»“¡Sí!”, pensé, “si hubierais llegado hace un millón de años, puede que hubierais encontrado mecánicos, pero no tendrían ni idea de cómo reparar un aparato volador porque tales aparatos no habían sido inventados entonces, pero sí que os podrían haber construido una sólida embarcación con la que podrían haber navegado por los cinco océanos del milenario Barsoom”, pero no dije nada. Quería dejar que Hin Abtol lo averiguara por sí mismo.
»Nunca había estado en Horz, pero sabía que aquellas torres que se destacaban en la lejanía sólo podían pertenecer a esa ciudad muerta hacía mucho tiempo, y, además, deseaba saborear el placer de contemplar el disgusto de Hin Abtol después de que hubiera recorrido el largo e inútil camino hacia allí.
–Eres una pequeña bribona vengativa -dije.
–Me temo que lo soy -admitió Llana de Gathol-. Pero en tales circunstancias, ¿puedes reprochármelo?
Tuve que admitir que no podía.
–Continúa -me apresuré a decir-, cuéntame que pasó después.
–¡Parece que no vamos a llegar nunca al final de estos abominables fosos! – exclamó Kam Han Tor.
–Eso deberías saberlo tú -le dijo Pan Dan Chee-. Acabas de decir que fueron construidos según tus planos.
–Eres un insolente -repuso Kan Han Tor-, y serás castigado por ello.
–Has estado muerto durante un millón de años -observó Pan Dan Chee- y así deberías continuar.
Kam Han Tor se llevó la mano a la empuñadura de su espada larga. Estaba muy furioso, y no podía culparle, pero aquel no era el momento adecuado para permitirse el lujo de empezar un duelo.
–¡Esperad! – grité-. Tenemos cosas más importantes en qué pensar que en rencillas personales. Pan Dan Chee habló sin pensar. Se disculpará ahora mismo.
Pan Dan Chee me lanzó una mirada de sorpresa y desaprobación, pero enfundó su arma.
–Lo que John Carter, Príncipe de Helium, Señor de la Guerra de Barsoom, me ordena hacer, lo hago -dijo-. Te ofrezco mis disculpas Kam Han Tor.
–Bien. – Kam Han Tor las aceptó de buena gana y una vez que se hubo arreglado el incidente, apremié a Llana de Gathol para que continuara con su historia.
–La nave se posó suavemente sobre el suelo sin que se produjeran más daños -prosiguió-. Hin Abtol estaba indeciso al principio sobre si llevar con él a todos sus hombres a la ciudad o dejar algunos para que vigilaran el transporte. Finalmente, decidió que sería mejor para todos permanecer juntos por si se encontraban con un recibimiento hostil en las puertas de la ciudad. Se diría, de la manera que habló, que veinticinco soldados de Panar podrían tomar cualquier ciudad de Barsoom.
»“Yo esperaré aquí”, le dije, “no hay razón para que os acompañe a la ciudad”.
»“Y para cuando yo vuelva ya te habrás ido”, repuso él, “eres una muchacha astuta, pero yo soy más astuto que tú. Vendrás con nosotros”.
»Así que tuve que recorrer con ellos todo el camino hacia Horz, y la verdad es que había un largo y cansado camino. Cuando nos aproximábamos a la ciudad Hin Abtol hizo notar que era sorprendente que no viéramos señales de vida. No había humo, ni movimiento alguno a lo largo de la avenida que corría paralela a la planicie que la limitaba; la llanura que una vez había sido un poderoso océano. No fue hasta que penetramos en la ciudad cuando se dio cuenta de que estaba muerta y desierta… aunque no totalmente, como pronto íbamos a descubrir.
»Habíamos avanzado una corta distancia a través de la avenida principal cuando, de pronto, una docena de guerreros verdes salió de un edificio y cayó sobre los panars. Habría sido una buena batalla, John Carter, si tú y dos de los guerreros de tu guardia os hubierais enfrentado a los hombres verdes; pero aquellos panars no se mostraban fieros y valientes a menos que la ventaja les favoreciese.
»Por supuesto, sobrepasaban en número a los hombres verdes, pero el gran tamaño, fuerza y salvaje ferocidad de los últimos les hacía llevar ventaja sobre tan débiles adversarios.
»Vi bastante poco de la lucha. Los contrincantes no me prestaban ninguna atención. Estaban demasiado enfrascados unos contra otros. En aquel momento, vi el comienzo de una rampa cercana y me dirigí hacia ella. Lo último que vi del combate fue como Hin Abtol corría con todas sus fuerzas hacia la llanura y a sus hombres siguiéndolo. Tras ellos, los hombres verdes les pisaban los talones. En cuestión de velocidad, el sobresaliente se lo llevaban los panars. Tal vez no fueran capaces de pelear, pero correr sí que corrían.
–Sabiendo que los hombres verdes regresarían a por sus thoats y que debía, por tanto, esconderme, descendí por la rampa -continuó Llana- que me condujo a los fosos que había bajo la ciudad. Pretendía introducirme sólo lo suficiente para evitar ser descubierta desde arriba y para poder estar al tanto si los hombres verdes bajaban por la rampa en mi busca… no iban a desperdiciar la oportunidad de capturar a una mujer roja para torturarla o esclavizarla.
»Había abandonado la rampa y me había adentrado un poco por un corredor, cuando de repente vi una débil luz en la lejanía. Pensé que aquello era digno de ser investigado, ya que no deseaba ser cogida de sorpresa por la espalda o, tal vez, encontrarme entre dos fuegos; así que avancé por el pasillo en dirección a la luz, y en aquel instante descubrí cómo retrocedía. Sin embargo, continué siguiéndola, hasta que al fin se detuvo en un recinto lleno de cajas.
»Al mirar al interior de la habitación, vi una criatura de horrible apariencia…
–Lum Tar O -dije- la criatura que maté.
–Sí -dijo Llana-. Lo observé durante un momento, sin saber qué hacer. Una antorcha iluminaba la cámara y él tenía otra en su mano izquierda. De repente, se puso alerta. Parecía escuchar con suma atención, después, salió arrastrándose de la habitación.
–Debió ser entonces cuando por primera vez nos oyó a Pan Dan Chee y a mí -sugerí.
–Supongo -dijo Llana de Gathol-. De cualquier manera, me quedé sola en la cámara. Si volvía por donde había venido era muy posible que cayera en manos de algún hombre verde. Si seguía a la horrenda criatura que acababa de ver, sin duda me esperaría algo muy desagradable. ¡Si pudiera encontrar un lugar que resultara lo bastante seguro para esconderme, hasta que llegara el momento de salir de los fosos!
»Las cajas eran el lugar perfecto. Una de ellas me proporcionaría un escondite excelente. Fue pura coincidencia el que la primera que abriera estuviera vacía. Me introduje en ella y puse la tapa sobre mí. Ya conoces el resto.
–Ahora vas a salir por fin de los fosos -dije mientras subíamos por una rampa en cuyo extremo podía verse la luz del día.
–Dentro de unos momentos -observó Kam Han Tor- contemplaremos las ricas aguas de Throxeus.
Bajé la cabeza.
–No te sientas muy defraudado -le dije.
–¿Es que os habéis puesto de acuerdo, tu amigo y tú para tomarme el pelo? – preguntó Kam Han Tor-. Ayer mismo pude contemplar las naves de la flota ancladas a lo largo del puerto. ¿Crees que me voy a creer que ya no existe un océano cuando ayer mismo sí existía, y donde lleva desde que se creó Barsoom? Los océanos no desaparecen de un día para otro, amigo mío.
Se escuchó un murmullo de aprobación por parte de aquella espléndida compañía de nobles y sus esposas que habían oído a Kam Han Tor. Se resistían a creer lo que no deseaban crecer y, noté, lo que debió haber parecido un insulto hacia su inteligencia.
Ponte en su lugar. Imagina que vives en San Francisco. Te vas a la cama una noche y cuando despiertas, un completo extraño te dice que el océano Pacífico se ha secado y que puedes ir andando hasta Honolulú, Guam o Las Filipinas. Estoy seguro de que no le creerías.
Cuando llegamos a la ancha avenida que desemboca en la parte de Horz que da al mar, la comitiva de los ricamente ataviados hombres y mujeres miraron a su alrededor con desolador asombro las decaídas ruinas de la que una vez fue su orgullosa ciudad.
–¿Dónde está todo el mundo? – preguntó uno-. ¿Por qué está desierta la Avenida de los Jeddaks?
–¿Y el palacio del jeddak? – exclamó otro-. ¡No hay guardias!
–¡No hay nadie! – susurró una mujer.
Nadie volvió a hablar, mientras se dirigían ansiosamente hacia el muelle. Antes de que llegaran ya podían posar sus ojos sobre una estéril extensión desértica de fondo marino, una vez bañada por las aguas del Throxeus.
En silencio continuaron hasta la avenida del puerto. Simplemente, no podían creer lo que veían con sus propios ojos. No recuerdo que en mi vida hubiera sentido un pesar mayor por uno de mis amigos que el que en aquel momento sentía por aquellas pobres gentes.
–Ya no está -dijo Kam Han Tor, en un murmullo casi imperceptible.
Una mujer rompió en llanto. Un guerrero sacó su daga y se la hundió en su propio corazón.
–Todos los muelles han desaparecido -dijo Kam Han Tor-. Nuestro propio mundo ha desaparecido.
Allí permanecieron, contemplando la vasta extensión desértica, tras ellos una ciudad muerta, que en un lejano ayer, había rebosado de vida, juventud y energía. De repente, algo extraño sucedió ante mis ojos. Kam Han Tor comenzó a encogerse y desmenuzarse. Puede decirse que se desintegraron, él y el cuero de su correaje. Sus armas cayeron sonoramente sobre el pavimento y allí quedaron, entre un pequeño montoncito de polvo, los restos de quien había sido poco antes Kam Han Tor, hermano del jeddak.
Llana de Gathol se me acercó y me cogió del brazo.
–Es horrible -susurró-. ¡Mira, mira a los otros!
Miré a mi alrededor. Poco a poco, en grupos de dos o tres, los hombres y mujeres de la milenaria Horz se estaban convirtiendo en el polvo que eran…
«La tierra a la tierra, las cenizas a cenizas, el polvo al polvo».
–Durante todos los siglos que han yacido en los fosos de Horz -dijo Pan Dan Chee-. Esta desintegración ha ocurrido poco a poco, sólo los obscenos poderes de Lum Tar O fueron los que les dotaron de una apariencia de vida. Una vez que su efecto les abandonó, la desintegración sucedió instantáneamente.
–Esa debe ser la explicación -dije- y mejor que haya sucedido de esta forma, porque esta gente jamás podría haber encontrado en el Barsoom de hoy la felicidad… un mundo moribundo, tan diferente al Barsoom esplendoroso de antaño, con sus cinco océanos, sus grandes ciudades, sus prósperos y felices pueblos, quienes si la historia no miente, habían acabado con todos los guerreros y amantes de la guerra y habían establecido la paz de un pueblo a otro.
–No -dijo Llana de Gathol-, nunca podrían haber sido felices de nuevo. ¿Notaste lo bellos que eran?, y el color de su piel era igual que el de la tuya, John Carter. A no ser por sus rubios cabellos podían haber sido de la propia Tierra.
–Hay mucha gente que tiene el pelo rubio en mi mundo -repuse-. Tal vez, después de tantos cruces entre las diferentes razas de la tierra, desarrollemos una raza de hombres rojos, como en Barsoom. ¿Quién sabe?
Pan Dan Chee miraba de forma adorable a Llana de Gathol. La miraba de manera tal que pude ver que Llana se molestaba a pesar de que le gustara.
–Venga -dije-, no vamos a adelantar nada quedándonos aquí. Mi nave se encuentra en una plaza cercana. Podrá llevar a los tres. ¿Vendrás conmigo, Pan Dan Chee? Puedo asegurarte que serás bienvenido en Helium y se te ofrecerá un puesto en el ejército del jeddak.
Pan Dan Chee movió la cabeza con pesar.
–Debo volver a la fortaleza -replicó.
–A Ho Ran Kim y a la muerte -le recordé.
–Sí, a Ho Ran Kim y a la muerte -dijo.
–No seas tonto Pan Dan Chee -repuse-, te has liberado a ti mismo honorablemente. No puedes matarme y sé que no matarías a Llana de Gathol. Nos iremos de aquí, y llevaremos con nosotros el secreto del pueblo olvidado de Horz, no importa lo que hagas, pero has de saber que ninguno de nosotros utilizará nunca ese secreto para causar daño a tu gente. ¿Por qué entonces tienes que afrontar tu muerte sin necesidad? Ven con nosotros.
Sus ojos se clavaron en los de Llana de Gathol.
–¿Deseas que os acompañe? – preguntó.
–Si tu negativa te va a conducir a la muerte -contestó ella- entonces sí, es mi deseo el que vengas con nosotros.
Una sonrisa onduló los labios de Pan Dan Chee, evidentemente había visto un rayo de esperanza en su ambigua respuesta, porque me dijo:
–Te lo agradezco John Carter. Iré contigo. Mi espada será siempre tuya.
No tuve dificultad en encontrar la plazoleta donde había aterrizado mi nave. Cuando nos acercábamos vi cierto número de hombres que yacían en la avenida. Estaban contorsionados en las grotescas posturas de la muerte. Algunos estaban abiertos desde la cabeza hasta el vientre.
–Es obra de los hombres verdes -dije.
–Eran los hombres de Hin Abtol -observó Llana de Gathol.
Contamos diecisiete cadáveres hasta llegar a la entrada de la plaza. Cuando la eché una ojeada me detuve aterrado… mi nave ya no estaba allí. Cinco panars más yacían muertos cerca de donde había permanecido.
–Ya no está -dije.
–Hin Abtol -me respondió Llana de Gathol-. El muy cobarde abandonó a sus hombres y huyó en tu vehículo. Sólo dos de sus guerreros consiguieron huir con él.
–Puede que hubiera hecho el tonto de haberse quedado -dije-. Con ello sólo habría conseguido encontrar la misma muerte que sus hombres.
–En similares circunstancias, John Carter habría hecho el tonto entonces -observó ella maliciosamente.
Quizás tuviera razón, porque la verdad es que me gustaba la lucha. Supongo que eso no está muy bien visto, pero no puedo evitarlo; pelear ha sido mi profesión durante toda mi vida o al menos hasta donde alcanza mi memoria. Combatí durante la Guerra Civil en el ejército confederado, pero antes ya había batallado en otras guerras. No voy a aburrirte con mi biografía. Basta con decir que siempre he luchado. No sé la edad que tengo, el caso es que no recuerdo mi infancia, pero siempre he aparentado tener treinta años, aún hoy. No sé de dónde vine, ni si me parió una mujer como a los demás hombres. Que yo sepa, yo he existido siempre. Quizás sea la reencarnación de algún milenario guerrero fallecido en otra época. ¿Quién sabe? Eso podría explicar mi habilidad para cruzar la fría y oscura extensión espacial que existe entre la Tierra y Marte. Eso no lo sé.
Pan Dan Chee rompió el encanto de mis meditaciones.
–¿Y ahora qué? – preguntó.
–Ahora una buena caminata -repuse-. Hay por lo menos cuatro mil haads desde aquí a Gathol, la ciudad amistosa más cercana.