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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (53 page)

BOOK: Las mujeres de César
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Fue una desgracia para Cicerón empezar el año como cónsul en medio de una grave depresión económica; y, como la economía no era precisamente su especialidad, se enfrentó a su cargo de aquel año con una disposición de ánimo más bien lúgubre. ¡No era aquélla la clase de consulado que le habría gustado obtener! Quería que la gente dijera de él, cuando hubiera terminado el año, que había dado a Roma la misma clase de prosperidad feliz que comúnmente se atribuía al consulado conjunto de Pompeyo y Craso, que había tenido lugar siete años antes. Con Híbrido como colega
junior
, era inevitable que todo el mérito fuera para él, lo cual no significaba que necesariamente tuviera que acabar en malas relaciones con Híbrido, como había ocurrido con Pompeyo y Craso.

Los problemas económicos de Roma emanaban del Este, que había estado cerrado para los hombres de negocios de Roma durante más de veinte años. Primero lo había conquistado el rey Mitrídates; luego, cuando Sila se lo arrebató, introdujo allí unas normativas financieras dignas de encomio, y de esta manera evitó que la comunidad de caballeros de Roma volvieran a lo que era normal en los viejos tiempos: ordeñar al Este hasta dejarlo seco. Sumado a esto, el problema de la piratería en alta mar no animaba a nadie a aventurarse y a emprender negocios al este de Macedonia y Grecia. En consecuencia, todos aquellos que arrendaban impuestos, prestaban dinero o comerciaban con mercancías y artículos de consumo como trigo, vino y lana dejaban su capital en casa, en Roma; un fenómeno que se incrementó cuando la guerra de Quinto Sertorio estalló en España y una serie de sequías disminuyeron las cosechas. Ambos extremos del Mare Nostrum se convirtieron en lugares peligrosos o en zonas impracticables para realizar negocios.

Todas estas cosas juntas habían logrado concentrar el capital y las inversiones dentro de Roma y de Italia durante veinte años. A los caballeros de Roma que se dedicaban a los negocios no se les presentaba ninguna oportunidad atrayente en provincias; en consecuencia, tenían poca necesidad de encontrar grandes sumas de dinero. El tipo de interés de los préstamos era bajo, los alquileres eran bajos, la inflación era elevada y los acreedores no tenían prisa por cobrar las deudas.

La desgracia de Cicerón era que estaba completamente postrado a la puerta de Pompeyo. Primero el Gran Hombre había limpiado los mares de piratas, luego había expulsado a los reyes Mitrídates y Tigranes de las zonas que antes formaban parte de la esfera de negocios de Roma. También había abolido las normativas financieras de Sila, aunque Lúculo había persistido en conservarlas; y ésta había sido la única razón por la que los caballeros habían ejercido presión para deponer a Lúculo y concederle el mando a Pompeyo. Y así, justo cuando Cicerón e Híbrido asumieron sus cargos, en el Este estaba comenzando a abrirse una auténtica variedad de oportunidades para los negocios. Donde en otro tiempo habían estado la provincia de Asia y Cilicia ahora había cuatro provincias; Pompeyo había añadido al Imperio las nuevas provincias de Bitinia-Ponto y Siria. Las estableció de la misma manera que las otras dos, dándoles a las grandes compañías de
publicani
con sede en Roma el derecho a recaudar los impuestos, diezmos y tributos. Los contratos privados establecidos por los censores le ahorraban al Estado la carga de recoger impuestos e impedía la proliferación de funcionarios. ¡Que se llevasen los
publicani
los dolores de cabeza! Lo único que quería el Tesoro era recibir la parte estipulada de los beneficios.

El capital fluyó fuera de Roma y de Italia obedeciendo al nuevo impulso de obtener el control de aquellas aventuras mercantiles en el Este. En consecuencia, los tipos de interés comenzaron a subir de un modo espectacular, los usureros exigieron de pronto el pago de las deudas, y los créditos resultaban difíciles de conseguir. En las ciudades los alquileres se elevaron exageradamente; en el campo los agricultores se vieron azotados por el pago de hipotecas. Inevitablemente, el precio del grano —incluso de aquel que suministraba el Estado— se incrementó. Enormes cantidades de dinero salían a raudales de Roma, y nadie en el gobierno sabía cómo controlar la situación.

Informado por algunos amigos, como el caballero plutócrata Tito Pomponio Ático —que no tenía intención de hacer partícipe a Cicerón de demasiados secretos comerciales—, de que aquella sangría de dinero se debía a que los extranjeros judíos residentes en Roma mandaban los ingresos a su patria, Cicerón se apresuró a promulgar una ley que prohibía a los judíos enviar más dinero a su país. Por supuesto, aquello surtió poco efecto, pero el cónsul
senior
no sabía qué otra cosa podía hacer… y Ático tampoco iba a tener una idea luminosa para ayudarle.

El carácter de Cicerón le impedía convertir su año de cónsul en una misión que ahora sabía que sería tan vana como, con toda seguridad, impopular, así que dedicó la atención hacia aquellas cuestiones que consideraba que encajaban bien en el campo en que él sobresalía; la situación económica se resolvería por sí misma con el tiempo, mientras que las leyes requerían un toque personal. Su año significaba que por una vez Roma tenía en el cargo a un cónsul legislador, así que él legislaría.

Primero atacó la ley que el cónsul Cayo Pisón había promulgado cuatro años anfes contra los sobornos electorales en las votaciones consulares. Al ser él mismo culpable de sobornos masivos, Pisón se había visto obligado a legislar en contra de ello. Quizá de un modo no del todo carente de lógica, lo que Pisón logró que fuera aprobado presentaba goteras en casi todas las direcciones, pero cuando Cicerón puso algunos parches en los peores agujeros, la ley empezó a parecer bastante presentable.

¿Y después de aquello, qué? ¡Ah, sí, los hombres que habían cometido extorsión durante su período de gobierno en una provincia pretoriana y después intentaban eludir el procesamiento procurando ser elegidos cónsules
in absentia
! Los pretores enviados a gobernar las provincias eran más dados a la extorsión que los gobernadores cónsules; había ocho, y sólo dos de ellos eran gobernadores cónsules, cosa que significaba que la mayoría sabía que la única oportunidad que tenían de hacer una fortuna al gobernar una provincia era como pretor gobernador. Pero, ¿cómo, después de exprimir una provincia hasta dejarla seca, iba un pretor gobernador a evitar que le procesaran por extorsión? Si era un contendiente fuerte para optar al consulado, entonces la mejor manera era solicitar al Senado que le permitiera presentar su candidatura a las elecciones consulares
in absentia
. A ningún hombre investido de
imperium
se le podía procesar. Siempre que un pretor gobernador que regresaba no cruzase el sagrado lindero y entrase en el propio recinto de la ciudad de Roma, conservaba el
imperium
que Roma le había otorgado para que gobernase su provincia. Así que podía sentarse en el Campo de Marte, justo a las puertas de la ciudad, con su
imperium
intacto, solicitar al Senado que aceptase su candidatura a cónsul
in absentia
, dirigir la campaña electoral desde el Campo de Marte y luego, si era lo bastante afortunado como para que le eligieran cónsul, se metía de lleno de nuevo en un
imperium
recién adquirido. Aquella estratagema significaba que lograba eludir el procesamiento durante dos años más, y para entonces los airados provincianos que originalmente habían pretendido procesarle se habrían dado por vencidos y se habrían ido a sus casas. ¡Pues bien, vociferó Cicerón en el Senado y en los Comicios, esa clase de cosas deben acabar! Por tanto, su colega el cónsul
junior
, Híbrido, y él propusieron que se prohibiese que cualquier pretor gobernador que regresara se presentase como candidato a cónsul
in absentia
. ¡Que entre en Roma, que afronte las oportunidades de que disponga en el juicio! Y como tanto al Senado como al pueblo aquello les pareció una excelente idea, la nueva ley se aprobó.

Y ahora, ¿qué más podía hacer? Cicerón pensó en esto y en aquello, todo pequeñas leyes útiles que reforzarían su reputación. Aunque, ay, no le darían una reputación. Más como cónsul que como lumbrera legal. Lo que le hacía falta a Cicerón era una crisis, pero no una crisis económica.

Cuando le tocó en suerte el deber de presidir las elecciones que se celebraban en el mes de
quintilis
, a Cicerón ni siquiera se le ocurrió que la segunda mitad de su período como cónsul le proporcionaría aquella tan anhelada crisis. Y al principio tampoco captó por entero las derivaciones que habían de surgir del hecho de que su esposa le invadiera la intimidad no mucho antes de aquellas elecciones.

Terencia, con su acostumbrada falta de ceremonia y sin hacer caso de la santidad de los procesos mentales de su marido, entró muy decidida en el despacho de Cicerón.

—¡Cicerón, deja ahora mismo lo que estés haciendo! —ladró.

Él dejó inmediatamente la pluma; como no era tonto, levantó la mirada sin dejar traslucir la molestia.

—Sí, querida mía. ¿Qué ocurre? —inquirió con cautela.

Terencia se dejó caer en la silla de los clientes con aspecto lúgubre y abatido. Sin embargo, como siempre parecía lúgubre, Cicerón no tenía ni idea de cuál sería el motivo en aquella ocasión en particular; sólo deseó fervorosamente que no se tratase de nada que él hubiera hecho mal.

—Esta mañana he tenido una visita —comenzó a decir Terencia.

Cicerón tuvo en la punta de la lengua preguntarle a su esposa si el hecho de tener una visita había resultado de su agrado, pero mantuvo en silencio aquel ingobernable órgano; si no había nadie capaz de acallarlo por completo, desde luego Terencia sí que tenía ese poder. Así que Cicerón se limitó a asumir cierto aire de interés y aguardó a que ella continuase.

—Una visita —repitió ella. Luego sorbió por la nariz—. ¡Nadie de mi círculo, te lo aseguro, marido! Ha sido Fulvia.

—¿La esposa de Publio Clodio? —preguntó Cicerón atónito.

—¡No, no! Fulvia Nobilioris.

Aclaración que no disminuyó la sorpresa de él, pues la Fulvia a la que Terencia se refería era a todas luces sospechosa. De una familia excelente, pero repudiada con deshonra, en la actualidad carecía de ingresos y estaba unida a aquel Quinto Curio que había sido expulsado del Senado en la famosa purga de Publícola y Léntulo Clodiano siete años antes. ¡Una visita de lo más inapropiada para que Terencia la recibiera! Terencia era tan famosa por su rectitud como por su carácter avinagrado.

—¡Por todos los dioses! ¿Y qué demonios quería ella?

—Pues en realidad me ha caído simpática —dijo Terencia con aire pensativo—. Es nada más y nada menos que una «desgraciada víctima de los hombres». —¿Cómo se esperaba que respondiera él a eso? Cicerón se comprometió con un lamento inarticulado—. Ha venido a verme porque ése es el procedimiento correcto que ha de adoptar una mujer cuando desea hablar con un hombre casado de tu importancia. —Y con un hombre casado contigo, añadió Cicerón con el pensamiento—. Naturalmente, desearás verla por ti mismo, pero voy a darte toda la información que me ha dado a mí —dijo la señora, cuya mirada tenía el poder de dejar a Cicerón de piedra—. Parece ser que su… su… su protector, Curio, ha estado comportándose de un modo muy extraño últimamente. Desde que lo expulsaron del Senado sus actividades financieras se han visto tan afectadas que ni siquiera puede presentarse como candidato a tribuno de la plebe para regresar a la vida pública. Sin embargo, de pronto ha empezado a hablar como un loco de hacerse rico y de alcanzar una alta posición. Esto parece derivar de su convicción de que Catilina y Lucio Casio serán cónsules el año que viene —añadió Terencia con voz sentenciosa.

—Así que ésa es la idea que tiene Catilina, ¿eh? Ser cónsul con ese gordo, apático y estúpido de Lucio Casio —dijo Cicerón.

—Ambos se declararán candidatos mañana, cuando tú inaugures el tribunal electoral.

—Todo eso está muy bien, querida mía, pero no logro ver cómo un consulado conjunto de Catilina y Lucio Casio puede hacer que Curio alcance de repente la riqueza y la eminencia.

—Curio está hablando de una cancelación general de deudas.

Cicerón se quedó boquiabierto.

—¡No serán tan idiotas!

—¿Por qué no? —le preguntó Terencia, que contemplaba el asunto con frialdad—. ¡Piensa un poco, Cicerón! Catilina sabe que si no alcanza el consulado este año, se le acaban las oportunidades. Parece que va a haber una buena batalla si todos los hombres que están pensando en presentarse como candidatos lo hacen. Mi querida Servilia me ha contado que Silano está mucho mejor de salud, y es seguro que se presentará. A Murena lo respaldan muchas personas influyentes y, según me ha dicho mi querida Fabia, está utilizando al máximo su relación con las vestales a través de su parentesco con Licinia. Luego está tu amigo Servio Sulpicio Rufo, que goza del favor de las Dieciocho y de los
tribuni aerarii
, lo cual significa que sacará muchos votos entre la primera clase. ¿Qué pueden ofrecer Catilina y un socio como Lucio Casio contra una gama de personas de tanto mérito como Silano, Murena y ese Sulpicio? Sólo uno de los cónsules puede ser patricio, lo cual significa que el voto para el tal patricio estará dividido entre Catilina y Sulpicio. Si yo tuviera derecho a votar, elegiría a Sulpicio antes que a Catilina.

Con el entrecejo fruncido, Cicerón se olvidó del terror que le tenía a su esposa y le habló como le hubiera hablado a cualquier colega del Foro.

—De manera que la plataforma de Catilina es una cancelación general de deudas, ¿es eso lo que estás diciendo?

—No, eso es lo que dice Fulvia.

—¡Tengo que verla inmediatamente! —gritó Cicerón al tiempo que se ponía en pie.

—Déjamelo a mí, enviaré a buscarla —dijo Terencia.

Cosa que significaba, desde luego, que no pensaba permitirle que hablase a solas con Fulvia Nobilioris; Terenciá tenía intención de estar presente y de mantenerse pendiente de cada palabra… y de cada mirada.

El problema Fue que Fulvia Nobilioris aportó muy poca información más a lo que Terencia le había contado a Cicerón; la diferencia fue que expresó el relato de un modo emocional y atolondrado. Curio estaba de deudas hasta las orejas, se jugaba fuertes cantidades de dinero, bebía en abundancia; siempre estaba encerrado con Catilina, Lucio Casio y sus amigotes, y solía volver a casa después de alguna de aquellas sesiones prometiéndole a su amante toda clase de prosperidad para el futuro.

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