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Authors: Schätzing Frank

Límite (84 page)

BOOK: Límite
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—Puede que tengamos una visita indeseada. Malditos canallas.

—¿Como ese de antes?

—Exacto.

—¿Y qué quieren ésos de nosotros? Quiero decir, ¿qué quieren de vosotros? ¿Qué les habéis hecho... vosotros seis?

Daxiong se lo quedó mirando largo rato.

—Si te revelo algo dentro de poco, pequeño Ye, ¿mantendrás el pico cerrado y no se lo contarás a nadie?

—De acuerdo.

—¿Tampoco a Mak ni a Xiao-Tong?

—De... acuerdo.

—¿Tengo tu palabra?

—Por supuesto. Pero... ¿de qué se trata?

—No preguntes.

Pero ni siquiera ese día memorable la habitual respuesta negativa de Daxiong había sonado tan desesperada y furibunda como la que acababa de oír. Lo que Ye había sospechado desde hacía mucho tiempo parecía confirmarse. Aquellos seis practicaban rituales conspirativos. A Ye le temblaron todos sus miembros cuando atravesó la nave del Andrómeda, que tras el concierto del día anterior parecía totalmente desolada y apenas transitable debido a los restos de comida, las botellas, las colillas y el instrumental usado en el consumo de drogas. El alcohol, el humor frío y el orín se unían para formar un ataque masivo a sus quimiorreceptores. Mak y Xiao-Tong estaban liados desde hacía cuatro semanas y, al igual que él, habían ido al concierto. A continuación, se habían desmadrado. Hacia el amanecer, Ye ya estaba totalmente colocado y se había arrastrado por el escenario en dirección a la abandonada residencia veraniega de Yoyo. Todavía sentía la cabeza como una pecera cuya agua salpicaba hacia todos lados con el menor movimiento. Pero Daxiong había confiado en él.

«Encontraréis cadáveres...»

Algo terrible debía de haber sucedido. Ye sospechaba dónde podría encontrar a los otros dos. Ma Mak dormía con sus padres y sus hermanos en las ruinas de una casa a medio derribar, situada en la linde de la urbanización obrera. La familia compartía un recinto diminuto, mientras que Hui Xiao-Tong vivía solo en un cobertizo con forma de cueva, situado muy cerca. Allí los encontraría.

Ye salió dando tumbos a la intensa luz, entornó los ojos y caminó a través de la plaza en dirección a su motocicleta.

El interior de la nave estaba a oscuras, era un espacio de dimensiones colosales, con un techo de unos veinte o treinta metros de altura, paredes remachadas y vigas de acero. Había grandes armazones que hacían pensar en un antiguo almacén para las planchas de acero fundido.

Detrás de ellos sonaron algunos disparos. Su eco era devuelto por las paredes y los techos, como impactos acústicos.

—Presta atención, joder, y mira hacia adonde vuelas —le gritó Yoyo.

Jericho volvió la cabeza y vio al rubio ganar terreno.

—¡Baja más!

Su perseguidor se acercaba. Nuevamente, unos disparos atravesaron la nave silbando como latigazos. Acompañados por el alarido de la turbina, volaron por entre los armazones de la pared trasera de la nave, y allí también encontraron un portón que llegaba hasta el techo y que, felizmente, estaba abierto. Al otro lado, se abría, como un bostezo, un nuevo recinto, aún más oscuro que el primero.

Algo con el aspecto de una grúa fue perfilándose en la oscuridad.

—¡Cuidado!

—Si cerraras el pico de una vez...

—¡Más alto! ¡Más alto!

Jericho obedeció. La
airbike
dio un brinco en una parábola casi asesina y pasó al otro lado de la grúa. De repente vio que estaba demasiado alto, casi pegado al techo. Brevemente, hizo rotar las toberas en la posición opuesta. El aparato se colocó de través, salió disparado hacia abajo y empezó a girar en torno a su propio eje a una velocidad de vértigo. Dando vueltas, volaron hacia la otra nave. Jericho echó un rápido vistazo a su perseguidor, lo vio atravesar el portón muy pegado abajo y pasar a un vuelo en picado controlado; luego el rubio dirigió su moto hacia la de ellos y la embistió por un costado. Pero lo que había sido pensado para sacarlos de su trayecto tuvo el efecto contrario. Como por obra de un milagro, la máquina se estabilizó. De pronto se vieron en un vuelo en línea recta, inquietantemente próximo a la pared. Jericho entornó los ojos. La nave le parecía ahora más grande y alta que la anterior. Cientos de rodillos dispuestos uno junto al otro discurrían por el suelo; se trataba, por lo visto, de una especie de cinta transportadora que conducía a una estructura que se elevaba hacia lo alto. Con su aspecto sombrío y voluminoso, parecía una prensa tipográfica, sólo que allí, tal vez, los libros que se imprimían eran hechos para cíclopes.

Estaban en un taller de laminado, pensó Jericho. Aquel chisme era una laminadora destinada a aplastar los bloques de hierro incandescente para convertirlos en planchas. ¡Cuántas cosas sabía!

Una vez más, el rubio descendió e intentó acorralarlos contra la pared. Jericho miró hacia donde estaba el hombre. En su cara salpicada de sangre resplandecía una sonrisa triunfante.

Estaban a punto de estrellarse.

—¿Yoyo?

—¿Qué hay?

—¡Agárrate bien!

En el momento en que la joven se apretó contra él, Jericho hizo girar el volante y le propinó a la moto atacante un fuerte golpe con el fuselaje. Yoyo dejó escapar un grito. Las astillas del parabrisas destrozado saltaron hacia todos lados. La moto del asesino a sueldo fue lanzada hacia un lado, su arma desapareció en la oscuridad. Jericho no le dejó ni un instante de respiro, embistió su moto por segunda vez, mientras avanzaban en paralelo en dirección a la laminadora.

—Saludos —le gritó el detective—. ¡Todavía te falta esto!

La tercera embestida acertó en la parte trasera de la moto del rubio. La
airbike
describió una voltereta en el aire y empezó a girar en remolino en dirección a la prensa. Jericho pasó por su lado, vio al asesino manoteando y luchando por mantener el control y el equilibrio y se metió en la curva. Por los pelos, rodearon el coloso, pero el terrible ruido del choque no se produjo. En su lugar, se oyeron varios estampidos consecutivos. Jericho miró por el espejo retrovisor. ¡Increíble! De algún modo, aquel tío había conseguido evitar la colisión y depositar su moto en el suelo. Como un guijarro lanzado sobre la superficie de un lago, fue saltando por encima de los rodillos de la cinta transportadora, se volcó hacia un lado y arrojó a su jinete.

Ante sus ojos se abrían las fauces del siguiente portón.

—Yoyo —gritó el detective hacia atrás—. ¿Cómo diablos conseguiremos salir de aquí?

—De ningún modo. —El brazo extendido de la joven señaló en dirección a la oscuridad—. Si atraviesas eso, vas directamente al infierno.

Xin no prestó la más mínima atención al único motorista que se esforzaba desesperadamente por perseguirlo. Aquel chico era ridículo. Era grande y torpe. Una broma, vamos. Ya podía vaciar tranquilamente su cargador en el aire. A su debido momento, desearía no haber nacido jamás.

Xin buscó con la vista las
airbikes.

Habían desaparecido.

Desconcertado, avanzó en círculos por la antigua fábrica, pero parecía que el cielo se hubiera tragado ambos aparatos. La última vez que los había visto estaban dando la vuelta al complejo de edificios tras el cual descollaba una única y enorme chimenea.

Allí perdió su rastro.

El quejido acatarrado de la motocicleta penetraba hasta arriba, donde él se encontraba. Coqueteó con la idea de lanzarle un par de granadas, en plena calva, a aquel gigante. Su dedo índice dio unos golpecitos en un punto ubicado a un costado del salpicadero, y de inmediato una tapa se corrió hacia atrás en la parte situada sobre su rodilla derecha. Allí había un considerable arsenal de armamentos. Xin inspeccionó el contenido del compartimento situado en el otro lado. Había de todo: granadas de mano, ametralladoras. Con cuidado, casi con ternura, los dedos de Xin se deslizaron por la empuñadura del M-79, la escopeta lanzagranadas, con su ristra de cartuchos explosivos. Las tres
airbikes
disponían del mismo armamento.

De modo que Jericho también disponía de él.

Xin apartó a un lado esa idea y echó un vistazo al altímetro. Ciento ochenta y ocho metros sobre cero. Con un impulso amainado, continuó su búsqueda. El cielo no podía tragarse tan pronto a nadie.

Si una parte del techo no hubiera permanecido abierta, habría estado todo oscuro como boca de lobo. Gracias a ello, sin embargo, algunas lanzas de luz natural caían en el interior, en una línea inclinada, y esculpían estrafalarios detalles sobre las paredes: pasillos enrejados, escaleras, balcones, terrazas, tubos, cables, blindajes segmentados y remachados, imponentes escotillas abiertas.

Jericho frenó la moto bajo uno de los conos de luz. Con un tenue bramido, la moto quedó flotando en el aire preñado de trozos de hierro, óxido y rancios fragmentos de escoria.

El detective alzó la cabeza.

—Olvídalo —dijo Yoyo. El eco de su voz huyó a través de las paredes y los techos y quedó atrapado entre las estructuras—. Ahí arriba hay barrotes por todas partes. Ningún sitio por donde pasar.

Jericho maldijo y dejó que su mirada vagara por el recinto. Apenas estaba en condiciones de decir si aquella nave era de mayor tamaño que la anterior; en cualquier caso, su aspecto era monumental, casi wagneriano en sus dimensiones, una guarida de nibelungos en plena era industrial. La vigas de acero de varios metros de grosor se extendían a lo largo del techo, y de ellas colgaban unas góndolas abiertas, ancladas con enormes bisagras, cualquiera de ellas lo suficientemente grandes como para que un Toyota como el suyo cupiera en su interior. De la oscuridad de la bóveda del techo surgía un tubo de unos tres metros de diámetro que conducía hasta abajo en un ángulo inclinado y acababa a media altura de la nave. Otras de las estructuras con forma de góndolas se distribuían por el suelo, y a lo largo de las paredes se apilaban varios contenedores.

Yoyo tenía razón. El conjunto tenía algo de infernal. Un infierno en frío. Todavía impresionado por sus insospechados conocimientos acerca de la laminadora, Jericho intentó recordar otra cosa que fuera característica de un lugar como aquél. Allí se fabricaba acero, en unos depósitos colosales llamados convertidores. Directamente debajo de ellos se abrían las redondas y ladeadas bocas que servían de escotillas para entrar al corazón del volcán, aberturas que, en condiciones normales, resplandecían con los colores rojos y amarillos del hierro incandescente. Ahora, en cambio, mostraban un misterioso color negro. Eran tres.

Era un mundo apagado.

Desde el otro lado del pasillo les llegó el bramido de la
airbike,
un bramido que, de repente, se hizo más nítido.

La moto se acercaba.

—Eh, ¿qué pasa con eso? —Yoyo se inclinó hacia adelante y señaló una de las bostezantes aberturas de los convertidores—. Ahí no podría encontrarnos.

Jericho no respondió. La moto habría cabido sin más en uno de los convertidores, además de ellos dos. La boca era lo suficientemente espaciosa, el recipiente era abultado y tenía varios metros de profundidad. No obstante, no le gustaba nada la idea de quedar atrapado allí abajo. El detective hizo ascender la moto en dirección al techo.

—No deberías habernos traído hasta aquí —vociferó Yoyo.

—Si hubieras cogido tu ordenador —replicó él, malhumorado—. Así no nos habríamos quedado aquí para servir de blanco a esos cazadores.

Entre dos vigas de acero, muy pegadas al techo, se extendía una plataforma con aspecto de vehículo. Desde allí se tenía una vista estupenda sobre la nave entera. Al fondo del todo se abrían las bocas de los convertidores, separados unos de otros por unas grandes escotillas blindadas. Los rayos del sol rozaron su moto, exploraron su forma y se alejaron. Con una concentración extrema, Jericho accionó el volante y las toberas generaron un ligero contraimpulso, el suficiente para que la máquina se desplazara lentamente marcha atrás sobre el borde de la plataforma.

—Ya viene —le susurró Yoyo.

Un cono de luz penetró en la nave por uno de sus lados. El rubio había encendido la luz delantera. Sin hacer ruido, Jericho depositó la
airbike
sobre la plataforma y redujo la potencia del motor. El bramido se extinguió y sólo dejó un tímido zumbido. El detective se sentía casi orgulloso de sus habilidades como piloto. A causa del ruido de su propio aparato, el rubio no los oiría; además, la luz crepuscular se tragaría su silueta. Como un enorme insecto al acecho, la moto estaba agazapada bajo el techo.

—Por cierto, sí que he cogido mi ordenador —le dijo Yoyo en un susurro.

Jericho se volvió hacia ella, presa del asombro.

—Pensé que...

—Aquél no era mi ordenador. Sólo lo hice para que él así lo creyera. Llevo el mío en el cinturón.

El detective alzó la mano y le hizo señas para que se callara. Abajo asomaba la figura de su perseguidor, que permaneció flotando lentamente por debajo de ellos. Su moto jadeaba tenuemente, un potente dedo de luz fría y blanca palpó el entorno. Jericho se inclinó hacia adelante. El rubio giró la cabeza en todas direcciones, miró al techo, pero no pudo verlos, echó un vistazo por entre los contenedores. Pesada, en su mano derecha, reposaba el arma.

¿Acaso no la había perdido?

Jericho estaba perplejo. Era muy poco probable que, tras la colisión, el hombre hubiese vuelto a recoger su pistola. La fuerza del choque la había lanzado hacia las tinieblas del taller de laminado. Sólo había una explicación. Su moto estaba equipada con otras armas, lo que era válido seguramente para esa moto...

«A derecha e izquierda del tanque», pensó el detective. Sólo ahí había sitio, directamente delante de sus piernas.

Sus dedos palparon el revestimiento.

No había duda. Allí había algunos depósitos, espacios huecos situados bajo los revestimientos. Pero ¿cómo se abrían?

Abajo, el asesino recorría la nave. El ojo de luz examinaba los resquicios entre las estructuras y los contenedores, se deslizaba por pasillos y balcones. Sólo entonces a Jericho le llamó la atención que, en la parte trasera de la bóveda, se abría una caja en forma de túnel, hacia la que puso rumbo el perseguidor. Unos raíles salían de ella y desembocaban en el interior de la nave. El rubio detuvo la moto y echó un vistazo dentro. Parecía estar sopesando si debía entrar o no antes de haber revisado toda la nave; entonces hizo un giro y se elevó.

Subía hacia donde estaban ellos.

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