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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (45 page)

BOOK: Las mujeres de César
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César advirtió que el volumen de las risas y las charlas procedentes del despacho había subido. Cuando entró en la sala que servía para recibir visitas, había pensado en marcharse inmediatamente; pero, movido por un impulso, decidió visitar a su esposa.

Vaya reunión, pensó mientras se quedaba de pie a la puerta del comedor sin que le vieran. Pompeya había vuelto a decorar por completo la habitación, que antes era austera, y ahora estaba excesivamente llena de canapés acolchados con plumón de ganso, una plétora de cojines y colchas de color púrpura, muchos objetos de valor, aunque vulgares, pinturas y estatuas. Lo que antes había sido un cubículo de dormir igualmente austero, observó César mientras lo contemplaba a través de la puerta abierta, ahora ténía el mismo toque de empalagoso mal gusto.

Pompeya estaba recostada en el mejor canapé, aunque no se encontraba sola; Aurelia podía prohibirle que recibiera a hombres, pero no podía impedir que a Pompeya la visitase Quinto Pompeyo Rufo Junior, su hermano de padre y madre. Ahora que tenía algo más de veinte años se había convertido en un joven apuesto y muy alocado, cuya reputación de indeseable iba creciendo día a día. Sin duda, Pompeya había llegado a conocer a algunas señoras del clan Claudio por medio de él, porque Pompeyo Rufo era el mejor amigo nada menos que de Publio Clodio, tres años mayor que él pero no menos alocado.

La prohibición de Aurelia se extendía al propio Clodio, cuya presencia no se permitía, pero sí la de sus dos hermanas más jóvenes, Clodia y Clodilla. Era una lástima, pensó César frí amente, que el carácter indisciplinado de aquellas dos jóvenes matronas estuviera además avivado por un considerable grado de belleza. Clodia, casada con Metelo Celer —el mayor de los dos hermanastros de Mucia Tercia—, era ligeramente más hermosa que su hermana menor, Clodilla, ahora divorciada de Lúculo en medio de un impresionante escándalo. Como todos los Claudios Pulcher eran muy morenas, con unos ojos negros grandes y luminosos, pestañas negras largas y rizadas, profuso cabello negro ondulado y un cutis levemente aceitunado, aunque perfecto. A pesar de que ninguna de las dos era alta, ambas tenían una excelente figura y buen gusto en el vestir, se movían con gracia y eran bastante cultas, especialmente Clodia, a quien le gustaba la poesía de categoría. Estaban sentadas en un canapé frente a Pompeya y a su hermano; la túnica les caía a ambas desde los radiantes hombros, dejando al descubierto algo más que una insinuación de unos pechos abundantes y deliciosamente bien formados.

Fulvia no era diferente de ellas en el aspecto físico, aunque el color de la tez era más pálido; a César le recordaba el cabello castaño de su madre; los ojos, de un color tirando a púrpura, las cejas y las pestañas oscuras también le recordaban a su madre. Una joven señora dogmática y enérgica, imbuida de un montón de ideas más bien tontas que tenían origen en su apego romántico a los hermanos Graco: su abuelo Cayo y su tío abuelo Tiberio. César sabía que su matrimonio con Publio Clodio no había contado con la aprobación de sus padres, cosa que no había detenido a Fulvia, que estaba decidida a salirse con la suya. Desde la celebración de su matrimonio se había hecho íntima amiga de las hermanas de Clodio, en detrimento de las tres.

No obstante, ninguna de aquellas jóvenes le preocupaba tanto a César como las dos maduras y turbias señoras que ocupaban el tercer canapé: por una parte Sempronia Tuditani, esposa de un Décimo Junio Bruto y madre de otro —extraña elección por parte de Fulvia, ya que los Sempronios Tuditani habían sido enemigos obstinados de ambos Gracos, lo mismo que lo había sido la familia de Décimo Junio Bruto Calaico, abuelo del marido de Sempronia Tuditani—; y por otra Pala, que había sido esposa del censor Filipo y del censor Publícola, y le había dado un hijo varón a cada uno de ellos. Sempronia Tuditani y Pala debían de tener alrededor de cincuenta años, aunque utilizaban todos los artificios conocidos en la industria cosmética para disimular la edad, desde pintarse y empolvarse el cutis hasta utilizar
stibium
alrededor de los ojos y carmín en las mejillas y en los labios. Y no se contentaban con tener la figura propia de la mediana edad; se mataban de hambre con regularidad para mantenerse delgadas como palos, y vestían vaporosas túnicas transparentes, que a ellas les parecía que les devolvían la juventud mucho tiempo atrás perdida. El resultado de todas aquellas manipulaciones del proceso de envejecimiento, reflexionó César sonriendo para sus adentros, era tan infructuoso como ridículo. Su propia madre, decidió aquel despiadado mirón, era mucho más atractiva, a pesar de que por lo menos era diez años mayor que ellas. Aurelia, no obstante, no frecuentaba la compañía de hombres, mientras que Sempronia Tuditani y Pala eran putas aristocráticas a las que nunca les faltaban atenciones masculinas, ya que eran famosas por proporcionar, con diferencia, las mejores felaciones de Roma, incluidas las que se podían obtener de profesionales de ambos sexos.

César dedujo que la presencia de aquellas mujeres significaba que Décimo Bruto y el joven Publícola también frecuentaban el trato de Pompeya. De Décimo Bruto quizás no había mucho que decir, aparte de que era joven, estaba aburrido y se mostraba siempre alegre, animoso y dispuesto a hacer las habituales travesuras, desde beber mucho vino e ir con demasiadas mujeres, hasta frecuentar las partidas de dados y los juegos de mesa. Pero el joven Publícola había seducido a su madrastra y había intentado asesinar a su padre el censor, por lo que había sido formalmente relegado a la penuria y al olvido. Nunca se le permitiría entrar en el Senado, pero desde el matrimonio de Publio Clodio con Fulvia, y el consiguiente acceso de Clodio a un dinero casi ilimitado, al joven Publícola empezaba a vérsele de nuevo en círculos selectos.

Fue Clodia quien primero se fijó en César. Se sentó mucho más erguida en el canapé, sacó el pecho y le dedicó una encantadora sonrisa.

César, resulta absolutamente divino verte! —ronroneó.

—Te devuelvo el cumplido, por supuesto.

—¡Vamos, entra! —dijo Clodia dando unas palmaditas en el canapé.

—Me encantaría, pero me disponía a marcharme.

Además aquélla era una habitación llena de problemas, pensó César mientras salía por la puerta principal.

Labieno le llamaba, pero César cayó en la cuenta de que primero tendría que ir a ver a Servilia, que probablemente llevaría ya un buen rato esperándole en el apartamento que él tenía un poco más abajo en la misma calle. ¡Mujeres! Aquél era un día de mujeres, y en su mayoría las mujeres eran un fastidio. Excepto Aurelia, desde luego. ¡Ella sí que era una mujer! Lástima que no hubiera ninguna otra a la misma altura, pensó César mientras subía la escalera hacia su apartamento.

Servilia le estaba esperando, aunque era demasiado sensata como para reprocharle a César la tardanza y demasiado pragmática para esperar que se disculpase. Si el mundo pertenecía a los hombres —y así era—, resultaba indudable que pertenecía a César más que a ningún otro.

Durante un rato no intercambiaron palabra alguna. Primero vinieron algunos besos lujuriosos y lánguidos; luego una escena en la cama entre suspiros, el uno en los brazos del otro, liberados de la ropa y de todo cuidado. Servilia era tan deliciosa, tan inteligente e ilimitada en sus atenciones, tan inventiva. Y él era tan perfecto, tan receptivo, tan certero y tan poderoso en sus caricias. Así, absolutamente satisfechos el uno con el otro y fascinados por el hecho de que la familiaridad no había dado origen al tedio sino a un placer adicional, César y Servilia se olvidaron de sus respectivos mundos hasta que el nivel del agua del cronómetro bajó, lo que significaba que había transcurrido mucho tiempo.

César no quería hablar de Labieno; de Pompeya sí, de manera que mientras continuaban abrazados sobre la cama comentó:

—Mi mujer tiene extrañas compañías.

El recuerdo de aquellos meses malgastados en unos frenéticos celos todavía no se había desvanecido de la mente de Servilia, así que le encantaba oír cualquier palabra de César que indicase insatisfacción. Oh, tan sólo poco tiempo después del nacimiento de Junia Tercia, César y Servilia se reconciliaron, y ella comprendió que el matrimonio de César era una falsedad. Pero aquella mujer era una lagarta deliciosa, y contaba con la ventaja de estar siempre cerca de César; ninguna mujer de la edad de Servilia podía estar descansada y tranquila cuando su rival era casi veinte años más joven.

—¿Extrañas compañías? —le preguntó mientras le acariciaba suave y voluptuosamente.

—Las Clodias y Fulvia.

—Eso era de esperar, no olvides los círculos en que se mueve el hermano Pompeyo.

—¡Ah, pero hoy había alguien más en el grupo!

—¿Quién?

—Sempronia Tuditani y Pala.

—¡Oh! —Servilia se sentó en la cama, y el deleite de la piel de César se evaporó. Ella frunció el entrecejo, se quedó pensando unos momentos y luego dijo—: En realidad eso no debería haberme sorprendido.

—Ni a mí, sobre todo teniendo en cuenta quiénes son los amigos de Publio Clodio.

—No, no me refería a esa relación, César. Desde luego, ya sabes que mi hermana pequeña, Servililla, ha sido repudiada por Druso Nerón por infidelidad. —Ya lo había oído.

—Lo que tú no sabes es que va a casarse con Lúculo.

César también se sentó en la cama.

—¡Eso es cambiar un zoquete por un imbécil! Ese tipo lleva a cabo toda clase de experimentos con sustancias que distorsionan la realidad, hace ya varios años que lo viene haciendo. Creo que uno de sus esclavos manumitidos se encarga de procurarle toda clase de soporíferos y sustancias que producen el éxtasis: jarabe de amapolas, setas, brebajes hechos con hierbas, bayas, raíces…

—Servililla dice que a ella le gusta el efecto del vino, pero que le desagradan intensamente los efectos secundarios. Y al parecer esas otras sustancias no producen los mismos y dolorosos efectos secundarios. —Servilia se encogió de hombros—. De todos modos, parece que Servililla no se queja. Cree que podrá llegar a disfrutar de todo ese dinero y buen gusto sin un marido que la vigile y le corte las alas.

—Él se divorció de Clodilla por adulterio… e incesto.

—Eso fue obra de Clodio.

—Bueno, le deseo a tu hermana la mejor de las suertes —dijo César—. Lúculo todavía sigue plantado en el Campo de Marte para exigir el triunfo que el Senado continúa negándole, así que no verá muchas cosas de Roma desde el interior de los muros.

—Pronto conseguirá el triunfo —dijo Servilia con confianza—. Mis espías me dicen que Pompeyo Magnus no quiere verse obligado a compartir el Campo de Marte con su antiguo enemigo cuando vuelva del Este cubierto de gloria. —Soltó un bufido—. ¡Oh, qué farsante! ¡ Cualquiera que tenga un poco de sentido común puede ver que Lúculo fue el que hizo todo el trabajo! Magnus sólo tuvo que cosechar los resultados.

—Estoy de acuerdo, aunque me gusta poco Lúculo. —César le cogió un pecho con la mano—. No es propio de ti divagar, amor mío. ¿Qué tiene esto que ver con los amigos de Pompeya?

—Lo llaman el club Clodio —dijo Servilia estirándose—. Servililla me lo ha contado. Publio Clodio, desde luego, es el presidente. El principal objetivo, y, desde luego, supongo que el único, del club Clodio es asombrar a nuestro mundo. Así es como se entretienen sus miembros. Todos ellos están aburridos, ociosos, tienen aversión al trabajo y poseen demasiado dinero. Beber, ir de putas y jugar son cosas insípidas. Los sustos y los escándalos son el único propósito del club. De ahí esas mujeres disolutas como Sempronia Tuditani y Pala, las alegaciones de incesto y el cultivo de especímenes tan sin igual como el joven Publícola. Entre los miembros varones del club se incluyen algunos hombres muy jóvenes que deberían ser un poco más cautos, como Curión Junior y tu primo Marco Antonio. He oído que uno de sus pasatiempos favoritos es fingir que son amantes. Ahora le tocó el turno a César de soltar un bufido.

—Me hubiera creído casi cualquier cosa sobre Marco Antonio. ¡Pero eso no! ¿Cuántos años tiene ahora, diecinueve o veinte? Pero tiene ya más hijos bastardos diseminados por todos los estratos de la sociedad romana que nadie a quien yo conozca.

—De acuerdo. Pero sembrar Roma de bastardos no resulta lo bastante chocante. Una aventura homosexual, particularmente entre hijos de esos pilares de la clase conservadora, añade cierto lustre a todo ello.

—iDe manera que ésa es la institución a la que pertenece mi esposa! —dijo César dejando escapar un suspiro—. Me pregunto cómo voy a hacer que se aparte de ella.

Aquélla no era una idea que le gustase a Servilia, que salió apresuradamente de la cama.

—No veo cómo puedas hacerlo, César, sin provocar exactamente la clase de escándalo que Clodio adora. A no ser que la repudies y te divorcies de ella.

Pero aquella sugerencia ofendió el sentido que César tenía de lo que era jugar limpio; negó con énfasis con la cabeza.

—No, no haré eso sólo porque existe la posibilidad de que las amistades ociosas que tiene puedan convertirlo en otra cosa peor; mi madre la vigila muy bien. La pobre muchacha me da pena. No tiene ni un pequeño asomo de inteligencia o de sentido común.

El baño lo llamaba —César había cedido y había instalado una pequeña estufa que proporcionaba agua caliente—; Servilia decidió que era mejor callarse en el tema de Pompeya.

Tito Labieno tuvo que esperar hasta la mañana siguiente, y entonces fue a ver a César a su apartamento.

—Dos cosas —le dijo César mientras se recostaba en la silla. Labieno se puso alerta—. La primera seguro que te proporcionará la aprobación en los círculos de los caballeros, y tendrá buena acogida por parte de Magnus.

—¿Y es?

—Legislar que vuelvan a ser las tribus de los Comicios quienes hagan la elección de sacerdotes y augures.

—Tncluyendo, sin duda —añadió Labieno con cautela—, la elección del pontífice máximo.

—iPor Pólux, sí que eres rápido!

—He oído que es muy probable que Metelo Pío esté en condiciones de recibir un funeral de Estado en cualquier momento.

—Así es. Y es cierto también que tengo capricho por convertirme en pontífice máximo. Sin embargo, no creo que a mis colegas sacerdotes les guste yerme a la cabeza del colegio. Los electores, por el contrario, puede que no estén de acuerdo con ellos. Por tanto, ¿por qué no darles a los electores la oportunidad de decidir quién será el próximo pontífice máximo?

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