Las mujeres de César (38 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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—¿Qué es lo que estás planeando, César? —le exigió Catulo ante toda la Cámara, llena a rebosar—. Siempre he sabido que intentas socavar la República, pero… ¿utilizar mil parejas de gladiadores cuando no hay legiones que defiendan nuestra amada ciudad? ¡Esto no es abrir un túnel en secreto para minar los cimientos de Roma, esto es usar un ariete!

—Bueno —dijo César con voz lenta mientras se ponía en pie en su estrado curul—, es cierto que poseo un poderoso ariete, y también es cierto que he excavado numerosos túneles en secreto, pero siempre lo uno con lo otro. —Se separó la túnica del pecho, tiró del escote y metió por allí la cabeza para hablar por el hueco así producido; luego gritó—: ¿No es cierto eso, oh, ariete? —Dejó caer la mano, la túnica volvió a quedar plana y César levantó la vista con la más dulce de las sonrisas—. Dice que es verdad.

Craso emitió un sonido intermedio entre un maullido y un aullido, pero antes de que su risa pudiera cobrar fuerza el bramido de regocijo de Cicerón se le adelantó; la Cámara se disolvió en medio de una galerna de carcajadas que dejó a Catulo sin habla y con el rostro de color púrpura.

Después de lo cual César procedió a exhibir el número que siempre había tenido intención de exhibir, trescientas veinte parejas de gladiadores con hermosos atuendos plateados.

Pero antes de que los juegos funerarios propiamente dichos estuvieran en marcha, otra sensación ultrajó a Catulo y a sus colegas… Cuando amaneció, y visto desde las casas situadas al borde del Germalo, el Foro parecía el mar de color vino tinto suavemente ondulado de Homero; aquellos que llegaron los primeros para conseguir los mejores sitios descubrieron que al Foro Romano se le había añadido algo más que una carpa. Durante la noche César había devuelto a sus pedestales o a sus plintos todas las estatuas de Cayo Mario, y había puesto los trofeos de guerra de Cayo Mario otra vez dentro del templo al Honor y la Virtud que él había construido en el Capitolio. Pero, ¿qué podían hacer al respecto los archiconservadores senadores? La respuesta era simple: nada. Roma nunca había olvidado —ni había aprendido a dejar de amar— al magnífico Cayo Mario. De todo lo que César hizo durante el memorable año en que fue edil curul, la restauración de Cayo Maño se consideró el acto más importante.

Naturalmente César no desaprovechó aquella oportunidad para recordar a todos los electores quién y qué era él; en todas las pequeñas pistas de arena donde alguno de los trescientos veinte pares de gladiadores se enfrentaban —al fondo del Foso de los Comicios, en el espacio que quedaba entre los tribunales, cerca del templo de Vesta, delante del pórtico Margaritaria, en la Velia—, hizo que se proclamase el linaje de su padre, recorriendo todo el árbol genealógico hasta llegar a Venus y a Rómulo.

Dos días después de eso, César —y Bíbulo— pusieron en escena los
ludi
romani
, que en esta ocasión duraban doce días. El desfile desde el Capitolio, atravesando el Foro Romano hasta el Circo Máximo, duró tres horas. Los principales magistrados del Senado lo encabezaban, con bandas de jóvenes sobre hermosas monturas detrás de ellos; luego seguían todos los carros qué habían de tomar parte en las carreras y los atletas que iban a competir; varios cientos de bailarines, mácaras y músicos; enanos disfrazados de sátiros y faunos; todas las prostitutas de Roma ataviadas con sus togas color fuego; esclavos que portaban cientos de espléndidas urnas o jarrones de plata u oro; grupos de falsos guerreros que vestían túnicas de color escarlata con cinturones de bronce llevaban en la cabeza cascos con penachos y blandían espadas y lanzas; animales para los sacrificios; y luego, en el último y más honroso lugar, los doce dioses mayores junto con muchos otros dioses y héroes montados en literas abiertas pintadas de oro y púrpura, con dibujos muy realistas, y aviados todos ellos con exquisitas ropas.

César había decorado por completo el Circo Máximo y lo había hecho mejor todavía que en cualquiera del resto de los espectáculos utilizando millones de flores frescas. Como los romanos adoraban las flores, el numerosísimo público quedó embelesado casi hasta el punto de llegar al desvanecimiento, ahogados por el perfume de las rosas, las violetas, las cepas, los alhelíes. Sirvió refrigerios gratis y pensó en toda clase de novedades, desde funámbulos hasta personas que vomitaban fuego, pasando por contorsionistas, unas mujeres ligeras de ropa que parecían capaces casi de volverse del revés.

Cada día se veía en los juegos algo nuevo y diferente, y las carreras de carros eran soberbias.

Le decía Bíbulo a todo aquel que se acordaba de él lo suficiente como para comentar las cosas:

«Me dijo que yo sería Pólux y él Cástor. ¡Y hay que ver cuánta razón tenía! Bien hubiera podido ahorrarme mis preciosos trescientos talentos; sólo han servido para verter comida y vino en doscientas mil gargantas ávidas, mientras él es quien se ha llevado el mérito de todo lo demás.»

Le dijo Cicerón a César:

«En general me desagradan los juegos, pero tengo que confesar que los tuyos han sido realmente espléndidos. Celebrar los juegos más lujosos de la historia es bastante loable en un aspecto, pero lo que a mí de verdad me ha gustado de tus juegos es que no han sido nada vulgares.»

Dijo Tito Pomponio Ático, caballero plutócrata, a Marco Licinio Craso, senador plutócrata:

«Ha sido brillante. Le ha proporcionado beneficios a todo el mundo. ¡Vaya año para los floricultores y para los mayoristas! Votarán a César durante el resto de su carrera política. Por no hablar de los panaderos, de los molineros… ¡oh, realmente muy, muy, inteligente!»

Y el joven Cepión Bruto le dijo a Julia:

«El tío Catón está realmente disgustado. Desde luego, es un gran amigo de Bíbulo. Pero, ¿por qué tiene siempre tu padre que causar tanta sensación?»

Catón aborrecía a César.

Cuando por fin había regresado a Roma, en la época en que César asumió el cargo de edil curul, ejecutó el testamento de su hermano Cepión. Aquello requirió que fuera a ver a Servilia y a Bruto, que con casi dieciocho años de edad estaba ya muy encauzado en su carrera en el Foro, aunque aún no se había ocupado de ningún caso ante los tribunales.

—Me desagrada el hecho de que ahora seas patricio, Quinto Servilio —dijo Catón, muy puntilloso en lo referente a utilizar el nombre correcto—, pero como yo no estaba dispuesto a ser otro que un Porcio Catón, supongo que debo dar mi aprobación. —Se inclinó hacia adelante bruscamente—. ¿Qué haces en el Foro? Deberías estar en el campo de batalla formando parte del ejército de alguien, como de tu amigo Cayo Casio.

—Bruto ha recibido una exención —dijo Servilia con altivez, poniendo énfasis en el nombre.

—Nadie debería estar exento a menos que sea un lisiado.

—Tiene el pecho débil —dijo Servilia.

—El pecho le mejoraría en seguida si saliera a cumplir con su deber legal, que es servir en las legiones. Y también le mejoraría la piel.

—Bruto irá cuando yo considere que se encuentra lo suficientemente bien de salud.

—¿Es que él no tiene lengua? —preguntó Catón en tono exigente; no de un modo tan fiero como el que habría empleado antes de partir para el Este, aunque aún seguía siendo agresivo—. ¿No puede hablar por sí mismo? Estás haciendo una persona débil de este muchacho, Servilia, y eso no es romano.

Todo lo cual escuchaba Bruto punto en boca, y sometido a un grave dilema. Por una parte estaba deseando ver cómo su madre perdía aquella —o cualquier otra— batalla, pero por otra parte le horrorizaba el servicio militar. Casio se había ido muy contento mientras Bruto desarrollaba una tos que iba empeorando cada vez más. Le dolía verse disminuido a los ojos de su tío Catón, pero éste no toleraba la debilidad o la fragilidad de ningún tipo; además el tío Catón, ganador de muchas condecoraciones al valor en el campo de batalla, nunca comprendería a la gente que no se emocionase cuando levantaba una espada. Así que ahora empezó a toser con un sonido espeso y seco que le empezaba en la base del pecho y reverberaba durante todo el camino hasta la garganta. Eso, naturalmente, le produjo una copiosa flema, lo cual le permitió mirar enloquecido primero a su madre y luego a su tío, murmurar una excusa y marcharse.

—¿Ves lo que has hecho? —le recriminó Servilia a Catón enseñando los dientes.

—Le hace falta ejercicio y un poco de vida al aire libre. También sospecho que eres tú quien le estás haciendo de curandera para el problema que tiene en la piel. Presenta un aspecto espantoso.

—¡Bruto no es responsabilidad tuya! —Según las condiciones del testamento de Cepión, puedes tener la absoluta certeza de que sí lo es.

—El tío Mamerco ya lo ha hablado todo con él, no te necesita para nada. En realidad, Catón, nadie te necesita. ¿Por qué no vas y te tiras al Tíber?

—Todos me necesitan, eso está claro. Cuando me marché al Este tu chico estaba empezando a ir al Campo de Marte, y durante una temporada dio la impresión de que, en efecto, quizás pudiera aprender a ser un hombre. Y ahora me encuentro con que es un perrito faldero de mamá! Y además, ¿cómo has podido prometerlo en matrimonio con una muchacha sin dote digna de mención, con otra malvada patricia? ¿Qué clase de hijos esmirriádos van a tener?

—Lo que espero es que tengan hijos como el padre de Julia e hijas como yo —le dijo Servilia con un tono de voz helado—. Di lo que quieras de los patricios y de —la vieja aristocracia, Catón, pero en el padre de Julia puedes ver todo lo que debería ser un romano, desde soldado a orador pasando por político. Bruto quiso ese emparejamiento; en realidad no fue idea mía, pero ojalá se me hubiera ocurrido a mí. ¡La sangre de Julia es tan buena como la de él… y eso es mucho más importante que la dote! Sin embargo te diré, para tu información, que su padre me ha garantizado una dote de cien talentos. Y Bruto no necesita una chica con una gran dote, ahora que es el heredero de Cepión.

—Si está dispuesto a esperar varios años por una esposa, bien podía haber aguardado unos años más y casarse con mi Porcia —dijo Catón—. Yo habría aplaudido esa alianza de todo corazón! El dinero de mi querido Cepión habría ido a parar a los hijos de ambas partes de la familia.

—¡Oh, ya comprendo! —dijo Servilia con desdén—. La verdad se acaba descubriendo, ¿eh, Catón? No cambiarías tu nombre para conseguir el dinero de Cepión, pero… ¡qué plan tan brillante conseguirlo a través de la parte femenina! ¿Casarse mi hijo con la descendiente de un esclavo? ¡Por encima de mi cadáver!

—Todavía podría ocurrir —le sugirió Catón en un tono complaciente.

—¡Si eso ocurriera, le daría a la chica brasas candentes para cenar! —Servilia se puso tensa, pues comprendía que ya no manejaba tan bien a Catón como tntes; éste éstaba más frío, más despegado, y resultaba más difícil de enredar. Sacó su aguijón más desagradable—. Dejando aparte el hecho de que tú, el descendiente de un esclavo, eres el padre de Porcia, también hay que pensar en su madre. Y puedo asegurarte que yo nunca permitiría que mi hijo se casase con la hija de una mujer que no puede esperar a que su marido regrese a casa!

En los viejos tiempos él la habría atacado violentamente de palabra, habría gritado y la habría acosado. Aquel día se puso rígido y no dijo nada durante un rato.

—Creo que una afirmación como ésa necesita una aclaración —dijo Catón al fin.

—Me alegraré de complacerte. Atilia se ha comportado como una niña muy traviesa.

—¡Oh, Servilia, tú eres uno de los mejores ejemplos por los que Roma necesita unas cuantas leyes en los libros que obliguen a las personas a sujetar la lengua!

Servilia sonrió dulcemente.

—Pregunta a cualquiera de tus amigos si dudas de mí. Pregúntale a Bíbulo, a Favonio o a Ahenobarbo, ellos han estado aquí para presenciar esos amores ilícitos. No es ningún secreto.

Catón hizo un gesto hacia adentro con la boca, hasta hacer desaparecer los labios.

—¿Quién ha sido? —preguntó.

—Pues quién va a ser! ¡Ese romano entre los romanos, naturalmente! César. Y no me preguntes a qué César me refiero… ya sabes qué César es el que tiene esa reputación. El futuro suegro de mi querido Bruto.

Catón se puso en pie sin pronunciar una palabra.

Se dirigió inmediatamente a su modesta casa, que se encontraba en una calleja situada en un lugar sin vistas del centro del Palatino, en la cual había instalado a su amigo filósofo, Atenodoro Cordilión, antes incluso de acordarse de saludar a su esposa y a sus hijos en la única habitación para invitados.

La reflexión confirmó la malicia de Servilia. Atilia estaba diferente. Por una parte, de vez en cuando sonreía y se tomaba la libertad de hablar antes de que le hablasen; por otra parte, los pechos se le habían llenado, y de un modo peculiar que a él le revolvía. Aunque habían transcurrido tres días desde que Catón llegara a Roma, éste no había ido al dormitorio de Atilia —él prefería ocupar solo el cubículo de dormir principal— para calmar lo que incluso su venerado bisabuelo Catón el Censor había considerado una necesidad natural, no sólo permisible entre marido y mujer —o esclava y amo—, sino en realidad una necesidad digna de admiración.

Oh, ¿qué querido dios bueno y benevolente se lo había impedido? Mira que si se hubiera introducido en lo que legalmente era propiedad suya sin saber que se había convertido en la propiedad ilegal de otro… Catón se estremeció, tuvo que esforzarse por aplacar el creciente asco que sentía. César. Cayo Julio César, el peor de toda aquella pandilla de podridos y degenerados. ¿Qué demonios habría visto en Atilia, a quien Catón había escogido precisamente porque era el polo absolutamente opuesto a la redonda, morena y adorable Emilia Lépida? Catón reconocía que era un poco lento intelectualmente pues desde la infancia le habían inculcado esa idea a fuerza de repetirle que lo era, pero no tuvo que ir muy lejos a buscar el motivo que había movido a César. Incluso a pesar de ser patricio, aquel hombre iba a ser demagogo, otro Cayo Mario. ¿A cuántas esposas de los tradicionalistas incondicionales habría seducido? Los rumores eran abundantes. Y allí estaba él, Marco Porcio Catón, todavía sin edad suficiente para formar parte del Senado, pero obviamente ya considerado por César como un notable enemigo. ¡Eso era bueno! Pues ello decía que él, Marco Porcio Catón, tenía la energía y la voluntad necesarias para ser una gran fuerza en el Foro y en el Senado. ¡César le había puesto los cuernos a él! Ni por un momento se le ocurrió que Servilia fuera la causa, porque no tenía ni idea de que ella y César mantuvieran una relación íntima.

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