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Authors: Jeffrey Eugenides

Las vírgenes suicidas (2 page)

BOOK: Las vírgenes suicidas
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El muchacho hizo un inventario de desodorantes, perfumes y esponjas ásperas para eliminar pieles muertas, pero lo que más nos sorprendió fue que no descubriera ninguna ducha en toda la casa, porque nos figurábamos que las chicas se duchaban todas las noches, con la misma regularidad con que alguien se lava los dientes. Con todo, nos recuperamos en seguida de nuestra decepción cuando Sissen nos habló de un descubrimiento que había hecho y que superaba con creces nuestras más locas fantasías. En la papelera había encontrado un Tampax manchado con los jugos interiores todavía frescos de alguna de las hermanas Lisbon. Sissen añadió que casi había estado tentado de traérnoslo, que no era una cosa asquerosa sino bella, que había que verlo porque parecía una pintura moderna o algo así, e incluso dijo que había contado doce cajas de Tampax en el armario. Pero en aquel momento Lux llamó a la puerta y preguntó que si se había muerto o qué y entonces él había tenido que ir corriendo a abrirle. Los cabellos de Lux, que durante la cena llevaba recogidos con un pasador, le caían ahora sueltos sobre los hombros. Pero la chica no entró en seguida en el cuarto de baño, sino que miró a Peter a los ojos, después se echó a reír con su risa de hiena y pasó junto a él diciendo:

—¿Tienes acaparado el baño o qué? Necesito una cosa. —Fue directamente al armario, pero se paró en seguida y enlazó las manos a la espalda—. En privado, si no te importa —le dijo, mientras Peter Sissen bajaba a toda prisa los escalones, rojo como un pimiento y, después de dar las gracias al señor y a la señora Lisbon, se lanzaba corriendo a la calle para poder contarnos en seguida que a Lux Lisbon le estaba saliendo sangre de entre las piernas en aquel mismísimo momento. Era cuando las moscas del pescado cubrían el cielo y ya se estaban encendiendo las farolas.

Cuando Paul Baldino oyó lo que contó Peter Sissen, juró que se metería en casa de los Lisbon y vería cosas aún más impensables que las que había visto Sissen.

—Veré a las chicas duchándose —aseguró.

A los catorce años, Paul Baldino ya tenía las agallas de un gángster y la pinta de matón de su padre, Sammy el Tiburón Baldino, y de todos los que entraban y salían de la enorme casa de Baldino, con sus dos leones esculpidos en piedra a ambos lados de la escalera de entrada. Se movía con el contoneo indolente de los depredadores urbanos que huelen a colonia y se hacen la manicura. Le teníamos miedo, a él y a sus ricos e imponentes primos, Rico Manollo y Vince Fusilli, no sólo porque su casa aparecía a menudo en los periódicos, o por las limusinas negras blindadas que se deslizaban por el camino circular de entrada bordeado de laureles importados de Italia, sino también por aquellos círculos oscuros que tenía debajo de los ojos, por sus flancos de mamut y por aquellos relucientes zapatos negros que no se quitaba ni siquiera para jugar a béisbol. Ya había metido la nariz en sitios prohibidos y, aunque no siempre era fiable lo que contaba después, no por ello dejaba de impresionarnos la osadía de sus exploraciones. En sexto, el día que llevaron a todas las niñas al auditorio para que vieran una película sólo para chicas, Paul Baldino se coló en la sala y se escondió en la antigua cabina de las votaciones para poder contarnos de qué iba la cosa. Lo esperamos en el patio, jugando a pegar puntapiés a la grava para matar el tiempo hasta que apareció mascando un palillo y jugando con el anillo de oro que llevaba en el dedo. Estábamos sobre ascuas.

—He visto la peli —dijo— y sé de qué va la cosa. Escuchad, a eso de los doce años o así, a las chicas... —se inclinó hacia nosotros— les sale sangre de las tetas.

Pese a que ya estábamos mejor informados, Paul Baldino seguía inspirándonos miedo y respeto. Se le habían puesto flancos de rinoceronte y aquellos círculos que tenía debajo de los ojos ahora tenían un color ceniciento que hacía pensar en la muerte. Fue en esa época cuando comenzaron a correr los rumores acerca del túnel. Una mañana, hacía ya algunos años, había aparecido un grupo de trabajadores en el jardín de su casa, detrás de la valla coronada de púas y guardada por dos perros pastores alemanes blancos idénticos. Para ocultar lo que se llevaban entre manos colgaron unas telas de hule de unas escaleras de mano y, tres días después, cuando las quitaron, en medio del césped había aparecido un tronco de árbol artificial. Era de cemento, con la corteza y los nudos del tronco pintados e incluso con dos ramas podadas que apuntaban al cielo con el fervor de muñones amputados. En medio del tronco una cuña abierta con una sierra de cadena contenía una parrilla metálica. Paul Baldino dijo que era una barbacoa y nos lo creímos. Pero iba pasando el tiempo y vimos que no la utilizaba nadie. Según los periódicos, la barbacoa había costado cincuenta mil dólares, si bien en ella jamás se asó una hamburguesa, ni siquiera un perrito caliente. No tardó en circular el rumor de que el tronco era la entrada de un túnel para poder escapar y que conducía a un escondrijo junto al río donde Sammy el Tiburón tenía una lancha rápida, y que los trabajadores habían colgado hules para que nadie viese que estaban excavando. Pocos meses después de que empezaran a circular los rumores, Paul Baldino comenzó a aparecer en los sótanos de diferentes casas, a los que llegaba a través de las cloacas. Apareció un día en casa de Chase Buell, cubierto de un polvillo grisáceo que olía claramente a mierda; se metió como con calzador en la bodega de Danny Zinn, y esta vez se presentó con una linterna, un bate de béisbol y una bolsa con dos ratas muertas; finalmente asomó al otro lado de la caldera de Tom Faheem, a la que pegó tres golpes.

Siempre daba la misma explicación: que estaba explorando las cloacas debajo de su casa y que se había perdido. Pero empezamos a sospechar que lo que estaba explorando en realidad era el túnel que su padre había mandado construir. Cuando había fanfarroneado diciendo que vería a las chicas Lisbon mientras se duchaban todos creímos que iba a entrar en la casa de los Lisbon igual que había entrado en las otras. Nunca llegamos a saber exactamente qué había ocurrido, pero la policía lo estuvo interrogando más de una hora. Él les dijo que se había metido a gatas en el conducto de la cloaca de su casa y que después había seguido avanzando poco a poco; les describió las enormes dimensiones de los conductos, les dijo que había encontrado tazas de café y colillas dejadas por los trabajadores y dibujos al carbón de mujeres desnudas en las paredes, similares a pinturas rupestres. Dijo que se había metido en las cloacas al azar y que al pasar por debajo de las casas olía incluso lo que estaban cocinando en aquel momento. Por fin se había metido en el sótano de los Lisbon pasando a través de la reja de la cloaca. Después de sacudirse bien la ropa, había subido a la planta baja para ver si había alguien, pero la casa estaba vacía. Había dado voces y recorrido las habitaciones. Después había subido a la planta superior. En el rellano había oído correr agua y se había acercado a la puerta del cuarto de baño. Paul Baldino insistió en que había llamado con los nudillos a la puerta y que, al entrar, había encontrado a Cecilia desnuda, con las muñecas rezumando sangre y que lo primero que hizo tan pronto como se hubo recuperado del susto fue llamar a la policía, porque su padre le había enseñado que eso es lo que hay que hacer siempre.

Por supuesto, quienes primero vieron la estampa plastificada fueron los sanitarios, y el gordo, agobiado con las prisas, se la guardó en el bolsillo. Ya en el hospital se acordó de la estampa y de que quería dársela al señor y a la señora Lisbon. Cecilia ya estaba fuera de peligro y sus padres aguardaban sentados en la sala de espera, aliviados pero confusos. El señor Lisbon dio las gracias al sanitario por haber salvado la vida de su hija. Después dio vuelta a la estampa y leyó las palabras impresas en el dorso:

La Virgen María se ha aparecido en nuestra ciudad y ha traído su mensaje de paz a un mundo que se está desmoronando. Como en Lourdes y Fátima. Nuestra Señora ha premiado con su presencia a personas como tú. Para más información llamar al 555 —MARY.

El señor Lisbon lo leyó tres veces y después, con voz de desaliento, dijo:

—La bautizamos, la confirmamos y ahora cree en esta mierda.

Fue su única blasfemia durante aquella dura prueba. La señora Lisbon reaccionó arrugando la estampa en el puño (pero sobrevivió, tenemos una fotocopia).

El periódico local no se dignó publicar ningún artículo sobre el intento de suicidio porque el editor, el señor Baubee, estimaba que una noticia tan deprimente como aquélla no encajaría muy bien entre el artículo sobre la Exposición Floral de la Asociación Juvenil y las fotografías de novias sonrientes publicadas en la última página. El único artículo interesante de aquel día hacía referencia a la huelga de los empleados del cementerio (se acumulaban los cadáveres, no había acuerdo a la vista), pero estaba en la página cuatro, debajo de los resultados de las ligas menores de béisbol.

Al volver a casa, el señor y la señora Lisbon se encerraron con las niñas y no hablaron ni una sola palabra sobre lo ocurrido. Sólo cuando la señora Scheer la presionó lo suficiente, la señora Lisbon hizo referencia al «accidente de Cecilia», y habló del asunto como si la niña se hubiera cortado al caer. Sin embargo, Paul Baldino, perturbado por la visión de la sangre, nos describió con precisión y objetividad lo que había visto y no dejó lugar a dudas sobre que Cecilia había perpetrado un acto de violencia contra sí misma.

La señora Buck encontraba extraño que la navaja hubiera ido a parar al lavabo.

—Si uno se corta las muñecas en la bañera, ¿no dejará la navaja junto a ella? —decía.

Esto llevó a preguntarse si Cecilia se habría hecho los cortes en la muñeca mientras estaba metida en la bañera o cuando estaba de pie en la alfombrilla, ya que en ésta había manchas de sangre. Para Paul Baldino no había duda:

—Lo hizo en el lavabo y después se metió en la bañera —explicaba—. ¡Por eso lo dejó todo perdido!

Cecilia estuvo bajo observación una semana. La ficha del hospital indica que la arteria de la muñeca derecha estaba totalmente seccionada porque la niña era zurda, pero que la herida de la muñeca izquierda no había sido tan profunda y había dejado intacta la parte inferior de la arteria. Tuvieron que darle veinticuatro puntos en cada muñeca.

Cuando volvió, todavía llevaba puesto el traje de novia. La señora Patz, cuya hermana era enfermera del Bon Secours, dijo que Cecilia se había negado a ponerse la bata del hospital y que había pedido su vestido de novia. El doctor Hornicker, psiquiatra, estimó que lo mejor sería complacerla. El día que Cecilia volvió a casa se desencadenó una tormenta. Estábamos en casa de Joe Larson, que vivía al otro lado de la calle, cuando se oyó el primer trueno. La madre de Joe gritó desde abajo que cerrásemos todas las ventanas y después saliéramos corriendo hacia nuestra casa. En la calle, un profundo vacío había aquietado el aire. Una ráfaga de viento agitó una bolsa de papel, la levantó, la hizo girar unas cuantas veces, la llevó volando entre las ramas bajas de los árboles. Mientras aquel vacío del aire se disolvía de pronto en aguacero y el cielo se volvía negro, la furgoneta de los Lisbon trataba de abrirse camino en medio de la oscuridad.

Llamamos a la madre de Joe para que subiera a mirar y a los pocos segundos oímos que se acercaba rápidamente por la escalera alfombrada y se reunía con nosotros junto a la ventana. Era martes y la madre de Joe olía a pulimento para muebles. Vimos que la señora Lisbon abría la puerta del coche con el pie y salía trabajosamente cubriéndose la cabeza con el bolso para no mojarse. Encorvada y ceñuda, abrió la puerta de atrás. Llovía a cántaros y la señora Lisbon tenía el pelo empapado pegado a la cara. Por fin asomó la cabecita de Cecilia, borrosa a causa de la lluvia, moviéndose con extrañas sacudidas debido al doble cabestrillo que le sujetaba los brazos. Le costó trabajo coger impulso suficiente para tenerse en pie. Cuando por fin lo consiguió, levantó los dos cabestrillos como sendas alas de tela mientras la señora Lisbon la cogía por el codo izquierdo y la conducía a casa. Para entonces llovía a cántaros y no alcanzábamos a distinguir el otro lado de la calle.

Los días siguientes vimos a menudo a Cecilia. Se sentaba en los peldaños de entrada, cogía bayas rojas de los arbustos y se las comía o se ensuciaba con el jugo las palmas de las manos. Seguía vistiendo el traje de novia, iba descalza y llevaba sucios los pies. Por la tarde, cuando daba el sol en el jardincito del frente, observaba las hormigas apelotonándose en las grietas de la acera o se tumbaba boca arriba en la hierba abonada y contemplaba las nubes. Siempre estaba acompañada por alguna de sus hermanas. Therese se llevaba los libros científicos a los peldaños de la escalera, estudiaba las fotografías del espacio interplanetario y levantaba los ojos cada vez que Cecilia se alejaba hasta el extremo del jardín. Lux extendía toallas de playa en el suelo y se bronceaba al sol mientras Cecilia se arañaba la pierna con un palo trazando arabescos en ellas. Otras veces Cecilia se acercaba a su guardiana, le echaba los brazos al cuello y le murmuraba unas palabras al oído.

Todo el mundo tenía su teoría acerca de por qué había tratado de matarse. La señora Buell decía que la culpa era de los padres.

—La niña no quería morirse, lo que quería era irse de su casa —nos dijo.

—Quería cambiar de decorado —añadió la señora Scheer.

El día que Cecilia volvió del hospital, las dos mujeres le trajeron un pastel como muestra de cariño, pero la señora Lisbon se negó a reconocer que hubiera ocurrido ninguna calamidad. Encontramos mucho más vieja y enormemente gorda a la señora Buell, que aún dormía en una habitación separada de la de su marido, adepto a la Ciencia Cristiana. Se recostaba en la cama, llevaba gafas reflectantes nacaradas durante el día y agitaba ruidosamente cubitos de hielo en vasos altos que, según aseguraba, sólo contenían agua, pero toda ella emanaba ahora un nuevo olor a indolencia vespertina, un perfume a telenovela.

—Tan pronto como Lily y yo le dimos el pastel, la mujer dijo a las niñas que fueran arriba. Todavía está caliente, le dijimos, podríamos comernos un trocito. Pero ella lo cogió y lo metió en la nevera. Delante de nuestras narices.

La señora Scheer lo contaba de otra manera.

—Lamento decirlo, pero Joan hace años que está mal de la cabeza. La verdad es que la señora Lisbon nos dio las gracias muy amablemente y allí todo parecía de lo más normal. Hasta empecé a preguntarme si no sería verdad que la niña se hizo los cortes al caer. La señora Lisbon nos invitó a entrar en el solarium y nos dio un trozo de pastel. Joan se marchó intempestivamente, quizá a su casa a tomarse otro latigazo. No me extrañaría nada.

BOOK: Las vírgenes suicidas
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