Las mujeres de César (93 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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—Eso requerirá un decreto de recomendación del Senado y un proyecto de ley especial en la Asamblea Popular. Las mujeres están en contra, pero creo que tienes razón, Níger. Hay que juzgarlo. Sin embargo, lo que queda de este mes será expiatorio, no retaliatorio, lo cual significa que los cónsules del año próximo heredarán el asunto.

—¿Y qué hay de Pompeya? —preguntó Catulo, pues ningún otro se atrevía a hacerlo.

—Si Clodio no la implica, y parece ser que mi madre piensa que no lo hará, entonces su parte en el sacrilegio se basa solamente en el testimonio de una esclava que a su vez se encuentra implicada en ello —respondió César con voz muy fría—. Eso significa que no se la puede condenar públicamente.

—¿Tú opinas que ella estuvo implicada en el asunto, pontífice máximo?

—No, yo no. Ni mi madre, que estaba allí. La esclava está ansiosa por salvar la piel, cosa que es comprensible. Bona Dea exigirá su muerte, de lo cual ella aún no se ha dado cuenta, pero eso no está en nuestras manos. Es asunto de mujeres. —¿Y la esposa y las hermanas de Clodio? —quiso saber Vatia Isáurico. —Mi madre dice que son inocentes. —Tu madre tiene razón —dijo Catulo—. Ninguna mujer romana se atrevería a profanar los misterios de Bona Dea, ni siquiera Fulvia o Clodia. —No obstante, todavía me queda algo por hacer con respecto a Pompeya —dijo César haciéndole una seña a un acólito escriba que sostenía las tablillas—. Toma nota: «A Pompeya Sila, esposa de Cayo Julio César, pontífice máximo de Roma: por la presente te repudio y te devuelvo a casa de tu hermano. No hago reclamación alguna sobre tu dote.»

Nadie dijo ni una palabra, ni halló el valor para hablar siquiera después de que el lacónico documento le fue presentado a César para que lo firmase.

Luego, cuando el portador de la nota salió para entregarla en la
domus publica
, Mamerco habló.

—Mi esposa es la madre de Pompeya, pero ella no la admitirá en su casa.

—Ni nadie debería pedirle que lo hiciera —le advirtió César tranquilamente—. Por eso he dispuesto que se la envíe a casa de su hermano mayor, que es su
paterfamilias
. Está gobernando la provincia de Africa, pero su esposa se encuentra aquí. La quieran en su casa o no, deben aceptarla.

Fue Silano quien por fin formuló la pregunta que todos deseaban hacer.

—César, dices que crees que Pompeya es inocente de toda complicidad. Entonces, ¿por qué la repudias?

César alzó las rubias cejas; parecía sorprendido por la pregunta.

—Porque la esposa de César, como toda la familia de César, debe estar por encima de toda sospecha —dijo.

Y unos días más tarde, cuando se le hizo la misma pregunta en la Cámara, dio exactamente la misma respuesta.

Fulvia estuvo abofeteando a Publio Clodio a ambos lados de la cara hasta que a él se le partió el labio y comenzó a sangrar por la nariz.

—¡Eres tonto! —gruñía Fulvia a cada bofetada—. ¡Tonto! ¡Tonto! ¡Tonto!

Clodio no trató de luchar contra ella, ni apelar a sus hermanas, que estaban allí mirando con angustiada satisfacción.

—¿Por qué? —le preguntó Clodia cuando Fulvia hubo terminado de abofetearle.

Pasó cierto tiempo antes de que Clodio pudiera responder, y lo hizo cuando dejó de sangrar y las lágrimas dejaron de fluir. Entonces dijo: —Quería hacer sufrir a Aurelia y a Fabia.

—¡Clodio, has destruido Roma! ¡Estamos malditos! —le gritó Fulvia.

—Oh, pero, ¿qué os pasa? —gritó él—. Un puñado de mujeres librándose de su resentimiento contra los hombres. ¿Qué sentido tiene eso? ¡Yo he visto los látigos! ¡Sé lo de las serpientes! ¡No es más que un montón de tonterías!

Pero aquello sólo sirvió para empeorar las cosas; las tres mujeres se lanzaron contra él y volvieron a abofetearle y a darle puñetazos.

—¡Bona Dea no es una bonita estatua griega! —dijo Clodilla entre dientes—. Bona Dea es tan antigua como Roma, es nuestra, es la Diosa Buena. Toda mujer que se encontrase presente en tu profanación y que estuviese embarazada tendrá que tomar la medicina por haber formado parte.

—¡Y eso me incluye a mí! —dijo Fulvia echándose a llorar.

—¡No!

—¡Sí, sí, sí! —gritó Clodia mientras le propinaba un puntapié—. Oh, Clodio, ¿por qué? ¡Debe de haber miles de maneras de vengarte de Aurelia y de Fabia! ¿Por qué cometer sacrilegio? ¡Estás condenado a la perdición!

—¡No lo pensé, me pareció perfecto! —Intentó cogerle la mano a Fulvia—. ¡Por favor, no le hagas daño a nuestro hijo!

—¿Es que no lo entiendes todavía? —le gritó Fulvia apartándose de él—. ¡Tú eres quien le ha hecho daño a nuestro hijo! ¡Nacería deforme y monstruoso, tengo que tomar la medicina! ¡Clodio, estás maldito!

—¡Sal de aquí! —gritó Clodilla—. ¡Sobre el vientre, como una serpiente!

Clodio se arrastró sobre el vientre y salió de allí como una serpiente.

—Tendrá que celebrarse otra Bona Dea —le dijo Terencia a César cuando Fabia, Aurelia y ella entraron a verle en su despacho—. Los ritos serán los mismos, aunque con la adición de un sacrificio expiatorio. Esa muchacha, Doris, será castigada de cierta manera que ninguna mujer puede revelarle a nadie, ni siquiera al pontífice máximo.

Gracias a todos los dioses por eso, pensó César, que no tuvo ningún problema en imaginarse quién constituiría el sacrificio expiatorio.

—Así pues, ¿necesitáis una ley que convierta uno de los días venideros comiciales en
nefastus
, y le estáis pidiendo al pontífice máximo que lo solicite en la Asamblea Religiosa de las diecisiete tribus? —Eso es —dijo Fabia pensando que debía hablar ella si no quería que César considerase que ella dependía de dos mujeres que no pertenecían al Colegio Vestal—. Bona Dea debe celebrarse en
dies nefasti
, y ya no hay ninguno hasta febrero.

—Tenéis razón, la Bona Dea no puede permanecer despierta hasta el mes de febrero. ¿Queréis que lo legisle para el sexto día antes de los
idus
?

—Eso sería excelente —dijo Terencia suspirando.

—Bona Dea se dormirá contenta —la consoló César—. Lamento que toda mujer que estuviera en la fiesta y que esté embarazada de poco tiempo tendrá que hacer un sacrificio muy especial y duro. No digo más, es un asunto de mujeres. Recordad también que ninguna mujer romana ha sido culpable de sacrilegio. Bona Dea fue profanada por un hombre y por una muchacha no romana.

—Tengo entendido que a Publio Clodio le gusta la venganza, pero a él no le gustará la venganza de Bona Dea —anunció Terencia mientras se levantaba.

Aurelia permaneció sentada, aunque no habló hasta que la puerta se cerró detrás de Terencia y de Fabia.

—He echado a Pompeya a cajas destempladas —le dijo entonces Aurelia.

—Supongo que habrás hecho lo mismo con todas sus pertenencias, ¿verdad?

—De eso se están ocupando en este momento. ¡Pobrecilla! Ha llorado tanto, César. Su cuñada no quiere acogerla, Cornelia Sila se niega… es muy triste.

—Ya lo sé.

—«La esposa de César, como toda la familia de César, debe estar por encima de toda sospecha» —citó textualmente Aurelia.

—Sí.

—A mí no me parece bien castigarla por algo de lo que no sabía nada, César.

—A mí tampoco me parece bien,
mater
. Sin embargo, no me quedaba otra opción.

—Dudo que tus colegas hubieran puesto objeciones si hubieras elegido mantenerla como tu esposa.

—Probablemente no. Pero era yo quien ponía objeciones.

—Eres un hombre duro.

—Un hombre que no sea duro,
mater
, es que está dominado por una mujer u otra. Mira Cicerón y Silano.

—Dicen que Silano está debilitándose rápidamente —dijo Aurelia ampliando el tema.

—Lo creo, si tengo que atenerme al Silano que he visto esta mañana.

—Puede que tengas motivos para lamentar divorciarte en el mismo momento en que Servilia enviuda. —El momento de preocuparse por eso será cuando le ponga el anillo nupcial en el dedo.

—En ciertos aspectos sería una unión muy buena —dijo Aurelia, que se moría de ganas de saber qué pensaba César en realidad.

—En ciertos aspectos —convino él sonriendo impenetrable.

—¿No puedes hacer nada por Pompeya, aparte de enviar su dote y sus pertenencias con ella?

—¿Y por qué iba a hacerlo?

—Por ningún motivo válido, excepto que su castigo es inmerecido y ella nunca volverá a encontrar otro marido. ¿Qué hombre querría desposar a una mujer cuyo marido sospeche que ella se confabuló para cometer un sacrilegio?

—Eso es una calumnia por tu parte,
mater
.

—¡No, César, no lo es! Tú sabes que ella no es culpable, pero al repudiarla no le has indicado eso al resto de Roma.

—Mater, te estás poniendo un poco pesada —le dijo César con suavidad.

Aurelia se puso en pie inmediatamente.

—¿Nada? —preguntó.

—Le buscaré otro marido.

—¿A quién podrías convencer de que se case con ella después de esto?

—Me imagino que Publio Vatinio estaría encantado de casarse con ella. La nieta de Sila es un gran premio para alguien cuyos propios abuelos fueron italianos.

Aurelia le estuvo dando vueltas a la idea y luego asintió con la cabeza.

—Ésa es una excelente idea, César —dijo—. Vatinio fue un marido amantísimo para Antonia Crética, y ella era por lo menos tan estúpida como la pobre Pompeya. ¡Oh, espléndido! Será un marido italiano, no la perderá de vista. Pompeya estará demasiado ocupada como para que le quede tiempo para el club de Clodio.

—¡Márchate,
mater
! —dijo César al tiempo que dejaba escapar un suspiro.

La segunda celebración de la Bona Dea transcurrió a pedir de boca, pero la población femenina de Roma tardó mucho en tranquilizarse, y hubo muchas mujeres recién preñadas en toda la ciudad que siguieron el ejemplo de aquellas que se encontraban presentes en la primera ceremonia; las vestales proporcionaron la medicina de centeno hasta que sus provisiones descendieron mucho. El número de bebés varones abandonados en los riscos del monte Testaceo no tenía precedentes, y por primera vez desde que alcanzaba la memoria ninguna pareja estéril los recogió para quedárselos y criarlos; hasta el último de ellos murió abandonado sin que nadie lo quisiera, La ciudad derramó lágrimas y llevó luto hasta el primero de mayo, y la situación se vio empeorada porque las estaciones estaban tan desfasadas con el calendario que las serpientes no despertarían hasta bastante más tarde. Así que, ¿quién sabría si la Buena Diosa había perdonado?

A Publio Clodio, el autor de toda aquella desgracia y pánico, se le marginó, ignoró y escupió. Sólo el tiempo curaría la crisis religiosa, pero la presencia de Publio Clodio era un perpetuo recordatorio, y no hizo lo que hubiera sido sensato, marcharse de la ciudad; Clodio decidió defenderse con cualquier argumento; alegó que era inocente y que nunca había estado allí.

También tardó en perdonarlo Fulvia, aunque lo hizo cuando hubo olvidado el gran sufrimiento que le supuso pasar por el aborto, pero sólo porque comprobó por sí misma que su esposo estaba tan lleno de dolor como ella misma. Entonces, ¿por qué lo había hecho?

—¡No lo pensé, es que no lo pensé! —levantó la cabeza para mirar a Fulvia con ojos enrojecidos e hinchados—. Quiero decir, todo eso no es más que una tonta juerga de viejas: todas se ponen apestosamente borrachas y hacen el amor o se masturban o lo que sea… ¡Es que no lo pensé, Fulvia!

—Clodio, la Bona Dea no es así. ¡Es sagrada! No puedo decirte qué es exactamente, pues si lo hiciera me marchitaría y daría a luz serpientes para el resto de mi vida cada vez que lo hiciera, si es que pudiera hacerlo. ¡Bona Dea es para nosotras! Todos los otros dioses de mujeres lo son también de hombres, Juno Lucina, Juno Sospita y las demás, pero Bona Dea es sólo nuestra. Ella se ocupa de todas esas cosas de las mujeres que los hombres no pueden saber, o no quieren saber. Si no se va a dormir como es debido, tampoco puede despertarse como es debido. ¡Y Roma es algo más que hombres, Clodio! ¡Roma es también sus mujeres!

—Me juzgarán y me declararán culpable, ¿verdad?

—Eso parece, aunque ninguna de nosotras lo quiere así. Eso significa que los hombres se están metiendo donde no los llaman, están usurpando la divinidad de Bona Dea. —Fulvia tiritaba de forma incontrolable—. No es un juicio a manos de los hombres lo que me aterra, Clodio, sino lo que te hará Bona Dea, y eso no puede comprarse con sobornos como se compra a un jurado.

—No hay dinero suficiente en toda Roma para comprar a este jurado.

Pero Fulvia se limitó a sonreír.

—Habrá suficiente dinero cuando llegue el momento. Nosotras, las mujeres, no queremos ese juicio. Quizás si puede evitarse, Bona Dea perdona. Lo que ella no perdonará es que el mundo de los hombres usurpe sus prerrogativas.

Recién llegado después de su período como legado en Hispania, Publio Vatinio se puso a dar saltos de alegría ante la oportunidad de casarse con Pompeya.

—César, te estoy muy agradecido —le dijo sonriendo—. Naturalmente, tú no podías conservarla como esposa tuya, eso lo comprendo. Pero también sé que no me la ofrecerías a mí si creyeses que había tomado parte en el sacrilegio.

—Puede que Roma no sea tan comprensiva, Vatinio. Hay mucha gente que cree que la repudié porque estaba mezclada en el asunto de Clodio.

—A mí Roma no me importa, me importa tu palabra. ¡Mis hijos serán Antonios y Cornelios! Sólo dime cómo puedo pagártelo.

—Eso es bastante fácil, Vatinio —le dijo César—. El año que viene me iré a una provincia, y al año siguiente me presentaré para cónsul. Quiero que te presentes para el tribunato de la plebe en esas mismas elecciones. —Suspiró—. Como Bíbulo se presentará el mismo año que yo, existen grandes posibilidades de que yo lo tenga por colega consular. El único noble que queda de cierta consideración ese año es Filipo, y creo que de momento el epicúreo que hay en él habrá vencido al político. No le ha gustado nada ser pretor. Los hombres que han sido pretores en años anteriores son patéticos. Por ello puede muy bien darse el caso de que yo necesite un buen tribuno de la plebe, si Bíbulo también tiene que ser cónsul. Y tú, Vatinio —terminó alegremente César—, serás un tribuno de la plebe extraordinariamente capaz.

—Un mosquito contra una pulga.

—Lo bueno de las pulgas es que crujen cuando uno las aplasta con la uña dcl pulgar —dijo César satisfecho—. Los mosquitos son criaturas mucho más elusivas.

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