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Authors: Emilio Salgari

Las maravillas del 2000 (18 page)

BOOK: Las maravillas del 2000
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Todos se habían puesto a escuchar, pero el estruendo que producían los truenos en medio de las densas nubes y el que subía por el hueco del ascensor eran tan fuertes que no podían distinguir ningún otro ruido.

—Quizás te has engañado, Tom —dijo el capitán.

—Puede ser —respondió el piloto—. Pero quisiera confirmarlo.

—Podemos intentar llegar a la balaustrada, si todavía existe.

—Las olas lo arrastrarán, señor —dijo Brandok.

—Tom y yo las conocemos desde hace mucho tiempo y no nos dejaremos sorprender... Ven, piloto.

Se echaron boca abajo y, haciendo oídos sordos a los consejos de los tres norteamericanos y de Jao, se alejaron arrastrándose, manteniéndose bien cerca de los travesaños de acero que servían de apoyo a las placas de vidrio.

El estrépito producido por el incesante romper de las olas se había vuelto horrendo.

Había momentos en los que parecía que toda la cúpula iba a romperse en mil pedazos a causa de aquellos golpes espantosos.

La ausencia del capitán y el piloto fue brevísima. Se los vio regresar velozmente entre los chorros de espuma que cubrían toda la cúpula.

—¿Y entonces? —preguntaron ansiosamente todos juntos, los tres norteamericanos y Jao.

—Los pilares de acero ceden uno a uno... —respondió el capitán.

—Entonces vamos a ser arrastrados —concluyó Brandok.

—Sí, si el huracán no se calma.

—¿Tiene alguna esperanza de que las olas disminuyan su furia endiablada?

—Por el contrario, temo que se esté formando un ciclón espantoso.

—¡Yesos delincuentes siguen divirtiéndose! —dijo Toby.

—Déjelos que revienten —agregó Brandok.

—¡Con tal de que no reventemos también nosotros!

—Ya les dije que aunque la ciudad fuese arrancada de su escollo no correríamos ningún peligro, al menos que se encuentre otro escollo que la destruya al chocar con ella. Pero en esta parte del océano son raros, ¿no es verdad, capitán?

—No se les encuentra hasta las Azores —respondió el comandante del Centauro—; podemos entonces recorrer trescientas millas con la plena seguridad de que no chocaremos.

Un crujido formidable se oyó en ese momento.

Una ola colosal se había estrellado contra la ciudad submarina, sacudiéndola tan violentamente que derribó unos sobre otros a los tres norteamericanos, que se habían levantado para ver si la orgía de los confinados había terminado o todavía seguía.

—Me parece que esta caja de acero se ha movido —dijo el capitán.

Parecía que ese estruendo había sido advertido también por los borrachos, ya que sus gritos cesaron de improviso.

Jao había lanzado a su alrededor una rápida mirada.

—Sí —dijo poco después—. La ciudad se ha movido. La columna de acero que le servía de apoyo principal ya no se ve, la ola se la ha llevado.

—¡Qué consoladora noticia! —exclamó Holker—. ¿Qué sucederá ahora?

Nadie respondió. Todos miraban con angustia las olas, las que, reflejando la luz intensa proyectada por las lámparas de radium, parecían masas de bronce fundido.

Aunque tranquilizados por las palabras de Jao, que debía conocer a fondo la resistencia que podía ofrecer aquella extraña penitenciaría, una profunda inquietud se había adueñado de todos.

Se hubiera dicho que no respiraban más y que sus corazones ya no latían, tanta era su ansiedad.

¿Aquella enorme masa de metal flotaría realmente o se hundiría como una masa inerte?

Los truenos seguían haciendo ruido en las profundidades del cielo, compitiendo con el espantoso fragor de las olas y con los aullidos diabólicos del viento.

Abajo, en la ciudad, el alboroto había cesado.

De vez en cuando la cúpula sufría sacudidas.

Los vidrios, a pesar de su enorme espesor y la robustez del armazón de acero, ¿estaban a punto de ceder?

De pronto una nueva y más formidable ola cayó con furia irrefrenable sobre la penitenciaría, arrancándola completamente del escollo y envolviéndola con una espesa cortina de espuma.

Casi al mismo tiempo se oyó retumbar la voz del capitán entre los espantosos aullidos del ciclón:

—¡Flotamos!... ¡Agárrense bien fuerte!...

XV
A TRAVÉS DEL ATLÁNTICO

El viejo Jao no se había engañado. Si la nueva sociedad del 2000 había pensado en confinar en aquellas extrañas ciudades submarinas a los individuos peligrosos, suprimiendo de sus balances los gastos para su mantenimiento, por ser inútiles, les había procurado asilos seguros, de una solidez a toda prueba para no exponerlos a una muerte segura.

Así, arrancada de su escollo por el ímpetu de las olas, la ciudad submarina se había vuelto una ciudad flotante, abandonada, es verdad, a los caprichos de las corrientes y los vientos, pero que podía esperar el encuentro con alguna nave marina o voladora, siempre que un huracán no la arrojase contra algún obstáculo. Todo el peligro residía allí.

El agua dulce no debía faltar, habiendo poderosos destiladores eléctricos que podían suministrarla en grandes cantidades; tampoco los víveres, porque había redes en abundancia y se sabe que los océanos son más ricos que los mares.

Desgraciadamente el huracán no tenía ganas de concluir. Ni las olas ni el viento parecían querer calmarse, amenazando con arrastrar a la ciudad flotante al medio del Atlántico, ya que la tormenta venía del este.

La gigantesca caja de acero, después de haber sido hundida, había vuelto a subir a flote, balanceándose espantosamente y girando sobre sí misma.

Aunque los pilares de acero habían cedido a los poderosos golpes de las olas, la cúpula había resistido maravillosamente la zambullida, y más aún, había resistido el peso de los tres americanos, el capitán y el piloto del Centauro y Jao.

Aferrados tenazmente a los travesaños, esperaron a que la ciudad volviese a flotar, oponiendo una resistencia desesperada a las olas.

—Creí que nuestra hora había llegado —dijo Brandok después de respirar una bocanada de aire—. ¿Y tú, Toby?

—Yo me pregunto si todavía estoy vivo o si navego bajo el Atlántico —respondió el doctor.

—Supongo que estarán satisfechos de los ingenieros que hicieron construir esta caja colosal.

—Gente maravillosa, querido mío. En nuestros tiempos no hubieran sido capaces de hacer lo mismo.

—Estoy plenamente convencido. Capitán, ¿adónde nos empuja la tempestad?

—Hacia el sudoeste —respondió el comandante del Centauro.

—¿Hay islas en esa dirección?

—Las Azores.

—¿Iremos a estrellarnos contra ellas?

—Eso depende de la duración del huracán, señor.

—¿No le parece que se está calmando?

—Para nada. Sopla cada vez más fuerte y temo que nos haga bailar durante mucho tiempo. ¿Sufren de mareos?

—No, en absoluto.

—Entonces todo estará bien.

—¿Y si dentro de un par de días esta gran caja se estrella contra algún islote, también entonces irá todo bien? —preguntó Holker riendo.

—Todavía no hemos encontrado ningún escollo, por lo tanto, hasta que lo encontremos, no tenemos ningún motivo para alarmarnos —respondió el capitán del Centauro—. Sin embargo, hay otra cosa que me preocupa mucho.

—¿Qué cosa?

—La respuesta debe dármela usted, Jao.

—Hable, capitán.

—¿Sus súbditos poseen víveres?

—Para dos o tres días, no más.

—¿Y nosotros?

—Antes de que estallase el huracán había muchos pescados puestos a secar en las balaustradas, pero creo que el mar se los ha llevado.

—¿Podremos obtener algo de los confinados?

—Tal vez, cuando se hayan cansado de beber —respondió Jao—. Hay redes en un cuarto que se encuentra en la cúpula.

—Pero ningún destilador puede procurarnos agua.

—Aquí arriba, no.

—Entonces, si sus súbditos se niegan a suministrarnos agua, corremos peligro de morir, ya no de hambre sino de sed. Eso es lo que temía.

—Tenemos el ascensor, capitán —dijo Jao.

—Que nos serviría perfectamente para que esos locos nos mataran. Por cierto no seré yo el que baje a la ciudad para pedir agua a esos delincuentes. A propósito, ¿qué hacen? ¿Se habrán dado cuenta de que su prisión avanza a través del Atlántico?

—Yo apostaría que no —dijo Toby.

—¿Estarán durmiendo? —preguntó Brandok—. No oigo más sus gritos.

—Vayamos a ver —dijo el capitán—. Estoy curioso por saber si siguen bebiendo y bailando.

Se asomaron al hueco del ascensor.

Las lámparas de radium seguían ardiendo y un profundo silencio reinaba dentro de la ciudad flotante.

En la plaza, en medio de una gran cantidad de barriles y de toda suerte de escombros, dormían grupos de confinados, fulminados por la terrible bebida.

Otros yacían en el suelo dentro de las casas casi destruidas,

privadas de techos. Seguía percibiéndose un hedor terrible.

—Duermen como lirones —dijo Brandok.

—¡No lo dudo, después de semejante orgía! —respondió Toby—. Un barril de amoníaco no bastaría para volver a ponerlos de pie.

—Y nosotros aprovecharemos su sueño —dijo Jao.

—¿Para hacer qué? —preguntó el capitán del Centauro.

—Para aprovisionarnos de agua, señor.

—Usted es un hombre maravilloso. ¿Quién bajará?

—Yo.

—¿Y si lo matan?

—No hay ningún peligro —respondió Toby—. Esos delincuentes no se despertarán hasta dentro de veinticuatro horas.

—¿Y mis marineros? —preguntó el capitán—. ¿Los habrán asesinado?

—Veo a uno que está tendido en la plaza —respondió el piloto—. No pudieron resistirse a la tentación de agarrarse una borrachera colosal y han hecho causa común con los confinados. No cuenten más con ellos.

—¡Miserables!

—Son todos irlandeses, y ustedes saben que esa gente bebe cada vez que se presenta la ocasión.

—No perdamos tiempo —dijo Jao—. Ayúdenme, señores.

El ascensor fue colocado en su sitio y el ex gobernador bajó a la ciudad acompañado del piloto.

El primer cuidado consistió en desfondar todos los barriles llenos de alcohol que aún no habían sido vaciados y así poner fin a aquella peligrosa orgía, y después se adueñaron de una caja de pescado seco y de un tonel de agua dulce.

Ningún confinado se había despertado. Aquellos trescientos o más delincuentes no se habían movido y roncaban tan fuerte que el ruido hacía temblar los vidrios de la cúpula.

El ascensor volvió a subir y se lo sujetó enseguida para que no pudieran servirse de él los que estaban abajo.

—Ahora —dijo Jao—, podemos esperar el encuentro con una nave. Por quince días por lo menos no corremos el peligro de morirnos de hambre y de sed.

—¿Y sus súbditos tendrán bastante para resistir todo ese tiempo? —preguntó Brandok.

—¡Que se mueran todos! Son unos miserables que no merecen compasión alguna —respondió Jao con rabia—. Yo no me ocuparé más de ellos.

—Y, sin embargo, me temo que estaremos obligados a ocuparnos de ellos, y mucho —concluyó Brandok—. Cuando se despierten y sientan que su ciudad baila, ellos también querrán salir y nos darán muchos fastidios.

—Yo pienso lo mismo, señor —declaró el capitán—. Tendremos la tempestad sobre nuestras cabezas y a aquellos locos debajo de nosotros. Preveo que nuestro paseo a través del Atlántico no será muy divertido. ¿Quién sabe? Esperemos a que salga el sol para poder juzgar mejor la violencia y la duración de este ciclón.

Habiendo emergido la ciudad después de su desprendimiento de la roca y no existiendo ningún peligro de que las olas llegaran hasta la parte alta de la cúpula, los seis hombres se tumbaron cerca del orificio del pozo para gozar, si era posible, de algunas horas de sueño.

Pero la enorme caja metálica sufría sobresaltos tan terribles y tan bruscos que era imposible dormir.

Las olas que se sucedían con furia cada vez mayor, la agitaban todo el tiempo y a veces la hacían girar sobre sí misma, dado que estaba desprovista de timones.

De cuando en cuando se hundía pesadamente en las hondonadas, como si estuviera a punto de desaparecer en los abismos del Atlántico; después salía a flote bruscamente con mil extraños estruendos que impresionaban especialmente a Brandok, cuyos nervios, desde hacía ya algún tiempo, se sacudían fuertemente.

A veces se levantaba sobre las crestas de las olas con un bamboleo espantoso; luego descendía, descendía, con una rapidez vertiginosa, rodando como un trompo.

El huracán, mientras tanto, en lugar de calmarse, aumentaba cada vez más.

Relámpagos cegadores se sucedían sin tregua en un crescendo terrorífico, seguidos por truenos formidables que repercutían siniestramente incluso dentro de la ciudad, haciendo vibrar las paredes de metal sin lograr despertar a los borrachos.

Durante toda la noche la enorme masa giró, incesantemente recorrida por las olas que la empujaban hacia el mar de los Sargazos, y no hacia las Azores, como había creído antes el capitán.

Finalmente, hacia las cuatro de la mañana, un rayo de luz apareció en medio de un desgarrón de las tempestuosas nubes.

El Atlántico ofrecía un espectáculo sobrecogedor. Masas de agua cubiertas de espuma se superponían unas a otras rabiosamente, golpeándose y empujándose.

No se veía ninguna nave, ni aérea ni marítima. Sólo grandes albatros volando entre la espuma y la bruma, gruñendo como cerdos.

—No tenemos ninguna esperanza de ser salvados, ¿no es cierto, capitán? —preguntó Brandok.

—Por ahora, no —respondió el comandante del Centauro.

—¿Adónde nos lleva el viento?

—Hacia el sudoeste.

—¿Lejos de las rutas de las naves?

—Lamentablemente, sí, señores.

—¿Entonces, adónde iremos a parar?

—Es imposible decirlo, ya que el viento podría cambiar de un momento a otro.

En ese instante unos gritos espantosos estallaron dentro de la ciudad flotante.

Los tres norteamericanos, el capitán, el piloto y Jao se apresuraron a alcanzar la boca del pozo.

Los confinados se habían despertado y, presa quién sabe de qué furioso delirio, se peleaban entre ellos, armados con aparejos de pesca y cuchillos.

Los miserables caían por docenas en medio de verdaderos lagos de sangre, con los cráneos rotos por los golpes de los arpones y con sus pechos abiertos a golpes de cuchillo.

—¡Desgraciados, qué están haciendo! —gritó Jao, horrorizado.

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