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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Llana de Gathol (10 page)

BOOK: Llana de Gathol
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–¡Esto es una orden! – les dije. Con renuencia se dieron la vuelta y se fueron por el camino, mientras que yo me enfrentaba con el guerrero marciano.

El guerrero paró su animal y se bajó, evidentemente con la intención de hacerme prisionero, en lugar de matarme; pero yo no tenía intención de dejarme capturar, para que me torturasen y me matasen. Era mucho mejor morir allí.

II

El guerrero desenvainó su espada y vino hacia mí. Yo procedí de la misma forma. Estaban a punto de llegar seis guerreros más para ayudarle; si no hubiera sido por esto, no me hubiera preocupado, pues con una espada en las manos, soy un enemigo peligroso para cualquier marciano. Su gran tamaño no le favorecía, y era una desventaja para ellos, ya que sus movimientos son lentos y pesados en comparación con la agilidad terrenal que yo poseía; y aunque me doblan en tamaño, soy de igual fortaleza que ellos. Los músculos del hombre de la Tierra han tenido que luchar con la fuerza de gravedad desde su nacimiento, porque cada movimiento que realiza es contrarrestado por esta fuerza.

Mi antagonista estaba tan seguro de sí mismo al enfrentarse a una criatura tan pequeña como yo, que dejaba partes de su cuerpo al descubierto y que cargó sobre mí como un toro salvaje.

Por la forma de mantener su espada, intuí que pretendía darme en la cabeza con la parte plana de la misma, para dejarme inconsciente, con lo cual le era más fácil el capturarme; pero cuando bajó su espada, no me encontró en el lugar, pues había saltado a su derecha, fuera del alcance de su espada, y al mismo tiempo le tiraba una estocada a su corazón. Hubiera acertado, sino fuera por uno de sus cuatro brazos, que desvió la punta de mi espada, antes de llegar a su cuerpo. Así y todo, le pude herir profundamente en uno de sus costados y gritando de dolor, se dio la vuelta, y arremetió nuevamente contra mí.

En esta ocasión tuvo más cuidado; pero no importaba: las cartas estaban echadas, pues estaba utilizando sus habilidades, en el arte de la lucha con espada, contra el mejor espadachín de dos mundos.

Los otros seis guerreros estaban llegando al escenario de nuestro combate. En ese momento no había tiempo para el deporte de la esgrima; le lancé una estocada y la punta de mi espada llegó perfectamente a su corazón. Viendo a Llana a salvo, di la vuelta por el borde del risco; los seis guerreros verdes realizaron exactamente lo que esperaba. Probablemente se habían alejado de la retaguardia de la caravana, con la esperanza de capturar a un hombre rojo, para torturarle, o para jugar con él salvajemente. Todos ellos vinieron tras de mí; las pezuñas acolchadas y sin herraduras de sus enormes animales no hicieron ruido sobre la vegetación del suelo de aquel mar muerto. Con sus espadas preparadas, se lanzaron sobre mí, cada uno de ellos tratando de matarme o capturarme. Me sentí como se debería sentir un zorro cuando le estaban cazando.

De pronto, me detuve, me di la vuelta, y cargué contra ellos. Estarían pensando que me había vuelto loco de miedo, puesto que ciertamente no podían saber lo que estaba tramando, ya que les había alejado de la entrada del camino que baja al fondo del valle. Estaban casi sobre mí, cuando salté al aire y pasé sobre ellos. Mi gran fuerza y agilidad, y la menor gravedad de Marte, se habían vuelto favorables, una vez más, para mí en esta situación de urgencia.

Cuando caí, corrí a la entrada del camino. Cuando los guerreros pudieron parar a sus enormes animales, dar la vuelta y venir tras de mí, ya era tarde. Yo puedo correr más que cualquier animal nacido en Marte. Mas mi orgullo me impedía dejar la lucha; sin embargo, en esta ocasión en que la seguridad de otros dependía de mí, me vi obligado a abandonar para mejor ocasión la lucha que tenía con estos seis guerreros. Rápidamente llegué a la entrada del camino, para ir a donde me esperaban Llana y Pan Dan Chee.

Mientras descendía, miré hacia arriba y vi a los guerreros en la entrada del estrecho camino; y suponiendo lo que iba a ocurrir, metí a Llana bajo la protección de un saliente. Pan Dan Chee, me siguió en el momento en que comenzaron a explotar cerca de nosotros, las balas de radium.

Los fusiles con que están armados los hombres de Marte son de un metal blanco, forrados de una madera muy liviana y de una dureza extrema muy apreciada en Marte, completamente desconocida para los hombres de la Tierra. El metal del cañón del fusil es de una aleación compuesta principalmente de aluminio y acero, a la que han conseguido dotar de una dureza muy superior a la del acero, con el que nosotros estamos familiarizados.

Los pequeños proyectiles de radium que emplean y la gran longitud de su cañón, hacen que sus disparos sean mortales y peligrosos en extremo, puesto que su alcance es enorme, impensable para un lugar como la Tierra.

Los proyectiles que usan explotan cuando dan contra un objeto, rompiéndose su opaca envoltura, dejando en libertad un cilindro, de un cristal sólido, en cuya parte delantera tiene una pequeña cavidad en donde depositan unas pocas partículas de polvo de radium.

En el instante en que la luz del Sol, aunque sea difusa, toca estos polvos de radium, explotan con una violencia a la que nada se puede resistir. En batallas nocturnas no se producen estas explosiones; pero, a la mañana siguiente, el aire se llena de ruidos muy agudos, producidos por las explosiones de los proyectiles que fueron lanzados en la noche anterior. Como es normal en Marte, los proyectiles que no llegan a explotar son utilizados nuevamente.

Creí más seguro quedarnos donde estábamos, que el ponernos al descubierto, tratando de saber si los enormes guerreros verdes habían decidido perseguirnos por el estrecho camino a pie; porque sabía que el camino era demasiado estrecho para sus enormes y pesados cuerpos, y que odiaban el ir a cualquier parte caminando.

Después de unos minutos de espera, me asomé y vi que se habían ido. Sólo entonces comenzamos a bajar al valle, sin arriesgarnos a mostrarnos a esa gran horda de criaturas crueles y sin piedad.

III

El camino era muy inclinado y en muchas ocasiones peligroso, ya que zigzagueaba por el lado del risco por donde bajábamos. En algunas ocasiones, bajo los salientes del camino que teníamos que pasar, pisábamos el esqueleto de seres humanos, y en tres ocasiones vimos cadáveres recientes que se encontraban en distintas etapas de descomposición.

–¿Qué crees que significan estos cuerpos? – preguntó Pan Dan Chee.

–Estoy desconcertado -le contesté-; tiene que haber muchos más, muertos durante el camino, que los que hemos visto aquí. Notarás que todos están situados debajo de los salientes del camino, donde se diría que han ido a protegerse para morir después, y otros están al pie de este risco.

–¿Y cómo supones que habrán muerto? – preguntó Llana.

–Podría haber habido una epidemia en el valle -sugirió Pan Dan Chee-. Y estos habrían muerto, tratando de escapar.

–No tengo idea alguna sobre lo que significa -contesté-. Se pueden ver, en casi todos, los restos de las cuerdas que los sujetaban, pero ninguno lleva armas. Me inclino a pensar que Pan Dan Chee esté en lo cierto, al pensar que trataban de escapar. Si se trataba de una epidemia u otra cosa, nunca llegaremos a saberlo.

Desde nuestra vertiginosa situación, en este camino tan peligroso, tuvimos una vista excelente del valle. Era llano con bastante agua, y con la monotonía de las hierbas rojas que crecen en Marte, que crece en los lugares húmedos, interrumpida por unos bosques. En general, era una vista muy bella para alguien que no estuviera familiarizado con este planeta moribundo.

En Marte existen sembrados, bosques y otro tipo de vegetación al lado de los canales; hay césped y jardines en las ciudades donde el riego está disponible; pero nunca había visto nada como este valle. Excepto en el Valle del Dor, en el Polo Sur, donde se encuentra el mar perdido de Korus. Pues aquí no solamente se extendía la gran extensión de un fértil valle; sino que había ríos y, al menos, un lago que se podía ver en la lejanía. De repente, Llana llamó nuestra atención, señalando una ciudad deslumbrantemente blanca y con unas torres muy altas.

–¡Qué ciudad tan bella! – exclamó-. Me gustaría saber qué tipo de gente vive allí.

–Posiblemente, gente cuyo mejor deseo sería rebanarnos el gaznate -dije.

–Nosotros, los orovars, no somos así -dijo Pan Dan Chee-. Odiamos matar a la gente. ¿Por qué las demás razas de Marte se odian tanto?

–No creo que sea el odio lo que les hace matarse -repliqué-. Es que se ha convertido en una costumbre desde que se secaron los mares, tiempo atrás, y la supervivencia se ha hecho cada día más difícil. Durante todo ese tiempo, se han acostumbrado a luchar por sus existencias, y ha llegado a ser una norma el matar a todos los extranjeros.

–Me gustaría ver esa ciudad por dentro -dijo Llana de Gathol.

–Tu curiosidad no será satisfecha -le respondí.

Nos quedamos durante cierto tiempo sobre uno de los salientes del camino, mirando aquel valle tan bello; posiblemente, una de las vistas más hermosas de Marte. Vimos varias manadas de pequeños thoats, utilizados por los marcianos rojos como animales de monta y, en ocasiones, como alimento. Existe poca diferencia entre los animales de monta y los destinados para producir carne de consumo; pero a la distancia en que nos encontrábamos, no podíamos saber cuales eran unos y otros. Vimos animales de caza y nosotros, que habíamos estado tanto tiempo sin haber comido carne, nos sentimos tentados por ella.

–Vamos a bajar -dijo Llana-. No hemos visto a ningún ser humano, y no es necesario el acercarnos a la ciudad; está bastante lejos de nuestro camino, y me gustaría ver el valle más de cerca.

–Me agradaría comer algo de carne fresca -dije.

–A mí también -me respondió Pan Dan Chee.

–Tengo el presentimiento de que vamos a cometer una insensatez -les dije-. Pero si hubiera seguido mis presentimientos siempre, mi vida hubiera sido muy aburrida.

–De todas formas -dijo Llana- no sabemos si hay más peligro en el valle del que hemos pasado en lo alto del risco. Además, ya nos hemos librado de un gran peligro, no creo que éste vuelva a repetirse.

Yo no lo veía de esa forma; aunque he conocido marcianos verdes que han estado cazando a un hombre rojo durante varios días.

Al pie del risco, donde terminaba el camino, había una gran cantidad de huesos humanos y unos cuantos cuerpos destrozados. ¡Pobres diablos! Me preguntaba el motivo de tantos cadáveres a nuestro paso.

Afortunadamente para nosotros, la ciudad estaba a tal distancia que no nos podían ver desde ella, y conociendo las costumbres marcianas, no teníamos ni la intención de acercarnos a ella; y tampoco lo hubiéramos hecho de tener la seguridad de que seríamos bien recibidos, pues el valle era tan bello en su estado natural, que la vista y el sonido de aquella ciudad, era una cosa que desentonaba con el paisaje.

A poca distancia de nosotros había un pequeño río y, más lejos, se extendía un bosque que llegaba a su orilla. Cruzamos el césped rojo hasta llegar al río, cuyo césped, que poseía muy poca altura a causa de los animales que estaban pastando, estaba salpicado por una enorme cantidad de flores de una belleza no terrenal.

A poca distancia río abajo, una manada de thoats estaban apaciblemente pastando. Eran de la variedad empleada para ganadería, ya que su carne es muy buena. Pan Dan Chee sugirió que cruzáramos el río, para poder aprovechar el resguardo que nos ofrecía el bosque al otro lado, poder aproximarnos a la manada y matar a uno de ellos.

El río estaba lleno de peces y, mientras cruzábamos, pesqué varios con mi larga espada.

–Por lo menos, tendremos pescado para cenar -comenté-. Y si Pan Dan Chee tiene suerte, tendremos carne.

–En el bosque veo frutos y bayas -dijo Llana-. ¡Qué banquete nos vamos a dar!

–Deseadme suerte -dijo Pan Dan Chee mientras entraba en el bosque dirigiéndose a la manada.

Llana y yo mirábamos, pero no veíamos al joven orovar, que salió del bosque y le tiró algo al animal que se encontraba mas cerca, un joven thoat. La bestia rugió de dolor, corrió unos cuantos metros, se tambaleó y luego cayó, mientras que el resto de la manada huía.

–¿Cómo ha hecho eso? – me preguntó Llana.

–No lo sé -confesé-. Lo hizo tan rápido que no pude ver lo que le tiró. No ha sido una lanza, ya que no tiene, y si hubiera utilizado la espada, la hubiera visto.

–Parecía un pequeño trozo de rama -dijo Llana.

Vimos a Pan Dan Chee cortando trozos de carne; enseguida estuvo con nosotros, cargado con una gran cantidad de carne, que habría bastado para satisfacer a una docena de hombres.

–¿Cómo mataste a ese thoat? – le preguntó Llana.

–Con mi puñal -contestó Pan Dan Chee.

–Fue un tiro excelente -le dije-. ¿Pero dónde lo aprendiste?

–El lanzamiento del puñal es un deporte en Horz. Todos somos buenos lanzadores, pero se da la circunstancia de que yo he ganado el trofeo del jeddak durante los últimos tres años; así que me sentí muy capaz de cazar un thoat, aunque nunca he empleado el puñal con tal fin. Además, raramente hay duelos en Horz; y cuando los hay, los contrincantes nunca suelen utilizar el puñal, al menos que uno de ellos sea mejor que el otro.

Mientras que Pan Dan Chee y yo hacíamos fuego, y guisábamos el pescado y la carne, Llana recogía fruta; así, tuvimos una cena deliciosa y, cuando llegó la noche, nos acostamos en el suave césped y dormimos.

IV

Nos despertamos tarde, pues estábamos muy cansados de la noche anterior. Pesqué algunos peces más, y comimos nuevamente los mismos alimentos para desayunar. Luego, comenzamos a seguir el camino que nos llevaba fuera del valle.

–Va a ser una subida muy dura -dijo Pan Dan Chee.

–Esperaba que no tuviéramos que hacerlo -dijo Llana-. Odio dejar este lugar tan bello.

Algo llamó mi atención, de pronto, en la parte baja del valle.

–Posiblemente no tendrás que dejarlo, Llana -dije-. ¡Mira!

Ella y Pan Dan Chee se dieron la vuelta y miraron en la dirección que le indicaba, para ver a unos doscientos guerreros montados en thoats. Los hombres eran negros como el ébano, y me pregunté si podían ser los temibles piratas negros de Barsoom, a quienes había conocido por primera vez, y contra quienes había luchado, hacía ya muchos años, en el Polo Sur; era un pueblo que se llamaban a sí mismos «los Primeros Nacidos».

Venían al galope en sus monturas; nos rodearon y prepararon sus lanzas para cualquier eventualidad.

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