Read Las mujeres de César Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (92 page)

BOOK: Las mujeres de César
2.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Esta vez las mujeres presentes no chillaron. Se elevaron gemidos y suspiros que hablaron en susurros a la negrura situada detrás de las columnas y se perdieron allí, en el interior de los rincones, dentro de cada corazón. La ciudad estaba maldita.

Cien manos empujaron a Pompeya, a Fulvia, a Clodia y a Clodilla hasta la parte delantera del numeroso grupo, que ya había disminuido, y allí se quedaron de pie, llorando y mirando a su alrededor llenas de confusión; ninguna de ellas se encontraba cerca cuando se descubrió a Clodio, sólo sabían que la fiesta de la Bona Dea había sido profanada por un hombre.

La madre del pontífice máximo las miró de arriba abajo, tan justa como despiadada. ¿Habían tenido ellas algo que ver en la conspiración? Pero todas tenían los ojos muy abiertos, estaban asustadas, completamente abrumadas. No, decidió Aurelia, ellas no habían tomado parte. Ninguna mujer que estuviera por encima de una tonta esclava griega como Doris consentiría en algo tan monstruoso, tan inconcebible. ¿Y qué le habría prometido Clodio a aquella idiota muchacha esclava de Pompeya a fin de obtener su cooperación?

Doris estaba de pie entre Servilia y Cornelia Sila, llorando con tanta fuerza que le manaba más líquido de la nariz y la boca que de los ojos. A ella le tocaría el turno dentro de un momento, pero primero las invitadas.

—Señoras, todas vosotras excepto las de las cuatro primeras filas, por favor, salid. Esta casa es impía, vuestra presencia aquí es nefasta. Esperad en la calle vuestros medios de transporte, o marchaos a vuestras casas en grupos. A las de las filas delanteras las necesito para que sean testigos, porque si a esta muchacha no la ponemos a prueba ahora, tendrá que esperar a ser interrogada por hombres, y los hombres se comportan como tontos cuando interrogan a mujeres jóvenes.

Le llegó el turno a Doris.

—¡Límpiate la cara, muchacha! —ladró Aurelia—. ¡Venga, límpiate la cara y guarda la compostura! ¡Si no lo haces, te haré azotar aquí mismo!

La muchacha puso en juego la túnica tejida en casa; obedeció la orden porque la palabra de Aurelia era ley.

—¿Quién te ha metido en esto, Doris?

—¡Él me prometió una bolsa de oro y la libertad,
domina
!

—¿Publio Clodio?

—Sí.

—¿Fue sólo Publio Clodio, o hubo alguien más implicado?

¿Qué podía decir para que el castigo que se avecinaba fuera más leve? ¿Cómo podía sacarse de encima por lo menos parte de la culpa? Doris pensó con la velocidad y la astucia propias de alguien a quien se ha vendido como esclava después de que los piratas atacaron su aldea de pescadores licios; entonces ella tenía doce años, estaba madura para violarla y era apropiada para venderla. Entre aquel momento y Pompeya Sila había tenido que aguantar a otras dos amas, mayores y más frías que la esposa del pontífice máximo. La vida al servicio de Pompeya había resultado ser los Campos Elíseos, y el pequeño cofre que tenía Doris debajo del catre en su propio dormitorio, situado dentro de los aposentos de Pompeya, estaba lleno de regalos; Pompeya era tan generosa como descuidada. Pero ahora nada le importaba a Doris excepto la perspectiva del látigo. ¡Si le arrancaban la piel, Astianax nunca volvería a mirarla! Cuando los hombres la miraran sentirían un estremecimiento.

—Sólo hubo otra persona,
domina
—murmuró.

—¡Habla alto para que podamos oírte, muchacha! ¿Quién más está implicado?

—Mi ama,
domina
. La señora Pompeya Sila.

—¿De qué manera? —le preguntó Aurelia, sin hacer caso del grito ahogado de Pompeya y del enorme murmullo de las presentes.

—Si hay hombres presentes,
domina
, tú nunca permites que la señora Pompeya esté fuera de la vista de Polixena. Yo tenía que dejar entrar a Publio Clodio y llevarlo arriba, donde podrían estar juntos a solas.

—¡No es cierto! —gimió Pompeya—. ¡Aurelia, juro por todos nuestros dioses que no es cierto! ¡Lo juro por Bona Dea! ¡Lo juro, lo juro, lo juro!

Pero la esclava se aferró obstinadamente a su historia de la cita amorosa; no había manera de hacerla mover de ahí.

Una hora más tarde Aurelia se dio por vencida.

—Las testigos pueden irse a casa. Esposa y hermanas de Publio Clodio, vosotras también podéis iros. Estad preparadas para contestar preguntas mañana, cuando una de nosotras vaya a veros. Éste es un asunto exclusivamente de mujeres; serán mujeres quienes se encarguen de vosotras.

Pompeya Sila se había desplomado en el suelo hacía largo rato, y allí seguía tumbada, sollozando.

—Polixena, llévate a la esposa del pontífice máximo a sus propias habitaciones y no te apartes de su lado ni un instante.

—¡Mamá! —le rogó Pompeya a gritos a Cornelia Sila mientras Polixena la ayudaba a ponerse en pie—. ¡Mamá, ayúdame! ¡Por favor, ayúdame!

Otra cara hermosa, pero pétrea.

—Nadie puede ayudarte salvo Bona Dea. Ahora ve con Polixena, Pompeya.

Cardixa había regresado de cumplir con su deber ante las grandes puertas de bronce; había dejado salir a las llorosas invitadas, cuyas túnicas arrugadas y marchitas les azotaban el cuerpo agitadas por un viento cortante y frío, incapaces de caminar a causa del susto, pero condenadas a esperar largo rato unas literas y escoltas que se habían evaporado, pues estaban seguros de que no se necesitarían sus servicios hasta el amanecer. Así que se sentaron al borde de la vía Sacra y se acurrucaron juntas para combatir el frío, contemplando, horrorizadas, la ciudad que había sido maldecida.

—Cardixa, encierra a Doris. —¿Qué me va a suceder a mí? —gritó la muchacha mientras la obligaban a marcharse de allí a paso de marcha—. Domina, ¿qué me va a pasar a mí?

—Responderás ante Bona Dea.

Las horas de la noche fueron avanzando poco a poco hasta la tenue tristeza del canto del gallo; quedaban Aurelia, Servilia y Cornelia Sila.

—Vamos al despacho de César y sentémonos. Beberemos un poco de vino —una risa triste—, pero no lo llamaremos leche.

El vino, de la provisión que tenía César en una mesa, les ayudó un poco; Aurelia se pasó una temblorosa mano por los ojos, irguió los hombros y miró a Cornelia Sila.

—¿Qué te parece a ti,
avia
? —preguntó la madre de Pompeya.

—Yo creo que Doris estaba mintiendo.

—Yo también —dijo Servilia.

—Yo siempre he sabido que mi pobre hija era muy estúpida, pero nunca ha sido maliciosa ni destructiva. Sencillamente, no tendría el valor de ayudar a un hombre a violar los ritos de la Bona Dea, de verdad que no.

—Pero no es eso lo que va a pensar Roma —dijo Servilia.

—¡Tienes razón, toda Roma creerá que se han producido citas amorosas durante una ceremonia sacratísima, y comenzarán las murmuraciones! Oh, es una pesadilla! ¡Pobre César, pobre César! ¡Que tenga que pasar esto en su casa, con su esposa! ¡Oh, dioses, qué festín para sus enemigos! —se quejó Aurelia.

—La bestia tiene dos cabezas. El sacrilegio es más aterrador, pero es posible que el escándalo resulte más memorable —intervino Servilia.

—Estoy de acuerdo —dijo Cornelia Sila al tiempo que se estremecía—. ¿Podéis imaginar lo que se estará diciendo en este momento a lo largo de la vía Nova, entre el jaleo que se ha producido y todas las criadas muriéndose de ganas de ir por ahí con el cuento mientras andan por las tabernas a la caza de los portadores de las literas? Aurelia, ¿cómo podemos demostrarle a la Diosa Buena que la amamos?

—Espero que Fabia y Terencia, ¡qué mujer tan sensata y excelente es Terencia!, estén ocupadas averiguándolo en este momento.

—¿Y César? ¿Lo sabe ya? —quiso saber Servilia, cuya mente nunca dejaba de pensar en él.

—Cardixa ha ido a decírselo. Entre ellos hablan en galo de Arvernia si hay alguien presente.

Cornelia Sila se puso en pie e hizo un gesto con las cejas para indicarle a Servilia que era hora de que se marchasen.

—Aurelia, pareces muy cansada. No hay nada más que podamos hacer. Me voy a casa a acostarme, y espero que tú tengas intención de hacer lo mismo.

Actuando de un modo muy correcto, César no regresó a la
domus publica
antes del amanecer. En lugar de hacerlo fue primero a la Regia, donde estuvo rezando, ofreció un sacrificio sobre el altar y encendió un fuego en el hogar sagrado. Después se instaló en los dominios oficiales del pontífice máximo, situado justo detrás de la Regia, encendió todas las lámparas, mandó llamar a todos los acólitos de la Regia y se aseguró de que hubiera sillas suficientes para los pontífices que en aquel momento había en Roma. Luego avisó a Aurelia, pues sabía que ella estaría esperando esa llamada.

¡Parecía vieja! ¿Su madre, vieja?

—Oh,
mater
, cuánto lo lamento —dijo mientras la ayudaba a sentarse en la silla más cómoda.

—No lo sientas por mí, César. Siéntelo por Roma. Es una terrible maldición.

—Roma se arreglará, todos los colegios religiosos se ocuparán de que así sea. Más importante es que tú te recuperes. Sé cuánto significaba para ti celebrar la Bona Dea. ¡Qué asunto tan desgraciado, idiota y estrafalario!

—Una podría esperarse que algún tipo grosero de Subura trepara a una pared por la curiosidad producida por la borrachera. ¡Pero no puedo entenderlo tratándose de Publio Clodio! Oh, sí, ya sé que lo educó ese tonto complaciente de Apio Claudio, que lo adora; y me doy cuenta de que Clodio es un gamberro. Pero, ¿disfrazarse de mujer para violar la celebración de la Bona Dea? ¿Cometer semejante sacrilegio conscientemente? ¡Debe de estar loco!

César se encogió de hombros.

—Quizá lo esté,
mater
. Es una familia antigua, y se han casado mucho entre ellos. ¡Los Claudios Pulcher tienen sus rarezas, desde luego! Siempre han sido irreverentes: mira el Claudio Pulcher que ahogó los pollos sagrados y luego perdió la batalla de Drepana durante nuestra primera guerra contra Cartago. ¡Por no hablar de cuando puso a su hija vestal en su carro triunfal ilegal! Una pandilla muy rara; brillante, pero inestable. Como es Clodio, creo yo.

—Violar la Bona Dea es peor que violar a una vestal.

—Bueno, según Fabia eso también lo intentó Clodio. Luego, cuando vio que no tenía éxito, acusó a Catilina. —César suspiró y se encogió de hombros—. Desgraciadamente, la locura de Clodio es de esa clase que parece cuerda. No podemos marcarlo con un hierro como maníaco y encerrarlo.

—¿Se le juzgará ante la ley?

—Puesto que tú lo desenmascaraste delante de las esposas y de las hijas de consulares,
mater
, tendrá que ser juzgado.

—¿Y Pompeya?

—Cardixa me ha dicho que tú la creías inocente de complicidad. —Así es. Y también Servilia y la madre de Pompeya. —Por lo tanto se reduce a la palabra de Pompeya contra la palabra de una esclava… a menos, claro está, que Clodio también la acuse a ella.

—No hará eso —dijo Aurelia con aire lúgubre.

—¿Por qué?

—Porque entonces no tendría otra opción más que admitir que él cometió sacrilegio. Clodio lo negará todo.

—Fuisteis demasiadas las que lo visteis.

—Con la cara cubierta de pintura. Yo la froté y puse al descubierto a Clodio. Pero yo creo que un puñado de los mejores abogados de Roma podría hacer que la mayor parte de los testigos dudasen de lo que vieron con sus propios ojos.

—Lo que estás diciendo es que sería mejor para Roma que Clodio fuera absuelto.

—Oh, sí. La Bona Dea es cosa de mujeres exclusivamente. Ella no les agradecerá a los hombres de Roma que apliquen ningún castigo en su nombre.

—No se puede dejar escapar a Clodio,
mater
. El sacrilegio es público. —Nunca conseguirá escapar, César. Bona Dea lo encontrará y le dará su merecido cuando ella estime oportuno. —Aurelia se levantó—. Los pontífices llegarán pronto, de manera que me marcho. Cuando me necesites, envía a buscarme.

Catulo y Vatia Isáurico entraron no mucho después; Mamerco lo hizo con tanta rapidez detrás de ellos que César no dijo nada hasta que los tres estuvieron sentados.

—Nunca dejo de asombrarme, pontífice máximo, de la gran cantidad de información que eres capaz de meter en una sola hoja de papel —le dijo Catulo—, y siempre expresado con tanta lógica, tan fácil de asimilar.

—Pero no resulta un placer leerlo —dijo César.

—No, esta vez, eso no.

Otros hombres iban pasando por la puerta: Silano, Acilio Glabrio, Varrón Lúculo, el cónsul para el año próximo, Marco Valerio Mesala Níger, Metelo Escipión y Lucio Claudio, el Rex Sacrorum.

—En estos momentos no hay más en Roma. ¿Estás de acuerdo en que comencemos, Quinto Lutacio? —preguntó César.

—Podemos comenzar, pontífice máximo.

—Ya tenéis un resumen de la crisis en la nota que os he enviado, pero haré que mi madre os cuente exactamente qué ocurrió. Me doy cuenta de que debería hacerlo Fabia, pero en este momento ella y las demás vestales adultas están buscando en los libros los rituales apropiados para la expiación.

—Aurelia nos resulta muy satisfactoria, pontífice máximo.

Así que Aurelia acudió y contó su historia secamente, sucintamente, con eminente buen sentido y gran serenidad. ¡Qué alivio! De pronto, hombres como Catulo se estaban dando cuenta de que César se parecía a su madre.

—¿Estarías dispuesta a declarar en el tribunal que ese hombre era Publio Clodio? —le preguntó Catulo.

—Sí, pero bajo protesta. Que Bona Dea se encargue de él.

Ellos le dieron las gracias incómodos; César le dijo que podía retirarse.

—Rex Sacrorum, solicito en primer lugar tu veredicto —dijo entonces César.

—Publio Clodio
nefas esse
.

—¿Quinto Lutacio?


Nefas esse
.

Y así sucesivamente, todos los hombres declararon que Publio Clodio era culpable de sacrilegio.

Aquel día no hubo corrientes subterráneas que brotasen de enemistades o rencores personales. Todos los sacerdotes estuvieron absolutamente de acuerdo, y agradecidos a la mano firme de César. La política exigía enemistad, pero una crisis religiosa no. Eso afectaba a todos por igual, era necesario que hubiera unión.

—Daré instrucciones para que los quince custodios miren inmediatamente los libros proféticos y consulten al Colegio de los Augures para pedirles su opinión —dijo César—. El Senado se reunirá y nos pedirá opinión, y debemos estar preparados.

—Clodio tendrá que ser juzgado —dijo Mesala Níger, a quien se le ponía la carne de gallina sólo de pensar en lo que se había atrevido a hacer Clodio.

BOOK: Las mujeres de César
2.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Fighting Ever After (Ever After #3) by Stephanie Hoffman McManus
The Frenzy by Francesca Lia Block
The Rebel’s Daughter by Anita Seymour
STRINGS of COLOR by Marian L. Thomas
Murder on the Silk Road by Stefanie Matteson
The Wisdom of Hair by Kim Boykin