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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Llana de Gathol (23 page)

BOOK: Llana de Gathol
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Los anchos neumáticos de estas naves únicas son en realidad depósitos de gas de apariencia gomosa, llenos del octavo rayo barsoomiano, o rayo de propulsión, ese notable descubrimiento marciano que ha hecho posible las grandes flotas de poderosas naves que dan la supremacía al hombre rojo del mundo exterior. Este rayo es el que propulsa la luz inherente y reflejada de los soles y los planetas por el espacio, y, cuando es almacenado, da sustentación aérea a las naves marcianas.

Gor-Don y yo fuimos conducidos a su casa llamando una nave pública; yo, como esclavo, me senté con el conductor. Allí fuimos cálidamente recibidos por su madre, padre y hermanos; y fui llevado a los alojamientos de los esclavos por un criado. No pasó mucho tiempo, sin embargo, antes de que Gor-Don me mandara llamar; y, cuando el sirviente que me había traído salió, Gor-Don me explicó que había contado a sus padres y a su hermano que yo le había salvado la vida, y que ellos deseaban expresarme su gratitud. Estuvieron muy atentos.

–Serás el guardia personal de mi hijo -me dijo el padre-, y en esta casa no se te tratará como a un esclavo. Dice que en tu país eres un noble.

Gor-Don lo había supuesto, o lo había inventado para la ocasión, pues yo ciertamente no le había revelado nada de mi posición. Traté de imaginarme qué más les habría dicho; no deseaba que mucha gente conociera mi búsqueda de Llana. Cuando estuvimos solos la siguiente vez, se lo pregunté, y me aseguró que no les había dicho nada.

–Confío absolutamente en ellos -me dijo-, pero no hablo de asuntos ajenos.

Al menos había un panario decente; presumí que los había juzgado a todos por Hin Abtol.

Gor-Don me proveyó de un correaje y una insignia que me marcaban definitivamente como un esclavo de su casa, y me daba seguridad para recorrer la ciudad, lo que estaba ansioso de hacer con la esperanza de encontrar alguna pista de Llana; porque Gor-Don me había dicho que en la plaza del mercado, donde se reunía a los esclavos para comprarlos y venderlos, se discutían diariamente todos los cotilleos de la ciudad.

–«Si algo ha sucedido o va a suceder, el mercado lo sabe», dice un refrán nuestro -me dijo. Más adelante encontré que era verdad.

Como guardia de corps de Gor-Don, se me permitía llevar armas, y así lo denotaba la insignia de mi arnés. Me alegraba de ello, pues me sentía perdido sin armas, casi como se sentiría un terrícola andando por la calle sin pantalones. Al día siguiente de nuestra llegada, acudí solo a la plaza del mercado.

XI

Conversé con algunos esclavos, pero no me enteré de nada de valor para mí; sin embargo, el estar allí me puso en el camino de informarme de algo valioso. Estaba hablando con otro esclavo cuando vimos a un oficial que atravesaba la plaza del mercado, tocando primero a un esclavo y luego a otro, quien inmediatamente le siguieron.

–Si te toca, no hagas preguntas y sigúelo -dijo el esclavo al que le había contado que yo era recién llegado a Pankor.

Bien, el oficial me dio una palmada en el hombro cuando pasó; y yo lo seguí, junto con otros quince o veinte esclavos.

Nos condujo fuera de la plaza del mercado y a lo largo de una avenida de pobres tiendas, hacia la muralla de la ciudad. Allí, al lado de una pequeña puerta, había un cobertizo en el cual se almacenaban trajes de piel de apt. Después de que, de acuerdo con las instrucciones del oficial, se nos dieron uno a cada uno de nosotros, él abrió la puerta y nos condujo fuera de la ciudad, en el amargo frío del Ártico, donde mis ojos se encontraron con una visión que espero no volver a presenciar. Hilera tras hilera de picotas se extendían hasta tan lejos como alcanzaba la vista, y de ellos colgaban cadáveres humanos congelados, miles de millares de ellos colgaban por los pies, meciéndose al cortante viento.

Todos los cadáveres estaban recubiertos de hielo, una trasparente mortaja a través de la cual sus ojos muertos miraban suplicantes, reprobadores, acusadores, horribles. Algunos rostros mostraban muecas congeladas, burlándose del Destino con los dientes desnudos.

El oficial nos hizo descolgar veinte cadáveres, y el pensamiento del propósito para el cual parecían obviamente destinado casi me dio náuseas. Mientras contemplaba aquellas líneas sin fin de cuerpos colgados cabeza abajo, recordé escenas invernales ante las carnicerías de las ciudades norteñas de mi propio país, donde colgaban helados cuerpos de bueyes, osos y ciervos para la inspección de los gourmets.

Levantar y transportar uno de aquellos cuerpos incrustados de hielo requería la fuerza combinada de dos hombres rojos; y como el oficial había palmeado a un número impar de esclavos, me quedé sin un compañero que llevara un cuerpo conmigo, así que esperé órdenes. El oficial me vio parado sin hacer nada y me llamó.

–Eh, tú -gritó-. No te hagas el holgazán; arrastra uno de ellos hasta la puerta.

Me detuve y alcé uno de los cadáveres sobre mi hombro, llevándolo yo solo hacia la puerta. Pude ver que el oficial estaba asombrado, porque lo que había hecho era una hazaña imposible para un marciano. De hecho, no era nada notable que yo pudiera hacerlo; porque mi fuerza asombrosamente grande, combinada con la menor gravedad de Marte, lo hacía relativamente fácil para mí.

Todo el tiempo que llevé mi espantosa carga, estuve pensando acerca del asado que habíamos almorzado en la casa de Gor-Don… ¡Y me lo imaginaba! ¿Era posible que hombres civilizados fueran tan depravados? Parecía increíble de una gente tal como Gor-Don y su familia. Su hermana era una muchacha realmente hermosa. ¿Podría ella…? Me estremecí ante las implicaciones.

Transportamos los cuerpos a un gran edificio perpendicular a la avenida de la pequeña puerta. Allí había hilera tras hilera y línea tras línea de mesas de sobre de ersita; y cuando, bajo la dirección del oficial, tendimos los cadáveres sobre algunas de ellas, el lugar cobró el aspecto de una morgue.

En ese momento, algunos hombres entraron en la habitación; llevaban pesados cuchillos. «Los carniceros» pensé. Conectaron varias mangueras a unos grifos, y cada uno de ellos se puso junto a un cuerpo, rociándolo con agua caliente, y quitando al mismo tiempo el hielo con sus cuchillos. Esto les llevó algún tiempo.

Cuando el primer cadáver estuvo totalmente liberado de su envoltura helada, quise mirar a otra parte, pero no pude… estaba fascinado por el horror de lo que esperaba que hiciera el carnicero con su cuchillo; pero no lo hizo. En lugar de ello, continuó rociando el cuerpo con agua caliente, dándole masajes ocasionalmente. Finalmente, sacó una jeringuilla hipodérmica de su bolsa e inyectó algo en el brazo del cadáver; entonces ocurrió lo más horrible de todo: ¡el cadáver agitó la cabeza y abrió los ojos!

–Estad atentos, esclavos -nos ordenó el oficial-; algunos de ellos pueden volverse un poco salvajes al principio; estad listos para agarrarlos.

El primer cadáver se sentó y miró alrededor, mientras otros comenzaban a mostrar signos de vida. Pronto estuvieron todos sentados o de pie, mirando confusamente en torno de ellos. Entonces le dieron a cada uno el correaje de un esclavo; y cuando un destacamento de guerreros vino a hacerse cargo de ellos, los otros esclavos fuimos licenciados. Entonces recordé y comprendí la referencia a menudo repetida por los guerreros de Hin Abtol a estar «congelados». Había pensado que se referían, sencillamente, a estar confinados en una ciudad ártica rodeada por la nieve y el hielo. Mientras abandonaba el edificio, fui abordado por el oficial.

–¿Quién eres tú, esclavo? – quiso saber.

–Soy el esclavo y guardia de corps del padwar Gor-Don -repliqué.

–Eres un hombre muy fuerte -me dijo él-. ¿De qué país eres?

–De Virginia -le contesté.

–Nunca he oído hablar de él. ¿Dónde está?

–Al sur de Maryland.

–Bien, dejémoslo… veamos lo fuerte que eres. ¿Puedes levantar tú solo un extremo de esta mesa de ersita?

–No lo sé.

–Inténtalo -me ordenó-. ¡Increíble! – exclamó. Los guerreros me miraban con la boca abierta de asombro-. ¿Cómo te llamas? – me preguntó.

–Dotar Sojat.

–Muy bien; puedes marcharte.

Cuando volví a casa de Gor-Don, me dijo que se había preocupado por mi larga ausencia.

–¿Dónde ha estado todo este tiempo? – me preguntó.

–Descongelando cadáveres -le contesté, riendo-. Antes de empezar a verlos volver a la vida, pensé que los panarios os los comíais. Dime ¿cuál es el plan?

–Forma parte del descabellado plan de Hin Abtol para conquistar todo Barsoom y convertirse en jeddak de jeddaks y Señor de la Guerra de Barsoom. Ha oído hablar del famoso John Carter, que ostenta tales títulos, y está envidioso. Ha estado almacenando humanos por congelación durante todo un siglo. Al principio era solo un sistema por el cual podía disponer de gran cantidad de esclavos en cualquier momento, sin gastos de alimentación mientras no tuviera nada que hacer. Después que supo de John Carter y de las enormes riquezas de Helium y de varios otros imperios, comenzó a tomar forma este grandioso plan.

»Tenía que conseguir una flota; y como nadie de Pankor sabía construir naves aéreas, tuvo que adquirirlas mediante engaños y robos. Algunas pocas cruzaron la barrera de hielo desde alguna de las ciudades norteñas; éstas fueron atraídas a tierra mediante señales de amistad y bienvenida; luego sus tripulaciones fueron capturadas y congeladas todas salvo uno o dos hombres. Quienes lo fueron fue por no haberse comprometido a entrenar panarios en el manejo de sus naves. Es un proceso muy lento para adquirir una armada; pero lo ha complementado visitando varias de las otras ciudades norteñas, pretendiendo amistad, y luego robando una nave o dos, exactamente como pretendió hacer con Gahan de Gathol para luego robarle a la hija.

»El actual ataque a Gathol es sencillamente un entrenamiento para dar experiencia a sus oficiales y guerreros, y al mismo tiempo adquirir unas cuantas naves más.

–¿Cuántos hombres helados tiene? – le pregunté.

–En los últimos cien años ha acumulado un millón -me contestó Gor-Don-. Un formidable ejército, si tuviera naves para transportarlo.

Sobre este planeta moribundo, cuya población ha decrecido continuamente durante quizás un millón de años, un ejército de un millón de hombres sería realmente formidable; pero dirigido por Hin Abtol y con oficiales panarios, aun dos millones de guerreros descontentos no presentarían ninguna gran amenaza a un poder como el de Helium.

–Me temo que el sueño de Hin Abtol nunca se cumplirá -le dije.

–Espero que no. Muy pocos panarios simpatizan con él. La vida aquí es fácil, y estamos contentos de que nos dejen solos y de dejar solos a los demás. A propósito, ¿averiguaste algo sobre el paradero de Llana de Gathol mientras estuviste fuera?

–Nada ¿y tú?

–No -contestó-, pero aún no he realizado ninguna pregunta directa. Estoy esperando hasta que pueda hablar con algunos amigos míos destinados en el palacio. Sin embargo, no sé si Hin Abtol ha vuelto de Gathol y está en el palacio.

Mientras hablábamos, un esclavo vino a anunciar que había llegado un oficial del jeddak y que deseaba hablar con Gor-Don.

–Tráelo aquí -le dijo mi
señor,
y un momento después, entró en la habitación un hombre magníficamente ataviado. En aquel momento, me situé de pie detrás de la silla de Gor-Don, como debe hacer un esclavo y guardia de corps bien entrenado.

Los dos hombres se saludaron con nombres y títulos; y luego el visitante dijo:

–¿Tienes un esclavo llamado Dotar Sojat?

–Sí -contestó Gor-Don-. Es éste, mi guardia de corps personal.

El oficial me miró.

–¿Eres tú el esclavo que levantó solo la mesa de ersita hoy en la casa de las resurrecciones? – me interrogó.

–Sí.

Se volvió hacia Gor-Don.

–El jeddak te honrará aceptando este esclavo como regalo.

–Es un gran placer, así como un honor, regalar el esclavo Dotar Sojat a mi jeddak -le dijo; y luego, como el oficial apartó la mirada para dirigirla hacia mí otra vez, Gor-Don me guiñó un ojo. Sabía que yo estaba ansioso por introducirme en el palacio de Hin Abtol.

Como un esclavo sumiso, abandoné la casa de Gor-Don, el padwar, y seguí al oficial del Jeddak a palacio.

XII

Las tierras del palacio de Hin Abtol en la ciudad de Pankor ocupan la superficie de una elevada colina, en lo alto del mundo, y los guardias rondan sobre la misma noche y día. En las puertas hay un utan completo de cien hombres; y dentro, en la gran entrada del propio palacio, permanece otro utan. No era extraño que hubiese sido difícil asesinar a Hin Abtol, autonombrado jeddak de jeddaks del Norte.

A un lado del palacio, sobre un abierto parterre escarlata, vi algo que me asombró: ¡mi propia nave! Era la nave que Hin Abtol me había robado en la ciudad desierta de Horz; y ahora, como supe después, la tenía allí exhibida como prueba de su gran coraje y capacidad. Alardeaba que se la había arrebatado fácilmente al Señor de la Guerra de Barsoom después de derrotarlo en duelo. El hecho de que no podía haber duda de que era mi nave personal, prestaba color a la historia; mi insignia estaba allí, en la proa, para cualquiera que quisiera leerla. Debió volar en ella hasta su actual lugar de descanso; puesto que, por supuesto, ninguna nave podía aterrizar dentro del gran domo de Pankor.

Me dejaron en la sala de la guardia, justo a la entrada de palacio, donde holgazaneaban algunos guerreros de la guardia; dos de ellos jugaban al jetan, el ajedrez marciano, mientras otros jugaban al yano. Todos se incorporaron cuando el oficial entró en la sala conmigo; y, cuando se fue, me senté en un banco a un lado, mientras los otros se sentaban y reemprendían sus juegos. Uno de ellos me miró, frunciendo el ceño.

–¡Levántate, esclavo! – ordenó-. ¿No sabes hacer nada mejor que sentarte en presencia de guerreros panarios?

–Si puedes probar que eres mejor hombre que yo -le dije-, me levantaré.

No estaba de humor para aguantar nada dócilmente; de hecho, estaba harto de comportarme como un esclavo. El guerrero se puso de pie de un salto.

–¡Insolente! Muy bien, te daré una lección.

–Sería mejor que no te apresurases tanto, Ul-To -le alertó uno de sus compañeros-. Creo que este tipo fue mandado llamar por el jeddak. Si lo hieres, a Hin Abtol puede no gustarle.

–Sólo va a aprender una lección -gruñó Ul-To-. Si hay algo que no puedo soportar, es un esclavo insolente -y vino hacia mí.

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