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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Las ilusiones del doctor Faustino (8 page)

BOOK: Las ilusiones del doctor Faustino
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De poesía aún se le alcanzaba más al doctor Faustino. Era aquélla la época del romanticismo, y el doctor se había hecho romántico de los más furiosos. Casi todos sus versos eran desesperados y subjetivos: esto es, el doctor hablaba siempre de sí. No había compuesto aún ningún poema ni ningún drama; pero podía reunir ya un par de tomos abultados de Fantasías, Meditaciones, Plegarias, Orientales y Fragmentos. Afirmaba que no hacía caso de la forma, y que, como verdadero poeta, sólo atendía al pensamiento y a la pasión; pero es lo cierto que hacía mil combinaciones raras y nuevas de rimas y de metros, y que, a veces en una misma composición, ponía versos de una sílaba, y de dos y de tres y hasta de veinte, y luego descendía hasta versos otra vez de una sílaba, lo cual les daba extraña lindeza
esquemática
, pues la composición venía a figurar un lenguado. El doctor Faustino, no obstante, tenía un espíritu crítico y descreído, que aun contra él mismo se volvía. Cierto que se juzgaba capaz de ser un sobrehumano poeta: un
genio
, y está dicho todo; pero los versos, ya escritos y realizados, se sometían a su propia crítica con más facilidad que las tenebrosas profundidades de su alma; y, en honor de la verdad y del pobre doctor, hemos de declarar aquí que dudaba mucho de que los versos fuesen buenos. A pesar de su romanticismo, había una sentencia de un clasicastro aborrecible, de Moratín hijo, que le estaba siempre zumbando en las orejas y acobardándole. La sentencia era: «¡Ay, amigo Pipí! ¡Cuánto más vale ser mozo de café que poeta ridículo!» —El doctor Faustino, por consiguiente, aunque parezca el caso inverosímil, no contaba para nada con sus versos, y los guardaba en cartera hasta que los hallase buenos con toda evidencia, o hasta que tales los compusiese.

Sólo un verso, que él repetía a menudo entre dientes, tenía mérito singular, fuera de toda duda, porque reflejaba el estado de su cerebro.

¡Siento sobre mi frente hervir el caos!

decía el verso espantable.

Había un caos de ideas y de pensamientos en aquella frase.

En ocasiones pensaba el doctor que todo lo ignoraba; que no había estudiado; que había perdido su tiempo, y que era un mueble que no servía para nada, ni especulativo ni práctico. Pero con mayor frecuencia entendía al revés, que no había cosa que él no supiese o que no adivinase, y esto, en vez de alegrar su corazón le afligía más aún.

—¿Con que no hay nada que yo no sepa? ¿Con que nada nuevo pueden enseñarme los libros? ¿Con que todo lo que leo o es un hecho insignificante que lo mismo da saber que ignorar, o es eco o fórmula o mera enunciación de lo que estaba ya en mi conciencia? Cada escritor pondrá en el orden que guste o arreglará según el método que quiera sus doctrinas; pero yo me las sabía ya antes de leerlas en sus libros. De lo que no sé y de lo que anhelo saber es de lo que nada hallo en los autores.

Siempre que los pensamientos y cavilaciones del doctor tomaban este rumbo, siempre que se juzgaba harto, saturado, repleto de ciencia humana, no estimándola en un pito, le entraban vehementísimos deseos de comunicar con otros seres superiores, a ver si sabían más que los humanos, y con su favor y auxilio acertaba él a penetrar en los misterios del mundo visible y del invisible.

El doctor Faustino se juzgaba tan principal y tan noble, que no se explicaba el desdén de los espíritus, y se consideraba agraviado de que no comunicasen con él ni atendiesen y cediesen a sus conjuros.

No se crea por eso que el doctor estuviese loco. Tenía momentos de exaltación, pero no de locura.

Al descender de sus puras especulaciones y al tocar de nuevo la realidad, se olvidaba de la magia, porque no creía que hubiese ya un diablo tan estúpido que se dejase engañar como Mefistófeles se dejó engañar por Fausto, su semi-tocayo, proporcionándole gratis dinero, placeres, fama y buenos lances de amor y fortuna. Esto deseaba alcanzar, y para alcanzar todo esto no confiaba el doctor, ni en el diablo, ni en la magia, ni en la ciencia, ni en la poesía, sino en un arte vulgar, que despreciaba, que miraba como indigno. No obstante, le daba rabia de dudar si le poseía o no le poseía.

Para salir de esta duda, para hacer experiencia de sí mismo, quería el doctor ir a Madrid. Villabermeja se le caía encima con todo su peso.

Hablaba entonces el doctor con su madre, y le comunicaba su propósito.

La prudente señora preguntaba siempre al doctor:

—¿Qué plan llevas?

—Ninguno —contestaba el doctor.

—¿Quieres quizá dedicarte a la abogacía?

—Nunca.

—¿Ganarás dinero y posición como periodista o como empleado?

—Tampoco.

—¿Ganan algo los poetas?

—Ignoro si soy poeta; pero no ignoro que los mejores poetas ganan poco o nada.

—Para escribir, por otra parte —añadía doña Ana—, alguna obra en prosa o en verso, que haga tu nombre inmortal, lo mismo puedes escribirla aquí que en la corte.

—En eso no cabe duda —tenía que contestar el doctor Faustino.

—Pues entonces, quédate en Villabermeja. No abandones a tu anciana y cariñosa madre.

El doctor se dejaba convencer a fuerza de ruegos y caricias. Reconocía que, de irse, se exponía a consumir en cinco o seis meses todo su miserable caudal, quedándose luego a pedir limosna. Bajaba la cabeza y sonreía melancólicamente.

Cuando estaba solo decía entre sí:

—Vamos, ¿para qué sirvo? ¡Voto al diablo, que no sirvo para nada!

La madre también decía entre sí cuando se quedaba sola:

—Este hijo mío (no me engaña el amor de madre), es hermoso de alma y de cuerpo, elegante, gallardo: parece capaz de todo; pero ¡es tan raro! ¡es tan soñador! ¿Para qué sirve? Mucho me temo que para nada ha de servir, como no sea para ser su propio tormento.

III

Plan de doña Ana

Un año hacía que el doctor se había graduado. Un año hacía que pensaba en ir a Madrid, y no iba por falta de dinero. Y un año hacía que, casi de diario, con variaciones y amplificaciones, pero con la misma substancia, se repetían el diálogo y los monólogos que acabamos de apuntar en el capítulo anterior.

La muceta, el bonete, la borla y demás insignias y vestimentas doctorales, el vistoso uniforme de oficial de lanceros, y el no menos vistoso de maestrante, descansaban en un armario, muy en peligro de apolillarse. Con los fraques y las levitas de Caracuel sucedía lo propio. Ni siquiera de majo se vestía el doctor Faustino. No veía a nadie; descuidaba mucho, no el aseo, pero sí el exterior adorno de su persona; y andaba siempre con el traje menos doctoral y menos aristocrático que puede imaginarse: de chaquetón y de sombrero hongo, y en el invierno envuelto en su capa.

Era el doctor tan llano, tan amable, tan caritativo con los pobres, que le adoraba la gente menuda; pero los ricachos del lugar le aborrecían y procuraban burlarse de él. No los visitaba, no acudía jamás al Casino, y no había una entre todas las señoritas elegantes de Villabermeja que pudiera jactarse de haber oído un solo requiebro de sus labios.

Las hijas del escribano eran las que más le odiaban, porque eran las que presumían de más bellas y distinguidas. Eran las que gastaban más
fantasía
, valiéndonos de los términos mismos de lugar.

El escribano, llamado D. Juan Crisóstomo Gutiérrez, se había hecho muy rico con su profesión y dando dinero a premio. Rosita y Ramoncita, sus dos hijas, parecían dos princesas. Hacían venir vestidos de seda de Málaga y hasta de Madrid, y aparecían siempre en público con tanto entono y autoridad, que, más tarde, cuando llegó a establecerse la guardia civil, no hallando el pueblo nada más autorizado y venerable que un guardia de aquéllos, con su sombrero de tres picos de frente, dio a Rosita y Ramoncita el apodo colectivo de las Civiles, con el cual hasta ahora son designadas.

Las Civiles, pues, se desataban en sátiras contra el desdichado doctor. Le llamaban el ilustre Proletario y D. Pereciendo; y, en vista de lo poco o nada que le valía el haber estudiado ambos derechos, le llamaban también el abogado Peperri.

El doctor no aparecía jamás en el paseo público, que estaba en la plaza, sino que daba largos paseos a pie por los andurriales y vericuetos más solitarios, mostrando singular predilección por subir al cerro de la Atalaya, donde se conservaban aún los restos ruinosos de un torreón, desde el cual se oteaban los campos y se descubría mucho horizonte. Era aquel cerro tan estéril y pedregoso que sólo producía algunas matas ruines de amarga retama, tomillo, gayomba y romero, lirios silvestres, que brotaban en las hendiduras de los peñascos, otras flores moradas y de un solo pétalo, que llaman por allí candiles, y sobre todo multitud de esparragueras. Las Civiles dieron, con este motivo, otro título al doctor, llamándole el conde de las Esparragueras de la Atalaya.

No faltaba quien informase al doctor de todas estas burlas; pero el doctor permanecía invulnerable, sin procurar ganarse la voluntad de las Civiles con una sonrisa; sin dignarse siquiera tomar represalias y decir alguna burla contra ellas.

El doctor vivía absorbido en sus tristes meditaciones, que eran de dos géneros principales: las meramente especulativas, y las que tenían un fin práctico.

En las meramente especulativas, prevalecía el pensamiento de que el doctor lo sabía todo, o sea de que la ciencia humana era vanidad, y de que, después de leer millares de libros, no estaría más avanzado que se hallaba entonces. Soñaba, pues, el doctor con entrar en relaciones con los espíritus. Si él llegaba a conseguir esto, lo mismo le daba vivir en Villabermeja que en París o en Londres; desistía del empeño de ir a Madrid.

Mientras esto no se le lograba, y aún distaba mucho de logrársele, todos los apetitos, todos los estímulos, todos los deseos de un joven de veinte y tantos años hablaban poderosamente al corazón del doctor, y le excitaban a ir a Madrid. Amor, ambición, sed de placeres, ansia de gloria y nombradía, duquesas bellísimas sonriéndole y amándole, salones espléndidos donde mostrarse, encantadores y misteriosos gabinetes donde penetrar para una cita por una puertecilla oculta debajo de un rico tapiz flamenco, aplausos de la multitud cuando él recitase sus versos, que ya serían excelentes, o cuando pronunciase un discurso mejor que los de su maestro de Procedimientos; admiración de damas y galanes al verle muy gentil, haciendo trotar y hacer corvetas en el Prado a un caballo fogoso y magnífico: éstos y otros mil triunfos más se ofrecían con viveza a su imaginación y le sacaban de quicio. La maldita carencia de dinero derribaba tales castillos en el aire. El doctor se juzgaba más infeliz que el príncipe Segismundo. Era más humillante, y por lo tanto más cruel, que el verse encerrado como una fiera por un padre rey y tirano, el sentirse detenido y confinado en Villabermeja por la plebeya inopia. El doctor, ya en la soledad de su estancia, ya en la cumbre de la Atalaya, entre las esparragueras, cuyo dominio le concedían las hijas del escribano, recitaba, glosaba y comentaba con amargura las décimas de

Apurar, cielos, pretendo.

—¡Qué lástima —pensaba doña Ana—, que este hijo mío no logre vencer sus sueños de ambición y no se resigne a vivir a mi lado! ¿Dónde hallará quien le quiera más que yo? ¿Dónde será más respetado y estimado que entre estos fieles y antiguos servidores de su casa y aun entre todos los humildes y honrados jornaleros de Villabermeja? ¿Dónde le dirán con mayor efusión de cariñoso respeto, siempre que le vean pasar: «Vaya su merced con Dios, nostramo». «Dios bendiga a su merced, señorito»?. Un dulce y afable «A la paz de Dios, caballeros», pronunciado aquí por mi hijo, le gana más voluntades que cuantas tal vez pueden ganarle todos los discursos, todas las poesías y todas las prosas que acierte a componer en Madrid.

—Además, ¿qué le falta aquí a mi hijo? —seguía cavilando doña Ana.

Y en verdad que, en cierto modo le sobraba razón.

La casa solariega, si bien en lo exterior parecía ruinosa y sombría, era por dentro espaciosa y cómoda.

Doña Ana moraba en las habitaciones altas. El doctor, con toda independencia, en el piso bajo.

Allí había una sala con sillones hermosos y antiguos, de nogal, cubiertos de cuero labrado o guadamaciles, y exornados con tachuelas de bronce; cuatro enormes cornucopias doradas; varios retratos al óleo de Mendozas ilustres; un árbol genealógico, pintado también al óleo; un brasero de reluciente azófar en el centro, y una mesa con búcaros y vasos de China.

Más en lo interior había otra sala, sin más muebles que un tablado para tirar al sable y al florete, y un trapecio para hacer ejercicios gimnásticos. En un rincón se veían sables de palo forrados de vendo, floretes, caretas de alambre, petos de estezado y guantes o manoplas, y en otro rincón, unos zancos y dos balas de cañón con asideros para levantarlas a pulso.

La biblioteca y el gabinete de estudio del doctor ocupaban otra tercera sala. Libros de distinta procedencia y carácter llenaban varios armarios de pino pintado. Los que trajo de Francia el endiablado comendador Mendoza, que andaba penando en el desván, eran casi todos impíos: Voltaire, los enciclopedistas, etc. Los que sirvieron para la educación de doña Ana, o adquirió ella del clérigo francés, era como el contraveneno de los libros del comendador Mendoza. Allí estaban las refutaciones de Bergier y de otros contra los impíos de su época, y las obras de Fenelon, Massillon y Bossuet. Ni faltaban
El hombre feliz
, el
Eusebio
y
El Evangelio en triunfo
. Había en otro lado algunos libros de la carrera del doctor y grande abundancia de libros antiguos, castizos españoles, desde las Epístolas familiares del obispo de Mondoñedo hasta los primores poéticos del cura de Fruime. Y completaban la biblioteca todas las obras de medicina, química y otras ciencias naturales, que el doctor Faustino había comprado a la viuda de un médico muy estudioso, el cual había muerto del cólera en el lugar el año de 1834.

En la alcoba donde dormía el doctor, había otro estante que contenía a los poetas predilectos, desde Homero hasta Zorrilla, Espronceda y Arolas.

Pero aún había otro cuarto en que el doctor permanecía más, sobre todo en invierno. Se llamaba este otro cuarto la cocina baja de los señores, no porque allí se guisase nada, sino por una gran cocina o chimenea de campana, en cuyo fogón podía arder y ardía con frecuencia medio olivo, mucha pasta de orujo y gavillas enteras de secos sarmientos.

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