Las mujeres casadas no hablan de amor (25 page)

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Authors: Melanie Gideon

Tags: #Romántico

BOOK: Las mujeres casadas no hablan de amor
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Entro en la cuenta de Facebook de Lucy. Investigador 101 está conectado. Miro en dirección a William. Está ocupado, mirando la pantalla del iPhone con el ceño fruncido.

—¿Estragón o mejorana? —pregunta Caroline.

—Espera —dice William—. No encuentro la receta en Epicuriosidades. ¿No la habremos visto en Recetas.com?

Abro el chat y tecleo rápidamente:

¿Qué nos está pasando?

Investigador 101 tarda tan sólo unos segundos en responder:

¿Además de tener el cerebro inundado de feniletilamina?

Me estremezco. La voz de Investigador 101 se parece increíblemente a la de George Clooney, al menos en mi cabeza. Escribo:

¿Debemos poner fin a esto?

No.

¿Debo pedir que mi caso sea asignado a otro investigador?

Decididamente, no.

¿Ya había flirteado así con alguna de las participantes en sus estudios?

Nunca he flirteado con ninguna otra mujer, excepto mi esposa.

¡Dios santo! De repente siento un palpitante calor en el entresuelo y me cruzo de piernas como para ocultarlo, como si alguien pudiera notarlo.

—¿Lo has encontrado? —pregunta Caroline.

—Recetas.com. Dos cucharadas soperas de estragón —replica William, enseñándole el teléfono—. Tenías razón.

Me siento en el sofá, intentando convencer a mi ritmo cardíaco de que vuelva al estado de reposo. Respiro por la boca. ¿Es esto lo que se siente cuando se sufre un ataque de pánico? William me mira desde el otro lado de la habitación.

—¿Cuál era la noticia, Alice? —pregunta.

—Nedra y Kate van a casarse.

—¿Ah, sí?

—No pareces sorprendido.

Hace una pausa y sonríe.

—Lo único que me sorprende es que hayan tardado tanto.

66

70. Que a veces, cuando estoy sola y en un lugar donde nadie me conoce, hablo con fingido acento británico.

71. Preocuparme. Preguntarle a Peter cuándo fue la última vez que usó la seda dental. Reprimir el impulso de quitarle a Zoé el pelo de delante de los ojos para verle esa cara tan bonita que tiene.

72. Lo asombroso que sería ver sus facciones en la cara de mis hijos.

67

John Yossarian cambió su foto de perfil.

Mañana cumplimos veinte años de casados.

¿Y cómo se siente, Casada 22?

Ambivalente.

Lo siento. No era mi intención que pasara esto.

No me reconozco.

Recuerdo mi primer día en la universidad. Fue en una ciudad, no le diré cuál. Pero recuerdo que después de despedirme de mis padres, me puse a caminar por las calles, exaltado por la sensación de que nadie me conocía. Por primera vez en mi vida estaba completamente desconectado de todos mis seres queridos.

Yo también recuerdo esa sensación. La desconexión me pareció aterradora. ¿Se da cuenta de que las generaciones futuras no la sentirán nunca?

Estamos localizables cada minuto del día.

¿Qué quiere decir con eso?

Que la posibilidad de conectar con usted en cualquier momento del día la vuelve sumamente adictiva, Casada 22.

¿Es su mano la que aparece en su nueva foto de perfil?

Sí.

¿Por qué ha puesto una foto de su mano?

Porque quería que usted la imaginara detrás de su cuello.

68

—Pidamos raviolis chinos —dice Peter.

—Siempre pedimos raviolis chinos. Yo prefiero rollitos de lechuga —dice Zoé—. De los vegetarianos.

—¿No os importa que nos hayamos sumado a vuestra cena de aniversario? —pregunta Caroline—. No me parece muy romántico.

—Alice y yo hemos tenido veinte años para el romanticismo —dice William—. Además, es bonito salir a celebrarlo. ¿Sabías que el regalo tradicional para los veinte años de casados es la porcelana, preferentemente china? Por eso he reservado una mesa en P. F. Chang's. —Da un golpecito en la carta del restaurante con la punta del dedo—. Cordero de Chengdu con especias. Tan chino como la porcelana.

Porcelana, sí. Esta mañana le regalé un plato conmemorativo con una foto, que había encargado en diciembre. Es una foto de nosotros dos, hace veinte años, de pie delante del parque Fenway. Él está detrás de mí y me rodea los hombros con los brazos. Parecemos increíblemente jóvenes. No estoy segura de que le haya gustado el regalo. El plato venía con un soporte para ponerlo encima de una repisa, pero él se limitó a guardarlo de nuevo en la caja.

William recorre la sala con la mirada.

—¿Dónde está el camarero? Quiero pedir las bebidas.

—¡Veinte años! —dice Zoé—. ¿Qué tal lo lleváis?

—¡Zoé! ¿Qué clase de pregunta es ésa? —digo yo.

—La clase de pregunta que normalmente se hace en los aniversarios. Una pregunta seria, una pregunta de repaso de los tiempos pasados.

¿En qué estaríamos pensando cuando los invitamos a nuestra cena de aniversario? Si hubiésemos venido solamente William y yo estaríamos hablando de temas inocuos, como el mercado de valores o la dificultad para abrir la puerta del garaje.

—¿Qué tal lo llevamos en qué sentido? —pregunta William—. Tienes que ser más específica, Zoé. Detesto la manera vaga de hacer preguntas que tenéis los de tu generación. Esperáis que los demás hagamos todo el trabajo, incluido el de aclarar lo que queríais preguntar.

—¡Joder, papá! —dice Peter—. Ella sólo lo ha preguntado por ser amable.

—Peter Buckle, apreciaría enormemente que no dijeras «joder» en nuestra cena de aniversario —lo recrimino.

—¿Qué puedo decir entonces?

—«Jolines», «cáspita» o incluso «carambolas» —sugiero.

—Sí, claro. «¡Carambolas, papá! Ella sólo lo ha preguntado por ser amable» —dice Peter—. ¿En qué carambolas estás pensando, mamá?

William me hace un gesto de asentimiento desde el otro lado de la mesa y por un momento me siento unida a él, lo que hace que me sienta todavía más violenta cuando pienso que Investigador 101 me ha pedido que imaginara su mano apoyada detrás de mi cuello.

—¿Qué os parece si me llevo a Peter y a Zoé a algún California Pizza Kitchen? —pregunta Caroline—. Podemos reunirnos con vosotros después de cenar. ¿Qué tipo de comida te apetece, Zoé?

Caroline me mira arqueando las cejas. Todavía estamos debatiendo si Zoé padece o no un trastorno alimentario.

—Rollitos de lechuga vegetarianos —dice Zoé, mientras mira a William con expresión inquisitiva.

—No hay ningún problema. Yo quiero que os quedéis todos —digo—. Y vuestro padre también. ¿Verdad, William?

—Alice, ¿te gustaría recibir tu regalo ahora o más tarde? —pregunta William.

—Pensé qué P. F. Chang's era mi regalo.

—Es sólo una parte de tu regalo. ¿Zoé? —dice William.

Zoé se pone a revolver en el bolso y saca un paquete rectangular más bien pequeño, envuelto en papel verde oscuro.

—¿Sabías que el verde esmeralda es el color oficial del vigésimo aniversario? —pregunta William.

¿Esmeralda? De pronto me viene a la cabeza el día que fui a la joyería con Nedra, cuando ella me hizo probar el anillo con la esmeralda. ¡Dios santo! ¿Le habrá pedido William que lo ayude a elegir un anillo para nuestros veinte años de casados? ¿Un anillo con esmeraldas, como el que perteneció a mi madre y que yo arrojé por la ventana del coche una semana antes de nuestra boda?

Zoé me entrega el paquete.

—Ábrelo —dice.

Me quedo mirando a William, desconcertada. Sus regalos suelen ser compras de último minuto, como un surtido de mermeladas artesanas o una tarjeta regalo para una pedicura. El año pasado me regaló un librito de sellos postales con validez ilimitada.

—¿Ahora? —pregunto—. ¿No sería mejor esperar hasta que volvamos a casa? Los regalos de aniversario son algo privado, ¿no?

—Ábrelo, mamá —dice Peter—. Todos sabemos lo que es.

—¿Lo sabéis? ¿Se lo has dicho?

—Ellos me ayudaron un poco a elegirlo —admite William.

Sacudo el paquete.

—Tenemos muy poco presupuesto. Espero que no hayas cometido ninguna locura.

Pero en el fondo espero con toda mi alma que la haya cometido.

Desgarro el papel con nerviosismo y descubro una caja blanca de cartón con una leyenda: «Kindle.»

—¡Vaya! —exclamo.

—¿No te parece genial? —dice Peter, quitándome la caja de las manos—. Mira. Se abre como un libro y papá ya te lo ha llenado.

—Lo encargué hace un mes —dice William, como para demostrarme que esta vez ha sido reflexivo y previsor.

—Te ha puesto
La danza de la muerte
. Dice que era tu libro preferido cuando estabas en el instituto. Y también la serie
Crepúsculo
, que al parecer tiene entusiasmadas a muchas madres —dice Zoé—. A mí esos libros me parecen un poco asquerosos, pero bueno, tú verás.

Me mira con suspicacia, como pueden mirar las hijas de quince años a sus madres. Yo asiento con toda la inocencia de que soy capaz, tratando simultáneamente de parecer encantada.

—Y el último de Miranda July:
Eres la que sabe algo que yo sabía pero he olvidado
, o algo así —prosigue Zoé—. Te gustará. Esa escritora es increíble.

—También
Orgullo y prejuicio
—dice Peter.

—¡Oh! —exclamo—. ¡Qué bien! No he leído
Orgullo y prejuicio
. No me esperaba algo así.

Vuelvo a guardar el Kindle en la caja con mucho cuidado.

—Estás decepcionada —dice William.

—¡No, claro que no! Es sólo que no quiero hacerle ningún arañazo. Es un regalo muy bien pensado.

Miro en torno a la mesa. Todo parece ligeramente fuera de lugar. ¿Quién es ese hombre? Casi no lo reconozco. Tiene la cara delgada por lo mucho que corre y la mandíbula firme. Hace días que no se afeita y lleva un poco de barba. Si no lo conociera, lo encontraría atractivo. Extiendo la mano por encima de la mesa y le doy unas palmaditas en el brazo. El gesto resulta raro.

—Eso quiere decir que le ha encantado el regalo —traduce Peter.

Bajo la vista hacia la carta del restaurante.

—Claro que me ha encantado —digo.

—Genial —dice William.

—Empecé a trabajar a los doce años —cuenta Caroline—. Después del colegio, barría el teatro mientras mamá ensayaba.

—¡Oíd eso, chicos! —digo, mientras me sirvo una segunda porción de pollo kung pao—. ¡Doce años! Así hacen las cosas en Maine. Vosotros también tenéis que colaborar. Tenéis que buscaros algún trabajo: rastrillar céspedes, repartir periódicos, cuidar niños…

—No nos hace falta —dice William.

—A decir verdad, sí nos hace falta —digo yo—. Pásame el chow mein, por favor.

—¿Tenemos que asustarnos? ¿Las cosas están como para asustarse? Tengo cincuenta y tres dólares en la cuenta de ahorros del banco. El dinero del cumpleaños. Podéis cogerlo —dice Peter.

—Nadie va a renunciar al dinero de su cumpleaños —dice William—. Sólo tendremos que ser un poco más ahorrativos.

Miro mi Kindle con sensación de culpa.

—Ahorraremos a partir de mañana —añade William y levanta la copa—. ¡Por los veinte años! —brinda.

Todos levantan los vasos, menos yo, que ya me he bebido el mojito asiático de pera.

—Sólo tengo agua —digo.

—Entonces brinda con agua —replica William.

—¿No trae mala suerte brindar con agua?

—Sólo si eres guardacostas —dice William.

Levanto mi vaso de agua y digo lo que se espera de mí:

—Por otros veinte.

Zoé estudia mi expresión atormentada.

—Ya has respondido a la pregunta de qué tal llevas los veinte años de matrimonio.

Mira a William.

—Y sin necesidad de ninguna aclaración por nuestra parte.

Una hora después, en casa, William se deja caer suspirando en su sillón, con el mando a distancia en la mano. Un instante después, se levanta de un salto.

—¡Alice! —grita, mientras se lleva la mano al trasero.

Miro el asiento. Hay una gran mancha húmeda en el tapizado. ¡
Jampo
!

—Se me cayó un vaso de agua esta tarde —digo.

William se huele los dedos.

—Es pis.

Jampo
entra corriendo en el cuarto de estar, salta a mi regazo y entierra la cabeza en una de mis axilas.

—No lo puede evitar. Es un cachorro —digo.

—¡Tiene dos años! —grita William.

—Veinticuatro meses. Ningún niño sabe controlar el pis a los veinticuatro meses. No lo ha hecho adrede.

—¡Claro que lo ha hecho adrede! —exclama William—. Primero mi almohada y ahora mi sillón. Conoce todos mis lugares.

—Eso es ridículo —digo yo.

Jampo
asoma la cabeza por debajo de mi axila y gruñe a William.

—Chico malo —susurro.

Gruñe un poco más y yo me siento como si fuéramos los personajes de unos dibujos animados. No lo puedo evitar. Me echo a reír y William me mira indignado.

—No puedo creer que te estés riendo.

—Lo siento, de verdad. Lo siento mucho —me excuso, entre carcajadas.

William me mira con severidad.

—Me voy a la cama —digo, con
Jampo
bajo el brazo.

—¿Te lo vas a llevar contigo?

—Sólo hasta que tú vengas. Después, lo echaré. Te lo prometo.

Le enseño el Kindle.

—¿Qué vas a leer primero? —pregunta William.


La danza de la muerte
. No puedo creer que te hayas acordado de lo mucho que me gustaba. Quiero ver si sigue siendo tan bueno como la primera vez que lo leí.

—Te vas a llevar una decepción —dice William—. Te sugiero que no lo midas con los mismos parámetros.

—¿Por qué? ¿Debería tener otros?

—Ya no tienes diecisiete años. Las cosas que entonces eran importantes ya no lo son.

—No estoy de acuerdo. Si entonces era apasionante, tiene que seguir siendo apasionante ahora. Así es como se distingue un clásico. Porque perdura.

William se encoge de hombros.

—El perro me ha arruinado el sillón.

—Es sólo un poco de pis.

—Ha calado a través del tapizado, hasta la estructura.

Suspiro.

—Feliz aniversario, William.

—Veinte años. No es poco, Alice.

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