Las mujeres de César (36 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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El otro plan de Craso tampoco cayó en gracia.

Quería anexionar Egipto, aunque ello supusiera ir a la guerra… con él en persona a la cabeza del ejército, naturalmente. En el tema de Egipto, Craso se había convertido en una autoridad tal que resultaba enciclopédico. Y cada uno de los hechos que aprendía sólo servía para confirmar lo que siempre había sospechado: que Egipto era la nación más rica del mundo.

—¡lmagínatelo! —le dijo a César, con el rostro, por una vez, exento de aquel aspecto bovino e impasible—. ¡El faraón lo posee todo! No existe el feudo franco en Egipto: todo se le arrienda al faraón, que cobra las rentas. ¡Todos los productos de Egipto le pertenecen por entero, desde el grano hasta el oro, pasando por las joyas, las especias y el marfil! Sólo el lino está excluido. Este pertenece a los sacerdotes nativos egipcios, pero aun así el faraón se lleva un tercio. Sus ingresos privados son por lo menos de seis mil talentos al año, y los ingresos procedentes del país otros seis mil talentos. Más los extras procedentes de Chipre.

—He oído decir que los Ptolomeos se han comportado de un modo tan inepto que se han gastado hasta el último dracma que poseía Egipto —apuntó César, sin ningún otro motivo más que acosar al toro Craso.

Y el toro Craso, desde luego, resopló, pero con desprecio más que con enojo.

—¡Tonterías! ¡Eso sólo son tonterías! Ni el más inepto de los Ptolomeos podría gastarse ni una décima parte de lo que recauda. Los ingresos que reciben procedentes del país sirven para mantener el país; pagan al ejército de burócratas, a los soldados, a los marineros, a la policía, a los sacerdotes, incluso pagan los palacios. No han estado en guerra durante años excepto entre ellos, y en esos casos el dinero siempre es para el vencedor, no sale de Egipto. Los ingresos privados los guarda, y ni siquiera se molesta en convertir los tesoros —el oro, la plata, los rubíes, el marfil, los zafiros, las turquesas y el lapislázuli— en dinero en metálico, se los guarda todos también. Excepto lo que les da a los artesanos y a los artífices para que lo conviertan en muebles o en joyas.

—¿Y qué me dices del robo del sarcófago dorado de Alejandro el Grande? —preguntó César con provocación—. El primer Ptolomeo, llamado Alejandro, se había arruinado hasta tal punto que lo cogió, lo fundió, lo convirtió en monedas de oro y lo sustituyó por el actual sarcófago de cristal de roca.

—jQue te crees tú eso! —dijo Craso con desprecio—. ¡Hay que ver, vaya cuentos! Ptolomeo estuvo en Alejandría unos cinco días en total antes de huir. ¿Y quieres decir que en el espacio de cinco días se llevó un objeto de oro macizo que pesaba por lo menos cuatro mil talentos, lo cortó en pedazos lo suficientemente pequeños para que cupieran en el horno de un orfebre, derritió todos esos pedacitos en tantos hornos como hicieran falta y luego acuñó aquello en lo que habría ascendido a muchos millones de monedas? ¡No hubiera podido hacerlo ni en un año! Y no sólo eso. Pero, ¿dónde está tu sentido común, César? Un sarcófago de cristal de roca del tamaño suficiente para contener un cuerpo humano (¡Sí, sí, soy consciente de que Alejandro el Grande era un tipo muy pequeño!) costaría doce veces lo que costaría un sarcófago de oro macizo. Y llevaría años darle forma una vez que se hubiera encontrado un pedazo de cristal lo suficientemente grande. La lógica dice que alguien encontró ese pedazo lo bastante grande, y por pura coincidencia la sustitución se llevó a cabo mientras Ptolomeo Alejandro se encontraba allí. Los sacerdotes del Sema querían que la gente viera realmente a Alejandro el Grande.

—¡Bueno! —dijo César.

—No, no, lo conservaron perfectamente. Creo que en la actualidad está tan hermoso como lo fue en vida —dijo Craso completamente arrebatado.

—Dejando a un lado el discutible tema de hasta qué punto está bien conservado Alejandro el Grande, Marco, cuando el río suena agua lleva. Uno está oyendo continuamente cuentos a lo largo de los siglos sobre un Ptolomeo u otro que tiene que salir huyendo sin camisa, sin un par de sestercios que llevarse en el bolsillo. No puede haber en modo alguno tanto dinero y tantos tesoros como tú dices que hay.

—Ajá! —dijo triunfalmente Craso—. Los cuentos se basan en una premisa falsa, César. Lo que la gente no alcanza a comprender es que los tesoros ptolomeicos y la riqueza del país no se guardan en Alejandría. Alejandría es un injerto artificial en el auténtico árbol egipcio. Los sacerdotes de Menfis son los guardianes del tesoro egipcio, que está localizado allí. Y cuando un Ptolomeo —o una Cleopatra— necesita salir huyendo, no se dirigen delta abajo hacia Menfis, se hacen a la mar en el puerto Ciboto de Alejandría y se dirigen a Chipre, a Siria o a Cos. Por eso no pueden poner la mano encima más que a los fondos que haya en Alejandría.

César adoptó una expresión tremendamente solemne, suspiró, se recostó en la silla y puso las manos detrás de la cabeza.

—Mi querido Craso, me has convencido —dijo.

Sólo entonces Craso se calmó lo suficiente para captar el brillo irónico que había en los ojos de César y prorrumpió en carcajadas.

—¡Malvado! ¡Me has estado tomando el pelo!

—Estoy de acuerdo contigo en lo que se refiere a Egipto en todos los aspectos —dijo César—. El único problema es que tú nunca lograrás convencer a Catulo para que se embarque en esa aventura. Y él tampoco convenció a Catulo, mientras que Catulo sí que convenció al Senado de lo contrario. El resultado fue que al cabo de tres meses en el cargo y mucho antes de que pudieran revisar la lista de la
ordo equester
, y no digamos ya hacer un censo de la población, el consulado de Catulo y Craso llegó a su fin. Craso dimitió públicamente, y tenía muchas cosas que decir de Catulo, ninguna de ellas halagadora. En realidad, aquél había sido un plazo tan breve que el Senado decidió hacer que se eligieran nuevos censores el año siguiente.

César se portó como debía portarse un buen amigo y habló en la Cámara en favor de las dos propuestas de Craso: la concesión del derecho al voto a los galos del otro lado del Po y la anexión de Egipto. Pero su principal interés aquel año estaba en otra parte: había sido elegido como uno de los dos ediles curules, lo cual significaba que ahora le estaba permitido sentarse en la silla curul de marfil, y andaba por todas partes precedido de dos lictores que portaban las
fasces
. Ello había ocurrido «en su año», señal de que estaba tan arriba en el
cursus honorum
de las magistraturas públicas como le correspondía estar. Desgraciadamente su colega —que obtuvo muchos menos votos— era Marco Calpurnio Bíbulo.

Tenían ideas muy diferentes sobre en qué consistía el cargo de edil curul, y eso en todos los aspectos del trabajo. Junto con los dos ediles plebeyos, eran los responsables del mantenimiento general de la ciudad de Roma: el cuidado de las calles, plazas, jardines, mercados y tráfico, de los edificios públicos, de la ley y el orden, del abastecimiento de agua, incluidas las fuentes y los estanques, de los registros públicos de terrenos, de las ordenanzas de los edificios, del alcantarillado y las cloacas, de las estatuas que se hallaban en lugares públicos, y de los templos. Las obligaciones se llevaban a la práctica por los cuatro juntos, o bien se asignaban amigablemente a uno o a más de ellos.

Los pesos y médidas cayeron en el lote de los ediles curules, que tenían su sede en el templo de Cástor y Pólux, de localización muy céntrica en la franja vestal del Foro inferior; el juego de pesos y medidas estándar se guardaba bajo el podio de dicho templo, al que todos se referían siempre como «el de Cástor», y a Pólux se le dejaba completamente de lado. Los ediles plebeyos tenían su sede mucho más lejos, en el bello templo de Ceres, al pie del monte Aventino, y quizás debido a eso parecían prestar menos atención a los deberes referentes al cuidado del centro público y político de Roma.

Un deber que compartían los cuatro era el más oneroso de todos: el abastecimiento de grano en todos sus aspectos, desde el momento en que se descargaba de las barcazas hasta que desaparecía en el saco de un ciudadano autorizado para llevárselo a su casa. También eran responsables de la compra del grano, de pagarlo, de llevar la cuenta a su llegada y de recaudar el dinero necesario para ello. Llevaban el control de los ciudadanos autorizados a comprar el grano estatal a bajo precio, lo cual significaba que tenían una copia del censo de ciudadanos romanos. Emitían los vales desde su puesto en el pórtico de Metelo, en el Campo de Marte, pero el grano de por sí se almacenaba en enormes silos alineados en los precipicios del Aventino, a lo largo del Vicus de la puerta Trigémina del puerto de Roma.

Los dos ediles plebeyos de aquel año no suponían competencia alguna para los ediles curules, y de los dos, era el hermano más joven de Cicerón, Quinto, el edil
senior
.

—Lo cual significa que no hay que esperar de ellos juegos distinguidos —le dijo César a Bíbulo dejando escapar un suspiro—. Parece que tampoco van a hacer mucho por la ciudad.

Bíbulo miró a su colega con agrio desagrado.

—Tú puedes desengañarte a ti mismo también sobre las grandes pretensiones de los ediles curules, César. Estoy dispuesto a contribuir para que se celebren juegos buenos, pero no grandes juegos. No pienso gastarme más en eso de lo que te gastes tú. Y tampoco tengo intención de emprender ningún estudio de las cloacas, ni de hacer que se inspeccionen los conductos en todas las ramificaciones del abastecimiento de agua, ni pienso darle una nueva capa de pintura al templo de Cástor, ni pasarme la vida recorriendo a toda prisa los mercados para comprobar cada balanza.

—Entonces, ¿qué piensas hacer? —le preguntó César levantando el labio superior.

—Pienso hacer lo que sea necesario, y nada más.

—¿Y no crees que comprobar las balanzas sea necesario?

—No.

—Bien —dijo César al tiempo que esbozaba una desagradable sonrisa—, a mí me parece muy apropiado que estemos situados en el templo de Cástor. Si tú quieres ser Pólux, adelante. Pero no te olvides del destino que tuvo él: no se le ha recordado y nunca se ha hablado de él.

Aquello no fue un buen comienzo. Sin embargo, César, siempre demasiado ocupado y demasiado bien organizado para molestarse en preocuparse por aquellos que afirmaban no estar dispuestos a cooperar, comenzó a ocuparse de sus deberes como si fuera el único edil de Roma. Tenía la ventaja de poseer una excelente red de gente que le informaba de las transgresiones, porque reclutó como informadores a Lucio Decumio y a sus hermanos del colegio de encrucijada, y cargó contra los mercaderes que engañaban en el peso o se quedaban cortos al medir, contra los constructores que infringían las lindes o empleaban materiales de mala calidad, contra los caseros que habían estafado a las compañías de agua al insertar tuberías de conducción de calibre mayor al que la ley permitía desde los conductos principales hasta sus propiedades. Multaba sin piedad, y lo hacía sustanciosamente. Nadie escapó de él, ni siquiera su amigo Marco Craso.

—Estás empezando a fastidiarme —le dijo Craso de mal humor a principios de febrero—. ¡Hasta ahora me has costado una fortuna! ¡Demasiado poco cemento en la mezcla de algunos edificios… y eso no invade terreno público, digas tú lo que digas! ¿Cincuenta mil sestercios de multa sólo porque instalé desagües hasta las alcantarillas y puse letrinas privadas en mis pisos nuevos de las Carinae? ¡Eso son dos talentos, César!

—Tú viola la ley y yo te cogeré por ello —le contestó César sin la más mínima contrición—. Necesito hasta el último sestercio que pueda meter en el cofre de las multas, y no pienso hacer excepciones con mis amigos.

—Si continúas así, no te quedarán amigos.

—Con eso me estás diciendo, Marco, que sólo eres amigo para lo bueno —dijo César de forma un poco injusta.

—¡No, no es así! ¡Pero si lo que pretendes es conseguir dinero para financiar unos juegos espectaculares, pídelo prestado, no esperes que todos los negociantes de Roma paguen la factura de tus excentricidades públicas! —le gritó Craso irritado—. Yo te prestaré el dinero y no te cobraré intereses.

—Gracias, pero no —repuso César con firmeza—. Si hiciera eso, sería yo el que se convertiría en un amigo sólo para lo bueno. Si tengo que pedir dinero prestado, actuaré como es debido: acudiré a un prestamista y se lo pediré.

—No puedes, formas parte del Senado.

—Puedo hacerlo, forme o no parte del Senado. Si me expulsan del Senado por pedir dinero prestado a usureros, Craso, de la noche a lamañana les sucederá otro tanto a cincuenta de sus miembros —dijo César. Los ojos le brillaban—. Pero hay algo que puedes hacer por mí.

—¿Qué?

—Ponme en contacto con algún mercader de perlas discreto que esté dispuesto a conseguir las perlas más hermosas que haya visto nunca por mucho menos de lo que sacará vendiéndolas.

—¡0h, oh! ¡No recuerdo que declarases ninguna perla cuando contabilizaste el botín de los piratas!

—No lo hice, y tampoco declaré los quinientos talentos que me quedé. Lo que quiere decir que pongo mi destino en tus manos, Marco. Lo único que tienes que hacer es llevar mi nombre a los tribunales y estoy acabado.

—Yo nunca haré eso, César… si dejas de ponerme multas —dijo hábilmente Craso.

—Entonces será mejor que vayas al
praetor urbanus
en este mismo momento y le des mi nombre —dijo César riéndose—. ¡Porque de ese modo no vas a comprarme!

—Sólo eso te quedaste, quinientos talentos y unas perlas?

—Eso es todo.

—¡No te comprendo!

—Eso es cierto, nadie me comprende —dijo César mientras se disponía a marcharse—. Pero tú búscame a ese mercader de perlas, sé un buen muchacho. Lo haría yo mismo… si supiera por dónde empezar. Puedes quedarte con una perla, como comisión.

—¡Oh, guárdate tus perlas! —le indicó Craso en un tono de disgusto.

César sí se guardó una perla, una que tenía la forma de una enorme fresa y el mismo color de las fresas, aunque por qué lo hizo no lo sabía bien, pues lo más probable habría sido que por ella hubiera obtenido el doble de los quinientos talentos que le dieron por todas las demás. Sólo lo hizo por instinto, y decidió quedársela cuando el ávido comprador ya la había visto.

—Podría conseguir por ella al menos seis o siete millones de sestercios —le dijo el hombre con tristeza.

—No —dijo César mientras tiraba la perla arriba y abajo con la mano—, creo que me la voy a quedar. La fortuna me dice que me conviene.

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