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Authors: Schätzing Frank

Límite (81 page)

BOOK: Límite
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Yoyo estaba viva. Bien.

Lo que no estaba tan bien era que no pudiera ver al asesino y, por tanto, no supiera en qué dirección estaba mirando. Los ojos de Jericho recorrieron la fachada. Poco antes de llegar a la esquina del edificio, le llamó la atención la presencia de una pequeña ventana. Agachado, se deslizó hasta allí y echó un vistazo hacia el interior.

Yoyo estaba de pie tras una mesa llena de ordenadores. De Zhao sólo pudo ver las piernas, una mano y el macizo cañón de su arma. Obviamente, estaba vuelto hacia Yoyo, lo que significaba que le daba la espalda a la puerta. La ventana estaba un tanto abierta, de modo que Jericho pudo oír cómo Zhao decía:

—Tan difícil no es, ¿no te parece?

Yoyo negó en silencio con la cabeza.

—¿Entonces?

No hubo reacción. Zhao suspiró.

—Bien, puede que haya olvidado explicarte las reglas del juego. Las cosas funcionan así: yo pregunto y tú respondes. Mucho mejor sería que me entregaras en mano ese chisme. —El cañón del arma bajó—. No tienes que hacer nada más, ¿de acuerdo? Si quedases a deberme la respuesta, te volaré el pie izquierdo.

Jericho ya había visto suficiente. Con unos pocos pasos estuvo junto a la puerta, saltó al interior y apuntó el arma contra la nuca de Zhao.

—¡Quédate sentado! Levanta las manos. Nada de heroicidades.

Su mirada abarcó la escena. A sus pies yacía el cuerpo del joven, deshecho, como si unas cargas explosivas hubiesen estallado en su cabeza y en su pecho. Unos pocos metros más allá estaba Maggie. Mantenía la cabeza gacha, sumida en la contemplación silenciosa de su vientre, del que brotaban una gran cantidad de vísceras. El suelo, las sillas y la mesa estaban cubiertos de salpicaduras rojas. Atónito, Jericho se preguntó con qué habría disparado Zhao.

—Son dardos.

—¿Qué?

—Municiones con dardos —repitió Zhao con absoluta tranquilidad, como si Jericho hubiese hecho la pregunta en voz alta—. Tecnología de
metal storm,
cincuenta diminutas flechas de carburo de wolframio por cada disparo, cinco mil quinientos kilómetros por hora de velocidad. Atraviesan las planchas de acero. Se pueden tener opiniones divididas con respecto a ellos, no cabe duda de que la guarrería que provocan es demasiada, pero, por otra parte...

—¡Cierra el pico! Las manos en alto.

Con lentitud angustiosa, Zhao hizo lo que Jericho le ordenaba. El detective sintió que le faltaba la respiración. Se sentía desamparado y ridículo. El labio inferior de Yoyo temblaba, su máscara cedía y daba paso al
shock.
Al mismo tiempo, sin embargo, percibía un destello de esperanza en sus ojos. Y algo más: era como si estuviera forjando algún plan en su cabeza...

El cuerpo de la joven se tensó.

—No —le advirtió Jericho—. Primero tenemos que poner bajo control a este cerdo.

Zhao soltó una penetrante carcajada.

—¿Y cómo piensas hacerlo? ¿Como en el Andrómeda?

—Cierra el pico.

—Podría haberte matado.

—Deja el arma en el suelo.

—Me debes un poco de respeto, pequeño Jericho.

—¡Te he dicho que dejes el arma en el suelo!

—¿Por qué no te vas a casa y olvidas todo este asunto? Me gustaría...

Entonces sonó un disparo seco. A pocos centímetros de Zhao, la bala de Jericho se clavó en el tablero de la mesa. El asesino suspiró. Volvió lentamente la cabeza, de modo que su perfil se hizo visible. Un transmisor diminuto se ocultaba en su oreja.

—De verdad, Owen, estás exagerando.

—¡Por última vez!

—Está bien. —Zhao se encogió de hombros—. La pondré en el suelo, ¿de acuerdo?

—No.

—¿Qué pasa ahora?

—Déjala caer.

—Pero...

—Sencillamente, déjala que se deslice por tus rodillas y alza las manos. Luego la golpeas con el pie y me la envías aquí.

—Cometes un error, Owen.

—He cometido un error. Vamos, o te vuelo la pierna izquierda.

Zhao sonrió débilmente. El arma cayó al suelo. Zhao la golpeó con la punta de la bota y la pistola se deslizó en dirección a donde estaba Jericho, quedando a mitad de camino entre ambos hombres.

—Dispárale —dijo Yoyo con voz ronca.

El detective la miró.

—Eso no sería...

—¡Dispárale! —Las lágrimas se le saltaban de los ojos. Sus rasgos se deformaron a causa de la aversión y la rabia—. ¡Mátalo, mata...!

—¡No! —dijo Jericho, negando enérgicamente con la cabeza—. Si queremos averiguar para quién trabaja, tenemos que...

Jericho continuó hablando, pero su voz quedó apagada por el bufido y el alarido de la
airbike.

El sonido se había intensificado. ¿Por qué?

Yoyo soltó un grito y retrocedió. Un golpe seco hizo temblar el suelo cuando algo se posó delante de la central. No era la moto de Zhao. Había más máquinas de aquéllas.

Zhao sonrió con sarcasmo.

En un momento de parálisis, Jericho no supo qué hacer. Si se volvía, en pocos segundos, el asesino entraría en posesión de su pistola. Pero, por otro lado, tenía que saber lo que estaba sucediendo fuera.

Y entonces lo comprendió.

¡El transmisor en la oreja de Zhao! Su voz había estado transmitiéndose todo el tiempo. Había llamado refuerzos. Zhao se levantó de su silla, con los dedos aferrados al respaldo. Jericho alzó la Glock. Su enemigo se detuvo y se agachó como una fiera antes de dar el salto.

—Déjala caer —dijo una voz a sus espaldas.

—Yo, si fuera tú, haría lo que me dice, pequeño Owen.

—Primero acabaré contigo —dijo Jericho.

—En ese caso, dispara. —Los oscuros ojos de Zhao se posaron en él, parecieron absorberlo. Lentamente, el hombre empezó a incorporarse—. Son dos hombres, y es a mí, únicamente, a quien debes el estar todavía con vida.

A espaldas de Jericho resonaron unos pasos. Una mano le pasó por encima del hombro y le agarró el arma. Jericho se la dejó arrebatar sin ofrecer resistencia. Su mirada buscó entonces la de Yoyo. La joven estaba bien pegada al pupitre de mando, le temblaban las pupilas.

Un puño lo empujó hacia adelante.

Zhao lo recibió, tomó impulso con el brazo y le pegó con la mano abierta en pleno rostro. Su cabeza voló hacia un lado. El siguiente golpe le acertó en el plexo solar y le sacó el aire de los pulmones. Asfixiándose, cayó de rodillas. Ahora podía ver a los dos hombres, uno regordete, un asiático con barba que se estaba encargando de Yoyo, y otro delgado y rubio con cierto aire eslavo. Ambos llevaban pistolas del mismo tipo de la de su jefe. Zhao rió en voz baja. Se pasó la mano por la sedosa cabellera negra y se apartó el pelo de la frente, y entonces se alzó cuan alto era. Con pasos medidos, empezó a caminar alrededor de Jericho.

—Señores —dijo—. Acaban de ser testigos del triunfo de la mente sobre el estómago. El primado de la planificación. Sólo así puede explicarse que un hombre que me tenía prácticamente en su poder esté ahora agachado a nuestros pies. Un detective, dicho sea de paso. Un profesional. —La última palabra se la escupió a Jericho delante de los pies—. No obstante, su visita nos resulta grata. Ahora tenemos la posibilidad de averiguar un par de cosas más. Podemos preguntarle al señor Jericho, por ejemplo, lo que él quería preguntarme a mí.

La diestra de Zhao salió disparada hacia adelante, agarró la cabellera de Jericho y lo atrajo hacia sí, de modo que el detective pudo percibir en su rostro el cálido aliento del asesino a sueldo.

—Se trata de quién nos ha encargado el trabajo. Eso siempre es interesante. A nuestro huésped no debe de habérsele ocurrido espontáneamente la idea de buscar a la pequeña Yoyo. De modo que, ¿quién te ha encargado el trabajo? ¿No es así, Owen? Alguien te ha lanzado el palito. ¡Busca el palo, pequeño Owen! Encuentra a Yoyo. ¡Guau..., guau...! ¿Acaso hay alguien más de quien deba ocuparme?

Jericho rió, aunque la situación era de todo menos cómica.

—Procura no perderte entre tantos detalles.

—Tienes razón —dijo Zhao, resoplando. Luego lo empujó a un lado y se acercó a Yoyo, que ya ni siquiera hacía intentos por ocultar su miedo. Le temblaba el labio inferior, unas gotas de sudor brillaban en sus mejillas—. Ocupémonos de nuestra simpática revolucionaria, la que quiere mejorar el mundo, y pidámosle ayuda para que responda a las preguntas que ya le hemos hecho. ¿Dónde... está... tu... ordenador?

Yoyo retrocedió. Una vez más, sus rasgos sufrieron una transformación, como si acabara de hacer un descubrimiento sorprendente. Zhao se detuvo, visiblemente irritado. En ese momento, Jericho oyó un tenue clic metálico.

—Tú no vas a hacer nada —dijo una voz.

Zhao se volvió, dos hombres jóvenes y una mujer con chaquetas de motoristas habían entrado en el recinto, llevaban armas automáticas que apuntaban a Xin y a sus dos acólitos, quienes, por su parte, también apuntaban a los recién llegados con los brazos extendidos. Uno de ellos era un gigante con el pecho en forma de tonel, brazos de gorila y un cráneo afeitado al cero. Una trabajada aplicación de color azul prolongaba la punta de su mentón en una ficticia barba de faraón. A Jericho se le cortó el aliento. Daxiong le había desinformado de la manera más perversa, pero no había nadie en el mundo a quien quisiera ver más en ese momento que a él.

«Seis coreanos que se llevaron una paliza.»

Las ranuras de visión de Daxiong se dirigieron a Yoyo.

—Pasa a este lado —tronó su voz—. Y vosotros, permaneced ahí...

Su voz se apagó. Sólo en ese momento el gigante pareció percibir lo que había sucedido en la central de mando. Su mirada vagó desde el cadáver deshecho de Jia Wei hasta el cuerpo grotescamente mutilado de Maggie. Sus ojillos rasgados se ampliaron de un modo imperceptible.

—Ellos los mataron —lloriqueó la joven que estaba a su lado. Su rostro había perdido todo color.

—Mierda —maldijo el otro joven—. ¡Vaya mierda!

Los pensamientos de Jericho se sucedieron como en una carrera de perros. Miles de escenarios colmaron su capacidad de imaginación. Los asesinos, los City Demons, ambos se apuntaban mutuamente, la mirada de Zhao estaba fija, al acecho, mientras que la de Yoyo iba de uno a otro. Nadie se atrevía a moverse a causa del miedo de romper el frágil equilibrio, lo que, de suceder, acabaría inevitablemente en un desastre.

Fue Yoyo la encargada de romper el hielo. Lentamente, caminó por el lado de Zhao y fue hasta donde estaba Daxiong. Zhao no se movió. Sólo sus ojos siguieron a la joven.

—Detente.

Lo dijo en voz baja, no fue más que un siseo; no obstante, consiguió ahogar el bufido de las
airbikes,
el jadeo canino de los otros, el martilleo en la cabeza de Jericho.

—No, ven aquí —le gritó Daxiong—. No lo escuches...

—No podréis sobrevivir. —La voz de Zhao se abrió paso como una serpiente—. No podéis matarnos a todos, así que no lo intentéis. Dadnos lo que queremos, decidnos lo que queremos oír y desapareceremos. Nadie saldrá herido.

—¿Como Jia Wei? —dijo llorando la muchacha con el arma—. ¿O como Maggie?

—Eso ha sido inevi... ¡No, no!

La joven había movido el arma un ápice, había dado un giro brusco hacia el asiático regordete y ahora lo apuntaba a la cabeza. Daxiong y el otro City Demon reaccionaron de manera parecida. Las mandíbulas del rubio mascaban algo. Zhao alzó una mano en un gesto apaciguador.

—¡Ya se ha derramado suficiente sangre! Yoyo, escucha: has visto algo que no deberías haber visto. Fue una casualidad, una estúpida casualidad, pero eso no es un problema, podemos arreglarlo. Quiero tu ordenador, tengo que saber a quién le has confiado lo que has visto. Nadie aquí tiene por qué morir, te lo prometo. La supervivencia a cambio del silencio.

«Mientes —pensó Jericho—. Cada una de tus palabras es pura patraña.»

Yoyo, indecisa, se volvió hacia donde estaba Zhao y miró el hermoso rostro del diablo.

—¡Sí, Yoyo, muy bien, eso está bien! —exclamó Zhao, asintiendo—. Os doy mi palabra de que a nadie le pasará nada mientras cooperéis.

—¡Mierda! —exclamó el joven que estaba junto a Daxiong—. ¡Todo esto no es más que una jodida mierda! Nos matarán en cuanto...

—¡Ten cuidado! —rugió el rubio.

—Kenny, esto no nos llevará a nada. —El gordo temblaba por el nerviosismo—. Tenemos que liquidarlos.

—¡Gordo asqueroso! Primero te vamos a...

—¡Cerrad el pico!

—¡Una palabra más y voy a...!

—¡Basta! ¡Basta todos!

Los ojos fueron nerviosamente de un lado para el otro, los dedos se tensaron sobre los gatillos. Era como si la habitación se hubiera llenado de repente de un gas inflamable, pensó Jericho, y todos amenazaran con accionar el mechero. Pero la autoridad de Zhao mantuvo en jaque a todos. No hubo explosión. Todavía.

—Por favor... Entrégame... el ordenador.

Yoyo se pasó la mano por el rostro, limpiándose las lágrimas y los mocos.

—¿Y luego nos dejarás marchar?

—Responde a mis preguntas y entrégame tu ordenador.

—¿Tengo tu palabra?

—Sí, después os dejaremos marchar.

—¿Prometes que a Daxiong, a Ziyi y... a Tony no les pasará nada? ¿Ni a ese... de ahí?

«Qué considerada», pensó Jericho.

—No lo escuches —dijo el detective—. Zhao va a...

—Jamás he incumplido mi palabra —lo interrumpió Zhao, ignorándolo. Su voz sonaba amable y sincera—. Mira, yo estoy entrenado para matar personas. Como cualquier otro policía, como cualquier soldado o agente. La seguridad nacional es un bien supremo, mayor que cualquier vida humana; eso, seguramente, puedes entenderlo. Pero cumpliré mi palabra.

—Si le entregas el ordenador, nos matará a todos —afirmó Jericho. Lo dijo en tono sereno, tanto como le fue posible—. Soy un amigo, tu padre me ha enviado.

—Miente. —La voz de Zhao se abrió paso con tono halagüeño—. ¿Sabes una cosa? Deberías temerle mucho más a él que a mí. Está jugando a un pérfido juego contigo, cada una de sus palabras es mentira.

—Te matará —insistió Jericho.

—Bueno, que lo intente —dijo el joven cuyo nombre era Tony. Estiró el mentón hacia adelante en un gesto belicoso, pero su voz y su arma extendida temblaban de forma imperceptible.

Ziyi, la chica, empezó a llorar desconsoladamente.

—¡Entrégale de una vez el jodido ordenador!

—No lo hagas —dijo Jericho con insistencia—. Mientras no sepa dónde está tu ordenador, tendrá que mantenernos con vida.

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