Las mujeres de César (58 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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Entre César y Cayo Octavio había un incentivo más para la amistad: después de la muerte de su primera mujer —una Ancaria de acaudalada familia pretoriana—, Octavio había solicitado la mano de Acia, sobrina de César e hija de la hermana menor de éste. El padre de Acia, Marco Acio Balbo, le había pedido a César su opinión acerca de aquella unión, pues Cayo Octavio no era de familia noble, sino de una muy acaudalada que procedía de Velitras, en las tierras latinas. Recordando la lealtad de Octavio en Mitilene y consciente de que amaba locamente a la bella y deliciosa Acia, César intercedió en favor del matrimonio. Había una hijastra, afortunadamente una bonita niña pequeña sin malicia alguna, pero ningún hijo varón de aquel primer matrimonio que fuera a estropearle la herencia a cualquier hijo que Acia pudiera tener con Octavio. Así que el hecho se consumó y Acia se instaló en una de las casas más bonitas de Roma, a pesar de que se encontraba situada de una manera muy peculiar en el lado malo del Palatino, al final de una calleja llamada las Cabezas de Buey. Y dos años atrás, en octubre, Acia había dado a luz a su primer hijo… ay, una niña.

Naturalmente la conversación giró en torno a los Anales de Piedra y a los Comentarios de los Reyes, aunque por deferencia a Octavio y a Filipo, César se esforzó considerablemente por desviar a sus tres invitados más eruditos de aquella maravilla.

—Desde luego, a ti se te reconoce como una gran autoridad en derecho antiguo —le dijo Cicerón a César, dispuesto a concederle superioridad en un área que consideraba de poca importancia en la Roma moderna.

—Te lo agradezco —repuso César con gravedad.

—Es una lástima que no haya más información acerca de las actividades diarias de la corte del rey —comentó Varrón, que acababa de regresar hacía muy poco de una larga estancia en el Este, donde había trabajado como científico natural residente y biógrafo a tiempo parcial de Pompeyo.

—Sí, pero entre los dos documentos ahora tenemos una imagen absolutamente clara del procedimiento de juicio por
perduellio
, y eso por sí mismo resulta fascinante, teniendo en cuenta la
maiestas
—dijo Figulo.

—La
maiestas
fue una invención de Saturnino —observó César.

—El únicamente inventó la
maiestas
porque no se podía acusar formalmente de traición a nadie en la antigua forma —se apresuró a decir Cicerón.

—Lástima que Saturnino no conociera entonces la existencia de estos hallazgos tuyos, César —dijo Varrón con aire soñador—. ¡Dos jueces y sin jurado supone una gran diferencia para el resultado de un juicio!

—¡Tonterías! —gritó Cicerón al tiempo que se incorporaba—. ¡Ni el Senado ni los Comicios permitirían que se celebrara un juicio criminal sin jurado!

—Lo que yo encuentro más interesante es que haya sólo cuatro hombres vivos hoy día que estarían capacitados para ser jueces —dijo Nigidio Figulo—. Tú, César, tu primo Lucio César, Fabio Sanga y Catilina, por raro que resulte. Todas las demás familias patricias no existían en el momento en que a Horacio se le juzgó por el asesinato de su hermana.

Filipo y Octavio parecían un poco perdidos, y también bastante aburridos, así que César hizo un esfuerzo por cambiar de tema.

—¿Cuándo es el gran día? —le preguntó a Octavio.

—Falta aproximadamente una semana.

—¿Y es niño o niña?

—Creemos que esta vez es un niño. Una tercera niña entre dos esposas sería un desengaño muy cruel —dijo Cayo Octavio dejando escapar un suspiro.

—Recuerdo que antes de que naciera Tulia yo estaba convencido de que sería un niño —comentó Cicerón sonriendo—. Terencia también estaba segura. Pero tal como fueron las cosas tuvimos que esperar catorce años para que llegara mi hijo.

—¿Todo ese tiempo tardaste en volver a intentarlo, Cicerón? —le preguntó Filipo.

A lo cual Cicerón no se dignó dar más respuesta que un ligero rubor; como la mayoría de los Hombres Nuevos ambiciosos y que deseaban subir en sociedad, Cicerón se mostraba habitualmente bastante mojigato a menos que algo ingenioso y pasmoso le viniera a la cabeza. Los aristócratas atrincherados podían permitirse tener la lengua picante; Cicerón no.

—La mujer cuyo marido tiene a su cuidado las Antiguas Casas de Reuniones dice que será niño —comentó Octavio—. Ató el anillo de boda de Acia a un hilo y se lo sostuvo a ella por encima del vientre. El anillo giró rápidamente hacia la derecha, lo que, según ella, es una señal segura.

—Bueno, confiemos en que tenga razón —dijo César—. Mi hermana mayor tuvo niños, pero las niñas son las que más abundan en la familia.

—Me pregunto cuántos hombres serían de hecho juzgados por
perduellio
en tiempos de Tulo Hostilio —quiso saber Varrón.

César ahogó un suspiro; invitar a tres eruditos y sólo a dos epicúreos a una cena era algo que estaba claro que no funcionaba. Por suerte el vino era excelente, y también lo eran los cocineros de la
domus publica
.

La noticia procedente de Etruria llegó no muchos días después de aquella cena con el pontífice máximo, y la proporcionó Fulvia Nobilioris.

—Catilina ha enviado a Cayo Manlio a Fésulas para que reclute un ejército —le dijo a Cicerón, sentada en el borde de un canapé y enjugándose la frente perlada de sudor—. Y Publio Furio está en Apulia haciendo lo mismo.

—¿Tienes pruebas? —le preguntó Cicerón con brusquedad; de pronto la frente se le había perlado de sudor.

—No tengo ninguna, Marco Tulio.

—¿Te lo ha dicho Quinto Curio?

—No, le oí anoche, cuando él hablaba con Lucio Casio después de la cena. Creían que me había acostado ya. Desde las elecciones han estado muy callados, incluso Quinto Curio. Aquello fue una bofetada para Catilina y creo que ha tardado algún tiempo en recuperarse. Anoche fue la primera vez que he oído algo desde entonces.

—¿Sabes cuándo empezaron sus operaciones Manlio y Furio?

—No.

—Entonces, ¿no tienes ni idea de cómo puede estar de avanzado el reclutamiento? ¿Sería posible, por ejemplo, que yo obtuviera confirmación si enviase a alguien a Fésulas?

—No lo sé, Marco Tulio. ¡Ojalá lo supiera!

—¿Y Quinto Curio? ¿Es partidario de una revolución total?

—No estoy segura.

—Entonces trata de averiguarlo, Fulvia —le dijo Cicerón poniendo buen cuidado en que no se le notase la exasperación en la voz ni en el semblante—. Si podemos convencerle para que atestigüe ante el Senado, no les quedará más opción que creerme.

—Quédate tranquilo, marido, Fulvia hará todo lo que pueda —le dijo Terencia; y acompañó a la visitante hasta el exterior.

Convencido de que todas las fuerzas insurgentes estarían dispuestas a reclutar esclavos, Cicerón envió a un tipo muy agudo y presentable al Norte, a Fésulas, con instrucciones de alistarse como voluntario. Consciente de que muchos miembros de la Cámara consideraban que era un ingenuo y que estaba ansioso porque hubiera una crisis que hiciera diferente su consulado, Cicerón le pidió prestado aquel esclavo a Ático; así el tipo podría testificar que no estaba obligado con Cicerón personalmente. Pero, ay, cuando regresó el esclavo tenía poco que contar. Desde luego estaba sucediendo algo, y no sólo en Fésulas. El problema era que Etruria no era lugar para los esclavos, eso le habían dicho cuando empezó a indagar para conseguir información; era un lugar de hombres libres con suficientes hombres libres como para que Etruria pudiese satisfacer sus propios intereses. La verdad era que resultaba difícil de decir qué significaba exactamente aquella respuesta, pues desde luego Etruria estaba tan profusamente dotada de esclavos como cualquier otro lugar de dentro o de fuera de Italia. jTodo el mundo dependía de los esclavos!

—Desde luego, es un levantamiento, Marco Tulio —concluyó el sirviente de Ático—, pero es un levantamiento limitado a los hombres libres.

—¿Y ahora qué? —le preguntó Terencia durante la cena.

—Sinceramente, no lo sé, querida mía. La cosa es: ¿convoco al Senado e intento convencerle una vez más, o espero hasta que pueda reunir a algunos agentes libres y presentar pruebas tangibles?

—Tengo el presentimiento de que esa evidencia tangible va a ser muy difícil de encontrar, marido. Nadie en Etruria se fía de los forasteros, sean libres o siervos. Tienen un fuerte sentimiento tribal y son muy reservados.

—Bien —concluyó Cicerón dando un suspiro—, convocaré a la Cámara para que celebremos una reunión pasado mañana. Si eso no sirve para otra cosa, por lo menos le dirá a Catilina que tengo la mirada puesta en él.

Y tal como Cicerón había previsto, la reunión no sirvió para otra cosa. Los senadores que aún no estaban en la costa se mostraron escépticos en el mejor de los casos y manifiestamente insultantes en el peor. Especialmente Catilina, que se hallaba presente e hizo uso de la palabra, aunque se mostró extraordinariamente tranquilo para ser un hombre cuyas esperanzas de obtener el consulado habían sido destrozadas para siempre. Esta vez no intentó hablarle a Cicerón en tono violento ni despotricar contra la adversidad; se limitó a permanecer sentado en su taburete y a responder paciente y tranquilamente. Una buena táctica que impresionó a los incrédulos y permitió a sus partidarios jactarse de ello. No tuvo nada de raro que lo que de otra manera hubiera podido ser un debate acalorado y ruidoso poco a poco fuera reduciéndose a la inercia, estimulado sólo por la súbita irrupción de Cayo Octavio por las puertas, gritando y bailando.

—¡Tengo un hijo! ¡Tengo un hijo!

Agradecido de tener un pretexto para levantar la sesión, Cicerón despidió a sus empleados y se unió a la multitud que rodeaba a Octavio.

—¡Es propicio el horóscopo? —le preguntó César—. Fíjate, nunca deja de ser bueno.

—Más que propicio, milagroso, César. Si tengo que creerme lo que dice el astrólogo, mi hijo Cayo Octavio Junior acabará gobernando el mundo. —El orgulloso padre soltó una risita—. ¡Pero a mí me ha gustado mucho! Le di al astrólogo una buena bonificación, aparte de sus honorarios.

—Mi horóscopo natal sólo tuvo un buen montón de cosas que decir acerca de misteriosas enfermedades del pecho, si he de creer lo que cuenta mi madre —dijo César—. Ella nunca ha querido enseñármelo.

—Y el mío decía que yo nunca haría dinero —apuntó Craso.

—La adivinación de la fortuna les gusta mucho a las mujeres —dijo Filipo.

—¿Quién piensa venir conmigo a registrar el nacimiento en el templo de Juno Lucina? —preguntó Octavio aún radiante.

—¿Quién sino el tío César, el pontífice máximo? —le preguntó César mientras le echaba el brazo por los hombros a Octavio—. Y después exijo que se me enseñe a mi nuevo sobrino.

Habían transcurrido dieciocho días de octubre sin que se obtuviera ninguna información importante de Etruria ni de Apulia, ni tampoco una palabra de Fulvia Nobilioris. De vez en cuando alguna carta de los agentes que tanto Cicerón como Ático habían enviado comunicaba pocas esperanzas de hallar pruebas tangibles, aunque cada una de aquellas misivas aseguraba que, sin duda alguna, algo estaba sucediendo. El principal problema residía en el hecho de que no había un auténtico núcleo, sólo revuelos y cierto movimiento en esta aldea, luego en aquella otra, en la granja poco productiva de algún centurión de Sila o en la taberna de mala muerte de algún veterano de Sila. Pero en el momento en que asomaba por allí alguna cara desconocida, todo el mundo se ponía a silbar con aspecto inocente. Dentro de los muros de Fésulas, Aretio, Volaterra, Esernia, Larinum y todos los demás asentamientos urbanos de Etruria y Apulia, nada era visible salvo la depresión económica y la demoledora pobreza. Había por doquier casas y granjas en venta para cubrir deudas desesperadas, pero de sus antiguos dueños, ni rastro.

Y Cicerón estaba muy cansado. Sabía perfectamente que todo se estaba desarrollando delante de sus narices, pero no podía probarlo, y ahora ya cstaba cmpezando a creer que nunca podría hacerlo hasta el día en que se produjera la revuelta. Terencia también se desesperaba, y ese estado de desesperanza hacía, sorprendentemente, que resultara más fácil vivir con ella; aunque sus necesidades carnales nunca fueron fuertes, Cicerón se encontró con que en aquellos días le apetecía retirarse temprano y buscar solaz en el cuerpo de su esposa, cosa que él encontraba tan desconcertante como absurda.

Los dos estaban sumidos en un sueño profundo cuando Tirón llegó, poco después de la medianoche de aquel decimoctavo día de octubre, y los despertó.

—¡
Domine
,
domine
! —llamó en voz baja el amado esclavo desde la puerta, con aquel encantador rostro de duende suyo por encima de la lámpara convertido en una visión del otro mundo—. ¡
Domine
, tienes visitas!

—¿Qué hora es? —logró decir Cicerón al tiempo que sacaba las piernas por un lado de la cama mientras Terencia se removía y abría los ojos.

—Muy tarde,
domine
.

—¿Visitas, has dicho?

—Sí,
domine
.

Terencia luchó por incorporarse a su lado, en la cama, pero no hizo ademán de vestirse. ¡Bien sabía que fuera lo que fuese aquello que se estaba tramando no la incluiría a ella, una mujer! Y tampoco podría volver a dormirse. Tendría que contenerse hasta que Cicerón volviera para informarle de cuál era el problema.

—¿Quiénes, Tirón? —preguntó Cicerón mientras metía la cabeza por una túnica.

—Marco Licinio Craso y otros dos nobles,
domine
.

—¡Oh, dioses!

No había tiempo para abluciones ni para calzarse; Cicerón salió apresuradamente al atrio de la casa, que ahora le parecía demasiado pequeño y vulgar para un hombre que a partir del final de aquel año podría llamarse a sí mismo consular.

Desde luego que sí, allí estaba Craso… ¡acompañado nada menos que por Marco Claudio Marcelo y Metelo Escipión! El mayordomo se afanaba en encender las lámparas; Tirón había dispuesto papel de escribir, plumas y tablillas de cera por si acaso, y los ruidos que procedían del exterior indicaban que en breve aparecerían el vino y algún tentempié.

—¿Qué sucede? —preguntó Cicerón pasando por alto cualquier ceremonia. —Tenías toda la razón, amigo mío —le dijo Craso; y tendió hacia él ambas manos. En la derecha sostenía una hoja de papel abierta, y en la izquierda llevaba varias canas aún dobladas y selladas. Le entregó a Cicerón la hoja abierta—. Lee esto y verás qué es lo que anda mal.

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