo el saber de doña Ana no le valió, sin embargo, para negocio alguno; y al fin, cuando ya tenía veintinueve años cumplidos, recelando quedarse para tía o para vestir santos, y estimulada por su padre y hermanos, que ansiaban colocarla, o dígase deshacerse de ella, se resignó a casarse con el Sr. D. Francisco López de Mendoza, no menos ilustre que los Escalantes, mayorazgo, alcaide perpetuo de la fortaleza y castillo de Villabermeja, comendador de Santiago y maestrante también de Ronda, como el padre y los hermanos de ella lo eran. Quieren decir ciertos autores que ya los Mendozas y los Escalantes tenían algún parentesco, y que esto contribuyó a facilitar el matrimonio; pero como no importa la tal circunstancia a la esencia de nuestra historia, la paso por alto, sin entrar en detenidas investigaciones.

Doña Ana tomó su partido con valor. Aunque había visto a Sevilla y había pasado largas temporadas en Málaga y en Cádiz, se enterró en vida en Villabermeja, sin quejarse lo más mínimo, sin dejar sentir a nadie, ni una vez siquiera, el sacrificio que hacía. D. Francisco, aunque muy caballero, era rudo, ignorante y violentísimo. Doña Ana supo amansarle, pulirle y civilizarle un poco a fuerza de paciencia y dulzura. El amor de doña Ana a D. Francisco, dicho sea entre nosotros, si por amor hemos de entender algo de poético, no existió jamás; pero doña Ana tenía muy elevada idea de sus deberes y se miraba en su honra con verdadero orgullo patricio. Fue por consiguiente una esposa modelo. Achican un tanto el encomio que por esto merece dos notables consideraciones. La primera es que el orgullo de doña Ana, aunque rebozado en cortesía, no le dejaba estimar, ni siquiera como a prójimos, al resto de los bermejinos. Es la segunda la ferocidad y vigilancia de D. Francisco, el cual anduvo siempre ojo avizor y con la barba sobre el hombro, como quien no quiere la cosa; y si hubiera cogido en un renuncio a doña Ana, ni el Tetrarca ni Otelo se le hubieran adelantado en vengar el agravio.

Lo que en manera alguna se achica por nada, en lo que no cabe escatimar el elogio, es ya que no en el amor, en el afecto que engendra el trato, en la confianza que de la convivencia nace, y en la delicada amistad y constante devoción con que asistió siempre doña Ana al lado de su marido, cuidándole cuando estaba enfermo, consolándole cuando triste, templando su furia cuando irritado, y compartiendo sus alegrías y haciéndolas mayores con su regocijada conversación cuando él estaba alegre. Doña Ana perdía la gravedad y el entono en el seno de la familia y solía ser muy amena.

El fastidio, terrible y peligrosa enfermedad en las mujeres, no se apoderó nunca del alma de doña Ana, pues sabía emplear su tiempo del modo más variado. A pesar de que había leído a Racine, a Corneille y a Boileau, le encantaban los poetas españoles más conceptuosos, sobre todo Góngora y Calderón, y hasta Montoro y Gerardo Lobo. La
Historia de España
, de Mariana; las obras del venerable Palafox, y el
Teatro crítico
y las
Cartas eruditas
de Feijoo, eran sus libros predilectos en prosa.

Siempre estaba ocupada en algo. Cuando no leía, cosía o bordaba; y cuando no, cuidaba de la casa, donde el orden y la limpieza luchaban con lo triste y aislado del sitio y con lo vetusto de los muebles.

Desde la muerte de D. Francisco tuvo doña Ana ocupación más importante; la educación completa de su único hijo.

Mientras D. Francisco vivió, la tal educación se había ido haciendo con tres impulsos diversos. D. Francisco enseñó al niño a montar a caballo, a tirar con la escopeta, y otras habilidades pertenecientes a la
gimnástica
. Cuando D. Francisco murió, tenía su hijo doce años; pero en dichas cosas estaba bastante adelantado.

El aperador de la casa era un antiguo criado, a quien, por la majestad con que trataba de que todo lo perteneciente a sus amos se respetase, habían puesto el apodo de Respeta; pero el hijo de Respeta, a quien sólo por ser su hijo llamaban Respetilla, era de lo menos respetador y de lo menos amigo de infundir respeto por las cosas de sus amos que puede imaginarse. Este Respetilla, que tendría seis u ocho años más que el mayorazgo Mendoza, fue su confidente, escudero, lacayo, ayo y preceptor, todo en una pieza. Con él aprendió el mayorazgo a jugar a las chapas, al cané y al hoyuelo, a tocar la guitarra y cantar la soledad, el fandango y otras canciones, y a referir una multitud de cuentecillos verdes. Por último, doña Ana enseñaba al mayorazgo historia; y el mayorazgo se aficionó más que a ninguna otra a la de Grecia y Roma, soñando, siempre que no jugaba al cané o a las chapas, con ser un Scipión, un Milciades, un Cayo Graco o un Epaminondas, según él conocía a estos héroes por el libro de Mr. Rollin traducido al castellano.

Muerto D. Francisco, doña Ana tomó la férula educadora y no quiso compartir con Respetilla la educación de su hijo. Era ya tarde, sin embargo, para apartar a Respetilla y para desarraigar del corazón y de la mente del ilustre mayorazgo todos los vicios y resabios de un señorito andaluz de lugar. Doña Ana hubo de contentarse con tratar de injertar, digámoslo así, en el señorito andaluz y lugareño el saber y los sentimientos propios de un hombre culto y de un perfecto caballero.

Como D. Francisco había sido
negro
, esto es, muy liberal, a pesar de preciarse de tan linajudo, y había estado mal con Narizotas, como él llamaba a Fernando VII, siempre se había enfurecido ante el proyecto de que el niño fuese a servir al rey, entrando de cadete en un colegio. Doña Ana siguió con facilidad, en este punto, el humor de su dulce esposo, porque idolatraba a su hijo, no quería separarse de él, suponía aún que teniendo que gozar de su mayorazgo no tendría que servir a nadie, y además pensaba en que ni Milciades, ni Epaminondas, ni Cayo Graco, ni ninguno de los Scipiones, fueron cadetes nunca, ni subieron paso a paso, ridícula y prosaicamente, hasta llegar a generales, sino que fueron oradores, hombres políticos, guerreros y magnates a la vez, y ya empuñaban la espada, ya tomaban la pluma, ya se revestían de la toga, ya se armaban con la loriga y con el casco. Así quería doña Ana que fuese su hijo, y aunque no tenía más que uno, entendía que valía por dos, y se juzgaba otra Cornelia.

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