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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Las ilusiones del doctor Faustino (4 page)

BOOK: Las ilusiones del doctor Faustino
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Las ilusiones perdidas

son las hojas desprendidas

del árbol del corazón.

—El dicho del poeta no es absurdo —contestó don Juan Fresco—, si se entiende de cierta manera; pero convengamos en que todo el género humano nos está aburriendo en el día con tanto lamentar la pérdida de sus ilusiones, las cuales bien pueden ser las hojas del árbol del corazón, mas no son ni el fruto sazonado ni las flores fragantes y salutíferas.

—¿Qué entiende Vd. por ilusiones? —dije yo.

—Un concepto sugerido por la imaginación, sin realidad alguna —contestó D. Juan—. Ilusión equivale a error o mentira. Perder las ilusiones es lo mismo que salir del error y alcanzar la verdad. Y la adquisición de la verdad, que es el mayor bien que apetece el entendimiento, no debe deplorarse.

—Me parece que Vd. se contradice. ¿No nos decía Vd., poco ha, como sintiendo haber perdido aquella ignorancia, que su ignorancia de niño le hacía ver entonces el cielo y la tierra de cierto modo poético? Claro está que, con el saber de Vd. en el día, no verá ni la tierra ni el cielo del mismo modo.

—Sin duda que del mismo modo no los veo. Pero ¿de dónde infiere Vd. que los veo ahora de un modo menos poético que entonces? ¿En qué se opone a la poesía, no ya mi poco de ciencia, sino toda la ciencia que atesoran y resumen cuantas academias y universidades hay en el mundo? Para saber yo que una ilusión es ilusión y perderla o desecharla, importa que la ciencia me demuestre su vanidad y su falsedad, y aún no me ha demostrado la ciencia la vanidad ni la falsedad de ninguna ilusión cuya pérdida merezca ser llorada. Otro poeta ha dicho:
El árbol de la ciencia no es el árbol de la vida
; pero yo sostengo lo contrario: el árbol de la vida es el árbol de la verdadera ciencia.

— No comprendo bien sus pensamientos de Vd.

— Veamos si los comprende Vd. ahora. Dígame Vd.: el concepto de lo conocido por la experiencia en el día, ¿no es mayor, más bello y más sublime que el concepto de lo conocido y sabido por experiencia en cualquiera época de la historia, anterior a ésta en que vivimos?

—Esto no se puede negar procediendo de buena fe. Vd. habla sólo de lo conocido por experiencia. Lo malo está en que, al conocer por experiencia, se pierde la facultad de imaginar y de creer, y de esto nos lamentamos.

—Veo, pues, que Vd. conviene, como no puede menos de convenir, en que lo conocido ahora por experiencia vale más que lo antes conocido. Debemos presumir, por lo tanto, que mientras más se conozca, más bello, más sublime, más noble será el concepto de las cosas todas, en cuanto conocidas.

—¿Pero lo imaginado en ellas no desaparece? —repliqué yo.

—¿Por dónde ni cómo ha de desaparecer? Aunque yo vea ahora el cielo como un espacio inmenso y los astros separados unos de otros por distancias enormes, más allá de donde llegan los ojos y el telescopio, ¿no me queda campo en que imaginar lo que guste y creer en lo que quiera?

—Al menos me concederá Vd. que tendrá que poner muy lejos, muy lejos, cuanto imagina o cree.

—Pues se equivoca Vd. también en eso, porque no se lo concedo. ¿Qué es lo que yo veo y noto, qué es lo que yo averiguo por experiencia, sino algo de extrínseco y somero? De accidentes sé algo; pero la misteriosa esencia de los seres, ¿quién la ve y quién la conoce? ¿Son tan torpes y necias las ondinas y las sílfides, que se dejen aprisionar por el químico para que, al descomponer el agua y el aire, haga su análisis en retortas y alambiques? ¿Qué microscopio, por perfecto que sea, podrá descubrir el espíritu de vida que fecunda los estambres de las flores y pone en ellos el polen amoroso? El duende, el genio, el demonio que me inspira, que directamente se entiende conmigo, que toca sin intermedio en mi alma y se comunica con ella, ¿a qué ley de física o de matemáticas obedece? ¿Dónde está la demostración que me pruebe su no existencia? ¿Quién midió jamás y señaló los linderos de la percepción humana, hasta el punto de afirmar: nadie ve o advierte más allá? No sólo con el sentido interior, sino con los exteriores, ¿ha demostrado alguien que no haya personas que vean y sientan y se comuniquen y traten con otras inteligencias ocultas? ¿Pues qué, no es inexplicable en el fondo el que Vd. y yo nos entendamos hablando, revistamos nuestro pensamiento de una forma sensible y nos le transmitamos, no en realidad, sino en un signo material y convencional que le representa, y que se llama palabra, y que es un mero son que agita el aire y por medio de sus vibraciones llega a nuestros oídos? ¿Quién sabe cómo se entenderán y con quién se entenderán otras personas? ¿Se habla de continuo de lo sobrenatural y de lo natural, como si se conociera perfectamente la distinción, y se marcara el término o la raya que separa lo uno de lo otro, como si hubiésemos explorado en lo extenso y en lo intenso a la naturaleza? No, amigo mío: la frontera entre lo natural y lo sobrenatural o no existe o está borrada. Donde ponemos mugas y señales y hacemos apeo y demarcación es sólo entre lo sabido y lo ignorado, lo cual es muy diferente. Nada más infundado, por lo tanto, que llamar edades de fe a las antiguas edades y edad de la razón a la nuestra, contraponiendo la razón a la fe, como si el imperio de la fe, que es infinito, se menoscabase en lo más mínimo con las conquistas y anexiones que la razón va haciendo en su pequeño imperio. Ciertas ilusiones, que no lo son, no se pierden, pues, con la ciencia. Al contrario, la grande y efectiva ilusión está en creer que la ciencia mata lo que vemos con la fantasía o con la fe, calificándolo de ilusiones. Esta es una ilusión de la vanidad científica. Tal vez sea la más perjudicial de todas las ilusiones, aunque no es la más bellaca.

—¿Cómo es eso? —dijo Serafinito—. ¿Conque tener ilusiones es una bellaquería?

—Casi siempre —replicó D. Juan.

—Vd. habla así —dije yo— porque llama ilusiones a las malas y no a las buenas.

—Ya he dicho que no me ha probado nadie todavía que esas que llama Vd. ilusiones buenas, nacidas de la fe, de un alto sentimiento religioso o de una bien ordenada y discreta fantasía poética, sean tales ilusiones en lo esencial. Quedan, pues, ilusiones malas, o dígase verdaderas ilusiones. Contra éstas combato, y afirmo que no las he tenido nunca, y que si las hubiese tenido alguna vez, no me quejaría de perderlas.

—Ponga Vd. —dijo Serafinito— algunos ejemplos de esas ilusiones.

—Nada más fácil —contestó D. Juan—. Hay una señorita en Madrid, elegante, algo coqueta, no muy rica, y que ha llegado a cumplir veinticinco años, sin casarse. Las ilusiones de esta señorita consistían en coger un marido rico, titulado si fuese posible, sufrido de condición, poco gastador, a fin de que ella lo pudiese gastar todo o casi todo, etc., etc. Como estas ilusiones no se han realizado, la señorita exclama a cada momento que ya no hay amor en el mundo, que pasaron los tiempos de Isabel y Marcilla y de Julieta y Romeo, que vivimos en un siglo de prosa y que ha perdido las ilusiones. Hay una dama casada con un funcionario público, cariñoso, afable, buen papá, marido tierno y enamorado; pero da la maldita casualidad de que uno de sus compañeros, quizás con menos sueldo y quizás con más intermedios de cesantía, se arregla de suerte que tiene para butacas en los teatros y para más moños y trajes, y tal vez hasta para palco en la Ópera o para ir a Biarritz a veranear, mientras que él, trabaja que trabaja siempre, y sin salir de apuros y ahogos. La dama que, en vista del ejemplo, se había forjado sus ilusiones, conoce al cabo que es imposible hacer carrera con su marido, y las pierde. Desde entonces se lamenta a cada instante de que no ha realizado su ideal, de que los maridos son monstruos o zotes, de que la poesía del hogar doméstico no es dable en esta edad infecta en que vivimos, y de que ya no volverán a la vida Baucis y Filemón. Entra a servir en cualquiera casa una cocinera. El ama toma la cuenta todos los días, y procura, informándose de los precios, que la cocinera sise lo menos posible. La cocinera pierde entonces sus ilusiones; dice que la hidalguía, el desprendimiento, la magnanimidad de los señores bien nacidos pasaron para siempre, y que ahora vivimos en un siglo metalizado, ruin, plebeyo y cicatero. Va a Madrid un joven bien plantado, chistoso, ameno, que se viste con el mejor sastre y se pasea en la Castellana. No se enamoran de él las duquesas ni las marquesas, las ricas herederas le dan calabazas, y sólo se le muestra propicia, si acaso, la hija del ama de la casa de huéspedes donde vive. Este joven pierde también sus ilusiones, y decide que las mujeres del día no tienen más que vanidad y soberbia y carecen de corazón. Pierden, por último, las ilusiones, el coplero insufrible que presume de poeta y no halla quien lea sus versos; el periodista ambicioso que no llega a ministro; el autor dramático que es silbado; el médico que no tiene enfermos; el abogado que no tiene pleitos; el hipócrita a quien no creen sus embustes, y hasta el que juega a la lotería y no saca el premio gordo. Para todos éstos la corrupción de nuestro siglo es espantosa, la falta de ideal evidentísima, la carencia de religión horrible; y un destino ciego y perseguidor de la virtud gobierna y dispone los acontecimientos humanos.

—Infiérese de cuanto Vd. alega, que sólo los tunantes, torpes o desdichados, tienen ilusiones y las pierden.

—Son los que más ilusiones tienen y las pierden —prosiguió D. Juan contestando a mi interrupción—. No niego, sin embargo, que hay multitud de personas honradas que se forjan ilusiones y que se lamentan luego de haberlas perdido; pero, si no implica falta de honradez el tener cierta clase de ilusiones y el lamentar su pérdida, implica al menos falta de juicio y poca entereza de carácter.

—Aclare Vd. eso también con ejemplos —dijo Serafinito.

—Voy a aclararlo. Hay una señora pobre y muy virtuosa y honesta, que sabe resistir a toda seducción, y que sufre con su marido molestias y privaciones sin cuento; pero pasan los años, no la saludan con más respeto a causa de su honestidad, porque la fama no ha de ir publicándola a son de clarín, y nadie le da joyas, ni palco, ni coche, porque eclipse a Lucrecia; de manera que sigue tan desvalida y poco considerada como antes. Aquí encaja entonces el que la buena señora empiece a rabiar, a lamentarse de que ha perdido las ilusiones, y a decir que la sociedad es un lupanar inmundo, donde sólo las malas mujeres consiguen ir en landó y vestir sedas y encajes, y adornarse con diamantes y perlas. Las ilusiones de esta señora habían consistido en creer que la virtud podría y debería traer satisfacciones de amor propio y ventajas y regalos materiales, como si la virtud, con tan vil precio, fuese verdadera virtud, y proporcionando su ejercicio lo que la señora quería, no viniese a ser prenda de los más bribones. Este segundo modo de ilusionarse es una terrible enfermedad que se apodera a veces de generosos y nobles espíritus, aunque falsos y extraviados. Consiste en rebajar las más nobles prendas y excelencias de nuestro ser buscándoles una finalidad vulgar, queriendo convertir en útil lo bello o lo sublime. La virtud, el genio, la ciencia, la poesía, podrán ser útiles en ocasiones al individuo que las posee; pero no es su fin principal la utilidad. Es más: el que se propone sacarla de su virtud, de su ciencia o de su poesía, deja al punto de ser sabio, virtuoso o poeta. Para fines bajos importa emplear bajos medios: los medios elevados conducen sólo a fines que lo son también.

—¿Pero y el trabajo, la constancia, el valor y la economía, no son virtudes, y no son nobilísimas virtudes, y no son ellas las que procuran el bienestar material?

—Sin duda que a veces le procuran para el individuo, y siempre para la sociedad entera: pero yo hablo de otras virtudes más altas, más espirituales, y por lo mismo más fáciles de imaginar que las tiene uno sin tenerlas. De modo que en este orden de ilusiones hay dos grados: primero, el de atribuirse las tales virtudes; y segundo, el de empeñarse en que han de tener un valor en el comercio y se han de cotizar en la Bolsa.

—Según Vd., por consiguiente —interrumpió Serafinito—, es verdadero el refrán que dice:
Honra y provecho no caben en un saco
.

—Lo que yo afirmo nada tiene que ver con el refrán. El refrán es falso. En mil honrados oficios puede cualquier hombre honrado sacar provechos y no pocos. Harto me aproveché yo de la fortuna, y disto mucho de creerme sin honra. Lo que yo afirmo es que hay prendas de entendimiento y de carácter, y obras humanas de tal excelsitud, que no miran al provecho, ni pueden ni deben pagarse: y condeno las ilusiones de los que poseen o creen poseer esas prendas y obrar esas obras, y piden la paga y se desesperan porque no la reciben. Coinciden con esto, en la mente de los así ilusionados, un concepto pueril del orden del mundo y de la Providencia divina, la cual ha de estar siempre premiando al bueno y castigando al malo, y disponiendo las cosas de suerte que lo pasemos muy bien. Los que así discurren están de continuo pleiteando con Dios y pidiéndole cuenta de todo. ¿Para qué me criaste? ¿Por qué he de morirme? ¿Por qué me he de poner viejo? ¿Esta muela, por qué me duele? ¿Este mosquito, por qué pica y arma una música tan molesta? ¿Por qué las perdices no se vuelven todo pechuga? ¿Por qué ha de tener el jamón menos magras que tocino y hueso?

—Vamos —dije yo sonriéndome—, lo que deduzco de todo es que a mi amigo D. Juan le ha pasado algo desagradable con alguien que tenía ilusiones o que se lamentaba de haberlas perdido, y por eso declama tanto contra el tener y perder ilusiones.

D. Juan Fresco puso una cara tan grave al oír mis palabras, que me pareció otro: puso una cara hasta melancólica, y exclamó dando un suspiro:

—Es verdad: algo desagradable, y más que desagradable, me ha pasado. ¡Malditas sean las ilusiones! ¡Infeliz doctor Faustino!

No bien pronunció este nombre, Serafinito, que ya estaba muy cabizbajo y triste, se echó a llorar como un niño de siete años.

Aumentada con esto mi curiosidad, pregunté a D. Juan quién era el doctor Faustino, que tan dolorosos recuerdos suscitaba.

D. Juan entonces prometió contarme la historia del mencionado doctor, y cumplió su promesa, no estando presente Serafinito para que no llorase.

La narración de D. Juan Fresco, arreglada luego a mi modo, es lo que voy a referir; pero entiéndase que no pretendo probar al referirla ninguna tesis contraria a las ilusiones.

D. Juan Fresco sigue su opinión y yo la mía, que aquí no es del caso.

Yo, terminada esta introducción, me retiro de la escena donde me he entrometido como personaje secundario, y me limito a mero narrador de los sucesos.

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