Read Las mujeres de César Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (55 page)

BOOK: Las mujeres de César
13.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

A Cicerón le costó un enorme esfuerzo no reaccionar ante aquellos insultos, pero consiguió mantener la calma. De no haberlo hecho, habría perdido la confrontación. Pero se dio cuenta, a partir de aquel momento, de que Fulvia Nobilioris y Terencia estaban en lo cierto. Podía reírse, podía negarlo, pero era seguro que Lucio Sergio Catilina estaba tramando una revolución. Un abogado que había intimidado con la mirada —y también había actuado a favor— a muchos villanos no podía equivocarse en cuanto a la expresión y al lenguaje corporal de un hombre que se defendía con argumentos descarados, adoptando como la mejor defensa posible la agresión, la ironía y el honor herido. Catilina era culpable, Cicerón estaba seguro de ello.

Pero, ¿lo estaba también el resto de la Cámara?

—¿Puedo oír algunos comentarios, padres conscriptos?

—¡No, no puedes! —gritó Catilina al tiempo que saltaba del lugar que ocupaba para tomar posición en medio del suelo blanco y negro, donde se plantó y comenzó a agitar el puño ante Cicerón. Luego avanzó con paso majestuoso hacia las grandes puertas de la Cámara, y una vez alli se dio la vuelta y se enfrenté a las filas de senadores embelesados.

—¡Lucio Sergio Catilina, estás violando el reglamento de este cuerpo! —le gritó Cicerón, que de repente se dio cuenta de que estaba a punto de perder el control de la reunión—. ¡Vuelve a tu asiento inmediatamente!

—¡No lo haré! ¡Y tampoco permaneceré aquí ni un instante más para escuchar cómo esta insolente seta sin antepasados me acusa de lo que yo interpreto como traición! ¡Y, padres conscriptos, comunico a esta Cámara que mañana al amanecer estaré en los
saepta
para competir en las elecciones curules a cónsul! ¡Sinceramente, espero que vosotros utilicéis el sentido común y convenzáis a la imbécil cabeza de este Estado para que cumpla con el deber que la suerte le deparó y celebre las elecciones! Porque, os lo advierto, si mañana por la mañana los
saepta
están vacíos, será mejor que vayas allí con tus lictores, Marco Tulio Cicerón, me detengas y me acuses de
perduellio
. ¡La
maiestas
no servirá para uno cuyos ancestros pertenecieron a los cien hombres que aconsejaban al rey Tulo Hostilio!

Catilina se dio la vuelta hacia las puertas, las abrió con violencia y desapareció.

—Bien, Marco Tulio Cicerón, ¿qué piensas hacer ahora? —le preguntó César recostándose al tiempo que bostezaba—. Catilina tiene razón, ya lo sabes. Lo has acusado, con un pretexto no demasiado consistente.

Con la visión borrosa, Cicerón buscó un rostro que indicara que el propietario estaba de su parte, un rostro que pusiera en evidencia que lo creía a él. ¿Catulo? No. ¿Flortensio? No. ¿Catón? No. ¿Craso? No. ¿Lúculo? No. ¿Publícola? No.

Levantó los hombros y se mantuvo erguido.

—Quiero ver una división en esta cámara —dijo con voz dura—. Todos aquellos que crean que las elecciones curules deben celebrarse mañana y que Lucio Sergio Catilina debe ser admitido como candidato al cargo de cónsul que se pongan a mi izquierda. Todos aquellos que crean que han de retrasarse las elecciones curules hasta que se investigue la candidatura de Lucio Sergio Catilina que pasen a mi derecha.

Fue una esperanza vana, con pocas probabilidades de verse realizada a pesar de la astucia de Cicerón de situar a su derecha la moción para obtener el resultado que deseaba; ningún senador se sentía contento de colocarse a la izquierda, cosa que se consideraba poco propicia. Pero por una vez la prudencia pudo más que la superstición. La Cámara entera pasó a la izquierda sin una sola excepción, permitiendo así que las elecciones se celebrasen a la mañana siguiente, y que Lucio Sergio Catilina se presentase para el cargo de cónsul.

Cicerón levantó la sesión con el único deseo de volver a su casa antes de desmoronarse y echarse a llorar.

El orgullo dictaba que Cicerón no debía volverse atrás, así que presidió las elecciones curules con una coraza debajo de la toga después de situar ostensiblemente a varios cientos de hombres jóvenes alrededor de los
saepta
para impedir que brotase la discordia. Entre éstos se encontraba Publio Clodio, cuyo odio hacia Catilina era mucho más fuerte que la suave irritación que Cicerón provocaba en él. Y donde estaba Clodio, naturalmente, también estaban el joven Publícola, el joven Curión, Décimo Bruto y Marco Antonio, todos ellos miembros del ahora floreciente club de Clodio.

Y, según comprobó Cicerón con enorme alivio, lo que los senadores habían preferido no creer, la
ordo equester
al completo sí lo creía. Nada podía ser más espantoso para un caballero dedicado a los negocios que el espectro de una cancelación general de deudas, aunque el mismo caballero estuviera endeudado. Una por una las Centurias votaron masivamente por Décimo Junio Silano y Lucio Licinio Murena como cónsules para el próximo año. Catilina quedó muy por detrás de Servio Sulpicio, aunque obtuvo más votos que Lucio Casio.

—¡Eres un calumniador malicioso! —le indicó con un gruñido uno de los pretores del año en curso, el patricio Léntulo Sura, cuando las Centurias se disolvieron después de un largo día ocupado en elegir a dos cónsules y ocho pretores.

—¿Qué? —le preguntó Cicerón sin comprender, oprimido por el peso de aquella desgraciada coraza que había decidido llevar puesta y muerto de ganas de liberarse de una vez la cintura, que le había engordado demasiado como para sentirse cómodo metida dentro de aquella armadura. —¡Ya me has oído! ¡Es culpa tuya que no hayan ganado Catilina y Casio, malicioso calumniador! ¡Asustaste deliberadamente a los votantes con esos alocados rumores acerca de las deudas para que no los votasen! ¡Oh, muy inteligente por tu parte! ¿Para qué procesarlos y darles así la oportunidad de defenderse? Encontraste el arma perfecta en el arsenal político, ¿no es así? ¡La acusación irrefutable! ¡Calumnia, difamación, ensuciar en el lodo! Catilina tenía razón acerca de ti. ¡Eres una seta descarada sin antepasados! ¡Y ya va siendo hora de que a los campesinos como tú los pongan en su lugar!

Mientras Léntulo Sura se marchaba a grandes zancadas, Cicerón se quedó con la boca abierta; notaba que las lágrimas comenzaban a agolpársele. ¡Tenía razón acerca de Catilina, él tenía razón! Catilina acabaría por destruir a Roma y a la República.

—Si te sirve de consuelo, Cicerón —dijo una plácida voz a su lado—, yo mantendré los ojos abiertos y la nariz bien aguzada durante los próximos meses. Pensándolo bien, creo que, en efecto, podría ser que estuvieras en lo cierto respecto a Catilina y Casio. ¡Hoy no se sienten muy complacidos!

Cicerón se dio la vuelta y se encontró con que Craso estaba allí de pie; acabó por sacar el genio.

—¡Tú! —le gritó con una voz llena de odio—. ¡Tú tienes la culpa! ¡Tú eres responsable de que Catilina saliera libre en el último juicio! ¡Compraste al jurado y le diste a entender a él que hay hombres en Roma a quienes les gustaría ver cómo él mismo se concede el título de dictador!

—Yo no compré al jurado —le respondió Craso, al parecer sin sentirse ofendido.

—¡Ya! —escupió Cicerón; y se marchó violentamente.

—¿Qué es todo eso? —le preguntó Craso a César.

—Oh, Cicerón cree que tiene una crisis entre manos y no puede comprender por qué no hay nadie en el Senado que esté de acuerdo con él.

—¡Pero lo que yo le estaba diciendo es que sí estoy de acuerdo con él!

—Déjalo, Marco. Ven conmigo a celebrar mi victoria electoral en la
domus publica
del pontífice máximo. ¡Qué casa tan bonita! En cuanto a Cicerón, ese pobre tipo se ha estado muriendo de ganas de ser el centro de algo sensacional, y ahora que cree que por fin lo ha encontrado, no puede hallar a nadie que se interese ni siquiera una pizca por el asunto. A él le encantaría salvar la República —dijo César sonriendo.

—¡Pero no pienso darme por vencido! —le gritó Cicerón a su esposa—. ¡No estoy derrotado! ¡Terencia, manténte en estrecho contacto con Fulvia y no dejes que se escape nada! Aunque esa mujer tenga que escuchar detrás de las puertas, quiero que averigüe todo lo que pueda, a quién ve Curio, adónde va, qué hace. Y si, como tú y yo creemos, se está tramando una revolución, entonces Fulvia debe convencer a Curio de que lo mejor que puede hacer es trabajar conmigo.

—Lo haré, no temas —le dijo ella con el rostro muy animado—. El Senado lamentará el día en que eligió ponerse de parte de Catilina, Marco. He visto a Fulvia, y a ti te conozco muy bien. En muchos aspectos eres idiota, pero no cuando se trata de olfatear a los sinvergüenzas.

—¿En qué soy idiota? —preguntó Cicerón indignado.

—Pues cuando escribes esas tontas poesías, por ejemplo. Y también cuando intentas ganarte una reputación de entendido en arte. Cuando gastas en exceso, sobre todo en un desfile de villas en las que nunca tendrías tiempo de vivir aunque viajases constantemente, cosa que no haces. Cuando mimas a Tulia de ese modo tan atroz. O cuando les haces la pelota a personas como Pompeyo Magnus.

—¡Basta!

Terencia desistió y lo miró con aquellos ojos suyos que nunca se iluminaban de amor. Lo cual era una lástima, porque la verdad era que ella lo amaba muchísimo. Pero conocía bien las muchas debilidades de su marido, aunque ella no tuviera ninguna. A pesar de que Terencia no ambicionaba que se la considerase la nueva Cornelia, madre de los Gracos, sí poseía todas las virtudes propias de una matrona romana, cosa que hacía que a un hombre del carácter de Cicerón le resultase extremadamente difícil convivir con ella. Frugal, hacendosa, fría, testaruda, intransigente, sin pelos en la lengua, sin miedo a nadie y consciente de que estaba a la altura de cualquier hombre en cuanto a vigor mental. Ésa era Terencia, que no soportaba con alegría a ningún tonto, ni siquiera a su marido. Ni por asomo intentaba comprender la inseguridad de Cicerón y su complejo de inferioridad, porque su propia cuna era impecable y su ascendencia romana se adentraba en el pasado generaciones y generaciones. Para Terencia lo mejor que podía hacer su marido era relajarse e introducirse en el corazón de la sociedad romana pegado a las faldas de ella; en cambio, él se empeñaba en relegarla a la oscuridad doméstica y volaba en mil direcciones en busca de una aristocracia que no podía reclamar para sí.

—Deberías pedirle a Quinto que viniera —le dijo ella.

Pero Cicerón era tan incompatible con su hermano menor como con Terencia, así que el cónsul
senior
movió hacia abajo las comisuras de la boca y dijo que no con la cabeza.

—Quinto es tan malo como el resto de ellos, cree que estoy haciendo una montaña de un cubo de arena. Pero mañana veré a Ático, él sí que me ha creído. Pero claro, es un caballero y tiene sentido común. —Se quedó pensando unos instantes y luego añadió—: Léntulo Sura se ha mostrado muy grosero conmigo en los
saepta
. No logro entender por qué. Sé que hay muchos en el Senado que me culpan de echar a perder las oportunidades de Catilina, pero había algo muy extraño en Léntulo Sura. Daba la impresión de que hubiera algo que… que le importase demasiado.

—¡El y su Julia Antonia tienen esos espantosos zoquetes de hijastrosl —comentó Terencia con desprecio—. A uno le resultaría difícil encontrar una pandilla más inútil. No sé cuál de ellos me fastidia más, si Léntulo, Julia Antonia o esos horribles hijos que ella tiene.

—A Léntulo Sura le ha ido bastante bien, teniendo en cuenta que los censores lo expulsaron hace siete años —dijo Cicerón, contemporizador—. Volvió a entrar en el Senado a través del cargo de cuestor y ha empezado de nuevo su carrera. Fue cónsul antes de que lo expulsaran, Terencia. Debe de ser una caída muy traumatizante tener que volver a ser pretor en esta época de su vida.

—Lo mismo que su esposa, es un incompetente —dijo Terencia sin mostrar comprensión.

—Sea como sea, lo de hoy ha sido muy extraño.

Terencia resopló.

—En más aspectos, aparte de lo de Léntulo Sura.

—Mañana averiguaré qué sabe Ático, y es probable que sea interesante —dijo Cicerón bostezando hasta que los ojos se le humedecieron—. Estoy cansado, querida mía. ¿Puedo pedirte que me envíes a nuestro querido Tirón? Tengo que dictarle algo.

—¡Sí que debes de estar cansado! No es propio de ti pedir que alguien que no seas tú te escriba las cosas, ni siquiera Tirón. Te lo enviaré, pero sólo un ratito. Necesitas dormir.

Cuando Terencia se levantó de la silla Cicerón le tendió una mano para ayudarla y sonrió.

—¡Gracias por todo, Terencia! Qué distinto es tenerte a mi lado.

Terencia cogió la mano que le tendía su marido, la apretó con fuerza y le dirigió a Cicerón una sonrisa más bien tímida, infantil e inmadura.

—No hay de qué, marido —dijo; y luego se apresuró a salir de la habitación antes de que el estado de ánimo pudiera ponerse sentimentaloide.

Si alguien le hubiese preguntado a Cicerón si amaba a su esposa, éste habría contestado al instante de modo afirmativo, y tal respuesta habría sido verdad. Pero ni Terencia ni Quinto Cicerón ocupaban un lugar tan importante en el corazón de Cicerón como algunas otras personas, sólo una de las cuales era pariente de él. Esa persona, desde luego, era su hija Tulia, un cálido y chispeante contraste con su madre. El hijo que tenían era aún demasiado pequeño para haber podido abrirse camino en los fuertes afectos de Cicerón; y quizá el pequeño Marco nunca se abriera camino en el corazón de su padre, pues era de un carácter más parecido al del hermano de Cicerón, Quinto, que era impulsivo, con mucho genio, engreído y no un prodigio precisamente.

Entonces, ¿quiénes eran esas otras personas?

El nombre que primero le hubiera acudido a la mente a Cicerón era el de Tirón. Tirón era su esclavo, pero también formaba parte, literalmente, de la familia, cosa que de hecho ocurría en una sociedad en cuyo seno los esclavos no eran tanto seres inferiores como objeto desafortunado de las leyes de la propiedad y de la posición social. Porque los esclavos domésticos de un romano vivían en cercana —en realidad, casi íntima— proximidad con las personas libres de la casa, eran como miembros de la familia y tenían todas las ventajas y desventajas que ello comportaba. El entretejido de personalidades era muy complejo, las tormentas, grandes y pequeñas, iban y venían, existían focos de poder tanto en la parte servil como en la libre, y sólo el amo estricto podía permanecer insensible a las presiones serviles. En la casa Tulia, la casa de Cicerón, los esclavos tenían que andarse con ojo con Terencia, pero incluso Terencia era incapaz de resistirse a Tirón, que sabía tranquilizar al pequeño Marco con tanta facilidad como sabía convencer a Tulia de que su madre tenía razón.

BOOK: Las mujeres de César
13.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Other Daughter by Lisa Gardner
The Man Who Understood Women by Rosemary Friedman
God's War by Kameron Hurley
Death of a Friend by Rebecca Tope
Irma Voth by Miriam Toews