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Authors: Jeffrey Eugenides

Las vírgenes suicidas (4 page)

BOOK: Las vírgenes suicidas
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Sabíamos que debíamos mantenernos apartados de Cecilia. Aunque ya le habían retirado las vendas, varias pulseras le tapaban las cicatrices. Como ninguna de las otras chicas llevaba pulseras, supusimos que todas habían prestado las suyas a Cecilia. Las llevaba pegadas a la piel con cinta adhesiva para que no le resbalaran y en el vestido de novia había manchas de comida del hospital, de zanahorias y remolachas hervidas. Nos dieron el ponche y nos quedamos de pie a un lado de la sala mientras las hermanas Lisbon permanecían también de pie en el otro.

Nunca habíamos estado en una fiesta con custodia. Estábamos acostumbrados a las fiestas de nuestros hermanos mayores, que ahuyentaban a los padres fuera de la ciudad y en las que las habitaciones a oscuras vibraban con montones de cuerpos, vómitos musicales, barrilitos de cerveza metidos en hielo dentro de la bañera, tumultos en los pasillos y destrucción de la escultura del salón. Pero esta fiesta era totalmente diferente. La señora Lisbon iba llenando los vasos de ponche con un cazo y nosotros mirábamos a Therese y a Mary, que jugaban al dominó, mientras en el otro extremo de la habitación el señor Lisbon abría la caja donde guardaba las herramientas. Nos enseñó sus trinquetes, haciéndolos girar en la mano de modo que zumbaran, y un largo tubo cortante que según dijo era una fresadora y otro cubierto de masilla que, al decir de él, era un raspador y otro más con un extremo en punta que al parecer era un formón. Hablaba de aquellas herramientas en voz baja, con la mirada fija en ellas, sin alzarla ni por un instante hacia nosotros, recorriendo su superficie con los dedos o probando su agudeza en la tierna yema del pulgar. En la frente se le formaba un profundo pliegue vertical y los labios se le humedecían por momentos pese a que tenía la piel de la cara completamente seca.

Cecilia seguía sentada en el taburete.

Para nuestra alegría apareció Joe el Retrasado. Llegó cogido del brazo de su madre, con sus bermudas holgados y su gorrito azul de béisbol y, como de costumbre, con aquella sonrisita en la cara que es patrimonio de todos los mongoloides. Llevaba la invitación atada a la muñeca con una cinta roja, lo que significaba que las chicas Lisbon habían escrito su nombre con la misma corrección que el nuestro y cuando entró murmuró algunas palabras con aquella mandíbula prominente que tenía y los labios entreabiertos, aquellos minúsculos ojos japoneses y las mejillas recién afeitadas por sus hermanos. Nadie sabía cuántos años tenía exactamente Joe, pero lo recordábamos de siempre con patillas. Sus hermanos solían afeitarlo en el porche, donde sacaban un balde con agua y le gritaban que se estuviese quieto porque, como le rebanasen el pescuezo, la culpa no sería más que de él. Entonces Joe palidecía y se quedaba tan inmóvil como un lagarto. Sabíamos que los retrasados no viven mucho tiempo y que envejecen antes que las personas normales, lo que explicaba que por debajo de la gorrita de béisbol le asomasen unos cabellos grises. De niños creíamos que Joe el Retrasado ya habría muerto cuando fuéramos adolescentes, pero ya éramos adolescentes y Joe seguía siendo un niño.

Ahora que Joe el Retrasado había llegado tendríamos ocasión de demostrar a las hermanas Lisbon las cosas que sabía hacer, como por ejemplo mover rápidamente las orejas cuando le rascábamos la barbilla o decir siempre «cara» cuando echábamos una moneda al aire, nunca «cruz», porque la palabra era demasiado complicada para él, por mucho que le dijéramos:

—Joe, prueba a decir cruz.

Él se figuraba que siempre que decía «cara» ganaba, porque nosotros se lo habíamos hecho creer así.

Le hicimos cantar la canción que el señor Eugene le había enseñado, la que decía: «En Sambo Wango los monos no tienen rabo, en Sambo Wango los monos no tienen rabo, en Sambo Wango los monos no tienen rabo, las ballenas se lo han comido de un bocado». Aplaudimos y las chicas Lisbon aplaudieron también, incluida Lux, que además se inclinó hacia Joe el Retrasado, pero él era demasiado estúpido para apreciar el detalle.

Cuando la fiesta comenzaba a ponerse divertida Cecilia se deslizó del taburete y se dirigió a su madre. Jugando con los brazaletes que llevaba en la muñeca izquierda, le preguntó si la autorizaba a marcharse. Era la primera vez que oíamos su voz y nos sorprendió la madurez del tono. Más que nada sonaba vieja y cansada. Siguió toqueteando los brazaletes hasta que la señora Lisbon le respondió:

—Si eso es lo que quieres, Cecilia, pero ten en cuenta que si nos hemos tomado tantas molestias ha sido para celebrar una fiesta especialmente para ti.

Cecilia continuó tirando de los brazaletes hasta que se despegó la cinta adhesiva. Se quedó quieta.

—De acuerdo —dijo la señora Lisbon—. Ve arriba, si quieres. Nos divertiremos sin ti.

Tan pronto como la madre le dio permiso, Cecilia se dirigió a las escaleras. Tenía la cabeza baja y se movía como olvidada de sí misma, sus ojos de girasol fijos en aquel problema de su vida que no llegaríamos a entender jamás. Subió los escalones que conducían a la cocina, cerró la puerta tras ella y continuó escaleras arriba desde el vestíbulo. Oímos sus pasos sobre nuestras cabezas. Hacia la mitad de la escalera que llevaba a la planta superior, los pasos dejaron de oírse, pero no habían transcurrido treinta segundos cuando llegó a nosotros el ruido húmedo de su cuerpo al desplomarse sobre la verja que bordeaba la casa. Lo primero que oímos fue el viento, una especie de ráfaga que, según decidimos más tarde, debió de ser su vestido de novia al llenarse de aire. Fue un breve instante. Un cuerpo humano cae deprisa. El hecho era simplemente éste: una persona sujeta totalmente a las propiedades físicas cae con la rapidez de una piedra. Poco importa si el cerebro siguió destellando durante su trayectoria descendente o si se arrepintió de lo hecho o si tuvo tiempo de fijarse en las puntas de la verja que se proyectaban hacia ella. Su cerebro había dejado de existir en lo que pueda importar. Primero se oyó el soplo del viento una vez, y a continuación un ruido sordo y húmedo semejante al de una sandía al partirse. Aunque nos asustó, permanecimos quietos y tranquilos, como quien escucha una orquesta, inclinando la cabeza para captar mejor el sonido, sin saber por el momento qué había ocurrido. Después la señora Lisbon, como si estuviera sola, exclamó:

—¡Oh, Dios mío!

El señor Lisbon subió las escaleras corriendo. La señora Lisbon llegó arriba y se quedó agarrada a la barandilla. Vimos su silueta en el hueco de la escalera, sus piernas gruesas, su espalda encorvada, la cabeza grande inmovilizada por el pánico, las gafas proyectadas hacia el espacio y llenas de luz. Había subido casi toda la escalera y dudamos en seguirla hasta que lo hicieron las hermanas Lisbon. Después nos apiñamos y fuimos juntos a la cocina. A través de una ventana lateral vimos al señor Lisbon entre los arbustos. Al salir por la puerta de la casa nos dimos cuenta de que tenía en brazos a Cecilia, una mano debajo del cuello y otra debajo de las rodillas. Trataba de arrancarla de la punta de hierro que le había atravesado el pecho derecho y se había abierto paso hasta dar con su incomprensible corazón, introduciéndose entre dos vértebras sin romper ninguna y asomando después por la espalda, desgarrándole el vestido y encontrando nuevamente el aire. La lanza había seguido su camino con tal rapidez que no se veía señal de sangre en ella. Estaba limpia por completo, y Cecilia sencillamente parecía una gimnasta en equilibrio sobre una pértiga. El aleteo del vestido de novia añadía a la escena un efecto casi circense. El señor Lisbon seguía tratando de levantar a su hija, ahora suavemente, pero aun en nuestra ignorancia supimos que era inútil y que a pesar de que Cecilia tenía los ojos abiertos y de que su boca seguía contrayéndose como la de un pez ensartado en el anzuelo, aquello sólo obedecía a los nervios, y supimos también que, en su segundo intento, Cecilia había conseguido salir del mundo.

-2-

Si la primera vez no pudimos entender por qué Cecilia había querido quitarse la vida, todavía lo entendimos menos la segunda. Su diario, examinado por la policía como parte de las pesquisas rutinarias, no confirmó la suposición de un amor no correspondido. El pequeño diario de papel de arroz iluminado con rotuladores Magic Marker de todos los colores que le daban el aspecto de un Libro de Horas o de una Biblia medieval mencionaba una sola vez a Dominic Palazzolo. Las páginas estaban plagadas de miniaturas. Ángeles de color de rosa descendían de los márgenes superiores o abrían sus alas entre los apretados párrafos. Doncellas de dorados cabellos derramaban lágrimas azules como el mar en el margen interior del libro. Ballenas de color de uva se desangraban en torno a un recorte de periódico (pegado) con la lista de las especies en peligro de extinción. Seis pajarillos recién salidos del cascarón, roto a su lado, lloraban junto a una anotación que databa de Pascua. Cecilia había llenado las páginas con una profusión de colores y volutas, escaleras del País del Caramelo y tréboles listados, pero la anotación que hacía referencia a Dominic decía: «Palazzolo ha saltado hoy del tejado sobre esa puta esplendorosa, Porter. ¡Será estúpido!».

Volvieron los sanitarios; eran los mismos, pero nos llevó unos instantes reconocerlos. Un poco por miedo y un poco por educación, nos habíamos trasladado al otro lado de la calle y esperábamos apoyados en el capó del Oldsmobile del señor Larson. Nadie dijo una palabra al salir de la casa, salvo Valentine Stamarowski, quien desde el otro lado del césped gritó:

—Gracias por la fiesta, señor y señora Lisbon.

El señor Lisbon seguía entre los arbustos, que lo tapaban hasta la cintura, y su espalda se estremecía como si aún tratase de levantar a Cecilia o como si estuviera sollozando. La señora Lisbon, en el porche, obligó a las chicas a ponerse de cara a la pared de la casa. El riego de aspersión, programado para las ocho y cuarto de la tarde, cobró vida justo en el momento en que por el extremo de la calle aparecía la ambulancia a una velocidad de unos veinte kilómetros por hora, sin destellos de luces ni sirena, como si los sanitarios supieran ya que esta vez todo era inútil. El delgaducho de bigote fue el primero en bajar, seguido del gordo. En lugar de ir a comprobar de inmediato el estado de la víctima, lo que hicieron fue sacar la camilla, lo cual, según supimos más tarde por boca de profesionales médicos, violaba el procedimiento rutinario. No llegamos a saber quién había avisado a los sanitarios ni por qué sabían ya que sólo encontrarían un cadáver. Tom Faheem dijo que Therese había entrado a llamar, pero todos recordábamos a las cuatro hermanas Lisbon inmóviles en el porche incluso después de que llegara la ambulancia. Ningún otro vecino de la calle se había enterado de lo ocurrido y no había nadie en los jardines idénticos al de los Lisbon. En alguna parte alguien asaba carne. Detrás de la casa de Joe Larson se oía a los dos jugadores de bádminton más grandes del mundo dándole al volante de un lado a otro.

Los sanitarios apartaron al señor Lisbon para examinar a Cecilia. No tenía pulso, pese a lo cual siguieron el procedimiento habitual como si pretendiesen salvarla. El gordo cortó con una sierra el barrote de la verja mientras el delgaducho se disponía a cogerla en brazos, ya que era más peligroso arrancar a Cecilia de la púa que tenía clavada que dejársela introducida en el cuerpo. Al cortar la punta, el delgado se tambaleó hacia atrás debido al peso del cuerpo de Cecilia, pero recuperó el equilibrio, giró en redondo y la dejó en la camilla. Una vez retirada de su sitio, el barrote aserrado produjo el efecto de una tienda de campaña a causa de la sábana que le pusieron encima para cubrirla.

Para entonces ya eran casi las nueve de la noche. Desde el tejado de la casa de Chase Buell, donde nos reunimos todos después de quitarnos los trajes de vestir para observar qué ocurría después, se veía, por encima de las copas de los árboles proyectadas en el aire, el corte abrupto de la arboleda y la línea donde empezaba la ciudad. El sol se ponía en la bruma de fábricas distantes, y en los arrabales cercanos los vidrios diseminados recogían el fulgor desnudo de una puesta de sol vestida de niebla. Allá arriba podíamos percibir sonidos que habitualmente no oíamos y, agachados sobre las ripias alquitranadas, la barbilla apoyada en las manos, descubríamos como débil música de fondo la indescifrable cinta magnetofónica de la vida de la ciudad, llamadas y gritos, el ladrido de un perro atado a una cadena, los bocinazos de los coches, voces de muchachas gritando números en un juego oscuro y pertinaz. Eran los sonidos de la ciudad empobrecida que nunca habíamos visitado, todos mezclados y atenuados, carentes de sentido, traídos de lejos por el viento. Después, la oscuridad. A distancia se movían luces de coches. Cerca, las casas se iluminaban con luces amarillas revelando familias congregadas en torno al televisor. Uno tras otro, nos volvimos todos a nuestras casas.

Nunca había habido un funeral en el pueblo, por lo menos durante el periodo que abarcaba nuestra vida. La mayor parte de las defunciones habían ocurrido durante la Segunda Guerra Mundial, cuando nosotros todavía no existíamos y nuestros padres eran aquellos jóvenes increíblemente delgados que habíamos visto fotografiados en blanco y negro: padres en pistas de aterrizaje en plena selva, padres con granos en la cara y tatuajes, padres con chicas despampanantes, padres que escribían cartas de amor a chicas que se convertirían en nuestras madres, padres inspirados por alimentos concentrados, soledad y desenfreno glandular en ambiente de malaria transformados en poéticas ensoñaciones que cesaron completamente apenas regresaron a casa. Ahora nuestros padres eran hombres de mediana edad, con barriga y espinillas sin pelo debido a años de llevar pantalón largo, pero la muerte aún les quedaba muy lejos. Incluso sus padres, que hablaban lenguas extranjeras y vivían en buhardillas restauradas semejantes a guaridas de buitres, disponían de las mejores atenciones médicas y amenazaban con durar hasta el siglo siguiente. No se había muerto el abuelo de nadie, ni la abuela de nadie, ni los padres de nadie, sólo algunos perros: el
beagle
de Tom Burke,
Muffin,
que se ahogó con un chicle Bazooka Joe. Pero aquel verano se había muerto una chica que, de haber calculado su edad de acuerdo con la que suelen alcanzar los perros, todavía era un cachorrillo: Cecilia Lisbon.

El día que ella murió la huelga de empleados del cementerio tocaba a su sexta semana. Nadie había hecho demasiado caso de la huelga, ni tampoco de las demandas de los empleados, ya que prácticamente ninguno de nosotros había puesto jamás un pie en un cementerio. De vez en cuando oíamos disparos que provenían del gueto, pero nuestros padres insistían en que eran los tubos de escape de los coches. Así pues, cuando los periódicos informaron de que los cementerios de la ciudad estaban totalmente paralizados, no creíamos que eso pudiera afectarnos en algo. Tampoco el señor y la señora Lisbon, que sólo tenían cuarenta y tantos años y una recua de hijas jóvenes, habían hecho mucho caso de la huelga hasta que aquellas muchachas comenzaron a quitarse la vida.

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