Lo mejor de mi (29 page)

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Authors: Nicholas Sparks

Tags: #Romántico

BOOK: Lo mejor de mi
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—Ellos te quieren —dijo Dawson, tragando la tensión que se le había formado en la garganta.

—Lo sé, pero no quiero ponerlos en esa situación —adujo ella, mientras se dedicaba a rascar un trozo de pintura descascarillada de la mecedora—. No quiero que me odien ni tampoco quiero defraudarlos. Y Frank… —Resopló—. Es cierto que tiene problemas y que yo no estoy segura de mis sentimientos hacia él, pero no es una mala persona, y sé que siempre representará algo muy importante para mí. A veces tengo la impresión de que yo soy la única razón que lo empuja a seguir adelante. No es la clase de hombre capaz de asimilar que su esposa le abandone por otro. Créeme si te digo que no se recuperaría nunca de un golpe tan duro. Simplemente…, eso lo destrozaría. ¿Y entonces qué pasaría? ¿Bebería incluso más que ahora? ¿O se hundiría en una profunda depresión de la que no podría escapar? No sé si soy capaz de hacerle esa trastada. —Amanda dejó caer los hombros pesadamente—. Además, estás tú, claro.

Dawson intuyó lo que ella iba a decir a continuación.

—Este fin de semana ha sido maravilloso, pero no es la vida real. Ha sido como una luna de miel, pero, con el tiempo, la emoción desaparecerá. Podemos intentar convencernos de que no sucederá, podemos hacernos todas las promesas imaginables, pero es inevitable, y entonces ya no me mirarás como me miras ahora. No seré la mujer con la que has soñado, o la muchacha de la que estabas enamorado. Y tú dejarás de ser mi único y verdadero amor. Serás alguien a quien mis hijos despreciarán por haber arruinado su familia, y me verás tal y como soy de verdad. Dentro de pocos años, simplemente seré una mujer que roza la cincuentena con tres hijos que quizá la detesten o quizá no, y a lo mejor acabaré por detestarme a mí misma por lo que he hecho. Y al final, tú también acabarás por odiarme.

—Eso no es cierto. —La voz de Dawson era inquebrantable.

Amanda se obligó a actuar con valentía.

—Sí que lo es. Las lunas de miel siempre se acaban.

En ese instante, él la tomó del brazo, luego apoyó la mano en su muslo.

—Estar juntos no significa vivir en una constante luna de miel. Significa que nuestra historia se convierta en realidad. Quiero despertarme junto a ti todas las mañanas de mi vida; quiero contemplar tu rostro al atardecer, mientras cenamos el uno frente al otro; quiero compartir todos los detalles triviales de mi día a día contigo y escuchar los tuyos; quiero que riamos juntos, quedarme dormido contigo entre mis brazos. Porque no eres solo una mujer a la que amé hace muchos años, no; fuiste mi mejor amiga, lo mejor de mí, y no puedo soportar la idea de volver a perderte.

Dawson titubeó, en busca de las palabras adecuadas.

—Quizá no lo entiendas, pero te di lo mejor de mí. Cuando te marchaste, nada volvió a ser lo mismo. —Dawson podía notar el sudor en las palmas de las manos—. Sé que tienes miedo. Yo también lo tengo. Pero si perdemos esta ocasión, si fingimos que esto no ha sucedido, no creo que tengamos nunca más otra oportunidad. —Alzó la mano para apartarle un mechón que le cubría los ojos—. Todavía somos jóvenes; todavía podemos intentar que lo nuestro funcione.

—Ya no somos jóvenes…

—Te equivocas —insistió él—. Nos queda el resto de nuestras vidas.

—Lo sé —susurró ella—. Por eso necesito pedirte un favor.

—Lo que quieras.

Amanda se pellizcó la nariz, intentando contener las lágrimas.

—Por favor…, no me pidas que me vaya contigo, porque si lo haces, iré. No me pidas que le cuente a Frank lo nuestro, porque también lo haré. No me pidas que abandone mis responsabilidades ni que rompa mi familia. —Aspiró hondo, tragando aire como si se estuviera ahogando—. Te quiero y, si tú también me quieres, no me pidas que haga todas esas cosas, te lo ruego, porque no me fío tanto de mí misma como para decir que no.

Cuando acabó, Dawson no dijo nada. A pesar de que no quería admitirlo, sabía que había una parte de verdad en lo que Amanda acababa de decir. Romper su familia lo cambiaría todo, empezando por ella. A pesar de lo asustado que estaba, recordó la carta de Tuck. Probablemente Amanda necesitaría más tiempo, había dicho su viejo amigo. O quizá la historia había tocado a su fin y Dawson tenía que seguir adelante sin mirar atrás.

Pero eso no era posible. Pensó en todos los años que había soñado con volver a verla; pensó en el futuro que quizá no compartirían. No quería darle tiempo, quería que Amanda lo eligiera a él en aquel preciso instante. Y, sin embargo, sabía que ella necesitaba que él le hiciera aquel favor, quizá más que ninguna otra cosa que Amanda hubiera necesitado en toda su vida. Respiró hondo, como si esperara que, de algún modo, eso lo ayudara a pronunciar las siguientes palabras más fácilmente.

—De acuerdo —susurró al final.

Ella rompió a llorar. Combatiendo el cúmulo de emociones que lo embargaba, Dawson se puso de pie. Amanda también. La abrazó, sintiendo cómo ella se derrumbaba entre sus brazos. Dawson aspiró hondo para impregnarse de su aroma. Las imágenes empezaron a aflorar en su cabeza: su melena bañada por los rayos del sol cuando salió del taller, el primer día que se reencontraron después de tantos años; su gracia natural mientras caminaba entre las flores silvestres en Vandemere; el imborrable momento de acuciante sed, cuando sus labios se rozaron por primera vez en el cálido interior de una casita que ni sabía que existía… Ahora todo estaba tocando a su fin. Era como si Dawson estuviera presenciando los últimos destellos de luz que se fundían en la oscuridad de un interminable túnel.

Permanecieron abrazados en el porche durante un largo rato. Amanda escuchaba los latidos del corazón de Dawson, sintiéndose totalmente arropada entre sus brazos. ¡Cómo desearía poder empezar aquella bella historia de nuevo! Esta vez, sin embargo, no cometería errores; se quedaría con él, nunca volvería a abandonarlo, porque no le cabía la menor duda de que estaban hechos el uno para el otro.

«Todavía nos queda una vida por delante para compartirla.»

Cuando notó que las manos de Dawson se enredaban en su cabello, estuvo a punto de pronunciar aquellas palabras. Pero no pudo. En vez de eso, murmuró:

—Estoy muy contenta de haberte vuelto a ver, Dawson Cole.

Él podía notar la suavidad sedosa de su cabello.

—Quizá podríamos repetir la experiencia algún día, ¿no?

—Quizá —contestó ella, al tiempo que se secaba una lágrima de la mejilla—. ¿Quién sabe? Quizá cambie de opinión y me presente un día en Luisiana, con mis hijos, claro.

Dawson esbozó una sonrisa forzada, una chispa de esperanza desesperada y fútil que se resistía a extinguirse en su pecho.

—Prepararé la cena, para todos, por supuesto —bromeó.

Había llegado el momento de dejarla marchar. Bajaron los peldaños del porche. Dawson buscó su mano y ella se la ofreció, aplastándola con tanta fuerza que resultaba casi doloroso. Sacaron las cosas de Amanda del Stingray y caminaron despacio hacia su coche. Dawson notaba que tenía todos los sentidos completamente despiertos; el sol de la mañana le calentaba la nuca, la brisa era ligera como una pluma y las hojas crujían bajo sus pies, pero nada parecía real. Lo único que se le antojaba verdadero era que su historia con Amanda estaba a punto de terminar.

Ella se aferró a su mano. Cuando llegaron al coche, él le abrió la puerta y se volvió hacia Amanda. A continuación, la besó con ternura antes de deslizar los labios por su mejilla, siguiendo el rastro de sus lágrimas. Trazó la línea de su mandíbula, pensando en las palabras que Tuck había escrito. De repente, comprendió que nunca podría seguir adelante sin mirar atrás, a pesar de que su amigo le había pedido que lo hiciera. Amanda era la única mujer a la que había amado, la única mujer a la que Dawson quería seguir amando.

Ella aunó fuerzas para retroceder un paso y separarse de él. Se sentó al volante, puso el motor en marcha y cerró la puerta antes de bajar la ventanilla. A Dawson le brillaban los ojos por las lágrimas, como un claro reflejo de los suyos. Con gran esfuerzo, Amanda dio marcha atrás. Él se apartó, sin decir nada; el dolor que lo embargaba era el mismo que se reflejaba en su propia expresión angustiada.

Ella dio media vuelta y dirigió el coche hacia la carretera. El mundo se había vuelto borroso a través de sus lágrimas. Mientras tomaba la curva para abandonar la explanada, miró por el espejo retrovisor e hipó desconsoladamente a medida que Dawson se hacía cada vez más pequeño a su espalda, completamente inmóvil.

Lloró aún más cuando el coche aceleró la marcha. Los árboles parecían asfixiarla a su alrededor. Quería dar la vuelta y regresar junto a él, decirle que tenía el coraje de ser la persona que quería ser. Susurró su nombre y, a pesar de que no había forma de que él la hubiera oído, Dawson alzó el brazo y le ofreció un último adiós.

Su madre se hallaba sentada en el porche, sorbiendo un vaso de té frío, cuando ella aparcó el coche frente a su casa. En la radio sonaba una suave melodía. Amanda pasó por delante de ella sin decir nada. Subió las escaleras y se metió en su cuarto; abrió el grifo de la ducha, se quitó la ropa y permaneció desnuda delante del espejo, sintiéndose agotada y tan vacía como un viejo jarrón inútil.

El punzante chorro que salía del grifo era como un castigo. Cuando salió, se puso unos vaqueros y una sencilla blusa de algodón antes de guardar el resto de sus pertenencias en la maleta. El trébol fue a parar a un compartimento con cremallera de su monedero. Como de costumbre, quitó las sábanas de la cama y las llevó al lavadero. Las metió en la lavadora, con movimientos de autómata.

De vuelta a su cuarto, hizo una lista mental de tareas pendientes. Se recordó a sí misma que la máquina para hacer cubitos de hielo en casa estaba averiada y que había que repararla; había olvidado pedirle a Frank que lo hiciera antes de marcharse. También necesitaba empezar a planificar una nueva campaña para recaudar fondos; llevaba tiempo aplazándolo, pero el mes de septiembre se le echaría encima sin que se diera cuenta, seguro. Necesitaba contratar un servicio de cáterin, y probablemente sería una buena idea solicitar donativos para las cestas de regalo. Lynn tenía que matricularse en las clases de preparación para las pruebas de acceso a la universidad, y no podía recordar si ya habían pagado la reserva de la habitación de Jared en la residencia universitaria. Annette regresaría del campamento a finales de semana, y probablemente querría algo especial para cenar.

Hacer planes, olvidarse del fin de semana, regresar a la vida real. Como el agua en la ducha, que había borrado el rastro en su piel del aroma de Dawson, aquello le parecía una especie de castigo.

Pero incluso cuando su mente empezó a calmarse, comprendió que todavía no estaba lista para hablar con su madre. Se sentó en la cama. Los rayos del sol se filtraban suavemente por la ventana e iluminaban la estancia. Recordó el aspecto de Dawson allí de pie, inmóvil, en la explanada. La imagen era tan vívida como si la estuviera viendo en esos precisos momentos. A pesar de sí misma —a pesar de todo—, supo que había tomado la decisión equivocada. Todavía podía irse con Dawson, intentar que aquella relación funcionara, por más retos que encontraran en el camino. Con el tiempo, sus hijos la perdonarían; con el tiempo, ella se perdonaría a sí misma.

Pero se quedó paralizaba, incapaz de moverse.

—Te quiero —susurró en el silencio de la habitación, sintiendo cómo su futuro se desvanecía como los granos de arena en la playa, un futuro que había parecido casi como un sueño.

16

D
e pie, junto a la ventana de la cocina de su rancho, Marilyn Bonner contemplaba abstraídamente cómo los trabajadores ajustaban el sistema de riego en el campo de cultivo más cercano. A pesar del chaparrón del día anterior, era necesario regar los árboles, y ella sabía que sus hombres se pasarían prácticamente todo el día ahí fuera, trabajando, aunque fuera fin de semana. Había llegado a la conclusión de que los campos de cultivo eran como un niño mimado: siempre necesitaban un poco de atención, de cuidado, y nunca quedaban satisfechos.

Pero el verdadero núcleo del negocio no lo constituían los campos, sino la pequeña planta aledaña donde embotellaban las conservas y las mermeladas. Durante la semana, había una docena de personas en la planta, pero los fines de semana estaba vacía. Cuando la construyó, recordó oír que la gente del pueblo murmuraba que de ninguna manera ese negocio podría soportar el coste de la instalación. Quizás había sido cierto al principio, pero, poco a poco, los rumores se fueron acallando. No se había hecho rica con la producción de mermeladas, pero sabía que el negocio era lo bastante rentable como para poder traspasarlo a sus hijos y permitir que ambos vivieran cómodamente. Al fin y al cabo, eso era lo que Marilyn quería de verdad.

Todavía iba vestida con la misma ropa que se había puesto para ir a misa y luego al cementerio. Solía cambiarse en cuanto regresaba a casa, pero ese día no parecía capaz de aunar la energía necesaria. Tampoco tenía apetito, y eso también era inusual. Se podía pensar que estaba incubando un resfriado, pero Marilyn sabía perfectamente el motivo de su preocupación.

Dio la espalda a la ventana y se dedicó a inspeccionar la cocina. La había renovado unos años antes, junto con los cuartos de baño y prácticamente el resto de la planta baja. De repente pensó que por fin se sentía como en casa en el viejo rancho —o, por lo menos, como en la casa que siempre había querido—. Hasta la renovación, había tenido la impresión de que seguía viviendo en la casa de sus padres, una sensación que la incomodaba con el paso de los años. Había muchas cosas con las que no se había sentido cómoda a lo largo de su vida adulta, pero, por más duros que hubieran sido esos años, había aprendido de las experiencias. A pesar de todo, se arrepentía de menos cosas de las que la gente pudiera imaginar.

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