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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Las ilusiones del doctor Faustino (9 page)

BOOK: Las ilusiones del doctor Faustino
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La ancha losa, sobre la cual se quemaba tanto combustible, salía del muro más de una vara, y daba lugar, a un lado y otro, a dos rincones cómodos donde había sillones de brazos, en uno de los cuales se pasaba el doctor horas y horas escribiendo, leyendo o meditando. En la pared había una alacena, cuya puerta caía como una mesa sobre dos gruesos palitroques, que también salían o más bien se apartaban de la pared, de modo que el doctor se encontraba en el rincón de la chimenea como sentado en su bufete. No tenía más que sacar de la alacena y poner sobre la mesa los papeles, el tintero y los libros.

En el sillón de enfrente solía venir a sentarse doña Ana para conversar con su hijo. Y los viejos podencos, galgos y pachones, acababan a veces de cerrar el círculo y completar la tertulia, sentados sobre los cuartos traseros en torno del hogar.

No carecía esta cocina de cierto encanto entre rústico y señoril. El escudo de los Mendozas estaba esculpido en piedra sobre la campana de la chimenea. En un lienzo de pared descansaban sobre repisas cinco jaulas con perdices cantoras. En otro lienzo se veían muy bien colocadas escopetas y otras armas, como pistolas y cuchillos de montería. En varias partes, por último, había cabezas de venados, zorros, lobos y garduñas, que por lo mismo que estaban mal disecadas, parecían y eran verdaderos trofeos de caza, y no vano ornato comprado en alguna tienda.

Poseyendo y disfrutando todo esto, ¿por qué se obstinaba el doctor en ir a Madrid? ¿En qué pícara casa de huéspedes viviría con más decoro y anchura?

En cuanto al regalo del pico, poco o nada tenía que envidiar tampoco, a pesar de su pobreza. Sin ir al mercado había en casa de todo, merced a la crianza y labranza: buen vino añejo en la bodega, exquisitos jamones, morcillas, chorizos y salchichas, lomo en adobo, pajarillas y otros mil artículos de matanza, condimentado todo por doña Ana; un palomar de palomas de pueblo en la torre de la casa solariega, y otro palomar de zuritos en la casería; doce colmenas en la misma casería que rendían tributo de miel olorosa; frutas a manta; y un corral lleno de conejos, gallinas, pavos y patos, que se alimentaban con las aechaduras del trigo y otras semillas.

Todo esto, a pesar de las deudas y miserias de la casa, podía sostenerse aún, gracias al arreglo, orden, vigilancia y severa economía de doña Ana, que no había cosa de que no cuidase.

Allí no había mueble antiguo que se hubiese arrumbado, ni colcha de damasco que se hubiese roto, ni sábana, mantel o toalla
[1]
, que no se zurciese y durase con notable aseo.

Doña Ana cuidaba mucho de la ropa blanca y la tenía muy en orden, sahumada con alhucema.

El doctor Faustino, sin embargo, quería irse a buscar aventuras.

Todo un invierno estuvo meditando doña Ana. Luego escribió varias cartas y sostuvo una correspondencia, sin decir nada a su hijo. Al cabo, una noche, cuando ya había llegado la primavera, estando madre e hijo a solas, en el salón de los sillones antiguos, de los retratos y del árbol genealógico, doña Ana se explicó de esta suerte:

—Estáme atento, hijo mío, pues voy a hablarte de un asunto de suma importancia.

El doctor prestó la atención más respetuosa; y, sentados ambos en un ángulo de la gran sala, prosiguió hablando la madre:

—Harto advierto y deploro que eres infeliz con esta vida que llevas. Aquí hay tranquilidad y algún bienestar; pero te faltan objetos que satisfagan tu ambición, tu sed de gloria y hasta tu amor. No me quejo de ti porque quieras abandonarme e irte a Madrid. Nada más natural. Pero tú mismo convienes en que sería demencia irte a Madrid sin un real como se va cualquier aventurero. Dicen en este lugar que
la pobreza no es deshonra, pero es ramo de picardía
, con lo cual enseñan que la dura necesidad obliga a veces hasta a los hidalgos y bien nacidos a hacer bajezas en que yo no quisiera que incurrieses nunca. Por eso he buscado un medio de que vayas a Madrid sin exponerte a vivir allí como un perdido o sin acabar de arruinarte.

—¿Y cuál es ese medio? —preguntó el doctor Faustino todo alborotado.

—Voy a decírtelo —contestó la madre—. Ya sabes que en la ciudad de… distante de aquí catorce leguas, vive mi prima queridísima, doña Araceli de Bobadilla. Aunque tiene más de sesenta años, la siguen llamando la niña Bobadilla, porque nunca ha querido casarse, no habiendo hallado sujeto de su condición en quien emplear su voluntad y a quien dar su mano. Tu tía Araceli vive con bastante desahogo en una hermosa casa. En su pueblo va a haber bailes, toros y otras diversiones con motivo de la feria, que será dentro de una semana, y Araceli te convida a que vayas a su casa a ver la feria y a pasar el tiempo que quieras.

—¿Y qué voy ganando yo con ver la feria y estar de huésped en casa de la niña Bobadilla?

—A eso voy. Ten calma, que todo se andará. La niña Bobadilla tiene un hermano llamado D. Alonso, poseedor de un riquísimo mayorazgo, y más rico aún que por el mayorazgo, por su buen tino y mejor suerte como labrador de varios cortijos y criador de ganado lanar y vacuno. Vive D. Alonso en la misma ciudad que Araceli, está viudo quince años ha, y tiene una hija de diez y ocho cuyo nombre es Costanza, de cuya hermosura y discreción no hay encarecimiento que no se oiga, y en elogio de cuya virtud, recato y buena crianza, se hacen lenguas los más descontentadizos.

—Vamos, ¿y qué? —interrumpió el doctor.

—¿Para qué andar con rodeos? Yo he tratado de tu casamiento con esta señorita. Su padre la adora y tiene millones.

—Madre, ¿quiere Vd. hacer de mí un Coburgo?

—¿Y por qué no, hijo de mis entrañas? Tú tomarás dinero como quien toma alas para volar; pero volarás luego, y encumbrarás tan alto a tu mujer, que no le pesará de haberte dado las alas. Ella te conoce ya por el retrato en miniatura, en que estás tan guapo, con la muceta y el bonete de doctor; y mi prima Araceli, que le ha enseñado el retrato, me dice en sus cartas que has gustado mucho a Costancita.

—Me alegro, mamá, me alegro; pero yo no sé aún si ella me gustará o me disgustará.

—Para eso han de ser las vistas, hijo mío. Nadie te pone un puñal en el pecho. Nada hay concertado aún. Posible es que D. Alonso sepa algo del proyectillo; pero ha de aparecer como que no sabe nada. Ni tú ni Costancita os habéis comprometido. Os veréis, os trataréis, y si no os agradáis, en paz: no hay nada perdido.

—El tiempo y la fatiga y los gastos del viaje… —dijo el doctor—. Mejor será desistir y que yo no vaya.

—Yo he prometido ya que irás y no me dejarás fea.

—No, mamá; si Vd. lo ha prometido, no habrá más que ir.

—Sí, Faustinito. Mira, me da el corazón que te vas a enamorar como un bobo de mi señora doña Costanza. De ella no digo nada, porque, según Araceli, está ya hecha un volcán desde que contempló tu retrato. Pronostico que habrán de hacerse las bodas.

—Si Costancita me parece bien y es tan rica, nos resignaremos.

Dada la venia por el doctor Faustino, doña Ana desplegó, durante cuatro días, toda su actividad en los preparativos del viaje. Echó e hizo echar cuellos y puños nuevos a algunas camisas del doctor que estaban algo estropeadas; examinó las levitas y fraques de Caracuel y halló que por fortuna no habían sido injuriados por la polilla; y en el mejor de los dos vestidos de majo hizo varias reformas indispensables.

La víspera de la partida tuvo doña Ana una larga y acalorada discusión con su hijo, empeñada ella en que llevase los dos uniformes de maestrante y oficial de lanceros, y D. Faustino en que no los había de llevar.

Al fin triunfó el parecer de doña Ana. El uniforme de maestrante luciría mucho en un baile de gran etiqueta que se anunciaba. Y en cuanto al otro uniforme ¿qué duda tiene que parecería bien y rebién, llevándole D. Faustino a la feria y corriendo al estribo del birlocho de doña Costanza de Bobadilla, caballero en la jaca castaña, con su portapliegos lustroso, sus plumas blancas y su chascá polaco? Lo único que consintió doña Ana que no fuese a la expedición fue la lanza, porque al cabo no iba a haber formación ni cargas de caballería, y parecería ya demasiado belicoso el llevarla. Doña Ana, no obstante, sintió que Costancita no viese a su hijo hacer el molinete, como enredando en sus raudos círculos las balas y la metralla. Doña Ana decía que entonces se asemejaba su hijo a Diego de León.

Como en la ciudad, a donde iba el doctor Faustino, no había Universidad, ni salón de grados o paraninfo, hubo de desperdiciarse también otro medio de seducción, y no se embaularon la muceta, el bonete, la borla y demás insignias doctorales.

Por último, llegó el día de la partida. Madre e hijo se abrazaron cariñosamente. El doctor Faustino con traje de campo, zahones, faja y marsellé, montó en su jaca castaña, enjaezada con aparejo redondo, lleno de flecos de seda, y dos retacos. Respetilla, como escudero, le seguía en un mulo tordo, y con vestidura parecida, aunque más pobre. Después cerraba la marcha otro criado, nada menos que con tres mulos de reata, donde iban el equipaje del señorito y no pocos presentes que había dispuesto doña Ana para obsequiar a doña Araceli y la misma doña Costanza. Allí les enviaba piñonate, alfajores, hojaldres, gajorros, arrope de varias clases en canjilones tapados con corcho y yeso, gachas de mosto, empanadas de boquerones, carne de membrillo y otros mil regalos de repostería, por donde es celebrada en todas partes la gente de Villabermeja.

La expedición salió muy de mañana del lugar; pero no tanto que las Civiles, que eran tan ventaneras como madrugadoras, no estuviesen ya atisbando detrás de la celosía. El doctor Faustino y todo su séquito tuvieron que pasar forzosamente por delante de la casa del escribano.

—Oye, Rosita —dijo Ramona, al ver pasar al doctor—, ¿a dónde irá el conde de las Esparragueras?

—A conquistar algunas tierras más fértiles y que produzcan más ochavos —contestó Rosita.

El doctor oyó el chiste de aquellas desvergonzadas y se puso rojo como una amapola. Pensó que sabían que iba a hacer el papel de Coburgo y que por eso se mofaban; pero las Civiles no sabían a dónde iba el doctor Faustino.

IV

Doña Constanza de Bobadilla

Las catorce leguas que separaban al doctor Faustino de la casa de su tía doña Araceli fueron quedando atrás, sin que ocurriese nada memorable.

La caravana o pompa
novial
paró aquella noche en una venta que distaba nueve leguas de Villabermeja. Allí cenaron pollos con arroz y pimientos, que parecieron exquisitos después de jornada tan fatigosa, y sardinas fresquísimas, que les vendió un arriero que venía de Málaga y que se albergó por dicha bajo el mismo techo. Las sardinas, asadas sobre las brasas, estaban sabrosas de veras, y fueron un gran incentivo y despertador de la sed. El doctor, su escudero Respetilla, el mozo de los mulos y hasta el arriero vendedor de las sardinas, a quien convidaron a cenar, comieron patriarcalmente en la misma mesa y empinaron bien el codo, dando un millón de besos a la bota del doctor. Luego durmieron como bienaventurados, sobre unas haldas que rellenaron de paja, sirviendo de almohadas los aparejos de las bestias.

Antes de que clarease, ya estaban de punta el señorito y sus dos criados. Estos, a pesar de las libaciones de la noche anterior, mataron el gusanillo con aguardiente de anís doble, y el señorito tomó una jícara de chocolate.

Vaciadas las haldas en el pajar, pagada la cuenta y aparejadas las caballerías, se pusieron de nuevo en camino, cuando ya las estrellas se habían desvanecido y perdido todas en la blanca e incierta luz del alba, brillando sólo en la celeste bóveda el lucero miguero.

Era una hermosa mañana de primavera. Golondrinas, jilgueros y ruiseñores cantaban. El ambiente diáfano, el vientecillo lleno de frescura y la rosada luz que iba asomando por el oriente, alegraban el corazón.

El doctor se sentía menos melancólico que de costumbre.

Como gente que va a caballo y picando mucho porque tiene mucho que andar, la caravana se salía del camino más trillado e iba buscando las trochas, ya cortando por unos olivares, ya tomando veredas y atajos por medio de cortijos y dehesas, ya siguiendo por la orilla de algún arroyo o trepando por algún cerro.

Respetilla era admirable para guiar en un camino y se puso delante. El doctor Faustino le seguía. Detrás arreaba el mozo, con el equipaje y los presentes en los tres mulos de reata.

Tan embelesado y distraído iba el doctor que ni se daba cuenta de lo que pensaba.

El sol salió. Anduvieron más de un par de leguas. Eran las nueve del día.

Sólo entonces recordó el doctor, o dígase volvió en sí, y bajó de los espacios etéreos para pedir de almorzar.

—Un poco más allá hay una fuentecilla que tiene un agua muy buena, y sombra; allí almorzaremos, si quiere su merced —dijo Respetilla.

En efecto, no tardaron en llegar a la fuente. Se apearon, se sentaron sobre la yerba, bajo una corpulenta encina, y almorzaron de un buen repuesto de carnero fiambre, huevos duros y jamón en dulce, que en las alforjas traían. La bota, aunque colosal, harto enflaquecida ya con el jaleo de la noche anterior, acabó de quedar enjuta, pegadas una con otra las dos caras interiores de la corambre.

Cierto que para decir que el doctor y su séquito caminaron, durmieron, cenaron y almorzaron, tal vez censure el lector que yo me detenga, y tal vez afirme además que lo mejor sería que diese ya el viaje por terminado, trasladándome con mi héroe a casa de doña Araceli; pero yo diré al lector para disculparme, que el doctor Faustino, después de haber almorzado, y prosiguiendo su viaje en la misma forma, y acercándose ya a la ciudad, donde tal vez iba a contraer un compromiso que influyese en gran manera en su suerte y vida, tuvo una meditación o soliloquio tan esencial y transcendental, que no puedo menos de ponerle aquí en compendio y resumen. Para ello, como para todo, me valdré de las noticias circunstanciadísimas, y hasta prolijas, que me suministró D. Juan Fresco, las cuales fueron tantas, que yo, lejos de ampliar la historia con invenciones mías, lo que hago es encerrar cuanto en ella se contiene en las menos frases que puedo, pues no me agrada ser difuso.

Importa, no obstante, decir cuatro palabras sobre un punto que aún no hemos tocado. Algo entrevé ya el lector de las cualidades morales e intelectuales del doctor Faustino; pero nada sabe aún de su aspecto y fisonomía.

El doctor era alto, delgado aunque robusto, y rubio, no ya tirando a rojo su cabello, como suele por lo común el de los bermejinos, sino más bien de un rubio pálido. A pesar de ser aquella época la del más frenético romanticismo, no se había dejado crecer la melena, si bien no estaba tan corto su pelo que no se pudiesen ver y admirar los rizos naturales en que se ensortijaba, siendo a la vez suave como la seda. Lucía, pues, en el doctor, en grado elevadísimo, una de las cualidades con que distinguen más los etnógrafos a la raza aria: era
euplocamo
por excelencia. La patilla, rubia también como el oro, era bastante poblada, y el bigote, que sin duda no se había afeitado nunca, tan delicado como el bozo. El doctor tenía la frente despejada y serena, las mejillas sonrosadas, la nariz un poquito aguileña y la boca chica y con buena dentadura. Su tez era blanca y transparente como la de una dama, y los ojos grandes, azules y llenos de dulzura melancólica. En suma, nuestro héroe merecía en cualquiera parte la calificación de guapo mozo, si bien un tanto desgarbado. A caballo estaba bien; pero más que señorito de la tierra, parecía un inglés que se había disfrazado, vistiéndose a la moda de Andalucía. Esta última calidad había de favorecerle, porque parecer andaluz entre andaluces no hace sobresalir a nadie, mientras que toda la traza del doctor tenía algo de extraño y peregrino, que es lo que más atrae y encanta a las mujeres.

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