Las mujeres de César (60 page)

Read Las mujeres de César Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
11.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

Respiró profundamente y comenzó…

—Estoy cansado de repetir la frase
senatus consultum de re publica defendenda
—anunció después de una hora de discurso de bien elegidas palabras—, así que voy a acuñar un nuevo término para el decreto último del Senado, el único decreto que el Senado puede proclamar como obligatorio para todos los Comicios, cuerpos gubernamentales, instituciones y ciudadanos. Voy a llamarlo
senatus consultuni ultimuni
. Y, padres conscriptos, quiero que decretéis un
senatus consultutn ultimum
.

—¿Contra mí, Marco Tulio? —le preguntó Catilina sonriendo.

—Contra la revolución, Lucio Sergio.

—Pero tú no has demostrado nada, Marco Tulio. Danos pruebas, no palabras!

Aquello iba a fracasar de nuevo.

—Quizá, Marco Tulio, estaríamos dispuestos a dar crédito a una rebelión en Etruria si tú abandonases este ataque personal contra Lucio Sergio —intervino Catulo—. Tus acusaciones contra él no tienen en absoluto fundamento, y eso, a su vez, arroja grandes sombras de duda sobre cualquier anormal estado de inquietud al noroeste del Tíber. Lo de Etruria es algo archisabido, y está claro que Lucio Sergio es el chivo expiatorio. No, Marco Tulio, no creeremos ni una sola palabra de ello sin que aportes pruebas más concretas que bonitos discursos.

—¡Tengo las pruebas concretas! —resonó una voz desde la puerta; y entró el ex pretor Quinto Arrio.

Con las rodillas temblorosas, Cicerón se sentó bruscamente en la silla de marfil propia de su cargo y miró boquiabierto a Arrio, que estaba despeinado del viaje y llevaba puesto todavía el atuendo de montar a caballo.

La Cámara estaba murmurando y empezaba a mirar a Catilina, que se encontraba sentado entre sus amigos y parecía estar pasmado a causa del asombro.

—Sube al estrado, Quinto Arrio, y dinos lo que sepas.

—Hay una revolución en Etruria —dijo simplemente Arrio—. Lo he visto con mis propios ojos. Todos los veteranos de Sila han salido de sus granjas y están muy atareados reclutando voluntarios, en su mayoría hombres que han perdido sus casas o sus propiedades en estos tiempos difíciles. He encontrado su campamento a unas cuantas millas de Fésulas.

—¿Cuántos hombres armados, Arrio? —le preguntó César.

—Unos dos mil.

Aquello provocó un suspiro de alivio, pero los rostros mostraron de nuevo preocupación cuando Arrio continuó explicando que había campamentos parecidos en Aretio, Volaterra y Saturnia, y que había además muchas probabilidades de que Clusium también estuviera implicada.

—Y qué dices de mí, Quinto Arrio? —le preguntó Catilina a voz en grito—. ¿Soy yo su líder, aunque esté aquí sentado en Roma?

—Su líder, según he podido informarme, Lucio Sergio, es un hombre llamado Cayo Manlio, que fue uno de los centuriones de Sila. Nunca oí proflunciar tu nombre, ni tengo ninguna prueba para incriminarte.

Ante lo cual los hombres que rodeaban a Catilina prorrumpieron en vítores, y el resto de la Cámara respiró aliviada. Tragándose su perra, el cónsul
senior
le dio las gracias a Quinto Arrio y le pidió de nuevo a la Cámara que emitiera un
senatus consultum ultimum
que le permitiera a él y a su gobierno tomar medidas contra las tropas rebeldes de Etruria.

—Propondré una división —dijo—. Todos aquellos que aprueben la emisión de un
senatus consultum ultimum
para hacer frente a la rebelión en Etruria que tengan la bondad de ponerse a mi derecha. Los que se opongan que pasen a mi izquierda.

Todos pasaron a la derecha, incluido Catilina y todos sus partidarios. Catilina tenía una expresión que decía: «Ahora hazlo todo lo peor que puedas, so advenedizo de Arpinum!»

—No obstante —dijo el pretor Léntulo Sura cuando todos hubieron vuelto a sus lugares—, las concentraciones de tropas no necesariamente significan que se intente un levantamiento en serio, por lo menos de momento. ¿Has oído alguna fecha, Quinto Arrio, cinco días antes de las calendas de noviembre, por ejemplo, que es la fecha que se menciona en esas famosas cartas enviadas a Marco Craso?

—No he oído ninguna fecha —repuso Arrio.

—Lo pregunto porque el Tesoro en este momento no se encuentra en situación de hallar grandes sumas de dinero para llevar a cabo campañas de reclutamiento masivo —continuó diciendo Léntulo Sura—. ¿Puedo sugerir, Marco Tulio, que de momento ejerzas tu… esto… tu
senatus consultum ultimum
de un modo comedido?

Los rostros que lo miraban fijamente aprobaban tal sugerencia, eso estaba claro; por lo tanto Cicerón se contentó con una disposición según la cual todo gladiador profesional fuera expulsado de Roma.

—Pero cómo, Marco Tulio? ¿No das directrices para que se entreguen arruas a todos los ciudadanos de esta ciudad registrados para poder llevarlas en tiempos de emergencia? —le preguntó dulcemente Catilina.

—¡No, Lucio Sergio, eso no pienso ordenarlo hasta que haya demostrado que tú y los tuyos sois enemigos públicos! —repuso bruscamente Cicerón—. ¿Por qué habría yo de entregar armas a nadie de quien considere que acabará volviendo esas armas contra todos los ciudadanos leales? —Esta persona es perniciosa! —gritó Catilina con las manos extendidas—. ¡No tiene la menor prueba, pero persiste en perseguirme maliciosamente!

Pero Catulo estaba acordándose de cómo se habían sentido Hortensio y él el año anterior, cuando habían conspirado para quitar a Catilina de la silla en la que prácticamente ellos habían instalado a Cicerón como alternativa preferible. ¿Era posible que Catilina fuera el principal instigador? Cayo Manlio era cliente suyo. También lo era otro de los revolucionarios, Publio Furio. Quizá fuera prudente averiguar si Minucio, Publicio y Aulo Fulvio eran también clientes de Catilina. Al fin y al cabo, ninguno de aquellos que se encontraban sentados alrededor de Catilina era precisamente un pilar de rectitud. Lucio Casio era un tanto gordo, y en cuanto a Publio Sila y Publio Autronio… ¿no habían sido despojados del cargo de cónsules antes de asumir siquiera dicho cargo? ¿Y no había circulado en aquella época el fuerte rumor de que estaban planeando asesinar a Lucio Cotta y a Torcuato, sus sustitutos? Catulo decidió abrir la boca.

—¡Deja en paz a Marco Tulio, Lucio Sergio! —ordenó con hastío—. Puede que nos veamos obligados a soportar una pequeña guerra privada entre vosotros dos, pero no nos hace ninguna falta aguantar que un privatus intente decirle al cónsul
senior
legalmente elegido cómo tiene que utilizar su… esto… senatus consultum ultimum. Da la casualidad de que yo estoy de acuerdo con Marco Tulio. De ahora en adelante las concentraciones de tropas en Etruria serán estrechamente vigiladas. Por ello, de momento, nadie en esta ciudad necesita recibir armas.

—Te estás acercando, Cicerón— le dijo César cuando la Cámara se disolvió—. Catulo está pensando dos veces lo de Catilina.

—¿Y tú?

—Oh, yo creo que realmente es un mal hombre. Por eso le pedí a Quinto Arrio que investigase un poco en Etruria.

—¿Tú se lo encargaste a Arrio?

—Bueno, a ti no te iba demasiado bien, ¿no es cierto? Elegí a Arrio porque fue soldado con Sila, y los veteranos de Sila lo quieren muchísimo. Hay pocos rostros entre los escalones superiores de Roma capaces de no despertar sospechas entre esos descontentos granjeros veteranos, pero el rostro de Arrio es precisamente uno de ellos —dijo César.

—Entonces estoy en deuda contigo.

—No le des importancia. Como todos los de mi clase, soy reacio a abandonar a un colega patricio, pero no soy tonto, Cicerón. No quiero tener parte en una insurrección, ni puedo permitirme que se me identifique con un colega patricio que sí participa en ella. Mi estrella sigue en ascenso. Es una lástima que la de Catilina ya se haya apagado, pero así es. Por ello Catilina es una fuerza agotada en la política romana. —César se encogió de hombros—. Y yo no puedo tener relaciones con fuerzas agotadas; y lo mismo podría decirse de muchos de nosotros, desde Craso hasta Catulo. Como puedes ver ahora.

—Tengo hombres apostados en Etruria. Si el levantamiento realmente tiene lugar cinco días antes de las calendas, Roma lo sabrá dentro de un día.

Pero Roma no lo supo en el plazo de un día. Cuando acabó el cuarto día antes de las calendas de noviembre, no había ocurrido nada. Los cónsules y pretores que según las cartas habían de ser asesinados andaban a sus negocios sin que nadie les molestase, y no llegó de Etruria ninguna noticia referente a una rebelión.

Cicerón vivía presa de un frenesí mezcla de duda y ansiedad, y éste estado de ánimo no lo mejoraban precisamente las constantes burlas por parte de Catilina, ni la súbita frialdad que de pronto emanaba de Catulo y de Craso. ¿Qué habría sucedido? ¿Por qué no llegaba ninguna noticia?

Llegaron las calendas de noviembre; seguían sin noticias. No es que Cicerón hubiera estado del todo ocioso durante aquellos espantosos días en que se vio obligado a esperar los acontecimientos. Rodeó la ciudad con destacamentos de tropas procedentes de Capua, apostó una cohorte en Ocriculum, otra en Tibur, una en Ostia, una en Preneste y dos en Veyos; más no podía hacer, porque en ningún sitio había más tropas disponibles lo bastante preparadas para luchar, ni siquiera en Capua.

Luego, pasado el mediodía de las calendas, todo sucedió de golpe. Desde Preneste, que se declaró bajo ataque, llegó un frenético mensaje pidiendo ayuda. Y después por fin llegó otro desde Fésulas, también bajo ataque. En realidad el levantamiento había empezado cinco días antes, exactamente como habían indicado las cartas. Al ponerse el sol llegaron más mensajes que informaban sobre la inquietud existente entre los esclavos en Capua y Apulia. Cicerón convocó el Senado para el día siguiente al amanecer.

¡Era asombroso lo conveniente que podía resultar el proceso dcl triunfo! Durante cincuenta años la presencia del ejército de un triunfador, en el Campo de Marte durante un período de crisis para Roma había logrado librar a la ciudad de todo peligro. La crisis actual no era diferente. Quinto Marcio Rex y Metelo Pequeña Cabra Crético estaban ambos en el Campo de Marte aguardando sus triunfos. Desde luego, ninguno de los dos hombres tenía más de una legión consigo, pero eran legiones veteranas. Con el completo consentimiento del Senado, Cicerón envió al Campo de Marte órdenes para que Metelo Pequeña Cabra se dirigiera al Sur, hacia Apulia, y que en el camino socorriera Preneste; y que Marcio Rex se dirigiese al Norte, hacia Fésulas.

Cicerón tenía ocho pretores a su disposición, aunque mentalmente había excluido a Léntulo Sura; dio instrucciones a Quinto Pompeyo Rufo para que fuera a Capua y comenzase a reclutar tropas entre los muchos veteranos asentados en las tierras de Campania. Y ahora, ¿quién más? Cayo Pompeyo era un Hombre Militar y además un buen amigo, lo cual significaba que era mejor retenerlo en Roma para otras obligaciones más serias. Cosconio era hijo de un brillante general, pero nada adecuado en el campo de batalla. Roscio Otón era un gran amigo de Cicerón, pero resultaba más efectivo buscando favores que como general o reclutando soldados. Aunque Sulpicio no era patricio, no obstante parecía simpatizar un poco con Catilina, y el patricio Valerio Flaco era otro en quien Cicerón no acababa de confiar. Lo cual dejaba solamente a un
praetor urbanus
, Metelo Celer. Hombre de Pompeyo, y completamente leal.

—Quinto Cecilio Metelo Celer, te ordeno que vayas a Picenum y comiences a reclutar soldados allí —le dijo Cicerón.

Celer se puso en pie y frunció el entrecejo.

—Naturalmente me alegra hacerlo, Marco Tulio, pero hay un problema. Como pretor urbano no puedo permanecer ausente de Roma más de diez días seguidos.

—Bajo un
senatus consultum ultimum
puedes hacer cualquier cosa que el Estado te ordene mientras no se quebrante la ley o la tradición.

—Ojalá yo estuviera de acuerdo con tu interpretación —le interrumpió César—, pero no lo estoy, Marco Tulio. El decreto último se extiende sólo a la crisis, no altera las funciones magistrales normales.

—¡Necesito a Celer para manejar la crisis! —dijo Cicerón con brusquedad.

—Tienes otros cinco pretores que no has utilizado todavía —le dijo César.

—¡Yo soy el cónsul
senior
, y enviaré al pretor que más me convenga!

—¿Aunque actúes de forma ilegal?

—¡No estoy actuando ilegalmente! ¡El
senatus consulturn ultimum
está por encima de todas las demás consideraciones, incluidas las «funciones magistrales normales», como tú llamas a los deberes de Celer! —Con el rostro cada vez más enrojecido, Cicerón había empezado a dar voces—. ¿Pondrías en tela de juicio el derecho de un dictador nombrado formalmente para enviar a Celer fuera de la ciudad durante más de diez días seguidos?

—No, no lo haría —repuso César con mucha calma—. Por eso, Marco Tulio, ¿por qué no hacer esto como es debido? Anula ese juguete con el que estás jugando y pídele a este cuerpo que nombre un dictador y alguien que lleve las riendas para ir a hacer la guerra contra Cayo Manlio.

—¡Qué idea más brillante! —comentó Catilina con voz lenta; se hallaba sentado en el lugar acostumbrado y estaba rodeado de todos los hombres que le apoyaban.

—¡La última vez que Roma tuvo un dictador, acabó gobernando como si fuera un rey! —gritó Cicerón—. ¡El
senatus consultuni ultimum
se ha ideado para manejar crisis civiles de tal manera que el control absoluto no caiga sólo en manos de un hombre!

—¿Cómo es que tú no tienes todo el control, Cicerón? —le preguntó Catilina.

—¡Yo soy el cónsul
senior
!

—Y tomas todas las decisiones justo como si fueras dictador —se mofó Catilina.

—¡Soy el instrumento del
senatus consulturn ultimum
!

—Tú eres el instrumento del caos magistral —le dijo César—. Dentro de poco más de un mes los nuevos tribunos de la plebe asumen el cargo, y los días anteriores y posteriores a ese acontecimiento requieren que el pretor urbano esté presente en Roma.

—¡No hay ninguna ley en las tablillas a tal efecto!

—Pero hay una ley que dice que el pretor urbano no puede estar ausente de Roma más de diez días seguidos.

—¡Muy bien, muy bien! —gritó Cicerón—. ¡Saliste con la tuya! ¡Quinto Cecilio Metelo Celer, te ordeno que vayas a Picenum, pero solicito que vuelvas a Roma cada undécimo día! ¡También regresarás a Roma seis días antes de que los nuevos tribunos de la plebe asuman su cargo, y permanecerás en Roma seis días después de dicho acontecimiento!

Other books

Lives of Kings by Lucy Leiderman
Nightingale by Fiona McIntosh
Her Master and Commander by Karen Hawkins
Their Christmas Vows by Margaret McDonagh
Dare by Hannah Jayne
Driftwood Summer by Patti Callahan Henry
The Vagabond Clown by Edward Marston
Everything You Want by Barbara Shoup
Too Close by Sasha White