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Authors: Nicholas Sparks

Tags: #Romántico

Lo mejor de mi (38 page)

BOOK: Lo mejor de mi
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En otras palabras, había muy pocas posibilidades en ambos sentidos.

«No estoy seguro de cuánto tiempo aguantará.»

De vuelta a la sala de espera, Frank parecía tan aturdido como ella. La rabia de Amanda y el sentimiento de culpa de Frank formaban un muro impenetrable entre ellos. Una hora más tarde, una enfermera pasó para informarles sobre la evolución y les dijo que, de momento, la condición de Jared se había estabilizado: podían pasar a verlo por la UCI si querían.

«Estabilizado. De momento.»

Amanda y Frank permanecieron de pie junto a la cama de Jared. Ella podía ver al niño que había sido y al joven hombre en el que se había convertido, pero apenas podía conciliar aquellas imágenes con la figura inconsciente postrada en la cama. Su padre le pidió perdón entre susurros, suplicando a Jared que resistiera; sus palabras activaron un cúmulo de rabia e incredulidad en Amanda que se esforzó por controlar.

Frank parecía haber envejecido diez años desde la noche anterior; despeinado y abatido, era la viva imagen de la desdicha, pero Amanda no sentía ni la más mínima compasión por el sentimiento de culpa que embargaba a su marido.

Perdida en los rítmicos pitidos digitales de los monitores, deslizó los dedos por el pelo de Jared. Las enfermeras atendían a otros pacientes de la UCI, vigilando las sondas y los catéteres, ajustando los niveles de suero como si fueran las actividades más naturales del mundo, las rutinas de un día normal y corriente en la vida de un hospital con mucho trajín. Sin embargo, no había nada de normal en aquellas tareas. Eran el final de la vida como era antes para ella y su familia.

El Comité de Trasplantes estaba a punto de reunirse. No existía ningún precedente para que decidieran añadir a un paciente como Jared a la lista de espera. Si decían que no, su hijo moriría.

Lynn apareció en el hospital con Annette, que se aferraba a su mono, su peluche favorito. Las enfermeras habían hecho una rara excepción y habían permitido que los dos menores entraran en la UCI para ver a su hermano. Lynn se quedó blanca como el papel y besó a Jared en la mejilla. Annette depositó el mono de peluche junto a su hermano, en la cama del hospital.

En una sala de conferencias, varios pisos más arriba de la UCI, el Comité de Trasplantes acababa de reunirse para realizar una votación de emergencia. El doctor Mills presentó el caso, el perfil de Jared y la urgencia de la situación.

—Según el informe, el paciente sufre insuficiencia cardiaca congestiva —describió uno de los miembros del comité, mientras releía el informe que tenía delante, con el ceño fruncido.

El doctor Mills asintió.

—Tal y como he detallado en el informe, el infarto ha dañado gravemente el ventrículo derecho del paciente.

—Un infarto que lo más probable es que haya sido provocado por una herida causada en el accidente de tráfico —matizó el otro hombre—. Como política general, no se trasplantan corazones a víctimas de accidentes.

—Solo porque, por lo general, no viven lo bastante para beneficiarse del trasplante —puntualizó el doctor Mills—. Este paciente, sin embargo, ha sobrevivido. Es un joven que goza de buena salud y con unas excelentes expectativas. Desconocemos el motivo del infarto, y la insuficiencia cardiaca congestiva responde a los criterios para optar a un trasplante. —Apartó la carpeta que contenía el informe a un lado y se inclinó hacia delante para mirar fijamente a cada uno de sus compañeros—. Sin un trasplante, dudo que este paciente sobreviva otras veinticuatro horas. Necesitamos agregarlo a la lista. —De su voz se desprendía una nota de súplica—. Es muy joven. Tenemos que darle la oportunidad de vivir.

Varios miembros del comité intercambiaron miradas llenas de escepticismo. El doctor Mills podía leerles el pensamiento: el caso no solo carecía de precedentes, sino que, además, la franja de tiempo era demasiado corta. Las probabilidades de encontrar un donante en menos de veinticuatro horas eran casi inexistentes, lo que quería decir que el paciente moriría de todos modos, fuese cual fuese la decisión del comité. Lo que ninguno se atrevió a expresar en voz alta fue un cálculo aún más frío, el del dinero. Si añadían a Jared a la lista, el paciente contaría como un éxito o como un fracaso en el programa de trasplantes, y un mayor número de éxitos significaba una mejor reputación para el hospital, significaba fondos adicionales para investigación y operaciones, significaba más dinero para trasplantes en el futuro. En líneas generales, implicaba que podrían salvar más vidas a largo plazo, aunque eso supusiera tener que sacrificar una vida en aquel momento.

Sin embargo, el doctor Mills conocía bien a sus compañeros de fatigas: estaba seguro de que ellos también comprendían que cada paciente y cada serie de circunstancias eran singulares, que comprendían que los números no siempre retrataban fielmente la realidad. Sus compañeros eran de esa clase de profesionales que a veces asumían riesgos para ayudar a un paciente que precisaba ayuda inmediata. El doctor Mills estaba seguro de que, a la mayoría de ellos, ese era el motivo que los había empujado a ser médicos, igual que a él. Querían salvar a personas, y aquel día decidieron intentarlo otra vez.

Al final, la decisión del Comité de Trasplantes fue unánime. Al cabo de menos de una hora, Jared fue agregado a la categoría de pacientes en estado 1-A, que le asignaba la máxima prioridad…, si aparecía milagrosamente un donante, claro.

Cuando el doctor Mills les anunció la decisión del comité, Amanda no pudo contenerse y lo abrazó efusivamente.

—Gracias —suspiró aliviada—. Gracias.

No podía dejar de repetir esa palabra. Estaba demasiado asustada como para decir algo más, para expresar en voz alta su esperanza de que apareciera por milagro un donante.

Cuando Evelyn entró en la sala de espera, un solo vistazo a la familia completamente desolada le bastó para comprender que alguien debía asumir el control de la situación y encargarse de ellos, una persona que fuera capaz de infundirles ánimos sin desmoronarse.

Abrazó a cada uno de ellos, pero a Amanda le dedicó el abrazo más largo. Retrocedió para inspeccionar al grupo y preguntó:

—Veamos, ¿quién necesita comer algo?

Evelyn se llevó a Lynn y a Annette a la cafetería, y dejó a Amanda y a Frank solos. Ella había perdido el apetito, y le daba igual si su marido tenía hambre o no. Lo único que podía hacer era pensar en Jared.

Y esperar.

Y rezar.

Cuando una de las enfermeras de la UCI pasó por la sala de espera, Amanda corrió tras ella y la detuvo en mitad del pasillo. Con voz temblorosa, formuló la pregunta obvia.

—No —contestó la enfermera—. Lo siento. De momento, no hay noticias acerca de un posible donante.

Todavía de pie, en medio del pasillo, Amanda se cubrió la cara con ambas manos.

Sin que se hubiera dado cuenta, Frank había salido de la sala de espera y se había apresurado a colocarse a su lado mientras la enfermera se alejaba.

—Encontrarán un donante —dijo.

Ella dio un respingo y se apartó cuando su marido intentó tocarla.

—Lo encontrarán —repitió él con voz firme.

Ella lo acribilló con una mirada llena de reproche.

—De todas las personas de este mundo, tú eres la menos indicada para prometer tal cosa.

—Lo sé, pero…

—¡Entonces cállate! ¡No hagas promesas que no tienen sentido!

Frank se tocó el puente hinchado de la nariz.

—Solo intentaba…

—¿Qué? —lo interrumpió ella—. ¿Animarme? ¡Mi hijo se está muriendo! —Su voz resonó en las paredes recubiertas de baldosas; varias personas se volvieron hacia ellos para observarlos.

—También es mi hijo —la corrigió Frank, sin alzar el tono.

La ira de Amanda, durante tanto tiempo reprimida, explotó de repente con la fuerza de un volcán.

—Entonces, ¿por qué le pediste que fuera a buscarte? —gritó sulfurada—. ¿Porque estabas tan borracho que ni siquiera podías conducir?

—Amanda…

—¡Tú y solo tú tienes la culpa de lo que ha pasado! —gritó fuera de sí. A lo largo del pasillo, los pacientes asomaron las cabezas por las puertas abiertas; las enfermeras se quedaron paralizadas a mitad de camino—. ¡Jared no debería haber estado en el coche! ¡No había ninguna razón para que estuviera en ese cruce! ¡Pero tú estabas tan borracho que alguien tenía que ocuparse de ti! ¡Otra vez! ¡Igual que siempre!

—Fue un accidente. —Frank intentó defenderse.

—¡No es verdad! ¿Es que no lo entiendes? ¡Tú compraste la cerveza, tú te la bebiste, tú provocaste el desenlace! ¡Tú metiste a Jared en el camino del otro coche!

Amanda resollaba, sin prestar atención a las personas que se habían congregado en el pasillo.

—Te pedí que dejaras de beber —siseó—. Te supliqué que lo dejaras. Pero no lo hiciste. Nunca te ha importado lo que quería ni lo que era mejor para nuestros hijos. Solo pensabas en ti y en lo mucho que te afectó la muerte de Bea. Pues, ¿sabes qué?, ¡yo también me quedé devastada! Yo fui quien la trajo al mundo. Fui yo quien la cuidaba y la alimentaba y le cambiaba los pañales mientras tú estabas trabajando. Fui yo la que estuvo siempre a su lado, durante toda su enfermedad. ¡Yo! ¡No tú! ¡Yo! —Se propinó unos golpes en el pecho con el dedo—. Pero en cambio fuiste tú quien no pudo soportarlo, ¿y sabes qué pasó? Que acabé por perder al marido con el que me casé y a mi pequeña. Sin embargo, incluso entonces conseguí seguir adelante y pensar en el bien de la familia.

Amanda le dio la espalda. Su cara se había arrugado con una fea mueca de amargura.

—Mi hijo está en la UCI y se debate entre la vida y la muerte porque nunca tuve el coraje suficiente de abandonarte. Pero eso es lo que debería haber hecho hace mucho tiempo.

A mitad del arrebato, Frank había bajado la vista y la había clavado en el suelo. Con una sensación de absoluto vacío, Amanda empezó a caminar por el pasillo, alejándose de él.

Se detuvo un momento, se dio la vuelta y añadió:

—Sé que fue un accidente. Sé que lo sientes. Pero no basta con sentirlo. Si no fuera por ti, Jared no estaría aquí. Los dos lo sabemos.

Sus últimas palabras resonaron en el ala del hospital como un reto. Esperó a que él la replicara, pero Frank no dijo nada. Amanda finalmente se alejó.

Cuando se les permitió a los miembros de la familia entrar de nuevo en la UCI, Amanda y sus dos hijas hicieron turnos para quedarse con Jared. Ella se quedó casi una hora. Tan pronto como llegó Frank, se marchó. Evelyn fue la siguiente que entró a ver a Jared, pero solo permaneció en la habitación unos minutos.

Después de que Evelyn se hiciera cargo del resto de la familia, Amanda regresó junto a Jared y se quedó allí hasta que las enfermeras cambiaron de turno.

Todavía no había noticias sobre un posible donante.

Llegó la hora de la cena, y luego el tiempo siguió pasando. Al cabo, Evelyn apareció e insistió en que Amanda saliera de la UCI y la condujo a regañadientes hasta la cafetería. A pesar de que su hija sentía náuseas solo con pensar en probar bocado, su madre supervisó personalmente cómo se comía un bocadillo en silencio. Ingirió cada insulso mordisco con un esfuerzo mecánico, hasta que finalmente engulló el último trozo e hizo una bola con el papel de celofán.

Acto seguido, se puso de pie y volvió a la UCI.

Hacia las ocho de la tarde, cuando acababan oficialmente las horas de visita, Evelyn decidió que lo mejor para las niñas era que se marcharan a casa. Frank convino en acompañarlas. El doctor Mills volvió a hacer una excepción con Amanda y permitió que se quedara en la UCI.

La actividad frenética del hospital se calmó al atardecer. Amanda continuó sentada sin moverse junto a la cama de Jared. Medio aturdida, se fijó en la rotación de enfermeras, incapaz de recordar sus nombres tan pronto como abandonaban la habitación. Amanda suplicó a Dios una y otra vez que salvara a su hijo, del mismo modo que había suplicado para que salvara a Bea.

Esta vez, su única esperanza era que Dios la escuchara.

Pasada la medianoche, el doctor Mills entró en la habitación.

—Debería irse a casa y descansar un rato —sugirió—. La llamaré tan pronto como haya alguna novedad, se lo prometo.

Amanda se negó a soltar la mano de Jared. Alzó la barbilla con un obcecado gesto desafiante y dijo:

—No pienso dejarlo solo.

Eran casi las tres de la madrugada cuando el doctor Mills regresó a la UCI. Por entonces, Amanda se sentía demasiado cansada como para ponerse de pie.

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