Las mujeres de César (61 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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En ese momento un escriba le tendió una nota al airado cónsul
senior
. Cicerón la leyó y luego se echó a reír.

—¡Bueno, Lucio Sergio! —le dijo a Catilina—, parece que se te está preparando otra pequeña dificultad. Lucio Emilio Paulo piensa acusarte bajo la
lex Plautia de vi,
eso acaba de anunciar desde la tribuna. —Cicerón se aclaró la garganta ostentosamente—. ¡Estoy seguro de que sabes quién es Lucio Emilio Paulo! ¡Un colega tuyo patricio y un colega tuyo revolucionario! Regresó a Roma después de algunos años en el exilio, y va muy por detrás de su hermano Lépido en lo que se refiere a la vida pública, pero por lo visto está deseoso de demostrar que ya no alberga ni un solo hueso rebelde en su noble cuerpo. Tú considerabas que sólo nosotros, los arribistas Hombres Nuevos, estábamos en tu contra, pero no podrás llamar a un Emilio arribista. ¿O sí?

—¡Oh, oh, oh! —dijo lentamente Catilina, levantando una ceja. Sacó una mano hacia adelante y la hizo aletear y temblar—. ¡Mira cómo tiemblo, Marco Tulio! ¿Han de procesarme acusado de incitar a la violencia pública? Pero, ¿cuándo he hecho yo eso? —Permaneció sentado, pero recorrió con la mirada las gradas con expresión terriblemente herida—. Quizá debería ofrecerme a mí mismo a la custodia de algún noble, ¿no, Marco Tulio? ¿Te complacería eso? —Miró fijamente a Mamerco—. Tú, Mamerco Emilio Lépido, príncipe del Senado, ¿me aceptas en tu casa como prisionero?

Cabeza de los Emilios Lépidos, y por lo tanto emparentado de cerca con el Paulo regresado del exilio, Mamerco se limitó a decir que no con la cabeza sonriendo.

—Yo no te quiero en mi casa, Lucio Sergio —repuso.

—¿Y tú, cónsul
senior
? —le preguntó Catilina a Cicerón.

—¿Cómo, admitir en mi casa a un asesino en potencia? ¡No, gracias! —dijo Cicerón.

—¿Y tú,
praetor urbanus
?

—No puede ser —respondió Metelo Celer—. Salgo para Ficenum mañana por la mañana.

—¿Y un plebeyo Claudio, entonces? ¿Te ofreces tú a tenerme en tu casa, Marco Claudio Marcelo? Tú te diste bastante prisa en seguir a tu amo Craso hace unos días!

—Me niego —dijo Marcelo.

—Tengo una idea mejor, Lucio Sergio —apuntó Cicerón—. ¿Por qué no te vas de Roma y te unes abiertamente a tu insurrección?

—No me iré de Roma, y no es mi insurrección —repuso Catilina.

—En ese caso, declaro terminada esta reunión —dijo Cicerón—. Roma está protegida de la mejor manera posible. Lo único que podemos hacer ahora es esperar a ver qué ocurre a continuación. Antes o después, Catilina, te traicionarás a ti mismo.

—Cómo desearía yo, sin embargo, que mi colega, tan amante de los placeres, Híbrido, regresase a Roma! —le dijo más tarde Cicerón a Terencia—. Aquí hay un estado de emergencia declarado oficialmente, y, ¿dónde está Cayo Antonio Híbrido? ¡Todavía recreándose en su playa privada de Cumae!

—No puedes ordenarle que regrese bajo el
senatus consultum ultimum
? —le preguntó Terencia.

—Supongo que sí.

—¡Pues hazlo, Cicerón! Puede que lo necesites.

—Dice que padece gota.

—Sí, la gota la tiene en la cabeza —bac el veredicto que dio Terencia.

Aproximadamente cinco horas antes del amanecer del séptimo día de noviembre, Tirón despertó de nuevo a Cicerón y a Terencia de un sueño profundo. —Tienes una visita,
domina
—dijo el amado esclavo.

Famosa por su reumatismo, la esposa del cónsul
senior
no dio ninguna muestra de ello al saltar de la cama —decentemente ataviada con un camisón, desde luego… ¡nada de dormir desnudos en casa de Cicerón!

—Es Fulvia Nobilioris —dijo ella al tiempo que empezaba a zarandear a Cicerón—. ¡Despierta, marido, despierta! ¡oh, qué gozo! ¡Por fin ha estado en una reunión de guerra!

—Me envía Quinto Curio —anunció Fulvia Nobilioris, cuyo rostro se veía viejo y desnudo, pues no había tenido tiempo de aplicarse maquillaje.

—¿Ha cambiado de idea?

—Sí. —La visitante cogió la copa de vino sin agua que Terencia le ofreció y dio un sorbo; se estremeció—. Se reunieron a medianoche en casa de Marco Porcio Leca.

—¿Quiénes se reunieron?

—Catilina, Lucio Casio, mi Quinto Curio, Cayo Cetego, los dos hermanos Sila, Gabinio Capitón, Lucio Statilio, Lucio Vargunteyo y Cayo Cornelio.

—¿Léntulo Sura no?

—No.

—Entonces parece que yo estaba equivocado acerca de él. —Cicerón se inclinó un poco hacia adelante—. ¡Sigue, mujer, sigue! ¿Qué ocurrió?

—Se reunieron para planear la caída de Roma y adelantar la rebelión —le dijo Fulvia Nobilioris, cuyo rostro ahora recuperaba un poco de color al surtir efecto el vino—. Cayo Cetego quería tomar Roma de inmediato, pero Catilina quiere esperar hasta que los levantamientos estén ya en marcha en Apulia, Umbría y el Brucio. Sugirió la noche de las Saturnales, y dio como motivo que es la única noche del año en que Roma está patas arriba, los esclavos gobiernan, las personas libres sirven y todos están borrachos. Y cree que eso es lo que tardará la revuelta en crecer.

Cicerón asintió; vio la lógica de todo aquello: las Saturnales se celebraban el decimoséptimo día de diciembre, seis semanas después. Pero para entonces toda Ttalia podía estar hirviendo.

—¿Y quién ganó, Fulvia? —preguntó.

—Catilina, aunque Cetego venció en una cosa.

—¿En cuál? —la animó suavemente el cónsul
senior
cuando ella se detuvo y empezó a temblar violentamente.

—Acordaron que tú debías ser asesinado de inmediato.

Desde el momento en que viera las cartas, Cicerón había sabido que no tenían intención de dejarlo con vida; pero oírlo de labios de aquella pobre mujer aterrorizada le daba un matiz de horror que Cicerón experimentó por primer vez. ¡Habían de asesinarlo inmediatamente! —¿Cómo y cuándo? —le preguntó—. ¡Vamos, Fulvia, dímelo! ¡No voy a llevarte a juicio, tú te has ganado una recompensa, no un castigo! iDímelo!

—Lucio Vargunteyo y Cayo Cornelio se presentarán aquí al alba junto con tus clientes —dijo ella.

—¡Pero ellos no son clientes míos! —le indicó Cicerón perplejo.

—Ya lo sé. Pero se decidió que vendrían a pedirte que los aceptases como clientes con la esperanza de que apoyases su regreso a la vida pública. Una vez aquí, pedirán una entrevista en privado en tu despacho para exponer su caso. Pero en lugar de eso, te apuñalarán hasta matarte y escaparán antes de que tus clientes se percaten de lo que ha ocurrido —le explicó Fulvia.

—Entonces eso tiene fácil solución —dijo Cicerón suspirando con alivio—. Atrancaré las puertas, pondré vigilancia en el peristilo y me negaré a recibir a mis clientes alegando que estoy enfermo. Y no saldré a la calle en todo el día. Ha llegado el momento de celebrar consejos. —Se puso en pie para darle palmaditas en la mano a Fulvia Nobilioris—. Te lo agradezco muy sinceramente, y dile a Quinto Curio que con su intervención se ha ganado el perdón completo. Pero dile también que si está dispuesto a testificar y a contarle todo esto a la Cámara pasado mañana, se convertirá en un héroe. Le doy mi palabra de que no permitiré que le ocurra nada.

—Se lo diré.

—¿Qué es lo que tiene planeado exactamente Catilina para las Saturnales?

—Tienen un gran acopio de armas en alguna parte, pero Quinto Curio no conoce el lugar; éstas se distribuirán entre todos los partidarios. Se provocarán doce incendios separados en toda la ciudad, incluido uno en el Capitolio, dos en el Palatino, dos en las Carinae y uno a cada lado del Foro. Algunos hombres han de ir a las casas de todos los magistrados y matarlos.

—Excepto a mí, que ya estaré muerto.

—Sí.

—Será mejor que te vayas, Fulvia —le dijo Cicerón al tiempo que le hacía una seña con la cabeza a su esposa—. Puede que Vargunteyo y Cornelio lleguen un poco temprano y no creo que sea bueno que te vean por aquí. ¿Has traído escolta?

—No —repuso ella en un susurro; la cara se le había puesto blanca otra vez.

—Entonces enviaré contigo a Tirón y a otros cuatro para que te acompañen.

—¡Vaya, bonito complot! —ladró Terencia al entrar con energía en el despacho de Cicerón en cuanto se hubo organizado la marcha de Fulvia —Nobilioris.

—Querida mía, sin ti yo ya habría muerto.

—Me doy perfecta cuenta de ello —dijo Terencia sentándose—.

He dado órdenes a los criados para que echen todos los cerrojos y las trancas en cuanto hayan regresado Tirón y los demás. Ahora escribe un aviso que diga que estás enfermo y no quieres recibir a nadie para que yo lo ponga en la puerta principal.

Cicerón, obediente, escribió el aviso, se lo entregó a su esposa y dejó que ésta se encargase de la logística. ¡Qué buen general de tropas habría sido Terencia! No se le olvidó nada, todo quedó bien cerrado.

—Necesitas ver a Catulo, a Craso, a Hortensio, si es que ha regresado de la costa, a Mamerco y a César —le dijo ella una vez que hubieron terminado los preparativos.

—No hasta esta tarde —dijo Cicerón débilmente—. Asegurémonos primero de que estoy fuera de peligro.

Tirón estaba apostado en el piso de arriba, asomado a una ventana desde la que se veía perfectamente la puerta principal; una hora después del amanecer informó de que Vargunteyo y Cornelio se habían marchado por fin, aunque no lo hicieron hasta después de intentar forzar varias veces la cerradura de la robusta puerta principal de Cicerón.

—Oh, esto es repugnante! —gritó el cónsul
senior
—. ¿Yo, el cónsul
senior
, tengo que estar encerrado en mi propia casa? ¡Tirón, manda a llamar a todos los consulares de Roma! Mañana le daré su merecido a Catilina.

Quince consulares acudieron a la cita: Mamerco, Publícola, Catulo, Torcuato, Craso, Lucio Cotta, Vatia Isáurico, Curio, Lúculo, Varrón Lúculo, Volcacio Tulo, Cayo Marcio Figulo, Glabrio, Lucio César y Cayo Pisón. Ni a los cónsules electos ni al pretor urbano electo, César, se les invitó; Cicerón había decidido que el consejo de guerra fuera solamente consultivo.

—Por desgracia no puedo convencer a Quinto Curio para que testffique, y eso significa que no tengo un caso sólido —dijo pesadamente cuando todos estos hombres se hubieron instalado en un atrio que resultaba demasiado pequeño como para que pudieran estar cómodos. ¡Tendría que conseguir dinero en alguna parte para comprar una casa mayor!—. Y tampoco hará ninguna declaración Fulvia Nobilioris, ni siquiera en el supuesto de que el Senado accediera a oír la declaración de una mujer.

—Por si te sirve de consuelo, Cicerón, yo ahora sí te creo —le dijo Catulo—. Pienso que no puedes haberte sacado de la imaginación todos esos nombres.

—¡Vaya, gracias, Quinto Lutacio! —dijo Cicerón con los ojos relampagueantes—. ¡Tu aprobación me llega al corazón, pero no me ayuda a decidir qué he de decir en el Senado mañana!

—Concéntrate en Catilina y olvídate de los demás —le aconsejó Craso—. Saca de tu caja mágica uno de esos estupendos discursos y dirígelo sólo contra Catilina. Lo que tienes que hacer es empujarlo a que se marche de Roma. El resto de la banda puede quedarse… pero nos encargaremos de tenerlos bien vigilados. Cortemos la cabeza que Catilina quería injertar en el cuello del cuerpo de la Roma fuerte pero sin cabeza.

—No se marchará si no lo ha hecho todavía —dijo Cicerón con aire lúgubre.

—Quizás sí —dijo Lucio Cotta—, si logramos convencer a ciertas personas de que eviten acercarse a él en la Cámara. Puedo encargarme de ir a ver a Publio Sila, y Craso puede ir a ver a Autronio, él lo conoce bien. Son con mucho los dos peces más gordos del estanque de Catilina, y yo apostaría ahora mismo a que si ellos evitan acercarse a él cuando entren en la Cámara, incluso aquellos cuyos nombres hemos oído hoy lo abandonarán. El instinto de conservación tiende a socavar la lealtad. —Se levantó y sonrió—. ¡Moved el culo, colegas consulares! Dejemos que Cicerón escriba el discurso más importante de su vida.

Que Cicerón había trabajado con denuedo se hizo evidente a la mañana siguiente, cuando reunió al Senado en el templo de Júpiter Stator, situado en la esquina de la Velia, un lugar difícil de atacar y fácil de defender. Había centinelas ostentosamente apostados en el exterior, y eso, naturalmente, atrajo un numeroso y curioso público de asiduos profesionales del Foro. Catilina llegó temprano, como Lucio Cotta había predicho, así que la táctica de dejarlo aislado se llevó a cabo de forma descarada. Sólo Lucio Casio, Cayo Cetego, el tribuno de la plebe electo Bestia y Marco Porcio Leca se sentaron junto a él, que miraba furioso a Publio Sila y a Autronio.

Luego se produjo un visible cambio en Catilina. Primero se volvió hacia Lucio Casio y le susurró algo al oído, luego hizo lo mismo con los demás. Los cuatro dijeron que no con lentos movimientos de cabeza, pero Catilina ganó la batalla. En silencio, se levantaron y se alejaron de él.

Después de lo cual Cicerón comenzó su discurso diciendo que había habido una reunión nocturna para planear la caída de Roma, y lo completó con todos los nombres de los hombres presentes y el nombre de aquél en cuya casa había tenido lugar la reunión. Cicerón exigía una y otra vez a lo largo del discurso que Lucio Sergio Catilina abandonase Roma, que librase a la ciudad de su maligna presencia.

Sólo una vez le interrumpió Catilina.

—¿Quieres que me vaya al exilio voluntariamente, Cicerón? —le preguntó en voz muy alta, porque las puertas estaban abiertas y la multitud se agolpaba fuera y se esforzaba por oír todas las palabras—. ¡Adelante, Cicerón, pregúntale a la Cámara si cree que yo debo irme al exilio voluntariamente! ¡Si la Cámara dice que debo hacerlo, lo haré!

A lo cual Cicerón no respondió, sólo siguió su apabullante discurso: Vete, márchate, Catilina, abandona Roma, ése era el tema del mismo.

Y después de tanta incertidumbre, resultó ser bastante fácil. Cuando Cicerón terminó, Catilina se puso en pie y adoptó un aire majestuoso.

—¡Me voy, Cicerón! ¡Abandono Roma! Ni siquiera quiero permanecer aquí mientras Roma esté gobernada por un huésped procedente de Arpinum, un residente forastero que ni es romano ni latino! ¡No eres más que un patán samnita, Cicerón, un tosco campesino de las colinas sin antepasados ni influencia! ¿Crees que eres tú quien me ha obligado a marcharme? ¡Bueno, pues no! ¡Han sido Catulo, Mamerco, Cotta, Torcuato! ¡Me voy porque ellos me han abandonado, no por nada de lo que tú digas! Cuando los iguales de un hombre lo abandonan, ese hombre está verdaderamente acabado. Por eso me voy.

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