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Authors: Nicholas Sparks

Tags: #Romántico

Lo mejor de mi (34 page)

BOOK: Lo mejor de mi
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Sin embargo, él permanecía inmóvil en su sitio, inmune al choque de las olas y a los cascotes que salían despedidos y que giraban en torno a él como por arte de magia. Más adelante, cerca de la grúa, vio un hombre que emergía en medio de una tupida nube de humo, pero, al igual que Dawson, el desconocido también parecía inmune a la apocalíptica escena. Por un instante, el humo pareció envolverlo antes de evaporarse como si, de repente, alguien acabara de correr una cortina. Dawson contuvo la respiración mientras vislumbraba al hombre del pelo negro y la cazadora azul.

El desconocido dejó de moverse; sus rasgos eran indistintos a través de la resplandeciente distancia. Dawson quería llamar su atención, pero no lograba articular ningún sonido; quería acercarse más, pero sus pies parecían pegados al suelo con cola. En vez de eso, simplemente se quedaron allí, mirándose el uno al otro sobre la cubierta de la plataforma; a pesar de la distancia, Dawson pensó que empezaba a reconocer al individuo.

En ese preciso instante se despertó. Desconcertado, miró a un lado y a otro, mientras notaba la adrenalina disparada por todo su cuerpo. Estaba en el hotel de New Bern, al lado del río. Sabía que solo había sido un sueño, pero sintió un desapacible escalofrío. Se sentó en la cama y apoyó los pies en el suelo.

El reloj indicaba que había dormido algo más de una hora. Fuera, el sol ya casi se había puesto y los colores de la habitación del hotel se habían apagado.

«Como en un sueño…»

Se levantó, miró a su alrededor y vio el billetero y las llaves del coche cerca del televisor. La imagen de los dos objetos le recordó algo más. Atravesó la habitación con resolución y hundió las manos en los bolsillos del traje. Volvió a examinarlos para asegurarse de que no se equivocaba; entonces, rápidamente buscó en la bolsa de lona. Al final, cogió el billetero, las llaves y bajó corriendo las escaleras del hotel en dirección al aparcamiento.

Examinó metódicamente todos los rincones del coche de alquiler, la guantera, el maletero, entre los asientos, el suelo. Pero ya había empezado a recordar lo que había pasado el día anterior.

Había depositado la carta de Tuck sobre el banco de trabajo después de leerla. Entonces, la madre de Amanda había pasado delante de él y Dawson había centrado toda su atención en Amanda, que seguía sentada en el porche. Se había olvidado de la carta.

Seguramente, todavía estaría en el banco de trabajo. Podía dejarla allí, por supuesto…, pero era la última carta que Tuck le había escrito, su regalo final. Tenía que llevársela a casa.

Sabía que Ted y Abee estarían rastreando el pueblo para encontrarlo, pero, a pesar de ello, no pudo reprimir el impulso de coger el coche para regresar a Oriental. Al cabo de cuarenta minutos estaría en el pueblo.

Después de inspirar hondo para calmarse, Alan Bonner entró en el Tidewater. Había menos gente de la que esperaba: un par de tipos apoyados en la barra del bar y un grupito al final del local, jugando al billar. Solo había una mesa ocupada por una pareja que ya estaba contando las monedas para pagar las consumiciones y que parecía a punto de marcharse. Nada que ver con el sábado por la noche, o incluso con el viernes por la noche. Con la música que sonaba en la gramola y el televisor cerca de la caja registradora, el lugar ofrecía un ambiente íntimo, acogedor.

Candy estaba limpiando la barra. Le sonrió antes de saludarlo con la gamuza. Iba vestida con unos pantalones vaqueros y una camiseta, llevaba la melena atada en una cola de caballo. No lucía su típico aspecto de muñequita, pero continuaba siendo más bonita que ninguna otra chica del pueblo. Las mariposas en su estómago empezaron a revolotear mientras se preguntaba si ella accedería a cenar con él.

Alan se mantuvo inmóvil, mientras pensaba: «No hay excusa que valga». Tomaría asiento en uno de los taburetes de la barra y, con absoluta naturalidad, gradualmente conduciría la conversación hasta el punto donde le pediría para salir una noche. Se recordó que ella había estado flirteando con él y, aunque eso lo hiciera con todos, Alan estaba seguro de que con él había sido algo más que eso. Era indiscutible. Lo sabía. Después de respirar hondo, se dirigió hacia la barra.

Amanda irrumpió en Urgencias de la Clínica Universitaria de Duke y escrutó con cara angustiada la multitud de pacientes y familias. Había probado varias veces más a contactar con Jared y Frank, pero ninguno de los dos había contestado. Al final, había llamado a Lynn con frenética desesperación. Su hija todavía estaba en el lago Norman, a unas pocas horas de allí. La chica se había derrumbado al enterarse de la noticia; prometió que llegaría tan pronto como pudiera.

De pie, junto a la puerta, Amanda seguía examinando la sala, con la esperanza de encontrar a Jared. Rezó por que sus temores hubieran sido infundados. Entonces, para su desconcierto, vio a Frank en la otra punta de la sala. Él se puso de pie y empezó a andar hacia ella, con un aspecto menos espantoso del que Amanda había esperado. Ella miró por encima del hombro de su marido, intentando localizar a su hijo. Pero Jared no estaba allí.

—¿Dónde está Jared? —quiso saber, cuando Frank llegó a su lado—. ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? ¿Qué pasa?

Amanda todavía estaba acribillándolo a preguntas cuando Frank la tomó del brazo y la guio hasta el exterior.

—Han ingresado a Jared —declaró. A pesar de las horas que habían transcurrido desde que había estado en el club, todavía se le trababa la lengua al hablar. Podía ver que estaba intentando mostrarse sobrio, pero el ácido olor del alcohol saturaba su aliento y su sudor—. No sé qué pasa. Nadie parece saber nada. Pero la enfermera ha dicho algo acerca de un cardiólogo.

Aquellas palabras solo consiguieron aumentar su ansiedad.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—No lo sé.

—¿Se pondrá bien?

—Parecía estar bien cuando hemos llegado al hospital.

—Entonces, ¿por qué lo está examinando un cardiólogo?

—¡No lo sé!

—¡Me ha dicho que estabas cubierto de sangre!

Frank se palpó el tabique nasal hinchado, donde tenía un pequeño corte rodeado por un morado en forma de media luna.

—Me he dado un buen golpe en la nariz, pero han conseguido cortar la hemorragia. No es nada; me recuperaré.

—¿Por qué no contestabas al teléfono? ¡Te he llamado cien veces!

—Mi teléfono aún está en el coche…

Amanda había dejado de escuchar, mientras empezaba a asimilar todo lo que había dicho Frank. Habían ingresado a Jared. Su hijo era el que estaba herido. Su hijo, no su esposo. Jared, su hijo mayor…

Amanda se sentía como si acabaran de propinarle un fuerte puñetazo en la boca del estómago. De repente, se dio cuenta de que no soportaba la presencia de Frank. Se apartó de él y se dirigió hacia la enfermera que estaba detrás del mostrador de admisiones. Procurando controlar su creciente histeria, exigió saber qué le pasaba a su hijo.

La enfermera le dio unas pocas respuestas, una repetición de lo que ya le había dicho Frank. «Frank borracho», volvió a pensar, incapaz de contener la emergente marea de rabia. Propinó un fuerte golpe con ambas manos sobre el mostrador. Todos los que se hallaban en la sala se volvieron hacia ella.

—¡Necesito saber qué le pasa a mi hijo! —gritó sulfurada—. ¡Quiero respuestas! ¡Ahora!

«Problemas con el coche», pensó Abee. Eso era lo que no le cuadraba de su conversación con Candy. Porque, si su coche se había averiado, entonces, ¿cómo había ido hasta el Tidewater? ¿Y por qué no le había pedido que la llevara al trabajo, o que la acompañara después a casa?

¿Acaso alguien la había llevado hasta allí? ¿Quizás el payaso del viernes por la noche?

Ella no habría sido tan estúpida. Por supuesto, podía llamarla para averiguarlo, pero había otra forma más efectiva de averiguar la verdad. El bar Irvin no quedaba muy lejos de la casita donde vivía Candy, así que quizá se pasaría por allí a ver si el coche estaba aparcado en la puerta. Porque, si estaba allí, eso quería decir que alguien la había llevado y, en ese caso, era evidente que tenían que hablar seriamente sobre su comportamiento.

Lanzó unos billetes sobre la mesa e hizo un gesto a Ted para que lo siguiera. Su hermano no había hablado demasiado durante la comida, pero tenía la impresión de que estaba un poco mejor, a pesar de su escaso apetito.

—¿Adónde vamos? —preguntó Ted.

—Quiero confirmar una cosa —contestó Abee.

La casa de Candy quedaba a pocos minutos de allí, al final de una calle escasamente poblada. Vivía en un desvencijado bungaló, revestido de planchas de aluminio y cercado por unos arbustos muy altos. No era gran cosa, pero a ella no parecía importarle, y tampoco se había preocupado de darle un aire más hogareño.

Abee detuvo la furgoneta justo al lado de la casa: el coche de Candy no estaba. Pensó que quizás al final había conseguido repararlo, pero, mientras permanecía sentado en el vehículo, se dio cuenta de que allí había algo extraño. Faltaba algo, por decirlo de algún modo. Necesitó unos minutos para descubrir de qué se trataba.

La estatuilla de Buda, la que Candy tenía en la ventana principal, que quedaba enmarcada por un agujero entre los arbustos. Su amuleto de la suerte, como ella lo llamaba… Y no había ninguna razón para quitarlo de ahí. A menos que…

Abrió la puerta de la furgoneta y se apeó. Cuando Ted lo miró con curiosidad, él sacudió la cabeza y dijo:

—Volveré dentro de un minuto.

Abee se abrió paso entre la barrera de arbustos y se dirigió hacia el porche. Echó un vistazo a través de la ventana principal y constató que la estatuilla había desaparecido. No detectó ningún otro cambio en el interior del pequeño comedor, pero, claro, eso no significaba mucho, ya que sabía que Candy había alquilado la casa amueblada. Pero el buda que faltaba le preocupaba.

Rodeó la casa e inspeccionó el interior a través de las ventanas, aunque las cortinas le bloqueaban casi toda la vista. Imposible llegar a ninguna conclusión.

Al final, cansado de sus esfuerzos, decidió derribar la puerta trasera de una patada, igual que Ted había hecho en casa de Tuck.

Entró, preguntándose qué diantre tramaba Candy.

Tal y como había estado haciendo cada quince minutos desde que había llegado, Amanda se acercó al mostrador de las enfermeras para preguntar si tenían más información. La enfermera se armó de paciencia y le contestó que ya le había dado toda la información de la que disponía: habían ingresado a Jared; en esos momentos, lo estaba examinando un cardiólogo, y el médico sabía que ellos estaban ahí fuera esperando. Tan pronto como supiera algo más, Amanda sería la primera persona en enterarse. Había una nota de compasión en su voz. Ella asintió con la cabeza en señal de agradecimiento antes de dar media vuelta.

Todavía no podía entender qué hacía allí o cómo era posible que aquello hubiera sucedido. Aunque Frank y la enfermera habían intentado explicárselo, sus palabras no significaban nada en aquel preciso momento. Amanda no quería que Frank o la enfermera le contaran lo que pasaba, quería hablar con Jared. Necesitaba ver a su hijo, necesitaba escuchar su voz para saber que estaba bien. Cuando Frank intentó emplazar una mano en su espalda para consolarla, ella se apartó como si la hubieran escaldado.

Porque era evidente que Jared estaba allí por culpa de Frank. Si su marido no hubiera empinado el codo, su hijo se habría quedado en casa, o habría salido con una chica, o estaría en casa de algún amigo. Jared nunca se habría aproximado a aquel cruce, nunca habría acabado en el hospital. Él solo intentaba ayudar. Él era el que se había comportado como un adulto responsable.

Pero Frank…

No soportaba mirarlo a la cara. A duras penas lograba contenerse para no insultarlo a gritos.

El reloj en la pared parecía marcar el tiempo a cámara lenta.

Por fin, después de una eternidad, Amanda oyó que se abría la puerta que conducía hasta las salas de los pacientes. Se volvió para mirar al médico, que emergió con su uniforme verde. Observó que se acercaba a la enfermera de servicio, quien asintió y señaló con la cabeza hacia ella. Amanda se quedó paralizada, con el corazón a mil mientras el médico se le acercaba. Escrutó su cara en busca de alguna pista de lo que le iba a decir. Su expresión no indicaba nada.

Amanda se puso de pie. Frank la imitó.

—Soy el doctor Mills —se presentó, y les hizo una señal para que lo siguieran a través de unas puertas dobles que conducían a otro pasillo.

Cuando estas se cerraron detrás de ellos, el médico se volvió para mirarlos. A pesar de sus canas, Amanda estaba segura de que era probablemente más joven que ella.

Quizás habría sido necesario mantener más de una conversación para comprender por completo lo que el médico les estaba diciendo, pero por lo menos Amanda entendió que Jared, que de entrada parecía estar bien, había sufrido un fuerte impacto en el pecho contra la puerta del coche. El médico de Urgencias había detectado un soplo en el corazón provocado por el traumatismo: lo habían ingresado para evaluar su estado. Durante aquellas horas, la condición de Jared se había deteriorado rápida y significativamente. El médico continuó la explicación con palabras como «cianosis» y les dijo que le habían insertado un marcapasos transvenoso, pero que la capacidad cardiaca de Jared continuaba disminuyendo. Sospechaba que se trataba de una rotura traumática de la válvula tricúspide y que su hijo necesitaba ser operado urgentemente para que pudieran reemplazarle la válvula. Les explicó que a Jared ya se le había aplicado un baipás, pero que necesitaban el permiso de los padres para realizar la intervención quirúrgica en el corazón. El doctor Mills les dijo sin rodeos que, si no lo operaban, su hijo moriría.

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