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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (100 page)

BOOK: Las mujeres de César
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Toda Roma sabe que tú serás
cónsul senior
. Aunque dejemos aparte el hecho de que tú siempre eres quien saca más votos en las elecciones, tu popularidad está creciendo a pasos agigantados. Marco Craso va por ahí diciéndoles a todos los caballeros de las
Dieciocho
que cuando tú seas
cónsul senior
, el asunto de la recaudación de impuestos se arreglará en seguida. De lo cual deduzco que sabe que va a necesitar tus servicios… y también sabe que los tendrá.

Pues bien, yo también necesito tus servicios, César. ¡Mucho más de lo que los necesita Marco Craso! Lo único que está en juego en su caso es su influencia dañada, mientras que yo necesito tierras para mis veteranos y tratados que ratifiquen mis convenios en el Este.

Desde luego, hay muchas probabilidades de que tú ya te encuentres de camino, de regreso a casa —Cicerón, ciertamente, parece creer que así es— pero a mí me da en la nariz que tú eres como yo, propenso a quedarte hasta el último momento para que todo quede bien atado y cualquier enredo quede aclarado.

Los
boni
acaban de dar el golpe, César, y han sido extraordinariamente astutos. Todos los candidatos a las elecciones para cónsul tienen que presentar la candidatura como muy tarde antes de las nonas de junio, aunque las elecciones no se celebrarán hasta cinco días antes de los idus de quintilis, como es habitual. Animado por Celer, Cayo Pisón, Bíbulo —que es candidato él mismo, desde luego, pero que se encuentra a salvo dentro de Roma porque es como Cicerón, no quiere irse nunca a gobernar una provincia— y por el resto de los
boni
, Catón logró que se aprobase un
consultum
para poner la fecha de cierre de las candidaturas en las nonas de junio. Más de cinco nundinae antes de las elecciones, en vez de las tres nundinae que establecen la costumbre y la tradición.

Alguien debe de haber hecho correr el rumor de que tú viajas como el viento, porque luego han ideado otra estratagema para fustrarte: ésta por si llegas a Roma antes de las nonas de junio. Celer le pidió a la Cámara que fijase una fecha para tu triunfo. Se mostró muy afable, lleno de elogios para el espléndido trabajo que has hecho como gobernador. ¡Después de lo cual sugirió que la fecha de tu desfile triunfal se fijase en los idus de junio! Y a todos les pareció una idea espléndida, así que la moción se aprobó.

De manera, César, que si logras llegar a Roma antes de las nonas de junio, tendrás que solicitar al Senado que te permita presentar tu candidatura a cónsul
in absentia
. No puedes cruzar el
pomerium
y entrar en la ciudad para inscribir tu candidatura en persona sin renunciar a tu
imperium
y, por consiguiente, a tu derecho al triunfo. Añado que Celer tuvo buen cuidado en hacer notar a la Cámara que Cicerón había hecho aprobar una ley que prohibía que los candidatos al consulado presentasen su candidatura
in absentia
. Un suave recordatorio que yo interpreté como que quería dar a entender que los
boni
piensan oponerse a tu petición de presentar la candidatura
in absentia
. ¡Te tienen agarrado por las pelotas, exactamente como tú dijiste —con toda razón!— que me tienen agarrado a mí. Me pondré a trabajar para convencer a nuestras senatoriales ovejas —por qué se dejan conducir por un simple puñado de hombres que ni siquiera tienen nada de especiales?— para que hagan que se te permita presentar la candidatura
in absentia
. Y lo mismo harán Craso, Mamerco, el príncipe del Senado, y muchos otros, yo lo sé.

Lo principal es que llegues a Roma antes de las nonas de junio. Oh, dioses, ¿podrás hacerlo aun cuando los vientos lleven a mi barco alquilado hasta Gades en un tiempo mínimo? Lo que espero es que estés ya bien adelantado en tu camino de regreso por la vía Domicia. He enviado un mensajero a tu encuentro para el caso de que sea así, sólo por si andas por ahí perdiendo el tiempo.

¡Tienes que conseguirlo, César! Te necesito desesperadamente, y no me avergüenza decirlo. Tú me has sacado de grandes apuros otras veces, y siempre de un modo acorde con la legalidad. Lo único que puedo decir es que si no estás a mano para ayudarme esta vez, quizás tenga que dar esa patada en el suelo. No quiero hacerlo. Si lo hiciera pasaría a los libros de historia como alguien que no fue mejor que Sila. Mira cómo todo el mundo lo odia a él. Es verdaderamente incómodo ser odiado, aunque a Sila nunca pareció importarle.

La carta de Pompeyo llegó a Gades el vigésimo primer día de mayo, una travesía extraordinariamente rápida. Y casualmente César se encontraba allí para recibirla.

—Hay mil quinientas millas por carretera desde Gades a Roma —le dijo a Lucio Cornelio Balbo el Viejo—, lo que significa que no puedo estar en Roma para las nonas de junio ni aunque consiga una media de cien millas al día. ¡Que se pudran los
boni
!

—Ningún hombre puede hacer una media de cien millas al día —le dijo el pequeño banquero gaditano con expresión ansiosa.

—Yo puedo hacerlo en un calesín rápido enganchado a cuatro buenas mulas, siempre que pueda cambiar de mulas con la suficiente frecuencia —dijo César tranquilamente—. No obstante, la carretera no es posible. Tendré que ir a Roma por barco.

—La estación del año no es buena. La carta de Magnus es prueba de ello. Cinco días con el viento soplando a favor.

—¡Ah, Balbo, pero yo tengo suerte!

César, desde luego, tenía suerte, reflexionó Balbo. Por muy mal aspecto que tuvieran las cosas, de alguna manera aquella suerte mágica —y desde luego era mágica— venía a sacarlo de apuros. Aunque parecía fabricársela él mismo a base de fuerza de voluntad. Como si, después de haber tomado una decisión, tuviera poder para obligar a las fuerzas naturales y sobrenaturales a obedecerle. El último año había sido la experiencia más regocijante y más estimulante de toda la vida de Balbo, se había esforzado y había corrido en pos de César desde una punta a la otra de Hispania. ¿A quién se le habría ocurrido pensar alguna vez que César se haría a la mar ante el viento del océano Atlántico en persecución de unos enemigos que estaban convencidos de que ya se encontraban fuera del alcance de Roma? Pero no era así. Los barcos salieron de Olisipo y las legiones se les echaron encima. Luego más travesías hasta la remota Brigantium, tesoros indecibles, un pueblo que por primera vez sentía el viento del cambio, una influencia del mar Mediterráneo que ya no se acabaría nunca. ¿Qué había dicho César? No era el oro, era el alcance de Roma lo que importaba. ¿Qué tenían los de aquella pequeña raza procedente de una pequeña ciudad en la ruta de la sal de Italia? ¿Por qué sería que barrían todo lo que se les ponía por delante? No en forma de ola gigantesca, más bien como una piedra de molino que muele con mucha paciencia todo lo que se le echa sacándole provecho a todo. Los romanos nunca se daban por vencidos.

—¿Y en qué consistirá esta vez la suerte de César?

—Para empezar, un solo
myoparo
. Dos equipos de los mejores remeros que Gades pueda proporcionar. Nada de equipaje y nada de animales. Como pasajeros sólo tú, Burgundo y yo. Y un fuerte viento del sudoeste —dijo César sonriendo.

—Pues no pides tú nada —dijo Balbo sin responder a la sonrisa. El rara vez sonreía; los banqueros gaditanos de impecable linaje fenicio no eran propensos a tomarse a la ligera la vida ni las circunstancias. Balbo parecía lo que era, un hombre sutil y plácido de extraordinaria inteligencia y capacidad.

César ya se encontraba a medio camino hacia la puerta.

—Voy a buscar el
myoparo
adecuado. Tu trabajo consiste en encontrarme un piloto capaz de navegar sin tener tierra a la vista. Nos vamos por la ruta directa: pasando por las Columnas de Hércules, una parada para recoger comida y agua en Nueva Cartago, luego la Balearis Minor. Desde allí pondremos rumbo directo al estrecho entre Sardinia y Corsica. Tenemos que recorrer mil millas de agua, y no podemos esperar que haya la clase de vientos que han empujado la carta de Magnus y nos la han hecho llegar en cinco días. Disponemos de doce días.

—Son algo más de ochenta millas entre la salida y la puesta de sol. Eso no es ninguna pequeñez —dijo Balbo al tiempo que se ponía en pie.

—Pero es posible, siempre que no tengamos vientos en contra. ¡Déjalo en manos de mi suerte y de los dioses, Balbo! Les haré ofrendas magníficas a los
lares permarini
y a la diosa Fortuna. Ellos me escucharán.

Los dioses escucharon, aunque cómo se las arregló César para apretar todo lo que hizo en cinco horas escasas antes de hacerse a la mar desde Gades era algo más de lo que Balbo era capaz de calcular. El cuestor de César era un joven muy eficiente que se lanzó con enorme entusiasmo a organizar el transporte de las pertenencias del gobernador por la ruta terrestre existente desde Hispania a Roma, la vía Domicia; el botín se había enviado hacía mucho tiempo, acompañado por la única legión que César había elegido para que marchase con él en su desfile triunfal. Con cierta sorpresa por su parte, el Senado había accedido a su petición de triunfo sin un solo murmullo de protesta por parte de los
boni
, pero aquel misterio quedó completamente explicado en la carta de Pompeyo. No tenían motivo para negarle lo que ellos tenían plena intención de hacer que fuera un asunto catastrófico. Y catastrófico sería. Sus tropas habían de llegar al Campo de Marte para los idus de junio: una irónica trampa, dado que Celer había asignado ese día para el desfile triunfal. De serle permitido a César que se presentase como candidato a cónsul
in absentia
y el desfile se llevase adelante, desde luego sería un triunfo verdaderamente pobre. Soldados cansados, ningún tiempo disponible para fabricar carrozas suntuosas y demostraciones militares, el botín metido de cualquier manera en carretas. No era la clase de triunfo que César esperaba. No obstante, el primer problema era llegar a Roma antes de las nonas de junio. ¡Recemos para que haya un fuerte viento del sudoeste!

Y de hecho los vientos soplaron procedentes del sudoeste, pero fueron suaves en lugar de fuertes. Un mar ligero con el viento de popa ayudó a los remeros, igual que ayudó un pequeño empuje de la vela, pero fue un trabajo como para romperse la espalda casi todo el camino. César y Burgundo remaron un turno completo de tres horas cuatro veces cada día, con lo cual, unido a la alegre animosidad de César, se ganaron la simpatía de los remeros profesionales. Las primas merecerían la pena, así que pusieron todos sus hombros en la tarea y remaron mientras Balbo y el piloto se afanaban en llevarles
amphorae
de agua débilmente condimentadas con un buen vino hispánico a aquellos que lo pedían.

Cuando el piloto condujo el
myoparo
ante la costa italiana y vieron que allí, delante de ellos, estaba la desembocadura del Tíber, la tripulación se animó a sí misma con voz ronca, luego se emparejaron en cada remo y dirigieron a velocidad forzada al pulcro y pequeño monorreme hacia el puerto de Ostia; la travesía había durado doce días, y se alcanzó el puerto dos horas después del amanecer del tercer día de junio.

Después de dejar que Balbo y Burgundo se encargasen de recompensar al piloto y a los remeros del
myoparo
, Cesar montó en un buen caballo alquilado y se dirigió a Roma a galope tendido. Su viaje acabaría en el Campo de Marte, pero no así sus esfuerzos penosos; tendría que buscar a alguien que se apresurase a entrar en la ciudad y localizase a Pompeyo, decisión que no agradaría a Craso, de eso César ya se daba cuenta, pero era la decisión correcta. Pompeyo tenía razón. Él necesitaba a César más que Craso. Y además Craso era un viejo amigo de César; se apaciguaría cuando éste le explicase las cosas.

La noticia de que César se encontraba a las puertas de Roma llegó a oídos de Catón y Bíbulo casi al mismo tiempo que a los de Pompeyo, porque los tres se encontraban en la Cámara soportando todavía otra sesión más para debatir el destino de los recaudadores de impuestos en Asia. El mensaje se le entregó a Pompeyo, quien dio un alarido tan fuerte que los amodorrados senadores que estaban en las gradas de atrás casi se cayeron de los taburetes y luego se pusieron en pie de un salto.

—Te ruego que me excuses, Lucio Afranio —le dijo Pompeyo riéndose muy satisfecho ya de camino hacia la salida—. ¡Cayo César está en el Campo de Marte, y yo debo ser el primero en ir a darle la bienvenida en persona!

Lo cual, en cierto modo, dejó tan aplanados a los que quedaban en la reunión, donde la concurrencia era escasa, como un publicanus de Asia. Afranio, que tenía las
fasces
durante el mes de junio, disolvió la asamblea por aquel día.

—Mañana, una hora después del amanecer —dijo, consciente de que tendría que oír la petición de César para presentar su candidatura
in absentia
, y consciente también de que el día siguiente era el último antes de las nonas de junio, cuando el oficial electoral (Celer) cerraría la barraca.

—Ya os dije que lo haría —comentó Metelo Escipión—. Es como un pedazo de corcho. Por mucho que se intente hundirle, siempre consigue salir a flote sin apenas mojarse.

—Bueno, siempre ha habido muchas probabilidades de que apareciera —dijo Bíbulo con los labios apretados—. Al fin y al cabo, ni siquiera sabemos cuándo salió de Hispania. Sólo porque hubiéramos oído que tenía planeado permanecer en Gades hasta últimos de mayo, eso no significa que lo hiciera de verdad. Pero no puede saber lo que le espera.

—Lo sabrá en cuanto Pompeyo llegue al Campo de Marte —dijo Catón con dureza—. ¿Por qué crees que el Bailarín ha convocado otra reunión para mañana? César hará la solicitud para presentar su candidatura
in absentia
, de eso no cabe la menor duda.

—Echo de menos a Catulo —dijo Bíbulo—. En ocasiones como la de mañana era cuando su influencia resultaba extraordinariamente útil. A César le ha ido en Hispania mejor de lo que ninguno de nosotros habíamos pensado, de manera que las ovejas se verán inclinadas a dejar que el muy ingrato se presente
in absentia
. Pompeyo lo recomendará así encarecidamente, y Craso también. ¡Y Mamerco! ¡Ojalá se hubiera muerto! Catón se limitó a sonreír y adoptó un aire misterioso.

Mientras tanto, en el Campo de Marte Pompeyo no tenía nada por lo que sonreír y ningún misterio que pensar. Encontró a César apoyado en la redondeada pared de mármol de la tumba de Sila, con la brida del caballo colgada de un brazo; por encima de la cabeza se leía aquel famoso epitafio: «NINGUN AMIGO MEJOR, NINGÚN ENEMIGO PEOR.» Igual se podía haber escrito para César que para Sila. O para él mismo, Pompeyo.

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