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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (98 page)

BOOK: Las mujeres de César
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Cada vez que salía para las provincias tenía que hacerlo de un modo poco ortodoxo, reflexionó con una ligera sonrisa. La última vez había ido a Hispania Ulterior envuelto en una bruma de dolor por la pérdida de tía Julia y de Cinnilla, y esta vez se iba a la Hispania Ulterior como un fugitivo. Un fugitivo con
imperium proconsular
, nada menos. Ya lo tenía todo planeado en la cabeza: Publio Vatinio había resultado ser un eficiente buscador de información, y Lucio Cornelio Balbo el Viejo lo estaba esperando en Gades.

Balbo se aburría, según le había dicho a César en una carta. Al contrario que Craso, no se sentía realizado ganando dinero sólo como un fin; Balbo ansiaba algún nuevo desafio ahora que él y su sobrino eran los dos hombres más ricos de Hispania. ¡Que se ocupase Balbo el Joven del negocio! Balbo el Viejo era aficionado a estudiar logística militar. Así que César habfa nombrado a Balbo
praefectus fabrum
, elección que había sorprendido a algunos en el Senado, aunque no a aquellos que conocían a Balbo el Viejo. Aquella persona nombrada era, por lo menos a los ojos de César, mucho más importante que un legado
senior
—él no había pedido ningún legado—, pues el
praefectus fabrum
era el ayudante de más confianza de un jefe militar, responsable del material y del abastecimiento del ejército.

Había dos legiones en la provincia ulterior, ambas formadas por veteranos romanos que habían preferido no volver a casa cuando por fin terminó la guerra contra Sertorio. Ahora rondarían los treinta y tantos años de edad, y estaban muy ansiosos de comenzar una buena campaña. Sin embargo, dos legiones no le bastarían en modo alguno; la primera cosa que César tenía intención de hacer cuando llegase a su dominio era alistar una legión completa con las tropas hispánicas auxiliares que habían luchado con Sertorio. Una vez que hubieran visto cómo se las gastaba César, lucharían por él del mismo buen grado que habían luchado por Sertorio. Y entonces sólo sería cosa de adentrarse en territorio inexplorado. Al fin y al cabo, era ridículo pensar que Roma consideraba suya toda la península Ibérica cuando aún no había subyugado una buena tercera parte de la misma. Pero César lo haría.

Cuando César apareció en lo alto de la escalera que bajaba desde los establos, se encontró con que Pompeyo el Grande estaba sentado en la logia admirando el paisaje del otro lado del Tíber, en dirección hacia la colina Vaticana y el Janículo.

—¡Bien, bien! —exclamó Pompeyo al tiempo que se ponía en pie de un salto y le estrechaba la mano al inesperado visitante—. ¿Dando un paseo a caballo?

—No. He salido caminando de la ciudad, y demasiado tarde para molestar despertándote, así que me he hecho una cama de paja. Es posible que tenga que pedirte prestados un par de caballos cuando me vaya, pero sólo hasta que llegue a Ostia. ¿Puedes darme alojamiento por unos días, Magnus?

—Encantado de hacerlo, César.

—Entonces, ¿tú no crees que yo sedujera a Mucia?

—Ya sé quién hizo ese trabajo —le confió Pompeyo con aire lúgubre—. ¡Labieno, el muy ingrato! ¡Que se vaya a paseo! —Le indicó con la mano una cómoda silla a César—. ¿Es por eso por lo que no has venido a verme? ¿O porque no me dijiste más que
ave
en el Circus Flaminius?

—¡Magnus, yo soy un simple ex pretor! Tú eres el héroe del siglo, uno no puede acercarse más que los consulares, y para eso lo hacen de cuatro en cuatro.

—Sí, pero por lo menos yo puedo hablar contigo, César. Tú eres un verdadero soldado, no un comandante de salón. Cuando llegue el momento, sabrás morir con el rostro cubierto y las botas puestas. La muerte no encontrará en ti nada que dejar al descubierto que no sea hermoso.

—Homero. ¡Qué bien dicho, Magnus!

—He leído mucho en el Este, y le he cogido mucha afición. Fíjate, tenía conmigo a Teófanes, de Mitilene.

—Un gran erudito.

—Sí, eso para mí era más importante que el hecho de que sea más rico que Creso. Me lo llevé a Lesbos conmigo, lo hice ciudadano romano en el ágora de Mitilene delante de todo el pueblo. Luego, en su nombre, liberé a Mitilene de pagar tributos a Roma. Aquello les cayó muy bien a los lugareños.

—Como debe ser. Creo que Teófanes es pariente cercano de Lucia Balbo, de Gades.

—Sus madres eran hermanas. ¿Conoces a Balbo?

—Muy bien. Nos conocimos cuando yo era cuestor en Hispania Ulterior.

—Me sirvió como explorador cuando estuve luchando contra Sertorio. Yo le concedí a él la ciudadanía y también a su sobrino, pero había tantos a quienes dársela que los repartí entre mis legados para que el Senado no pensase que yo estaba concediéndole la ciudadanía a la mitad de los hispanos. Balbo el Viejo y Balbo el Joven le tocaron a un Cornelio… Léntulo, creo, aunque no al que ahora llaman Spinther. —Se echó a reír gozosamente—. ¡Me encantan los apodos inteligentes! ¡Es curioso que a uno lo apoden por el nombre de un actor famoso por representar papeles secundarios! Eso dice lo que el mundo opina de un hombre, ¿no es así?

—Así es. He nombrado a Balbo el Viejo mi
praefectus fabrum
.

Los vivos ojos azules de Pompeyo chispearon.

—¡Muy astuto de tu parte!

César miró a Pompeyo de arriba abajo con descaro.

—Pareces estar muy en forma para ser un viejo, Magnus —le dijo con una sonrisa. —Cuarenta y cuatro —dijo Pompeyo mientras se golpeaba el vientre liso, muy complacido.

Desde luego, daba la impresión de estar en muy buena forma. El sol del Este había hecho que casi se le juntasen las pecas unas con otras y había intentado aclararle la mata de pelo de vivo color dorado: tan espeso como siempre, notó César con tristeza.

—Tendrás que darme una relación detallada de todo cuanto ha ocurrido en Roma en mi ausencia.

—Creí que tus oídos se habrían quedado sordos de tanto oír esa clase de noticias. —¿Cómo, crees que yo iba a dejar que me las contasen charlatanes engreídos como Cicerón?

—Creía que erais buenos amigos.

—Un hombre metido en política no tiene verdaderos amigos —le dijo deliberadamente el Gran Hombre—. Cultiva sólo lo que le resulta conveniente.

—Absolutamente cierto —convino César riendo entre dientes—. Habrás oído por ahí lo que le hice a Cicerón con Rabirio, naturalmente.

—Me alegro de que le clavases el cuchillo. ¡De otro modo estaría parloteando de cómo hacer desaparecer a Catilina es más importante que conquistar el Este! Fíjate, Cicerón tiene sus aspectos útiles. Pero parece que siempre piense que todos los demás tienen el mismo tiempo que él para escribir cartas de mil páginas. Me escribió el año pasado, y logré contestarle con unas cuantas líneas de mi puño y letra. ¿Y qué hace él? ¡Se ofende y me acusa de que lo trato con frialdad! Debería salir a gobernar una provincia, y así aprendería lo que es ser un hombre ocupado. En cambio se tumba cómodamente en su canapé, en Roma, y nos da consejos a los militares sobre cómo llevar nuestros asuntos. Al fin y al cabo, César, ¿qué hizo él? Soltó unos cuantos discursos en el Senado y en el Foro y envió a Marco Petreyo para que aplastase a Catilina.

—Lo has expresado muy sucintamente, Magnus.

—Bueno, ahora que ya han decidido qué hacer con Clodio deberían darme fecha a mí para mi triunfo. Por lo menos esta vez he hecho lo que es inteligente y he licenciado a mi ejército en Brundisium. No pueden decir que estoy en el Campo de Marte intentando hacerles chantaje.

—No cuentes con que te den fecha para tu triunfo.

Pompeyo se irguió en su asiento.

—¿Qué?

—Los
boni
están trabajando en contra tuya, han estado haciéndolo desde que se enteraron de que volvías a casa. Piensan negártelo todo: la ratificación de los acuerdos que concertaste en el Este, las concesiones de ciudadanía que hiciste, la tierra que pides para tus veteranos; y sospecho que una de las tácticas que emplearán será tenerte fuera del
pomerium
el mayor tiempo posible. Una vez que puedas ocupar tu asiento en la Cámara estarás en situación de contrarrestar sus jugadas con más efectividad. Tienen un brillante tribuno de la plebe en la persona de Fufio Caleno, y creo que él está dispuesto a vetar cualquier propuesta que pueda agradarte.

—¡Oh, dioses, no pueden hacer eso! Oh, César, ¿qué es lo que les pasa? Yo he incrementado los tributos de Roma que proceden de las provincias del Este. ¡He convertido dos en cuatro! ¡De ocho mil talentos al año a catorce mil! ¿Y sabes cuál es la parte del botín que se lleva el Tesoro? ¡Veinte mil talentos! ¡Mi desfile triunfal tardará dos días en pasar, ya que el botín que he traído es muy grande y son muchas las campañas que tengo para enseñar sobre espectaculares carrozas! ¡Con este triunfo de Asia habré celebrado triunfos en tres continentes enteros, y nadie ha hecho eso antes! Hay docenas de ciudades que llevan mi nombre o el de mis victorias… ¡ciudades que yo he fundado! ¡Tengo reyes entre mi clientela!

Con los ojos bañados de lágrimas, Pompeyo se inclinó hacia adelante en la silla hasta que las lágrimas le empezaron a caer, incapaz de creer que todo lo que había logrado no se le fuera a reconocer.

—¡No pido que me hagan rey de Roma! —dijo mientras se limpiaba las lágrimas con gesto impaciente—. ¡Lo que pido es una meada de perro en comparación con lo que doy!

—Sí, estoy de acuerdo —convino César—. El problema es que todos saben que ellos no podrían hacerlo, pero odian conceder méritos cuando realmente existen.

—Y además, soy picentino.

—Eso también.

—Entonces, ¿qué es lo que quieren?

—Como poco, Magnus, tus pelotas —dijo César con suavidad.

—Para ponerlas donde ellos no tienen las propias.

—Exactamente.

Aquel hombre no se parecía en nada a Cicerón, pensó César mientras observaba cómo la rubicunda cara de Pompeyo se endurecía y se ponía seria. Aquél era un hombre que podía aplastar a los
boni
hasta hacerlos papilla de un solo zarpazo. Pero no lo haría. Y no porque le faltaran cojones para hacerlo. Una y otra vez le había demostrado a Roma que él se atrevería… a casi todo. Pero en algún lugar secreto, en un rincón de su persona, acechaba cierta conciencia, no reconocida por él, de que no era del todo romano. Todas aquellas alianzas con parientes de Sila significaban mucho, como el patente placer con que él alardeaba de ello. No, no se parecía en nada a Cicerón. Pero sí que tenían cosas en común. Y yo, que soy Roma, ¿qué haría yo si los
boni
me empujasen con tanta fuerza como van a empujar a Pompeyo Magnus? ¿Sería yo Sila o sería Magnus? ¿Qué me detendría a mí? ¿Habría algo que pudiera detenerme?

En los idus de marzo, César por fin partió para Hispania Ulterior. Reducido a unas cuantas palabras y cifras en una sola hoja de papel, Lucio Pisón en persona le llevó su estipendio, y se quedó a continuación haciéndole una alegre visita a Pompeyo, a quien César le hizo comprender con mucho esmero que Lucio Pisón era una persona cuya amistad bien merecía la pena cultivar. El fiel Burgundo, canoso ya, le llevó a César las pocas pertenencias que necesitaba: una buena espada, una buena armadura, buenas botas, un buen equipo para el tiempo lluvioso, buen equipo para la nieve y buen equipo para cabalgar. Dos hijos de su viejo caballo de guerra Toes, cada uno de los cuales tenía dedos de los pies en lugar de cascos sin herradura. Afiladeras, navajas de afeitar, cuchillos, herramientas, un sombrero que le diera sombra como el de Sila, para el sol del Sur de Hispania. No, no mucho, en realidad. En tres cofres de tamaño mediano cabía todo. Habría lujos suficientes en las residencias del gobernador en Castulo y en Gades.

Así pues, con Burgundo, algunos valiosos criados y escribas, Fabio y otros once lictores ataviados con túnicas de color carmesí y portando las hachas en sus
fasces
, y además con el príncipe Masintha camuflado dentro de una litera, Cayo Julio César navegó desde Ostia en un buque alquilado lo bastante grande como para dar cabida al equipaje, las mulas y los caballos que su séquito necesitaba. Pero esta vez no tendría ningún encuentro con piratas. Pompeyo el Grande los había barrido de los mares.

Pompeyo el Grande… César se apoyó en la barandilla de popa, que quedaba entre los dos enormes remos de timón, y contempló la costa de Italia que se iba deslizando por el horizonte mientras el espíritu se le elevaba y la mente, poco a poco, iba a parar a su tierra y a su gente. Pompeyo el Grande. El tiempo que había pasado con él había resultado útil y fructífero; su simpatía hacia aquel hombre crecía con los años, de eso no cabía la menor duda. ¿O era Pompeyo el que había crecido?

—No, César, no seas poco generoso. El no se merece que le escatimen nada. No importa cuán mortificante pueda resultar ver a un Pompeyo conquistar a lo ancho y a lo largo, el hecho es que Pompeyo ha conquistado a lo ancho y a lo largo. Dale al hombre lo que se le debe, admite que quizás seas tú quien ha crecido. Pero el problema de crecer es que uno deja atrás lo demás, exactamente igual que la costa de Italia. Por eso pocas personas crecen. Sus raíces topan con lechos de piedra y se quedan como están, satisfechos. Pero debajo de mí no hay nada que yo no pueda apartar a un lado, y por encima de mi se encuentra el infinito. La larga espera ha terminado. Por fin voy a Hispania a mandar legalmente un ejército; pondré mis manos sobre una maquina viviente que, en las manos adecuadas —mis manos—, no puede ser detenida, ni deformada, ni descoyuntada ni desgastada. He anhelado un supremo mando militar desde que me sentaba, de niño, en las rodillas del viejo Cayo Mario y escuchaba hechizado las historias que me contaba un maestro del arte de la guerra. Pero hasta este momento no he comprendido con qué pasión, con qué fiereza he deseado ese mando militar. Pondré mis manos sobre un ejército romano y conquistaré el mundo, porque yo creo en Roma, creo en nuestros dioses. Y creo en mí mismo. Yo soy el alma de un ejército romano. No se me puede detener, ni alabear, ni descoyuntar, ni desgastar.

Sexta parte

DESDE MAYO DEL 60 A. J.C.

HASTA MARZO DEL 58 A. J.C.

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