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Authors: Schätzing Frank

Límite (82 page)

BOOK: Límite
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—¡Cierra el pico! —lo increpó Daxiong.

—¡Entrégale de una vez el maldito ordenador! —le gritó de nuevo Ziyi.

Yoyo se acercó a la mesa. Sus dedos volaron por encima de un aparato apenas más grande que una barrita de chocolate, acoplado a un teclado y un monitor.

—Cometes un error —dijo Jericho, desanimado; sintió cómo todas sus fuerzas lo abandonaban—. Te matará.

Zhao lo miró.

—¿Del mismo modo que mataste a Grand Cherokee Wang, Jericho?

—¿Que yo hice qué?

Yoyo se detuvo.

—¡Eso es absurdo! —exclamó Jericho negando con la cabeza—. Miente. Fue él quien...

—Cierra el pico de una vez —le gritó el gordo asiático, que movió su arma y apuntó a Jericho, quien en ese momento pudo ver, con asombrosa claridad, cada gota de sudor en la frente del asesino, muy juntas una de la otra, brillando como plástico de burbujas.

Daxiong apuntó al asiático. Los ojos de Zhao se agrandaron.

—¡No! —gritó.

El mechero se encendió.

Jericho vio a Tony levantar el arma; luego se oyeron dos breves disparos seguidos, y el gordo se desplomó al suelo. Todo sucedió simultáneamente. Con un estampido ensordecedor, la pistola del rubio se descargó y le voló la mitad del rostro a Tony. El chico cayó hacia adelante y le quitó la visibilidad a Daxiong, mientras Ziyi soltaba unos agudos chillidos y corría en dirección a la puerta. Zhao intentó agarrarla, pero falló y cayó cuan largo era hacia adelante. Jericho se abalanzó sobre el arma que estaba en el suelo. Rozó el cañón, pero Zhao fue más rápido; mientras tanto, Ziyi empezó a disparar con desenfreno a diestro y siniestro, y el rubio se resguardó bajo la mesa.

Se agachó.

Daxiong se precipitó, resbaló con la sangre de Jia Wei y se golpeó en la nuca con los tablones del suelo, arrastrando consigo a Jericho. Una ráfaga surcó el suelo a su lado. El detective se apartó rodando de costado y vio a Ziyi subirse sobre el cadáver de Tony, como un ángel vengador, y gritar y disparar a ciegas. Al instante siguiente, un surtidor de color rojo brotó del sitio donde antes había estado el brazo derecho de la joven. El estampido salido de la pistola de Zhao retumbó en todo el local mientras él corría hacia afuera. Ziyi se tambaleó. Con los ojos vidriosos y una expresión de sorpresa absoluta, giró sobre sí misma y salpicó con los borbotones de su sangre al rubio, repartiéndola por sus ojos. El hombre alzó la mano para protegerse, evitando el cuerpo moribundo de la joven, pero perdió el equilibrio.

Jericho se levantó de un salto, a sus pies estaba el brazo cercenado de Ziyi, y de pronto el detective tuvo una visión y creyó estar viendo una representación teatral. Agradecido, sintió cómo algo en su fuero interno se apartaba y capitulaba. Una máquina asumió el control de su pensamiento y de sus gestos, una máquina cuya única ambición ahora era seguir funcionando. Jericho se agachó, recogió el arma de los dedos inertes de la joven, apuntó con el cañón hacia donde estaba el asesino que había tropezado y disparó.

Estaba vacío.

Con un grito, el rubio apartó a la chica muerta, palpó en busca de su pistola y vació el cargador en el aire, cegado por la sangre de Ziyi. Jericho efectuó un giro para salir de la línea de fuego y le quitó el arma por encima de la cabeza. Sin dedicarle ni una mirada, saltó por entre los cuerpos allí tendidos y se apresuró a salir.

Por un breve instante, Xin pensó en lo fácil que podría haber sido todo. Había hallado el rastro de la joven y de su ordenador. Saber cuál era, sacarle a la chica de quién más tenía que ocuparse ahora, habría sido cosa de pocos minutos. Xin estaba seguro de que Yoyo era muy sensible al dolor. Le habría revelado rápidamente lo que tenía que saber.

El trabajo podía estar terminado.

Sin embargo, en lugar de ello, como por arte de magia, había aparecido Owen Jericho. Xin no tenía ni la más remota idea de lo que había podido llevar al detective hasta él. ¿Acaso su disfraz no era perfecto? En ese momento, eso no importaba demasiado. El alto horno descollaba oscuro y voluminoso ante sus ojos. Entre Yoyo y la escalera situada debajo había aparcadas dos
airbikes.
Confundida, la joven había perdido demasiado tiempo preguntándose cuál era el camino más corto, y en eso Xin había salido también a la galería y la había obligado a alejarse del rellano. El enrejado no le ofrecía la posibilidad de huir. De modo que Yoyo huyó a través del puente que unía la central con el alto horno, hacia el otro lado, y se adentró en la jungla de pasarelas, aparatos y tuberías que rodeaban las calderas de fundición.

Sin ninguna prisa especial, Xin la siguió. Cualquiera de los niveles de aquel armazón se comunicaba con el nivel superior por una escalerilla, pero hacia abajo el camino quedaba bloqueado por una estructura de soporte que se había desplomado. También Yoyo, entretanto, se había dado cuenta de su error. Miró alternativamente a Xin y a lo alto, mientras caminaba despacio hacia atrás. El hombre se detuvo.

—Yo no quería esto —gritó.

Los rasgos de Yoyo se volvieron borrosos. Por un momento creyó verla romper a llorar de nuevo.

—De todos modos, jamás tuve la intención de entregarte el ordenador —le gritó ella.

—¡Yoyo, lo siento!

—¡En ese caso, desaparece!

—¿Acaso no he cumplido mi palabra? —Entonces Xin sacó a relucir todo el matiz ofendido de que fue capaz—. ¿Acaso la he incumplido?

—¡Que te den!

—¿Por qué no confías en mí?

—¡Quien confía en ti muere!

—Fue tu gente la que empezó, Yoyo. Sé razonable, sólo quiero hablar contigo.

La chica miró a sus espaldas, hacia arriba, y luego volvió a clavar la mirada en Xin. Ya casi había alcanzado la escalera que conducía al siguiente nivel. Xin colocó la pistola delante de él y le mostró las manos abiertas.

—No más violencia, Yoyo. Nada de derramamientos de sangre. Lo juro.

La joven vaciló.

«Venga ya —pensó él—. No puedes bajar. Estás en una trampa, pequeña ratoncita. Ratoncita estúpida.»

Sin embargo, de repente, aquella ratoncita le pareció de todo menos desamparada. Irritado, se preguntó quién estaba actuando frente a quién allí. La chica se hallaba en estado de
shock,
eso era seguro, pero por la manera en que se aproximó a la escalera, ya no recordaba a la Yoyo bañada en lágrimas, la que, hacía unos minutos, había estado dispuesta a entregarle el ordenador. Por su manera felina de moverse, Xin reconoció los años de permanente alerta en que había vivido, un entrenamiento que se basaba en la tenacidad, la desconfianza, la voluntad de supervivencia y la astucia.

Yoyo era más fuerte de lo que él había supuesto.

En el momento en que ella saltó a la escalera, Xin supo que cualquier otro intento de diplomacia era una pérdida de tiempo. Si es que en algún momento había habido alguna oportunidad de convencer a la chica por medio de las palabras, éstas quedaban ahora descartadas para siempre.

Xin recogió su arma.

Tras él se infló el alarido de una turbina. Xin se volvió y vio a Jericho sobre el sillín de una
airbike,
haciendo un esfuerzo por arrancar el aparato. A la velocidad del rayo, sopesó sus opciones, pero Yoyo tenía prioridad. Ignoró al detective y corrió tras la joven que huía, sus pasos haciendo vibrar la pasarela; Xin vio su silueta corriendo a través de los barrotes. Con unas pocas zancadas, estuvo arriba, se encontró en un camino hondo formado por puntales y tuberías, y consiguió ver unos cabellos ondeando al viento, en el instante en que Yoyo desaparecía tras un pilar herrumbroso; a continuación, los pasos de la joven resonaron en dirección al nivel superior.

Poco a poco, la chica empezaba a convertirse en una molesta carga. Era hora de poner fin a aquel asunto.

Xin corrió tras ella, subiendo nivel tras nivel, hasta tenerla en el sitio donde ya no había escapatoria. A unos pocos metros por encima de ella, el horno se estrechaba y desembocaba en una esclusa que, en tiempos remotos, servía para verter en el interior el coque y el mineral de hierro. En lo alto se elevaba una estructura angulosa y rectangular que acababa en una imponente tubería de evacuación de aire y que distinguía a la estructura desde lejos. Unos andamiajes verticales llevaban hasta el punto más elevado, situado aproximadamente a unos setenta metros de altura. A partir de allí, lo único que tenían por encima de sus cabezas era el cielo. No había escapatoria posible, a menos que alguien se atreviera a balancearse por un tubo de unos veinte metros que conducía hacia abajo, para luego saltar otros diez metros hasta un enorme tanque parecido a una caldera, donde concluía.

Xin se puso al acecho. Allí arriba reinaba un silencio desconcertante, como si el ruido lejano y difuso de la gran ciudad y el trasfondo sonoro de Xaxus fueran un mar batiendo sus olas por debajo de él. En algún lugar de la estratosfera cantaban las turbinas de los grandes aviones.

Alzó la cabeza. Yoyo había desaparecido.

Entonces la vio trepar.

Colgaba de los puntales como un mono, subía cada vez más, y entonces Xin comprendió que tal vez hubiera otra vía de escape. La esclusa colindaba con una cinta transportadora. Ésta se extendía desde la punta del horno hasta el suelo, en horizontal, pero era transitable.

«Maldita mocosa.»

¿Acaso todavía la necesitaba viva? Ella había extendido su mano hacia el ordenador, no había duda de cuál era el aparato. Se encontraba aún en la central, sólo que Xin no sabía con quién habría hablado la joven del tema.

Maldiciendo, se dirigió a la escalera.

Un sonoro bufido se le acercó. Con una mano aferrada a los barrotes y la otra agarrando el arma, volvió la cabeza.

La
airbike
venía disparada directamente hacia él.

Jericho había ahogado la primera moto. Este modelo era nuevo y muy distinto de su antecesor. Los controles relucían sobre una pantalla de usuario, no había elementos mecánicos. Entonces el detective se bajó del asiento y saltó a la otra
airbike,
que mantenía el motor en marcha, y fue tanteando la pantalla táctil. Esta vez tuvo mejor suerte. La máquina reaccionó con la vehemencia de un toro azuzado, se encabritó y trató de derribarlo. Las manos del detective rodearon la cornamenta del manillar. Antes había estado en posición horizontal, pero ahora se doblaba hacia arriba y podía girarse en cualquier dirección. La moto inició un violento movimiento giratorio. Como en un videojuego, la pantalla empezó a parpadear, mostrando sus indicaciones. Con muy buena suerte, Jericho tocó dos de ellas, y el movimiento en carrusel acabó, pero entonces la moto lo llevó hacia la fachada de la central de mando; poco antes de la colisión, el detective desplazó el peso de su cuerpo hacia un lado y voló hacia lo alto en una dilatada curva de ciento ochenta grados. La mirada de Jericho examinó el entorno.

No había rastro de Yoyo ni de Zhao.

Poco a poco, el detective creyó saber por dónde iban los tiros. Hizo ascender el aparato, aunque, al hacerlo, olvidó girar de manera sincrónica las toberas, y por eso se vio de nuevo en apuros, ya que la motocicleta se disparó hacia el cielo en un movimiento entorchado, como un cohete. Jericho notaba que se resbalaba del asiento; con dedos rápidos, se esforzó por corregir el error, recuperó el control y describió una nueva curva sin perder de vista la chimenea.

¡Allí estaban!

Yoyo había conseguido llegar a la esclusa, de la que partía la cinta transportadora; la seguía Zhao, que colgaba debajo de ella a menos de dos metros de distancia. Jericho forzó a la máquina a bajar, y tuvo la esperanza de que ésta reaccionara como él deseaba. Vio al asesino estremecerse y encoger la cabeza entre los hombros. A menos de medio metro de Xin, Jericho hizo girar bruscamente la
airbike,
describió un círculo y puso rumbo otra vez hacia el horno. En el borde de la cinta transportadora, Yoyo realizaba una graciosa interpretación de lo que significa un estado absoluto de confusión. Y Jericho comprendió por qué cuando sobrevoló la cinta. Allí donde debían estar los rodillos y los puntales, una parte de la estructura, sencillamente, se había fracturado y había desaparecido. A una distancia enorme, se extendían únicamente los varillajes laterales. Llegar abajo habría requerido la experiencia profesional de un funámbulo.

Yoyo estaba en una trampa.

En voz alta, Jericho se maldijo. ¿Por qué no le había quitado la pistola al rubio? Dentro de la central había armas por todas partes. Enojado, vio cómo la cabeza y los hombros de Zhao se impulsaban por encima del borde. Con un solo movimiento, el asesino estuvo sobre la esclusa. Yoyo retrocedió, caminó a cuatro patas y abrazó el varillaje de la cinta transportadora. Con gran agilidad, la joven se dejó caer hasta que sus pies tocaron una barra más baja que discurría en paralelo, buscó un sostén más o menos sólido y empezó a descender metro a metro...

Entonces resbaló.

Lleno de espanto, Jericho la vio caer. Algo estremeció todo su cuerpo. En el último segundo, los dedos de Yoyo se habían cerrado en torno a la barra sobre la que había estado apoyada hasta entonces, pero ahora pataleaba sobre un abismo de unos setenta metros de profundidad.

Zhao miró hacia abajo.

Entonces el asesino abandonó la protección del andamiaje.

—Un grave error —murmuró Jericho—. ¡Un error terrible!

A esas alturas, sus glándulas suprarrenales disparaban considerables salvas de adrenalina, la frecuencia cardíaca y la presión arterial, con su fusta, mantenían su cuerpo casi al nivel del heroísmo. Con cada segundo, la maquinaria le respondía mejor. Alentado por una oleada de ira y euforia, hizo avanzar la
airbike
y centró su atención en Zhao, que en ese momento se ponía en cuclillas y hacía ademán de bajar hasta donde estaba Yoyo.

El asesino lo vio venir.

Desconcertado, se detuvo. La moto salió disparada por encima de la cinta transportadora. Cualquier otro habría sido barrido y lanzado al abismo, pero Zhao, con una nueva pirueta, consiguió regresar al borde de la esclusa. Su arma golpeteó en el fondo. Jericho hizo girar a la moto y vio al rubio salir dando tumbos de la central de mando y subir a una de las
airbikes
restantes. No había tiempo para ocuparse también de él. Los dedos de Jericho se movieron rápidamente de un lado a otro. En alguna parte del monitor... No, error. Eso se hacía con los puños del manillar, ¿o no? Sólo necesitaba mover un poco hacia abajo el puño del manillar derecho para...

BOOK: Límite
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