Read Las puertas templarias Online
Authors: Javier Sierra
—Estamos preparados, señor.
Una voz metalizada tronó en toda la estancia.
Adoraba aquello. Llevaba casi tres años sin ver otro paisaje que ese enloquecido universo de luces, señales electrónicas e instrucciones mecanizadas. No sabía si fuera de allí llovía o hacía sol, si habían dejado atrás el invierno o el verano. Fuera la época del año que fuese, siempre dejaba aquella sala siendo de noche, y aunque muchas veces le quitaba el sueño el proyecto que llevaba entre manos, nunca faltaba un día a su cita con la lectura. Lo había heredado de Letizia... pero prefería no acordarse demasiado de ella.
—Podemos reiniciar ya la cuenta atrás, señor.
El operador responsable de las comunicaciones con el satélite, un clónico de Andy Warhol que estaba sentado frente a la más céntrica de las mesas de control de la sala, acababa de dar luz verde a la siguiente maniobra del ERS-1.
—Gracias, Laplace —respondió alguien a sus espaldas—. ¿Está ya la antena en posición?
—Lista para desplegarse, señor.
Témoin palideció. Aquel segundo timbre de voz, que retumbó en el hemiciclo a través del sistema de megafonía interno, era lo último que el ingeniero jefe esperaba escuchar allá abajo. Sin embargo, no había error posible: Jacques Monnerie en persona había descendido a los infiernos y estaba dando las órdenes al satélite a pie de panel. ¿Y qué diantres hacía allí la máxima autoridad de la estación, codo con codo con los «mortales» operarios del CNES
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? ¿Inspeccionar por sorpresa una misión rutinaria?
Témoin sacudió la cabeza, y antes de que pudiera dar marcha atrás y regresara indignado por donde había venido,
meteor man
—apropiado sobrenombre para un manojo de nervios como Monnerie— le detuvo en seco de un grito. Se había arrancado de cuajo micrófono y auriculares, y corría hacia él.
—Mon dieu,
Michel. ¿Dónde demonios se había metido usted? Llevo veinte minutos tratando de localizarle.
—¿Veinte minutos?
El ingeniero, un hombre de mediana edad, gafas de pasta negras y bigote bien recortado, trató de dibujar una sonrisa ingenua y convincente.
—Lo siento, señor. Estaba en la sala de comunicaciones verificando los sistemas de navegación del satélite. Nadie me ha informado de que usted controlaría esta operación personalmente...
—Está bien —le atajó
meteor man
sin demasiado convencimiento, mirándole por encima del hombro—. Supongo que allá arriba todo estará en orden para la nueva captura de imágenes, ¿no?
Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Témoin.
—El ERS está preparado, profesor. Le aseguro que a mis hombres no se les escapará ningún detalle.
—Eso espero, Michel. Por su bien. Ustedes los científicos no tienen ni idea de lo que cuesta cada uno de sus fracasos al presupuesto nacional.
El profesor gruñó algo más en voz baja, que el ingeniero no acertó a descifrar. Encogido dentro de su chaqueta, chasqueó la lengua antes de rematar:
—No necesito recordarle que los resultados que obtuvimos ayer fueron un galimatías ininteligible, señor Témoin —dijo vaciándole una pequeña nube de humo en la cara—. Un desastre cartográfico napoleónico. ¡Y usted también me prometió que todos los sistemas funcionarían correctamente!
—Eso creía, señor. Pero esas cosas ocurren a veces. Ya sabe, una inversión de la temperatura en las capas altas de la atmósfera, un haz de radar militar...
—¡Bobadas!
Pese a su vista cansada, su pronunciada gota y sus 60 años bien cumplidos,
meteor man
observó al ingeniero igual que una cobra antes de atacar a la presa elegida.
—El satélite funcionaba bien, profesor —tembló—. Revisé sus sistemas de arriba abajo antes de la misión de ayer y todos estaban en perfecto estado.
—Pues algo falló, señor Témoin.
—La cuestión es qué.
—Y su trabajo consiste precisamente en averiguarlo, ¿no?
Jacques Monnerie le dio la espalda, fijando toda su atención en el trazado orbital del ERS-1 que en esos momentos terminaba de dibujarse sobre el monitor gigante de cristal líquido de la sala.
Allá arriba, a 800 kilómetros sobre sus cabezas, aproximadamente sobre la vertical de Dijon, la sofisticada antena de diez metros de longitud del satélite estaba a punto de desplegarse en cuatro partes antes de lanzar su primer haz de microondas contra la superficie de Francia.
El persistente rumor de la sala se apagó. Si aquello salía bien, el resto de la maniobra sería sencilla.
—Tres... dos... uno...
—¡Abran el «paraguas»!
El
Synthetic Aperture Radar,
más conocido como SAR por el personal de la Agencia Espacial Europea, era un ingenio de una precisión sobrecogedora. Diseñado por un equipo de expertos en telecomunicaciones entre los que se encontraba el propio Témoin, el SAR permitía obtener «mapas radar» de zonas del suelo mayores de 25 metros de lado, sin importar las condiciones atmosféricas dominantes. Era capaz de atravesar sin dificultad nubes de tormenta y obtener imágenes digitales nítidas de la superficie terrestre. Después, gracias a éstas, un buen equipo de analistas podía delimitar la ubicación exacta de edificios, avenidas, bosques o lagos y determinar su superficie exacta y orientación con un margen de error de apenas unos centímetros.
De hecho, cada una de esas zonas de 25 metros cuadrados quedaban después plasmadas en un píxel, la expresión mínima de imagen hasta donde permitían ampliar los poderosos ordenadores del CNES. Esto es, cualquier cosa mayor que esa superficie, quedaba impresa en los instrumentos del SAR con una definición casi absoluta.
Michel Témoin se situó frente a la consola central de la sala, echó un breve vistazo a los indicadores de órbita por encima del hombro de los operadores y se aseguró de que el ERS estaba ya sobre el punto elegido. Después, tras intercambiar un par de precisiones con «Andy Warhol», él mismo tecleó la orden correspondiente.
Eran las 13.43 GMT. Habían transcurrido cien minutos exactos desde que el ERS-1 completara su última órbita sobre el objetivo. Fue entonces cuando «el ojo que todo lo ve» se dispuso a tomar su primera «foto».
Automáticamente, la palabra
scanning
se encendió en el margen superior izquierdo del monitor que vigilaba Monnerie.
—¿Está enviándonos ya la información? —preguntó.
—Sí, señor. En menos de dos minutos la tendremos ya registrada. Luego sólo quedará convertirla en imagen.
Su respuesta satisfizo al profesor.
—Confío en usted, Témoin —mintió.
—Gracias, señor.
A las 15.23, tras circunvalar una vez más la Tierra, el ERS-1 «disparó» una segunda andanada de microondas sobre la línea imaginaria que une las ciudades de Bayeaux, Évreux y Chartres.
Meteor man
ya no estaba allí para comprobar cómo la órbita prefijada se había mantenido firme durante todo el trayecto. Se limitó a advertir que quería ver los resultados sobre su mesa lo antes posible.
Pero la misión era larga.
A las 17.03, durante la tercera órbita, le tocó el turno a Amiens y Reims. Y a las 18.43 a París.
A esa altura, a través de los monitores electrónicos del satélite, la Ciudad de la Luz se veía como una gran mancha blanca rodeada por una especie de nubarrones oscuros. El SAR funcionaba así: asignaba un color claro a las superficies pulidas y sólidas, generalmente construcciones humanas, en las que rebotaban uniformemente las ondas de alta frecuencia. Y daba un tono opuesto a aquellas texturas «blandas» e irregulares que absorbían los haces electrónicos del satélite.
Limpio, silencioso e indetectable, el ERS-1 era una de las mejores inversiones del gobierno del ex presidente Mitterrand. La OTAN codiciaba sus servicios. La mafia rusa ya había intentado piratear su información en beneficio propio durante el primer conflicto contra Chechenia. Incluso los iraquíes jugaban con cierta frecuencia a interceptar sus emisiones de radio tratando de robar su preciosa base de datos cartográficos.
Antes de cumplirse las 19.00 horas, la parte orbital de la
Operación Charpentier
había finalizado por completo. Ya sólo quedaba esperar a que la información electrónica recogida fuera descodificada y convertida en imágenes, siguiendo un proceso similar al que aplica la NASA a los datos obtenidos de las últimas misiones espaciales enviadas a Marte.
Nadie en Toulouse quería ni imaginar que la misión pudiera fracasar por segunda vez en menos de veinticuatro horas.
Todo fue cuestión de minutos.
Después de finalizado el último barrido del «ojo», con la noche ya cerrada sobre el sur de Francia, el potente Zeus comenzó a vomitar los primeros resultados tangibles de la
Operación Charpentier.
Este ordenador, con nombre del todopoderoso dios del Olimpo, es capaz de realizar varios millones de operaciones por segundo y le corresponde el honor de ser el único equipo europeo capaz de convertir los impulsos electrónicos enviados por los satélites geoestacionarios en imágenes inteligibles.
Así pues, una tras otra, las tomas obtenidas en la vertical de Dijon, Bayeaux, Évreux, Chartres, Amiens, Reims y París, en este orden, fueron dibujándose lentamente en sus monitores y componiéndose sobre un mapa de píxels de casi medio metro de lado cada uno.
Michel Témoin esperaba.
El ingeniero se acarició el bigote al ver la primera de las fotografías completamente formada; suspiró como si le fuera la vida en ello y aplicó una potente lupa encima de algunos de los accidentes del terreno. No había duda alguna: aquello era Dijon. Y tenía el temido «error».
En efecto, varios píxels de información en la imagen aparecían inexplicablemente en blanco. Sin nada. Como si la tierra se hubiera volatilizado en ese punto.
Témoin se temió lo peor.
Una tras otra, la misma anomalía fue apareciendo sistemáticamente en las siguientes imágenes, en diferentes parámetros de las tomas y con contornos igualmente diversos. El ingeniero no acertaba a explicarse la razón de aquella especie de «agujeros». Era como si un pequeño escuadrón de
black holes
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se hubieran tragado lo que quiera que hubiera en esas coordenadas, que en todos los casos no debían corresponder a franjas de terreno de más de mil metros cuadrados de superficie.
Zeus chirrió.
Sobre cada una de las ciudades fotografiadas habían aparecido, por segunda vez consecutiva, aquellas siete extrañas manchas grisáceas de aspecto inestable.
En realidad, hablar de manchas era definir demasiado el problema. Más bien se trataba de un conjunto de rayas horizontales muy pequeñas y pegadas unas a otras, que tapaban lo que había debajo. Analizado fríamente, era como si algún tipo de «contraemisión» hubiera sido capaz de bloquear la pupila del
ojo
electrónico del ERS-1, haciéndole desenfocar el suelo y perder aquel preciso fragmento de información geográfica.
La explicación no era demasiado ortodoxa —es cierto— y, además, carecía de sentido desde un punto de vista estrictamente técnico. Lo peor era que Témoin lo sabía.
Todo era tal como se lo habían descrito. El Eure, un río lento y cristalino, lamía el canal de piedra por el que había sido desviado, aparentemente ajeno al trajín de peregrinos que daban vida al sinfín de posadas y casas de comida del lugar. Al este, justo después de atravesar la Puerta de Guillaume, un magnífico puente cruzaba aquellas aguas serenas, desembocando frente a
l’Hopitot,
el albergue de dos pisos construido por los benedictinos para dar techo y sustento a cuantos religiosos de su orden recalaran allí. Y sobre aquel conjunto, cubriendo buena parte del horizonte visible de la ciudad, la colina. Un cerro majestuoso, sitiado por un mar de pequeñas casas dispuestas en una meticulosa sucesión de círculos concéntricos, entretejidos alrededor del macizo santuario donde se custodiaban las reliquias de san Lubino.
No necesitaron preguntar. La única calle adoquinada de la ciudad debía llevarles, por fuerza, hasta el lugar al que se dirigían.
Aquella era una jornada normal en Chartres. El mercado de ganado de los miércoles estaba atestado de visitantes de todo el Beauce, que se aprovisionaban allí de cuanto necesitaban para la temporada de invierno. La fiesta de la natividad de Nuestro Señor estaba cerca. Cabras, ovejas, alguna que otra vaca, así como asnos y gorrinos en abundancia, se amontonaban detrás de empalizadas de madera improvisadas sobre el empedrado de la plaza mayor. El bullicio era ensordecedor, y un agrio olor a excrementos inundaba el corazón de la villa.
Jean de Avallon hizo caso omiso a la chusma. Seguido de cerca por Felipe, su jovencísimo escudero cargado con el yelmo, la cota de armas, el espaldarcete y las botas de hierro de su señor, se abrió paso entre los comerciantes e invitó al séquito que custodiaba a que avanzase hasta su posición. Se trataba de un reducido grupo de cinco
monjes blancos,
salidos de la abadía de Claraval hacía justo una semana, y cuya pulcritud contrastaba con el sucio ambiente que les rodeaba.
Frente a ellos, uno de complexión frágil y muy delgado, rostro afilado, barba escueta y ojos saltones, atendió de inmediato a las señas del caballero. Dio un par de zancadas por delante del grupo, y descubriendo su cabeza rapada sobre la marcha, se dirigió al caballero con cierta solemnidad.
—Habéis cumplido bien vuestro trabajo, Jean de Avallon —dijo—. Que la infinita gratitud de Nuestro Señor Jesucristo se extienda sobre vos.
—No he hecho más que servir a mi voto de obediencia, padre Bernardo —respondió éste, vigilando de reojo a la plebe que empezaba a arremolinarse en torno a ellos—. Decidme ahora qué misión deseáis encomendarme y gustoso me entregaré a ella.
—Con sentir cerca la protección de vuestras armas será suficiente —dijo el monje—. Chartres es un lugar de fe, que no precisará de vuestra espada tanto como de vuestra inteligencia.
Sin pretenderlo, Bernardo de Fontaine, abad del próspero monasterio cisterciense de Claraval, hizo recordar al caballero el verdadero propósito de aquel viaje. En realidad no habían tomado la pesada ruta hacia Auxerre y Orléans sólo para visitar al obispo Bertrand. El abad, un hombre de una inteligencia aguda y un sentido de la devoción fuera de lo común, deseaba confirmar si aquella colina era el lugar que llevaba meses buscando. Desde que llegara a su convento el caballero de Avallon, Bernardo no había dejado de pensar en los extraños episodios que habían vivido el conde Hugo y sus hombres, y en cómo podría llegar a controlar la inmensa fuente de poder que parecían haber localizado en Tierra Santa. ¿El Diablo? «Tal vez», se respondía. El hombre cuyo lema era su célebre
Regnum Dei intra nos est
(el reino de Dios está dentro de nosotros) creía que el Diablo también lo estaba y que, por tanto, los sucesos vividos en Jerusalén —tan externos, tan objetivos— debían de tener una explicación forzosamente «exterior».