Límite (151 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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—Pero somos cinco —dijo Omura—. ¿Se pueden conectar los tanques alternativamente en nuestros trajes?

—Sí, se puede. Las reservas no alcanzarían para llegar al Gaia; además, los Rover serían inservibles en los Alpes. Pero, en cualquier caso, con lo que tenemos llegaremos a la estación de extracción de helio 3.

—¿Y alguien conoce el camino?

Amber blandió un montón de folios plegados.

—Aquí lo tenemos.

—¿Qué son esos papeles? ¿Mapas?

—Estaban en el Rover.

—¡Estupendo! —soltó Omura—. ¡Como Vasco de Gama! ¿Qué clase de tecnología de mierda es esta que ni siquiera sirve para programar el trayecto a un carromato lunar?

—La tecnología de una civilización que confunde cada vez más sus logros con la magia —replicó fríamente Rogachov—. ¿O acaso no te has enterado de que la comunicación por satélite ha dejado de funcionar? Sin LPCS no hay sistema que nos guíe.

—Sí que me he enterado —gruñó Omura—. Por cierto, tengo un comentario constructivo que hacer.

—Déjanos oírlo.

—En esa estación de extracción podremos acomodarnos sólo de mala manera, ¿no? Quiero decir, tenemos que establecer contacto con el hotel, y eso, por el momento, no parece funcionar debido al colapso del satélite. ¿Cómo llegaremos entonces por nuestros propios medios al hotel?

—¿Adónde quieres ir a parar?

—¿Hay algo que vuele en la estación?

—Habrá
grasshoppers,
posiblemente.

—Sí, y con ellos puedes dar perfectamente la vuelta a la Luna, pero al ritmo de una babosa. Sólo que, si no recuerdo mal, los tanques de helio son trasladados al polo con el tren magnético. ¿Es correcto? En ese caso, ha de haber una estación ferroviaria, y de ella saldrá algún tren a la base Peary. Y de la base Peary...

Julian guardó silencio.

«Por supuesto —pensó—. Podría funcionar. ¡Es obvio!» Era difícil de creer, pero, para variar, Omura había dicho por fin algo constructivo.

GANÍMEDES

Locatelli miraba fijamente los monitores de control.

Entretanto, había comprendido que Hanna se orientaba por la carta holográfica, una especie de LCPS de emergencia. Las cámaras exteriores sincronizaban una imagen en tiempo real del paisaje en una zona abarcable con el modelo 3D del ordenador, al que se le introducía el objetivo y la ruta. De ese modo podía mantenerse una trayectoria exacta, era prácticamente como un piloto automático, ya que el sistema hacía correcciones continuas, lo que exigía, por cierto, una gran altura de vuelo. Locatelli estimó que Hanna había programado un destino, sin que los controles pudieran darle ninguna información reveladora sobre adónde quería ir. Habría apostado que el canadiense estaba volando de regreso al hotel, pero se encontraban muy al oeste para que eso fuera cierto. Para llegar al Gaia, debería haber puesto rumbo al nordeste; sin embargo, le parecía que estaban siguiendo al pie de la letra el paralelo 50.

¿Es que Hanna quería llegar al polo?

Las preguntas se acumulaban. ¿Por qué Hanna no utilizaba el LPCS? ¿Cómo se hacía aterrizar un trasto como aquél? ¿Cómo se disminuía la velocidad? Volaban a mil doscientos kilómetros por hora, a diez kilómetros de altura, algo sumamente preocupante. ¿Cuánto tiempo duraría el combustible, si las turbinas tenían que estar generando impulso sin cesar para mantener el
Ganímedes
a esa altura y, al mismo tiempo, acelerarlo?

A través del dispositivo de su traje, Locatelli intentó contactar con Momoka. Al no recibir respuesta, probó de localizar a Julian, así que cambió al sistema de comunicación colectiva. Nada, sólo ruido atmosférico. Tal vez los sistemas del traje no funcionaban a tales distancias, además, llevaban volando media hora en dirección al norte. Al echar un vistazo a la carta holográfica, repasó las distancias y concluyó que entre el transbordador y la meseta de Aristarco habría ahora más de quinientos kilómetros. A mano derecha, a una distancia considerable, descollaba un cráter en medio de una meseta, el Mairan, según supo gracias a la carta de navegación. Otro cráter, el Louville, se extendía hacia el norte por encima del borde del horizonte. Era ya hora de familiarizarse con la cabina del piloto. Por lo menos podría comunicarse con el hotel desde el
Ganímedes.

Su mirada se posó en un diagrama situado en los cristales del frente, algo que había pasado por alto hasta ese momento. Las instrucciones eran muy sencillas, pero bastaban para llegar al menú principal, y de repente todo empezó a funcionar de un modo menos complicado de lo que había imaginado. Es cierto que aún no sabía cómo se pilotaba aquel cacharro, pero sí cómo se manejaba la estación de radio. Tanto mayor fue su decepción cuando, también ahora, todo permaneció en silencio. Primero pensó que el sistema estaría averiado, pero al final acabó comprendiendo que la comunicación por satélite se había colapsado.

Por eso Hanna había cambiado a la carta de navegación.

En ese preciso instante se dio cuenta de por qué no conseguía localizar a nadie por las vías convencionales. La radio normal exigía que los interlocutores estuvieran al alcance de la vista, que entre el emisor y el receptor no se interpusiera nada que pudiera absorber las ondas de radio, y, en el caso de la Luna, la intensa irregularidad absorbía al cabo de poco tiempo cualquier contacto. Por eso se había cortado antes su comunicación con Momoka y los demás, porque, en el momento de la persecución, ellos se hallaban al otro lado de Snake Hill. Con lo cual, ahora conocía el momento exacto del colapso del satélite.

Coincidió justamente con la huida de Hanna.

¿Una casualidad? ¡De eso nada! Allí había algo más gordo en juego.

Detrás de él, Hanna emitió un leve quejido. Locatelli volvió la cabeza. Después de buscar y rebuscar, había encontrado un par de correas destinadas a asegurar las cargas y lo había atado a la primera fila de asientos. No podía decirse que lo hubiera atado como un fardo, pero el canadiense no podría zafarse con facilidad y evitar que Locatelli le disparara en las piernas con su propia arma. Por unos segundos estuvo observando el pálido rostro del asesino, pero Hanna mantenía los ojos cerrados.

Entonces Locatelli centró su atención en la consola de mando. Al cabo de un rato, creyó haber entendido varias cosas, por ejemplo, cómo regular la altura del
Ganímedes,
es decir, hacerlo subir o bajar mediante...

Eso era todo. ¡Por supuesto!

Locatelli estaba eufórico. En la Luna no había atmósfera, de modo que la altura no podía desempeñar ningún papel; en cualquier caso, se malgastarían las reservas de combustible. Nada cambiaba en las condiciones de frontera: el vacío era el vacío. Cuanto más se elevara, tanto menos se haría notar la curvatura, hasta un grado en que, al final, ya no desempeñara papel alguno. Hasta donde podía recordar, hacia el nordeste del valle de Schröter se extendía la meseta de Rupes-Toscanelli y Snake Hill. ¡Si no estaban agazapados debajo de unos salientes de roca, sino que habían logrado llegar hasta el puerto espacial, debería estar en condiciones de localizarlos!

Sus dedos se deslizaron por los controles. Según pudo comprobar, el transbordador disponía de un inquietante número de turbinas; algunas señalaban fijamente hacia abajo, otras hacia atrás, algunas eran giratorias. Entonces decidió no tener en cuenta las giratorias y concentrar el impulso solamente en las verticales. Echándolo a suertes, marcó un valor...

Por un instante se quedó sin aire en los pulmones.

¡Maldita sea! ¡Era demasiado, demasiado! ¡Maldito estúpido! ¿Por qué no había empezado con menos? Ya no podía hablarse de un vuelo tranquilo, el
Ganímedes
salió disparado, como enloquecido, hacia arriba, se sacudió, vibró y se encabritó, como si quisiera expulsarlo de su interior. Rápidamente, Locatelli redujo el impulso y comprendió que no todas las turbinas funcionaban de manera simultánea, de ahí las vibraciones. Entonces corrigió, reguló, equilibró, y el transbordador se aquietó, continuó subiendo, pero ahora a una velocidad más moderada.

«¡Bien, Warren! ¡Muy bien!»

—Aquí Locatelli llamando a Orley —gritó—. Momoka. Julian. Por favor, responded.

Todas las variantes del ruido blanco salieron a través de los altavoces, pero nada que pudiera semejarse, ni en lo más remoto, a una articulación humana. El
Ganímedes
se acercaba a la llamada «marca de los trece kilómetros». Tras el encabritamiento inicial, ahora podía conducirse como un caballo amaestrado, y cada vez ascendía más, mientras Locatelli continuaba pronunciando los nombres de Julian y de Momoka.

Catorce kilómetros.

Bajo él se alejaba el paisaje. Una vez más, hubo sacudidas y temblores cuando el sistema automático, algo alterado, registró algunas desviaciones del paralelo y las corrigió de manera brusca.

—Locatelli a Orley. ¡Julian! ¡Momoka! Oleg, Evelyn. ¿Alguien me escucha? ¡Dadme alguna señal! Locatelli a...

14,6. 14,7. 14,8...

Poco a poco empezaba a sentir miedo, aunque su buen juicio se apresurara a asegurarle que, en teoría, podía volar hasta el espacio sideral. Todo era una cuestión de combustible.

—¡Momoka! ¡Julian!

15,4. 15,5. 15,6...

Nada.

—Warren Locatelli a Orley. Por favor, dadme una señal.

Un ruido. Un crepitar. Un traqueteo.

—Locatelli a Orley. ¡Julian! ¡Momoka!

—¡Warren!

MESETA DE ARISTARCO

—¡Warren! ¡Warren! ¡Te tengo en línea!

Omura dio inicio a una especie de baile de San Vito alrededor del Rover carbonizado, que habían empezado a cargar ya con las baterías que habían encontrado. Todos se detuvieron. Lo escuchaban. Su voz resonaba en sus cascos con una intensidad prometedora, nítida y clara, como si se encontrara directamente a su lado.

—¡Warren, cariño! —exclamó Omura—. ¿Dónde estás? ¡Oh, corazón, tesoro mío! ¿Estás bien?

—Todo bien. ¿Qué hay de vosotros?

—Hemos perdido a un par de personas, no sabemos con exactitud qué ha sucedido, pero Peter, Mimi y Marc...

—Están muertos —dijo Locatelli.

No era que necesitase confirmación, pero la palabra cayó como la afilada hoja de una guillotina y cortó por la mitad al optimista incorregible, que hasta el momento no se había cansado de repasar toda suerte de variantes positivas. Por espacio de un segundo reinó un silencio de afectación.

—¿Dónde estás ahora? —preguntó Julian, perceptiblemente desalentado.

—En el transbordador. Carl, el muy cerdo, arrojó a Peter al barranco y luego hizo volar por los aires a Mimi y a Marc. A continuación secuestró el transbordador, pero yo conseguí subir a bordo.

—¿Y dónde está Carl?

—Inconsciente. Le di unos buenos porrazos, y lo he atado a los asientos.

—¡Eres un héroe! —dijo, cautivada, Omura—. ¿Lo sabes? ¡Eres un jodido héroe!

—Claro, ¿qué otra cosa podría ser? Soy un héroe en una nave espacial endiabladamente rápida y no tengo la menor idea de cómo se controla este cacharro. Bueno, por el momento ya sé cómo ascender, pero todavía me falta aprender cómo bajar y aterrizar.

—¿Puedes comunicarte con el hotel por radio? —preguntó Julian.

—No lo creo. Está demasiado lejos. Hay muchas montañas. Estoy a más de dieciséis kilómetros de altura y, para ser sincero, siento cierta nostalgia por el suelo. Además, no sé cuánto combustible me queda todavía.

—Bien, no hay problema. Te serviré de asistente. Mantente a esa altura, por lo de la conexión por radio.

—El LPCS ha dejado de funcionar, ¿no?

—En mi opinión, ha sido un sabotaje. ¿Carl te dijo algo?

—La verdad es que no le di oportunidad de decir nada.

—¡Oh, mi héroe!

—¿Conoces tu posición?

—Cincuenta grados oeste, cuarenta y seis grados norte. A la derecha se ve la meseta de un cráter. Y a continuación hay unas montañas.

—Dame un nombre.

—Espera: montes Jura.

—Muy bien. Presta atención, Warren, tienes que...

GANÍMEDES

Locatelli prestó mucha atención mientras Julian lo instruía. Pero, al hacerlo, tuvo la vaga sospecha de que su amigo no sabía en detalle lo que había que hacer, aunque, definitivamente, tenía una noción más amplia de cómo conducir un transbordador Hornet que él mismo. Por ejemplo, sabía cómo volar describiendo una curva. Locatelli había orientado las turbinas de forma individual, y con ello estuvo a punto de desplomarse hacia una muerte segura. Sin embargo, las cosas eran muchísimo más sencillas si se borraba la programación predeterminada del rumbo y se pasaba al timón manual.

—Mantente a la derecha, vuela hacia el este, hacia los montes Jura, y luego enfila de nuevo hacia el sur en una curva de ciento ochenta grados.

—Claro.

—Nada de claro. Sobre todo, no describas curvas muy cerradas, ¿me oyes? Haz siempre un giro amplio. ¡Vas a una velocidad de mil doscientos kilómetros por hora!

Locatelli obedeció. Tal vez fuera un alumno demasiado obediente, pues la curva le permitió contemplar ampliamente el paisaje. Tras haber hecho girar el
Ganímedes,
se halló de nuevo a cuarenta grados de longitud oeste; debajo de él se extendía ahora la agrietada continuación de los montes Jura, que rodeaban en semicírculo una bahía de dimensiones colosales. La bahía se llamaba Sinus Iridum y colindaba con el Mare Imbrium, y de algún modo ese nombre le resultaba conocido. Entonces lo recordó. Sinus Iridum había sido la manzana de la discordia por la que se había desatado en el año 2024 la llamada «crisis lunar». Las ventanillas de la cabina ofrecían una vista que cortaba el aliento. En casi ninguna otra parte era tan perfecta la ilusión de una confluencia entre la tierra y el mar, sólo faltaba que el aterciopelado manto de basalto del Mare Imbrium brillara con colores azules. En este punto, la ilusión del terciopelo era muy especial, sobre todo allí donde colindaba con las estribaciones de los montes.

—¿Dónde estás? —preguntó Julian.

—En la mitad sur de Sinus Iridum. Ante mí yace una lengua de tierra, es el Cabo Heráclides. ¿Debo descender aún más? Así, el camino del descenso no será luego tan largo.

—Hazlo. Probaremos a ver hasta dónde se mantiene la conexión.

—De acuerdo. Si se interrumpe, ascenderé de nuevo.

—De todos modos, ésta se volverá más estable cuanto más te acerques a nosotros.

Locatelli vaciló. Descender más. Eso estaba bien. Pero quizá fuera mejor disminuir de inmediato también un poco la velocidad. No demasiado, sólo bajar de los mil kilómetros por hora. Eso no era ni remotamente comparable a un vuelo por la atmósfera terrestre, donde uno cabalgaba sobre capas de aire y tenía que luchar con las turbulencias, pero las innumerables horas de su vida pasadas en aviones le proporcionaban ciertas nociones de los vuelos de descenso iniciados con bastante antelación, de modo que Locatelli redujo la velocidad y empezó a bajar.

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