Read Límite Online

Authors: Schätzing Frank

Límite (149 page)

BOOK: Límite
3.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Tal vez debería haber prestado más atención a Tim.

«¡Debería haber prestado!» Era la gramática de las oportunidades perdidas.

—¿Julian?

—¿Qué?

—¿Que cómo saldremos de aquí? —le preguntó Chambers nuevamente.

Él vaciló.

—Peter conoce..., conocía el puerto espacial de Schröter mejor que yo. Allí no hay aparatos de vuelo, creo, pero definitivamente debe de haber un tercer vehículo lunar. De un modo u otro, saldremos.

—Sí, pero ¿para ir adónde? —preguntó Rogachov—. No resulta muy edificante la perspectiva de atravesar el Mare Imbrium con un móvil lunar.

—¿A qué distancia estamos del hotel? —quiso saber Amber.

—A unos mil trescientos kilómetros.

—¿Y cuánto tiempo durará nuestro oxígeno?

—Olvídalo —jadeó Omura—. Seguramente no el tiempo suficiente para llegar con esa carreta hasta el Vallis Alpina. ¿No, Julian? ¿Cuánto tiempo se necesita para recorrer mil trescientos kilómetros a una velocidad máxima de ochenta?

—Dieciséis horas —respondió Julian—. Pero visto de un modo realista, no podremos viajar a ochenta.

—¿A sesenta?

—Tal vez a cincuenta.

—¡Oh, estupendo! —rió Omura—. Podemos empezar a apostar sobre quién va a diñarla primero, si nosotros o el carromato.

—Basta —le espetó Amber.

—Apuesto a que nosotros.

—Esto no nos lleva a ninguna parte, Momoka. Mejor déjanos...

—El coche se paseará por ahí con nuestros cadáveres, hasta que en algún momento...

—¡Momoka! —gritó Amber—. ¡Basta... ya! ¡Maldita sea!

—¡Eh, basta! —dijo Julian, que se detuvo y alzó ambas manos—. Sé que tenemos que asimilar un montón de cosas horribles. Nada tiene sentido, prácticamente no se puede confirmar ninguna noticia. En este instante, lo único que nos ayuda es pensar de un modo lineal, primero un paso, luego el otro, y el próximo paso será explorar el puerto espacial de Schröter. Para eso nos alcanzará el oxígeno que tenemos. —Hizo una pausa—. Ahora que Peter está muerto...

—Si es que está muerto de verdad —dijo Chambers.

—Ahora que, probablemente, Peter esté muerto, yo ocuparé su lugar. ¿Está claro? Ahora recae sobre mí la responsabilidad por el grupo, y a partir de ahora sólo quiero oír comentarios constructivos.

—Yo querría hacer un comentario constructivo —dijo Rogachov.

—Bravo, Oleg —se burló Omura—. Los comentarios constructivos están ahora en su apogeo.

Rogachov la ignoró.

—¿No están las plantas de extracción del helio 3 algo más cerca de la meseta de Aristarco que el hotel?

—Eso es cierto —dijo Julian—. Ni siquiera a la mitad de esa distancia.

—Si pudiéramos llegar hasta allí...

—Las plantas de extracción están automatizadas —objetó Omura—. Eso me lo contó Peter. Allí sólo hay robots.

—Sí, es verdad —dijo Chambers, pensativa—. No obstante, habrá allí, por lo menos, algo parecido a una infraestructura, ¿no? Con alojamientos para el personal de mantenimiento. Algún vehículo.

—En cualquier caso, hay depósitos con equipos de supervivencia —dijo Julian—. Es una buena propuesta, Oleg. ¡Así que continuemos!

Lo que Julian no dijo fue que el oxígeno no alcanzaría para llegar hasta la zona de extracción.

GANÍMEDES

Sobre la hipotética vía del paralelo 50, Hanna volaba a toda velocidad hacia su objetivo, y la sombra del
Ganímedes
pasaba a doce mil kilómetros por hora sobre la monotonía aterciopelada del septentrional Oceanus Procellarum. Su mirada reposaba sobre los controles. No había nada más que pudiera sacarse del transbordador. Estaría de camino una hora y cuarto, y en vista de las circunstancias lamentables en que se encontraba el grupo encabezado por Julian, no había motivos para preocuparse. Aun cuando consiguieran salir de la meseta, él mantenía un capital de tiempo, todo un lujo para concluir su misión y dejar atrás la Luna. Lo único que quedaba en manos de las estrellas era si Ebola conseguiría llegar a tiempo o no, ya que ahora todo se había salido de madre. De todos modos, él tenía el propósito de esperarla el tiempo que fuera posible, pero en algún momento tendría que partir. Y ésas eran las reglas del juego. Las alianzas sólo servían al propósito común.

A mano derecha se abría una meseta cubierta por diminutos cráteres que separaba el norte del Mare Imbrium del Oceanus Procellarum. Detrás se extendían los territorios de extracción del helio 3, que se adentraban hasta la bahía Sinus, aquella zona en la que, el año anterior, se había producido la violenta confrontación entre chinos y estadounidenses. Kenny Xin tenía un montón de cosas que contar acerca del tema. Tal vez el chino estuviera loco, pero valía la pena escucharlo.

Con apatía, Hanna miró a su alrededor.

La esclusa estaba sumida en una luz difusa. Nada indicaba que Locatelli hubiera conseguido llegar hasta el transbordador. Además, el ruido de la escotilla lo descubriría en cuanto la abriera. Carl Hanna centró otra vez su atención en los controles y miró por la ventana. Un cráter de mayor tamaño se hizo visible, era el Mairan, como le indicaba la carta de navegación holográfica sobre la consola. El
Ganímedes
llevaría ahora unos veinte minutos de vuelo, y ya casi sentía una especie de aburrimiento.

Todo iba bien.

Hanna se puso de pie, cogió su arma con los cartuchos no explosivos y caminó por entre las hileras de asientos en dirección a la esclusa. Cuanto más se acercaba, más al fondo podía ver dentro de la cabina, pero por el momento ésta estaba, en efecto, vacía. Sólo cuando estuvo a pocos pasos, algo blanco y grande se coló en su campo visual, algo que yacía en el suelo. Hanna se detuvo.

Era una mochila de supervivencia, o por lo menos lo parecía.

¿Acaso Locatelli, en realidad, lo había logrado?

Poco a poco, se fue acercando. Había otros detalles visibles, la parte del hombro de un blindaje, una pierna en ángulo. Sólo cuando estuvo tan cerca del cristal que su aliento sobre él se condensó formando una película de pequeñas gotas pudo distinguir una parte de la cara, un ojo abierto, sin vida, una boca a medio cerrar. Locatelli parecía estar apoyado de espaldas a la escotilla, y no tenía muy buen aspecto. Daba la impresión de estar bastante muerto.

Los dedos de Hanna rodearon el arma. Extendió la mano libre hasta el campo del sensor, hizo que la escotilla se abriera y dio un paso atrás.

Como un saco inerte, Locatelli rodó fuera y quedó mirando fijamente al techo. Su brazo izquierdo golpeó sin fuerza contra el suelo, los dedos se le abrieron como si pidiera una última limosna. La mano derecha, aún dentro de la esclusa, mantenía agarrada la parte inferior del casco. No había ninguna lesión visible; después de todo, había tenido tiempo de quitarse todo el blindaje del traje antes de desplomarse.

Hanna frunció el ceño, se inclinó hacia adelante y quedó perplejo.

En ese preciso instante se dio cuenta de lo que no encajaba allí. La piel inusualmente saludable del rostro de aquel hombre podía pasar por la de un cadáver... pero, definitivamente, Warren Locatelli habría sido el primer muerto que sudaba.

Locatelli soltó un grito. Con todas sus fuerzas, alzó el casco, golpeó el brazo de Hanna y vio cómo el arma salía volando. Se incorporó rápidamente.

Hanna se tambaleó.

Era de sospechar que el canadiense hubiese descubierto el engaño y le hubiera disparado al instante siguiente. En ese sentido, aun dos segundos después del ataque, Locatelli era el mayor sorprendido de estar todavía con vida. En incontables ocasiones, durante los eternos minutos transcurridos desde que el transbordador despegó, había tratado de imaginar la situación, de calcular sus posibilidades. Ahora había llegado el momento, y no había tiempo para ponerse a cavilar, ni siquiera para asombrarse o tomar aliento. Confiando, a la manera de los celtas, en la efectividad de un buen grito, con un alarido sonoro y poco articulado, como el de un ejército al ataque, estampó su casco contra su rival; lo golpeó varias veces, sin pausa, sin dejarle la más mínima oportunidad de retirada. Vio cómo se le doblaban las piernas, y entonces lo golpeó en el cráneo rapado, una vez más, con toda la fuerza de que fue capaz. El canadiense intentó agarrarlo. Locatelli le propinó una patada entre los hombros. Los dioses sabían que había participado en suficientes trifulcas a lo largo de su vida, lo había hecho a menudo y de buena gana, pero nunca se había enfrentado a un asesino profesional, que era como él clasificaba a Hanna, haciendo un lúcido balance de las cosas, de modo que, para asegurarse, volvió a estamparle el casco contra el cráneo; y, a pesar de que el hombre apenas podía mover un dedo, todavía consiguió echar mano de aquella extraña arma, retrocedió, tropezando, unos pasos, y apuntó.

Salpicaduras de sangre salieron despedidas de la nuca de Hanna, que cayó al suelo.

A Locatelli le temblaba la mano.

Al cabo de un rato, sacudido todavía por escalofríos de miedo, se atrevió a dar un paso adelante, se agachó y le tomó el pulso a Hanna en la sien. Ninguna reacción. El canadiense había cerrado los ojos y respiraba trabajosamente. Locatelli parpadeó, sintió cómo los latidos de su corazón iban amainando poco a poco. Esperó. Esperó un rato más.

Nada. Absolutamente nada.

Muy despacio, empezó a creer que el hombre, en realidad, estaba inconsciente.

¿Qué hacer con él? En un estado febril, reflexionó. Tal vez debía meter a aquel hijo de puta en la esclusa y arrojarlo en pleno vuelo. Pero eso habría sido un asesinato, y Locatelli no era un asesino; ni siquiera lo era en sus peores momentos de descontrol. Además, quería averiguar por qué habían tenido que morir Peter, Mimi y Marc, quería saber cuáles eran los malditos propósitos de Hanna, ¡necesitaba saberlo! ¡Por otra parte, Momoka, Julian y los demás estaban atrapados en la meseta de Aristarco! Debía volver e ir a recogerlos, eso tenía prioridad absoluta.

«¿Y cómo lo vas a hacer, listillo?»

Su mirada se dirigió hacia la cabina del piloto. Sabía cómo se conducía un coche de carreras o cómo adaptar un yate a los vientos. En cambio, no tenía la menor idea de cómo funcionaba un Hornet, como no sabía, tampoco, hacia dónde se dirigía el
Ganímedes,
a qué altura volaba o a qué velocidad. Nada a bordo contribuía a elevar su estado de ánimo. Por un lado, estaba el canadiense, que en algún momento recuperaría el conocimiento, y, por el otro, estaba el universo poco familiar de la cabina del piloto. Tenía que sacar esos conocimientos de alguna parte.

No. Lo primero era meter a Hanna en algún sitio.

Y puesto que, tras varios minutos de reflexión, no se le ocurrió nada mejor, arrastró el cuerpo inerte del canadiense hacia la cabina, lo colocó detrás del asiento del copiloto y buscó a su alrededor algo con que atarlo.

Tampoco parecía haber a bordo nada por el estilo.

Bueno, por lo menos no podía decirse que fuera aburrido.

LONDRES, GRAN BRETAÑA

Una de las últimas obras del talentoso sir Norman Foster se erguía en la Isla de los Perros, una península en forma de gota situada en el East End londinense. Allí, el Támesis se torcía en forma de U, rodeando una área de barrios comerciales, astilleros restaurados con elegancia, apartamentos exclusivos y conservados restos de pisos de protección oficial, cuyos arraigados habitantes resaltaban, como si fuesen actores, en aquel idilio arquitectónico marcado por la visión de futuro y la prosperidad. Ya desde la década de 1990, los londinenses pudientes habían descubierto para sí el oculto atractivo de ese barrio, y fue entonces cuando empezaron a mudarse allí algunos artistas, galerías, sedes de medianas empresas y algunas corporaciones, con lo que fueron desplazando a las deterioradas colonias obreras con la eficacia de un exterminador de plagas. Tras más de dos décadas de violentas tensiones sociales, se habían renovado sus calles con esmero y buen gusto, casi con espíritu museable, y se había puesto a las familias residentes allí bajo una suerte de protección, como a especies en peligro de extinción, de lo cual también formaba parte el transformarlas, por medio de jugosas ayudas financieras, en ese prototipo de despreocupado caso social que haría morirse de envidia a cualquier estresado directivo de empresa, sin que por esa razón recayera sobre él la sospecha de ser un cínico.

En el año 2025 ya no había en la Isla de los Perros nadie que fuera realmente pobre. Mucho menos bajo la sombra del Big O.

La construcción del nuevo cuartel general de Orley Enterprises se había iniciado en tiempos de Jericho, en el año en que el miedo de perder a Joanna lo había hecho trasladarse a Shanghai. En el sureste de la Isla de los Perros, en los antiguos Island Gardens, reposaba, sobre la base de un bajo edificio —si es que podía calificarse de «bajo» un complejo de doce plantas—, una O de doscientos cincuenta metros de diámetro, rodeada en parábola por una Luna artificial de color naranja, que alojaba varias salas de conferencias a las que se llegaba a través de aireados puentes. Más de cinco mil empleados poblaban los atrios inundados de luz, los jardines y los grandes despachos del imponente Torus acristalado, siempre sumido en un ajetreo parecido al de un nido de termitas. En el techo habían instalado un aeródromo, y lo habían hecho con tal habilidad que la redondez de la O seguía siendo bien visible. Sólo cuando uno se acercaba desde lo alto se notaba que el techo del edificio no era abovedado, sino plano, una superficie en la que se repartían el espacio docenas de helicópteros y aeromóviles.

El jet de Tu había aterrizado en Heathrow alrededor de las cuatro y cuarto. Estando aún en la pista, unos empleados de seguridad del consorcio fueron a recogerlos y los llevaron hasta un helicóptero de la empresa que los trasladó de inmediato a la Isla de los Perros. Más al norte —en un vano esfuerzo por equipararse al Big O, que descollaba por encima de todo—, se erguía el conjunto de edificios del Canary Wharf. Unas barcas privadas, planas y minúsculas, navegaban por las aguas que rodeaban los astilleros rehabilitados. Jericho vio a dos hombres entrar en el aeródromo. El helicóptero hizo un giro en el aire, tocó suelo y abrió las puertas laterales. Los hombres apretaron el paso. Uno de ellos, con los cabellos negros y gruesos y las cejas pobladas, le tendió la mano en primer lugar a Jericho, pero luego lo pensó mejor y se la ofreció a Yoyo.

—Andrew Norrington —dijo—. Soy el subjefe de seguridad. Usted es Chen Yuyun, supongo.

BOOK: Límite
3.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Kissa Under the Mistletoe by Courtney Sheets
Just Add Water (1) by Jinx Schwartz
Indulgent by Cathryn Fox
’Til the World Ends by Julie Kagawa, Ann Aguirre, Karen Duvall
Lies Like Love by Louisa Reid
Animal Husbandry by Laura Zigman
Eyes of the Calculor by Sean McMullen
City of the Sun by Juliana Maio