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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (124 page)

BOOK: Las mujeres de César
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Pero la tiranía de la distancia había derrotado a Sila. Cuando Ptolomeo Alejandro II pasó a mejor vida en el ágora de Alejandría, la camarilla de palacio sabía cuánto tiempo tardaría la noticia de su muerte en llegar a Roma y a Sila. La camarilla de palacio también sabía que había dos posibles herederos al trono que vivían mucho más cerca de Alejandría que Roma. Se trataba de los dos hijos ilegítimos del antiguo rey, Ptolomeo Latiro. Habían sido educados primero en Siria, y luego los enviaron a la isla de Cos, donde habían caído en manos del rey Mitrídates, del Ponto. Este se los llevó misteriosamente al Ponto y con el tiempo los casó con dos de sus muchas hijas: a Auletes con Cleopatra Tryphaena, y a Ptolomeo, más joven, con Mithridatidis Nisa. Ptolomeo Alejandro II había escapado del Ponto y había huido hacia Sila; pero los dos Ptolomeos ilegítimos habían preferido el Ponto a Roma, y siguieron en la corte de Mitrídates. Luego, cuando el rey Tigranes conquistó Siria, Mitrídates envió a los dos jóvenes con sus mujeres hacia el Sur, a Siria, con su tío Tigranes. Él también informó a la camarilla del palacio de Alejandría del paradero de los dos únicos Ptolomeos que quedaban.

Inmediatamente después de la muerte de Ptolomeo Alejandro II se le mandó apresuradamente la noticia al rey Tigranes de Antioquía, el cual con mucho gusto accedió a lo que se le pedía y envió a ambos Ptolomeos a Alejandría con sus esposas. Allí se nombró a Auletes, el mayor, rey de Egipto, y al menor-desde entonces conocido como Ptolomeo el Chipriota— se le envió como regente a la isla de Chipre, una posesión egipcia. Como las reinas de los dos Ptolomeos eran hijas suyas, el anciano rey Mitrídates, del Ponto, pudo felicitarse a sí mismo de que con el tiempo Egipto sería gobernado por sus descendientes.

El nombre de Auletes significaba flautista o gaitero, pero el Ptolomeo llamado Auletes no había recibido ese mote por sus innegables dones para la música; es que, casualmente, tenía una voz muy aguda y aflautada. Afortunadamente, sin embargo, no era tan afeminado como su hermano menor, el Chipriota, que nunca logró engendrar ningún hijo: Auletes y Cleopatra Tryphaena esperaban poder dar herederos a Egipto. Pero una educación no egipcia y nada ortodoxa no había inculcado en Auletes un verdadero respeto por los sacerdotes egipcios nativos que administraban la religión de aquel extraño país, una franja de no más de dos o tres millas de anchura que seguía todo el curso del río Nilo desde el delta hasta las islas de la primera catarata y más allá, hasta la frontera de Nubia. Porque eso no era suficiente para ser rey de Egipto; el gobernador de Egipto tenía que ser también faraón y eso no podía serlo si no daban su consentimiento los sacerdotes egipcios nativos. Sin lograr comprenderlo, Auletes no había hecho ningún intento por conciliarlos. Si eran tan importantes en el esquema de cosas, ¿por qué vivían allá abajo, en Menfis, donde se junta el delta con el río, en vez de vivir en Alejandría, la capital? Porque nunca llegó a comprender que para los egipcios nativos Alejandría era un lugar éxtranjero que no tenía lazos de sangre ni de historia con Egipto.

¡Fue en extremo exasperante enterarse de que toda la riqueza del faraón estaba depositada en Menfis bajo la custodia de los sacerdotes egipcios nativos! Oh, como rey Auletes tenía el control de los ingresos públicos, que eran enormes. Pero sólo como faraón podía pasar los dedos entre los extensos arcones de joyas, construir pilones con ladrillos de oro, deslizarse por verdaderas montañas de plata.

La reina Cleopatra Tryphaena, la hija de Mitrídates, era mucho más inteligente que su marido, que sufría la desventaja intelectual que traía consigo tanta mezcla de hermana con hermano y tío con sobrina. Cleopatra Tryphaena sabía que no podían engendrar ningún retoño hasta que Auletes fuera coronado por lo menos rey de Egipto, así que decidió ponerse a la tarea de camelarse a los sacerdotes. El resultado fue que cuatro años después de haber llegado ellos a Alejandría, Ptolomeo Auletes fue coronado de manera oficial. Desgraciadamente sólo como rey, no como faraón. Por ello las ceremonias se habían celebrado en Alejandría en lugar de celebrarse en Menfis. Al poco tiempo tuvo lugar el nacimiento del primer hijo, una niña llamada Berenice.

Luego, el mismo año en que se produjo la muerte de la anciana Alejandra, reina de los judíos, nació otra hija; se le dio el nombre de Cleopatra. El año de su nacimiento fue un año aciago, porque en el mismo se produjo el principio del fin de Mitrídates y Tigranes, exhaustos después de las campañas de Lúculo, y se produjo un renovado interés por parte de Roma en la anexión de Egipto como provincia del floreciente imperio. El ex cónsul Marco Craso merodeaba en las sombras. Cuando la pequeña Cleopatra sólo tenía cuatro años y Craso fue elegido censor, éste intentó asegurar la anexión de Egipto en el Senado. Ptolomeo Auletes se puso a temblar de miedo, y pagó enormes sumas de dinero a los senadores romanos para hacer que fracasara el intento de Craso. Los sobornos dieron su fruto. La amenaza de Roma disminuyó.

Pero con la llegada de Pompeyo el Grande al Este para poner fin a las carreras de Mitrídates y Tigranes, Auletes vio que sus aliados del Norte se desvanecían. Egipto estaba peor que solo; su nuevo vecino por cada lado era ahora Roma, que gobernaba Cirenaica y Siria. Aunque este cambio en el equilibrio del poder le resolvió un problema a Auletes. Llevaba algún tiempo con deseos de repudiar a Cleopatra Tryphaena, ya que su hermanastra por parte del antiguo rey, Ptolomeo Latiro, tenía ahora edad para casarse. La muerte del rey Mitrídates le dio la oportunidad de rechazarla. No es que a Cleopatra Tryphaena le faltase sangre de los Ptolomeos. Tenía buenas dosis por parte de padre y de madre, pero no la suficiente. Cuando llegase la hora de que Isis le dotase de hijos varones, Auletes sabía que tanto los egipcios como los alejandrinos aprobarían mucho más a esos hijos si eran de casi pura sangre de los Ptolomeos. Y quizás por fin le nombrasen faraón, y entonces podría poner las manos sobre tantos tesoros que estaría en condiciones de mantener a raya a Roma, sobornándola, para siempre.

Así que Auletes finalmente repudió a Cleopatra Tryphaena y se casó con su propia hermanastra. El hijo de ambos, que con el tiempo gobernaría como Ptolomeo XII, nació en el año del consulado de Metelo Celer y Lucio Afranio; su hermanastra Berenice tenía entonces quince años, y su hermanastra Cleopatra ocho. No es que a Cleopatra Tryphaena la asesinaran, ni siquiera la desterraron. Permaneció en el palacio de Alejandría con sus dos hijas y logró estar en buenas relaciones con la nueva reina de Egipto. Hacía falta algo más que el repudio para acabar con una hija de Mitrídates, y ella, además, estaba maniobrando para asegurar un matrimonio entre el bebé varón heredero del trono con su hija menor, Cleopatra. De ese modo el linaje del rey Mitrídates en Egipto no moriría.

Por desgracia Auletes llevó mal sus negociaciones con los sacerdotes egipcios nativos después del nacimiento de su hijo; veinte años después de su llegada a Alejandría se encontraba tan lejos de ser faraón como cuando llegó. Construyó templos arriba y abajo del Nilo; hizo ofrendas a todas las deidades, desde Isis a Horus y a Serapis; hizo todo lo que se le ocurrió excepto lo que debía.

Era, pues, hora de regatear con Roma.

Y así, a principios de febrero del año del consulado de César, una delegación de cien ciudadanos de Alejandría acudieron a Roma para hacer al Senado la petición de que confirmase la permanencia del rey de Egipto en el trono.

La petición se presentó debidamente en el mes de febrero, pero no obtuvieron respuesta. Frustrados y tristes, los delegados —que tenían órdenes de Auletes de hacer cuanto fuera necesario y quedarse tanto tiempo como hiciera falta— se pusieron a la monótona tarea de entrevistar a docenas de senadores e intentar convencerles para que les ayudasen en lugar de obstaculizarlos. Naturalmente, lo único que les interesaba a los senadores era el dinero. Si había suficiente dinero dispuesto a cambiar de manos, podrían asegurar suficientes votos.

El líder de la delegación era un tal Aristarco, que además era el canciller del rey y el líder de la actual camarilla de palacio. Egipto estaba tan enredado con la burocracia que llevaba doscientos o trescientos años debilitado por esa causa; una costumbre que la nueva aristocracia de Macedonia importada por el primer Ptolomeo no había sido capaz de romper. En cambio, la burocracia se había estratificado en nuevos aspectos, con aquellos de linaje macedonio en la cima, aquellos que tenían mezcla de sangre egipcia y macedonia en el medio, y los egipcios nativos —excepto los sacerdotes— en la capa inferior. Complicado todo aún más por el hecho de que el ejército era judío. Hombre astuto y sutil, Aristarco era descendiente directo de uno de los bibliotecarios más famosos del Museo de Alejandría, y el tiempo en que había sido funcionario civil le había permitido conocer perfectamente cómo funcionaba Egipto. Como no formaba parte de los propósitos de los sacerdotes egipcios permitir que el país acabase siendo propiedad de Roma, había logrado convencerlos para que aumentasen la porción de los ingresos de Auletes que quedaba después de pagar el gobierno de Egipto, así que tenía amplios recursos a su alcance. Más amplios, desde luego, de lo que le había dado él a entender a Auletes.

Cuando ya llevaba un mes en Roma adivinó que buscar votos entre los
pedarii
y los senadores que nunca llegarían más arriba del cargo de pretor no era la manera de lograr el decreto para Auletes. Necesitaba a algunos de los consulares… pero no de los
boni
. Necesitaba a Marco Craso, a Pompeyo el Grande y a Cayo César. Pero como llegó a tal decisión antes de que la existencia del triunvirato fuera generalmente conocida, no se dirigió al hombre adecuado de aquellos tres. Eligió a Pompeyo, que era tan rico que no le hacían falta unos cuantos miles de talentos de oro egipcio. Así que Pompeyo se había limitado a escuchar sin expresión alguna en el rostro, y había concluido la entrevista con una vaga promesa de que lo pensaría.

Abordar a Craso seguramente no serviría de nada, aunque la atracción de éste por el oro era legendaria. Era Craso quien había querido anexionar Egipto, y, por lo que sabía Aristarco, quizás siguiera deseando la anexión. Lo cual sólo dejaba a Cayo César, a quien el alejandrino decidió abordar en medio del torbellino producido por la segunda ley agraria, y justo antes de que Julia se casase con Pompeyo.

César era muy consciente de que una ley de Vatinio aprobada por la plebe podía otorgarle una provincia, pero no podía concederle fondos para hacer frente a ninguno de los gastos que tuviera. El Senado le daría una miseria de estipendio, que se reduciría a unos cuantos huesos en castigo por haber acudido a la plebe, y se aseguraría de que tal estipendio se demorase en el Tesoro el mayor tiempo posible. Eso no era en absoluto lo que César quería. La Galia Cisalpina poseía una guarnición de dos legiones, y dos legiones no bastaban para llevar a cabo lo que César se proponía hacer a toda costa. Necesitaba por lo menos cuatro, cada una de ellas en plena fuerza y debidamente equipada. Pero eso costaba dinero, dinero que él nunca conseguiría del Senado, especialmente si no podía alegar una guerra defensiva. César tenía intención de ser el agresor, y ésa no era la política senatorial ni la política romana. Era un placer tener provincias nuevas incorporadas al imperio, pero ello sólo podía ocurrir como resultado de una guerra defensiva como la que había librado Pompeyo en el Este contra los reyes.

César había sabido de dónde iba a salir el dinero para equipar a sus legiones en cuanto la delegación de Alejandría llegó a Roma, pero esperó el momento oportuno para actuar. E hizo sus planes, de los que formaba parte el banquero gaditano Balbo, hombre de su entera confianza.

Cuando Aristarco fue a verle a principios de mayo, César recibió a aquel hombre con gran cortesía en la
domus publica
, y le enseñó las partes más públicas del edificio antes de instalarlo en el despacho. Desde luego Aristarco se quedó admirado, pero no era muy difícil darse cuenta de que la
domus publica
en realidad no impresionaba al canciller de Egipto. Pequeña, oscura y mundana: se veía lo que Aristarco pensaba a pesar de mostrarse encantado. César sintió interés por aquel hombre.

—Puedo ser tan obtuso y dar todos los rodeos que desees —le dijo a Aristarco—, pero supongo que después de estar en Roma tres meses sin lograr nada, quizás agradecerías que abordásemos el tema de una forma más directa.

—Es cierto que me gustaría regresar a Alejandría lo antes posible, Cayo César —dijo el evidentemente macedonio puro Aristarco, que era rubio y tenía los ojos azules—. Sin embargo, no puedo marcharme de Roma sin llevarle al rey noticias positivas.

—Podrás llevarle noticias positivas si te avienes a aceptar mis condiciones —le dijo César secamente—. ¿Te resultaría satisfactorio una confirmación senatorial de la permanencia del rey en su trono más un decreto que le nombre a él amigo y aliado del pueblo romano?

—Sólo confiaba en conseguir lo primero —dijo Aristarco, fortalecido en su ánimo—. Conseguir que el rey Ptolomeo Filopator Filadelfo sea nombrado amigo y aliado va más allá de mis más disparatados sueños.

—¡Pues expande un poco el horizonte de tus sueños, Aristarco! Puede hacerse.

—A un precio.

—Naturalmente.

—Cuál es el precio, Cayo César?

—Por el decreto que confirma la permanencia en el trono, seis mil talentos de oro, dos tercios de los cuales deben pagarse antes de conseguir el decreto, y el último tercio dentro de un año. Por el decreto que lo nombra amigo y aliado, dos mil talentos de oro más, que se harán efectivos en una sola cantidad por adelantado —dijo César con ojos brillantes y penetrantes—. La oferta no es negociable. La tomas o la dejas.

—Veo que aspiras a ser el hombre más rico de Roma —dijo Aristarco, curiosamente decepcionado; no había considerado que César fuese una sanguijuela.

—¿Con seis mil talentos? —César se echó a reír—. ¡Créeme, canciller, eso no me haría el hombre más rico de Roma! No, parte de ese dinero tendrá que ser para mis amigos y aliados, Marco Craso y Cneo Pompeyo Magnus. Yo puedo obtener los decretos, pero no sin el apoyo de ellos. Y nadie espera favores de romanos concedidos a extranjeros sin una abultada recompensa. Lo que haga yo con mi parte es cosa mía, pero te diré que no tengo ningún deseo de instalarme en Roma y pasar mi vida como Lúculo.

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