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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (57 page)

BOOK: Las mujeres de César
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Se peleaban constantemente, y utilizaban al pobre hijo como munición en su interminable lucha por la supremacía física, tirando y empujando al desventurado niño de un lado a otro, y vuelta a empezar. Ello preocupaba a Ático —cuyo heredero era este hijo de su hermana— y también a Cicerón, pero ninguno de los dos hombres logró convencer a los antagonistas de que el que estaba sufriendo en realidad las consecuencias de la situación era el pequeño Quinto. Si su hermano Quinto hubiera tenido el suficiente sentido común como para conformarse con ser un felpudo, como Cicerón, ceder, quedar relegado para aplacar a su esposa y esforzarse para no atraer hacia sí la atención de ésta, el matrimonio quizás habría funcionado mejor que el de Cicerón y Terencia, porque lo que Pomponia deseaba era, simplemente, ser ella la que dominase, mientras que Terencia lo que quería era utilizar la influencia política. Pero, ay, el hermano Quinto se parecía mucho más a su padre que Cicerón; tenía que ser el amo en su casa por encima de todo.

La guerra iba bien, eso estaba claro cuando Cicerón, Terencia, Tulia y Marco, el hijo de dos años, entraron en la casa. El mayordomo llevó a Tulia y al pequeño Marco a las dependencias de los niños; Pomponia estaba demasiado ocupada dándole gritos a Quinto, y éste estaba igualmente enfrascado en darle voces a ella para ver si conseguía que su esposa se callase.

—iMenos mal que justo al lado está el templo de Telo! —bramó Cicerón con el más elevado de los tonos que empleaba en el Foro—. Si no todavía habría más vecinos quejándose.

¿Los detuvo eso? ¡Ni hablar! Continuaron como si los recién llegados no existieran, hasta que llegó también Ático. Su técnica para ponerle fin a la batalla fue tan directa como elemental: se limitó a avanzar a paso majestuoso, agarró a su hermana por los hombros y la sacudió hasta que le castañetearon los dientes.

—iMárchate de aquí, Pomponia! —le dijo bruscamente—. ¡Venga, llévate a Terencia a alguna parte y castígale el oído con tus problemas!

—Yo también la sacudo —dijo quejumbroso el hermano Quinto—, pero a mí no me da resultado. Se limita a darme algún rodillazo en ya sabéis dónde.

—Si me diera un rodillazo a mí, la mataría —le dijo Ático con aire funesto.

—Si yo la matase, me veríais juzgado por asesinato.

—Cierto —dijo Ático sonriendo—. ¡Pobre Quinto! Tendré otra charla con ella y veré qué puedo hacer.

Cicerón no participó en aquella conversación, pues se había batido en retirada antes de la llegada de Ático; ahora apareció procedente del despacho con un rollo abierto entre las manos.

—¿Otra vez escribiendo, hermano? —le preguntó a Quinto al tiempo que levantaba la vista del rollo.

—Una tragedia al estilo de Sófocles.

—Estás mejorando, es bastante buena.

—¡Espero estar mejorando de verdad! Tú has usurpado la reputación de la familia en cuanto a discursos y poesía se refiere, lo cual a mí sólo me deja para elegir la historia, la comedia y la tragedia. No tengo tiempo para la investigación que exige dedicarse a la historia, y la tragedia se me da mejor que la comedia, dada la clase de ambiente en el que vivo.

—Yo diría que ese ambiente te inspiraría más en el campo de la farsa —dijo Cicerón con cierto recato.

—iOh, cállate!

—Además, siempre quedan la filosofía y las ciencias naturales.

—Mi filosofía es simple y las ciencias naturales son un quebradero de cabeza, así que sólo me queda la historia, la comedia, o la tragedia.

Ático había salido de la habitación paseando y habló ahora desde el fondo del atrio.

—¿Qué es esto, Quinto? —le preguntó, conun atisbo cómico en la voz.

—¡0h, qué lata, lo has encontrado antes de que yo pudiera enseñároslo! —gritó Quinto, que se apresuró a reunirse con él mientras Cicerón le iba a la zaga—. Ahora soy pretor, me está permitido.

—Claro que sí —dijo Ático con solemnidad; pero la guasa se le reflejaba en la mirada.

Cicerón los empujó para abrirse paso entre ellos y se detuvo, con el rostro solemne, a la distancia apropiada para disfrutar por completo de la gloria de aquello. Lo que contemplaba era un busto gigantesco de Quinto, a un tamaño mayor que el real, tan grande que nunca podría exhibirse en un lugar público, porque sólo los dioses podían sobrepasar la estatura normal de un hombre. Quienquiera que lo hubiese hecho había trabajado con la arcilla y luego la había cocido antes de aplicar los colores, lo cual hacía que fuese a la vez bueno y malo. Bueno porque el parecido era elocuente y los colores tenían unos tonos hermosísimos; malo porque el trabajo en arcilla es barato y las probabilidades de que se rompa en pedazos considerables. Nadie sabía mejor que Cicerón y Ático que el bolsillo de Quinto no podía permitirse un busto en mármol o en bronce.

—Ya sé que no es nada definitivo —dijo Quinto con expresión radiante—, pero cumplirá su cometido hasta que pueda permitirme el lujo de utilizarlo como molde para un bronce, lo que resultará realmente espléndido. Le encargué al hombre que está haciendo mi
imago
que me lo hiciera; siempre parece que es una lástima que la imagen en cera de uno esté encerrada en un armario sin que nadie la vea. —Le echó una mirada de reojo a Cicerón, que seguía contemplando aquello, arrebatado—. ¿Qué te parece, Marco? —preguntó.

—Creo que ésta es la primera vez en mi vida que veo que una mitad supere en tamaño al todo —respondió deliberadamente Cicerón.

Aquello fue demasiado para Ático, que estalló en carcajadas de tal manera que hasta tuvo que sentarse en el suelo, donde Cicerón se reunió con él. Lo cual dejó a Quinto con sólo dos opciones para elegir: o agarrarse un monumental enfado o unirse a aquellos guasones en su regocijo. Como no en vano era hermano de Cicerón, decidió elegir la risa.

Después de aquello llegó la hora de la cena, a la cual asistió una ablandada Pomponia acompañada de Terencia y de la pacificadora Tulia, que manejaba mejor que nadie a su tía política. —Entonces, ¿cuándo es la boda? —preguntó Ático, que hacía tanto tiempo que no veía a Tulia que el aspecto adulto de ésta le había cogido por sorpresa. ¡Qué chica más bonita! Con aquel cabello de color castaño suave, los ojos también castaños, un gran parecido a su padre y una gran dosis del ingenio de éste. Llevaba varios años prometida a Cayo Calpurnio Pisón Frugi, y era un buen emparejamiento en muchos aspectos, además del dinero y la influencia; Pisón Frugi era el miembro más atractivo de un clan mejor conocido por la antipatía que provocaban que por la simpatía, por su aspereza más que por su amabilidad.

—Todavía faltan dos años —dijo Tulia al tiempo que dejaba escapar un suspiro.

—Una larga espera —le dijo Ático con comprensión.

—Demasiado larga —observó Tulia suspirando de nuevo.

—Bueno, bueno —dijo Cicerón con jovialidad—, ya veremos, Tulia. Quizá podamos adelantarlo un poco.

Respuesta que hizo que las tres señoras volvieran a la sala de estar de Pomponia en un estado de emoción febril, dispuestas a planear ya la boda.

—Nada como las nupcias para tener felices a las mujeres —observó Cicerón.

—Está enamorada, Marco, y eso es bastante raro en las uniones que se basan en un arreglo de la familia. Como colijo que Pisón Frugi siente lo mismo por ella, ¿por qué no permitir que vivan juntos antes de que Tulia cumpla los dieciocho años? —preguntó Ático sonriendo—. ¿Qué edad tiene ahora, dieciséis?

—Casi.

—Pues que se casen al final de este año.

—Yo estoy de acuerdo —dijo el hermano Quinto, malhumorado—. Es bonito verlos juntos. Congenian tan bien que son amigos.

Ninguno de los otros dos contertulios dijo nada ante aquel comentario, pero para Cicerón representó la oportunidad perfecta para cambiar de conversación e ir desde el tema de las mujeres y el matrimonio al tema de Catilina, que no sólo era más interesante, sino también más fácil de manejar.

—¿Tu crees que tiene intención de cancelar las deudas? —le preguntó a Ático con ansiedad.

—No sé si me lo creo del todo, Marco, pero lo que sí puedo decirte con certeza es que no me puedo permitir ignorar el rumor —dijo Ático con franqueza—. La acusación es suficiente para asustar a todos los hombres que se dedican a los negocios, especialmente en este momento en que los créditos son tan difíciles de obtener y los tipos de interés resultan tan elevados. Oh, hay muchísimas personas a quienes les vendría muy bien, pero no son mayoría, y muy escasos entre aquellos que se encuentran en la cúspide del mundo de los negocios. Una cancelación general de deudas resulta muy atractiva sobre todo para los hombres de negocios de poca importancia y para aquellos que no disponen de suficientes haberes líquidos como para mantener un buen flujo de dinero en metálico.

—Lo que estás diciendo es que la primera clase le ha vuelto la espalda a Catilina y a Lucio Casio por prudencia —dijo Cicerón.

—Totalmente.

—Entonces César tenía razón —intervino Quinto—. Prácticamente acusaste a Catilina en la Cámara con un pretexto muy débil. En otras palabras, fuiste tú quien puso en marcha el rumor.

—¡No, no lo hice! —gritó Cicerón mientras se ponía a aporrear el travesaño que tenía debajo del codo izquierdo—. ¡No lo hice! ¡Yo no sería tan irresponsable! ¿Por qué te muestras tan espeso, Quinto? ¡Ese par estaba planeando derrocar el buen gobierno, ya fuera como cónsules o como revolucionarios! Como dijo Terencia con toda razón, nadie planea una cancelación general de deudas a menos que pretenda ganarse a los hombres de las clases inferiores a la primera. Es la estratagema típica de alguien que quiere implantar una dictadura.

—Sila fue dictador, pero no canceló las deudas —dijo Quinto con testarudez.

—¡No, lo único que hizo fue cancelar las vidas de dos mil caballeros! —repuso Ático a gritos—. La confiscación de las propiedades llenó el Tesoro, y bastantes advenedizos pudieron engordar con esas ganancias sin necesidad de recurrir a otras medidas económicas.

—A ti no te proscribió —dijo Quinto encolerizado.

—¡Pues claro que no! Sila era una fiera, pero no tonto.

—¿Quieres decir que yo sí lo soy?

—Sí, Quinto, eres tonto —dijo Cicerón, ahorrándole así a Ático la molestia de buscar una respuesta discreta—. ¿Por qué tienes que ser siempre tan agresivo? No me extraña nada que Pomponia y tú no os llevéis bien. ¡Sois los dos iguales, como dos guisantes de la misma vaina!

—¡Uff! —gruñó Quinto, calmándose.

—Bien, Marco, el daño ya está hecho —dijo Ático, pacificador—, y es muy posible que estuvieras acertado al actuar antes de las elecciones. A mí me parece que tu fuente de información resulta sospechosa porque conozco un poco a esa señora; pero, por otra parte, apostaría sin pensarlo dos veces que lo que ella sabe de economía podría escribirse fácilmente en la cabeza de un alifier. ¿Cómo va a haber sacado de la nada una expresión como cancelación general de deudas? ¡Imposible! No, por lo que a mí respecta, creo que tuviste razones suficientes para actuar.

—Hagáis lo que hagáis —gritó Cicerón, que de pronto cayó en la cuenta de que sus dos compañeros sabían demasiado acerca de Fulvia Nobilioris—, nunca le mencionéis el nombre de ella a nadie. ¡Ni tan siquiera una insinuación de que tengo un espía en el campamento de Catilina! Quiero seguir utilizándola.

Hasta Quinto pudo comprender el sentido de aquella petición y accedió a mantener en secreto el nombre de Fulvia Nobilioris. En cuanto a Ático, aquel hombre eminentemente lógico estaba por completo a favor de una continuada vigilancia de las actividades de aquellos que rodeaban a Catilina.

—Puede que el propio Catilina en persona no esté involucrado —fue el último comentario que hizo Ático—, pero, ciertamente, el círculo en el que se mueve merece nuestra atención. Etruria y Samnio han estado hirviendo constantemente desde la guerra italiana, y la caída de Cayo Mario sólo sirvió para exacerbar la situación. Por no hablar de las medidas de Sila.

Durante el mes de
sextilis
, Quinto Cicerón acompañó a las señoras de ambas casas junto con los vástagos a la costa, mientras el propio Marco Cicerón permanecía en Roma para no perder de vista los acontecimientos; la casa de Curio no tenía el dinero necesario para irse de vacaciones a Cumae o a Miseno, así que a Fulvia Nobilioris no le quedaba más remedio que sufrir el calor del verano. Lo que también fue una carga para Cicerón, pero era una carga que sospechaba que bien merecía la pena.

Las calendas de setiembre llegaron y se fueron sin nada más que una somera sesión del Senado, que tradicionalmente tenía que reunirse ese día. Después de lo cual la mayoría de los senadores volvieron a la costa, pues el calendario estaba tan por delante de la estación del año que el tiempo más caluroso aún quedaba por llegar. César permaneció en la ciudad; lo mismo hicieron Nigidio Figulo y Varrón, y por idéntica razón: el nuevo pontífice máximo había hecho público el hallazgo de lo que él llamaba los Anales de Piedra y los Comentarios de los Reyes. Después de convocar al Colegio de los Sacerdotes el día último de
sextilis
para informarles a ellos en primer lugar y darles la oportunidad de que examinasen tanto las tablillas como el manuscrito, se sirvió luego de la reunión del Senado en las calendas de setiembre para exponer allí su descubrimiento. La mayor parte de los allí reunidos se limitaron a bostezar —incluso algunos de los sacerdotes—, pero Cicerón, Varrón y Nigidio Figulo se contaban entre aquellos que lo encontraron emocionante, y pasaron gran parte de la primera mitad de setiembre dedicados a estudiar con detenimiento aquellos documentos antiguos.

Todavía algo atontado por la amplitud y el lujo de su nueva casa, César celebró una cena en los idus de aquel mes para Nigidio Figulo, Varrón, Cicerón y dos de los hombres con los que había compartido el rancho como tribuno militar
junior
ante las murallas de Mitilene: Filipo Junior y Cayo Octavio. Filipo era dos años mayor que César y también sería pretor al año siguiente, pero la edad de Octavio se encontraba entre la de los otros dos, lo que significaba que la primera oportunidad de convertirse en pretor no tendría lugar hasta el año después; eso debido, naturalmente, a que César, como patricio, podía ocupar un cargo curul dos años antes que cualquier plebeyo.

El viejo Filipo, malicioso y amoral, famoso sobre todo por el número de veces que se había cambiado de bando tras realizar alianzas con una facción u otra, todavía estaba vivo, y de vez en cuando asistía a alguna que otra sesión del Senado; pero sus días y la fuerza de aquel cuerpo hacía mucho que habían quedado atrás. Y su hijo no lo reemplazaría, pensó César, ni en el vicio, ni en el poder. «El joven» Filipo tenía mucho de epicúreo, era demasiado adicto a los placeres exquisitos del canapé de comedor y de las artes más suaves; se mostraba contento de cumplir con sus deberes en el Senado y de ascender en el
cursus honorum
porque estaba en su derecho, pero nunca de un modo que pudiera originarle enemistades con ninguna facción política. Era capaz de congeniar con Catón con tanta facilidad como congeniaba con César, aunque prefería la compañía de éste a la de Catón. Había estado casado con una Celia, y a la muerte de ella había elegido no volver a casarse para no imponerles una madrastra a su hijo y a su hija.

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