Las mujeres de César (89 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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—Tú estás en esta casa porque eres un impostor. Eso significa que no tengo que contestarte —dijo el pequeño mirlo.

—¿Quieres que te devuelva a tu bisabuela?

—No puedes hacer eso, ya soy una vestal.

—Puedo hacerlo, y lo haré si no respondes a mis preguntas.

La niña no parecía acobardada lo más mínimo; en cambio, pensó lo que decía con mucho cuidado.

—Sólo puedo ser expulsada de la orden si se me procesa ante un tribunal y se me encuentra culpable.

—¡Vaya un pequeño abogado que tenemos aquí! Pero estás equivocada, Cornelia. La ley es sensata, así que siempre lo tiene todo previsto, por si de vez en cuando resulta enjaulado un mirlo con pavas reales blancas como la nieve. Puedo enviarte a tu casa.

—César se inclinó hacia adelante con una expresión helada en los ojos—. ¡Por favor, no pongas a prueba mi paciencia, Cornelia! Sólo créeme. A tu bisabuela no le haría gracia que se te declarase no apta y se te devolviera a casa con deshonor.

—No te creo —dijo Cornelia con testarudez.

César se puso en pie.

—¡Me creerás cuando yo te lleve a tu casa, cosa que va a suceder en este mismo momento! —Se volvió hacia Fabia, que escuchaba fascinada—. Fabia, recoge sus cosas y luego mándamelas aquí.

Esa era la diferencia entre los siete y los veintisiete años; Cornelia Merula cedió.

—Contestaré tus preguntas, pontífice máximo —dijo ella en actitud heroica y con los ojos brillantes a causa de las lágrimas, pero sin permitir que cayera ninguna.

César estaba deseando apretujarla con besos y abrazos, pero claro, no se podía hacer una cosa así aunque hubiese sido una buena niña y hubiese aprendido a comportarse. Tuviese siete o veintisiete años, era una virgen vestal, y él no podía apretujarla ni darle besos y abrazos.

—Has dicho que estoy aquí porque soy un impostor, Cornelia. ¿Qué has querido decir con eso?

—Mi bisabuela lo dice.

—¿Y todo lo que dice tu bisabuela es verdad?

Los ojos grises se abrieron mucho, horrorizados.

—¡Sí, naturalmente!

—¿Te dijo tu bisabuela por qué soy un impostor, o fue simplemente una afirmación sin hechos en los que apoyarla? —le preguntó César con el semblante serio.

—Sólo lo dijo.

—Yo no soy ningún impostor, soy el pontífice máximo legalmente elegido.

—Tú eres el
flamen Dialis
—murmuró Cornelia.

—Fui el
flamen Dialis
, pero eso fue hace mucho tiempo. Me nombraron para ocupar el lugar de tu bisabuelo. Pero luego se observaron algunas irregularidades en la ceremonia de inauguración, y todos los sacerdotes y augures decidieron que yo no podía continuar sirviendo en calidad de
flamen Dialis
.

—¡Tú sigues siendo el
flamen Dialis
!

—Domine —la corrigió César con suavidad—. Yo soy tu señor, pequeño mirlo, lo que significa que tú debes comportarte con cortesía y llamarme
domine
.

—Bueno, pues
domine
.

—Yo ya no soy el
flamen Dialis
.

—¡Sí que lo eres!
Domine
.

—¿Por qué? —¡Porque no hay otro
flamen Dialis
! —dijo Cornelia Merua con aire triunfal.

—Esa fue otra decisión de los Colegios Sacerdotal y Augural, pequeño mirlo. Yo no soy el
flamen Dialis
, pero se decidió no nombrar a otro hombre para ese puesto hasta después de mi muerte. Sólo para que todo en nuestro contrato con el Gran Dios fuera absolutamente legal.

—Oh.

—Ven aquí, Cornelia.

La niña dio la vuelta al escritorio de mala gana y se quedó de pie justo en el lugar donde César apuntaba con el dedo, a dos pies de la silla de éste.

—Extiende las manos.

Cornelia se encogió y palideció; César comprendió mucho mejor a la bisabuela cuando Cornelia Merula tendió las manos como lo hace un niño para recibir castigo.

César tendió también las manos hacia adelante y cogió las de la niña con firmeza.

—Me parece que ya es hora de que te olvides de que tu bisabuela es la autoridad de tu vida, pequeño mirlo. Tú has desposado la orden de vírgenes vestales de Roma. Has pasado de las manos de tu bisabuela a las mías. Siente su contacto, Cornelia. Siente mis manos.

Ella así lo hizo, con vergüenza y mucha timidez. Qué triste, pensó César; está claro que hasta ahora que ha cumplido los siete años nunca ha sido abrazada ni besada por el
paterfamilias
, y ahora yo, su nuevo
paterfamilias
, estoy sujeto por leyes solemnes y sagradas que me impiden besarla o abrazarla, aunque sea una niña. A veces Roma es un ama cruel.

—Son fuertes mis manos, ¿verdad?

—Sí —dijo la niña en un susurro.

—Y mucho más grandes que las tuyas. —Sí. —¿Sientes que tiemblen o suden? —No,
domine
.

—Entonces no hay nada más que decir. Tú y tu destino estáis en mis manos, yo soy tu padre ahora. Me ocuparé de ti como un padre, el Gran Dios y Vesta así lo requieren. Pero sobre todo yo te cuidaré porque tú eres una niña. No se te abofeteará ni se te darán zurras, no se te encerrará en armarios oscuros ni se te enviará a la cama sin cenar. Eso no quiere decir que el Atrium Vestae sea un lugar donde no haya castigos, sólo que los castigos se pensarán cuidadosamente y siempre se ajustarán a la falta cometida. Si rompes algo, tendrás que arreglarlo. Si ensucias algo, tendrás que limpiarlo. Pero la única falta para la cual no hay otro castigo más que enviarte a casa como no apta es que te erijas en juez de tus superiores. No te corresponde a ti decir lo que la orden debe beber, ni de donde se obtiene la bebida, ni por qué lado de la taza hay que beber. No te corresponde a ti determinar cuál es exactamente la tradición Vestal ni las costumbres. La
mos maiorum
no es una cosa estática, no permanece siempre como era durante los reinados de los reyes. Como todo lo demás en este mundo, cambia para adaptarse a los tiempos. Así que nada de críticas, nada de erigirte en juez. ¿Lo has comprendido?

—Sí,
domine
.

César le soltó las manos, sin haber llegado a acercarse a ella más de aquellos dos pies.

—Puedes irte, Cornelia, pero espera fuera. Quiero hablar con Fabia.

—Gracias, pontífice máximo —dijo Fabia radiante.

—No me des las gracias, vestal jefe, sólo aprende a enfrentarte a estos altos y bajos con sensatez —le recomendó César—. Creo que en el futuro quizás sea más prudente que yo tome parte más activa en la educación de las tres niñas. Clases una vez cada ocho días desde una hora después del amanecer hasta el mediodía. Pongamos el tercer día después del
nundinus
.

La entrevista había llegado a su fin, estaba claro; Fabia se levantó, hizo una reverencia y se marchó.

—Lo has llevado extraordinariamente bien, César —le indicó Aurelia. —¡Pobrecita! —Demasiadas zurras.

—Qué horror de vieja debe de ser la bisabuela.

—Algunas personas viven hasta que son demasiado viejas, César. Espero que yo no.

—Lo importante es, ¿habré conseguido desterrar al Catón que hay en ella?

—Oh, creo que sí. Especialmente si le das clases. Ésa es una idea excelente. Ni Fabia, ni Arruntia, ni Popilia tienen un grano de sentido común, y yo no puedo intervenir demasiado. Yo soy una mujer, no el
paterfamilias
.

—¡Qué raro,
mater
! ¡En toda mi vida no he sido nunca
paterfamílias
para ningún varón!

Aurelia se puso en pie sonriendo.

—De lo cual me alegro mucho, hijo mío. Mira al joven Mario, pobre tipo. Las mujeres que tú tienes a tu cargo te están agradecidas por tu fuerza y autoridad. Si tuvieras un hijo, tendría que vivir bajo tu sombra. Porque la grandeza no se salta sólo una generación, sino usualmente muchas en todas las familias, César. Tú querrías que fuera como tú, y él se desesperaría.

El club de Clodio estaba reunido en la casa, grande y hermosa, que el dinero de Fulvia había comprado para Clodio justo al lado de la costosa ínsula de lujosos apartamentos que representaba la inversión más lucrativa que había hecho él. Todo aquel que era realmente importante estaba presente: las dos Clodias, Fulvia, Pompeya Sila, Sempronia Tuditani, Pala, Décimo Bruto —hijo de Sempronia Tuditani—, Curión, el joven Publícola —hijo de Pala—, Clodio y un afligido Marco Antonio.

—Ojalá fuera yo Cicerón —estaba diciendo con tono lúgubre—, así no tendría necesidad de casarme.

—Eso suena como una incongruencia, Antonio —le dijo Curión sonriendo—. Cicerón está casado, y además con una mujer verdaderamente astuta. —Sí, pero tiene tanta fama de que es capaz de sacar a la gente absuelta en un juicio que incluso hay quien está dispuesto a «prestarle» cinco millones —insistió Antonio—. Si yo pudiera hacer que la gente saliera absuelta en los juicios, tendría mis cinco millones sin necesidad de casarme.

—¡Oh! —dijo Clodio mientras se erguía en su asiento—. ¿Y quién es la afortunada novia, Antonio?

—Mi tío Lucio, que ahora es nuestro
paterfamilias
porque mi tío Híbrido no quiere tener nada que ver con nosotros, se niega a pagar mis deudas. Las propiedades de mi padrastro pasan, al parecer, por dificultades económicas, y ya no queda nada de lo que tenía mi padre. Así que tendré que casarme con cierta chica horrible, pero que huele a negocio.

—¿Quién? —preguntó Clodio.

—Se llama Fadia.

—¿Fadia? Nunca he oído hablar de ninguna Fadia —dijo Clodilla, una muy satisfecha divorciada en aquellos días—. ¡Cuéntanos más, Antonio, venga!

Antonio encogió aquellos enormes hombros suyos.

—No hay más que decir, en realidad. Nadie ha oído nunca hablar de ella.

—Sacarte a ti información, Antonio, es como exprimir a una piedra para que de sangre —intervino Clodia, la esposa de Celer—. ¿Quién es Fadia?

—Su padre es un mercader asquerosamente rico de Placentia.

—¿Quieres decir que es gala? —preguntó Clodio ahogando una exclamación.

Otro hombre quizá hubiera picado y se hubiese puesto a la defensiva; Marco Antonio se limitó a sonreír.

—Mi tío Lucio jura que no. Dice que es una mujer impecablemente romana. Y supongo que lo dice de verdad. Los Césares son expertos en linajes.

—¡Bueno, sigue! —le animó Curión. —No hay mucho más que contar. El viejo Tito Fadio tiene un hijo y una hija. Quiere que el hijo entre en el Senado, y ha decidido que la mejor manera para hacerlo es encontrarle a la hija un marido noble. Al parecer el hijo es un tipo espantoso, no hay quien lo aguante. Así que me ha tocado a mí. —Antonio le dedicó una sonrisa a Curión y mostró unos dientes sorprendentemente pequeños, pero muy iguales—. Estuvo a punto de tocarte a ti, pero tu padre dijo que antes preferiría prostituir a su hija que dar su consentimiento para que tú te casaras con Fadia.

Curión se desplomó al tiempo que lanzaba un chillido.

—¡Qué ocurrencia! Escribonia es tan fea que sólo le interesaría a Apio Claudio el Ciego.

—¡0h, cierra la boca de una vez, Curión! —le dijo Pompeya—. Todos conocemos a Escribonia, pero ninguno conoce a Fadia. ¿Es bonita, Marco?

—Su dote es muy bonita.

—¿Cuánto? —preguntó Décimo Bruto.

—¡Trescientos talentos es el precio de salida para el nieto de Antonio el Orador!

Curión lanzó un silbido.

—¡Si Fadio se lo pidiese a mi
tata
otra vez, yo con mucho gusto dormiría con los ojos vendados! ¡Eso es una mitad más de los cinco millones de Cicerón! ¡Incluso te quedará un poco después de haber pagado todas tus deudas!

—¡Yo no soy mi primo Cayo, Curión! —le advirtió Antonio con una risita—. Yo no debo más que medio millón. —Luego se puso serio—. De todos modos, nadie me va a dejar poner las manos sobre el dinero contante y sonante. Mi tío Lucio y Tito Fadio están acordando los términos del matrimonio de tal manera que Fadia conserve el control de su fortuna.

—¡Oh, Marco, eso es espantoso! —gritó Clodia.

—Sí, eso es lo que dije yo después de negarme a casarme con ella en esas condiciones —dijo con aire satisfecho Antonio.

—¿Te has negado? —preguntó Pala, cuyas mejillas fláccidas se movían como las de una ardilla cuando mordisquea nueces. —Sí. —¿Y qué sucedió luego?

—Acabaron por ceder.

—¿Del todo? —No del todo, pero bastante. Tito Fadio accedió finalmente a pagar todas mis deudas y me concedió además una liquidación de un millón en metálico. Así que me caso dentro de diez días, aunque ninguno de vosotros haya sido invitado a la boda. Mi tío Lucio quiere hacerme parecer puro.

—¡Ningún carota, ningún galo!

Todos se echaron a reír. La reunión prosiguió alegremente durante un rato, aunque no se dijo nada importante. Las únicas criadas que había en la habitación, que pertenecían a Pompeya, estaban muy compuestas detrás del canapé en el que se encontraba tumbada Pompeya junto con Pala. La más joven era su propia doncella, Doris, y la mayor era el valioso perro guardián de Aurelia, Polixena. Todos los miembros del club de Clodio eran conscientes de que Polixena informaría fielmente a Aurelia de todo lo que oyera cuando Pompeya regresara a la domus publica. Esto suponía un fastidio de grandísimas proporciones. De hecho, celebraban muchas reuniones sin Pompeya, bien porque la maldad que tramaban no era para que se la contaran a la madre del pontífice máximo, bien porque alguien iba a proponer una vez más que expulsasen del club a Pompeya. No obstante había un buen motivo por el que se permitía que Pompeya continuase formando parte del club: había ocasiones en que resultaba muy útil saber que un rígido y viejo pilar de la sociedad, que tenía una gran influencia en dicha sociedad, recibía información.

Aquel día Publio Clodio ya no pudo aguantar más.

—¡Pompeya —dijo con voz dura—, esa vieja espía que está detrás de ti es algo abominable! ¡No hay nada que se hable aquí de lo que no acabe enterándose toda Roma, no tenemos nada que ocultar, pero yo me opongo a los espías, y eso significa que tengo que oponerme a ti! ¡Vete a casa y llévate a esa miserable espía contigo!

Aquellos luminosos y asombrosamente verdes ojos se llenaron de lágrimas; a Pompeya le comenzaron a temblar los labios.

—¡Oh, por favor, Publio Clodio! ¡Por favor!

Clodio le volvió la espalda.

—Vete a casa —repitió.

Se hizo un embarazoso silencio mientras Pompeya se bajaba del canapé, se ponía los zapatos y salía de la habitación; Polixena iba detrás con su acostumbrada expresión de madera, y Doris gimoteaba y sorbía por la nariz.

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