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Authors: Nicholas Sparks

Tags: #Romántico

Lo mejor de mi (36 page)

BOOK: Lo mejor de mi
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Cruzó la carretera y pisó el estrecho arcén de gravilla.

El desconocido no se movió.

Se aventuró a dar unos pasos más hacia el prado de hierba. La figura siguió completamente inmóvil.

Dawson mantenía la vista fija en él mientras acortaba la distancia lentamente. Cinco pasos. Diez. Quince. Si hubiera sido de día, sabía que habría podido ver al hombre con absoluta claridad. Habría sido capaz de distinguir perfectamente los rasgos de su cara; pero en la oscuridad, los detalles permanecían difusos.

Ya estaba más cerca. Avanzaba con una sensación de absoluta desconfianza. Nunca había estado tan cerca de la figura fantasmal, tan cerca que incluso podría alcanzarlo con un leve impulso.

Continuó observándolo, debatiéndose entre si echar a correr hacia él o no. Pero el desconocido pareció leerle la mente, ya que retrocedió unos pasos.

Dawson se detuvo. La figura lo imitó.

Él dio un paso hacia delante y observó cómo el desconocido daba un paso hacia atrás. Dio dos pasos rápidos. El hombre del cabello negro imitó sus movimientos con la precisión del reflejo en un espejo. Dawson aligeró la marcha, pero la distancia entre ellos permanecía inquietantemente constante, mientras la cazadora aleteaba como si intentara provocarlo.

Aceleró, pero el desconocido se volvió y cambió de dirección. Ya no se alejaba de la carretera, sino que había empezado a correr en paralelo a ella. Dawson lo siguió de cerca. Se dirigían hacia Oriental, hacia el edificio robusto junto a la curva.

La curva…

Dawson no conseguía acortar la distancia, pero el hombre del cabello negro tampoco se alejaba. Dejó de cambiar de dirección. Entonces tuvo la impresión de que el hombre lo estaba guiando hacia un lugar en concreto. Había algo desconcertante en aquello, pero, obcecado como estaba en su persecución, no tenía tiempo de perderse en tales consideraciones.

La bota de Ted le presionaba la cara con fuerza. Alan podía notar sus orejas aplastadas en ambas direcciones y el tacón de la bota clavándose dolorosamente en su mandíbula. La pistola que apuntaba hacia su cabeza parecía enorme y eclipsaba el resto de su visión; de repente, sintió una flojedad en el bajo vientre.

«Voy a morir», pensó.

—Sé que lo has visto todo —dijo Ted, moviendo un poco la pistola pero sin dejar de apuntar a su objetivo—. Si dejo que te pongas de pie, no intentarás salir corriendo, ¿verdad?

Alan intentó tragar saliva, pero su garganta parecía haberse obturado.

—No —acertó a decir, con un hilo de voz.

Ted aplicó aún más fuerza sobre la bota. El dolor era intenso y Alan soltó un alarido de agonía. Notaba las dos orejas ardiendo, como si se las hubieran planchado hasta quedar como dos finos discos de papel. Con gran esfuerzo, mientras miraba de reojo a Ted y le pedía clemencia, se fijó en que el hombre llevaba el otro brazo escayolado y que su cara estaba negra y morada. A pesar de lo comprometido de la situación, se preguntó qué le debía de haber pasado.

Ted retrocedió un paso.

—¡Levántate! —le ordenó.

Alan forcejeó para desenredar la pierna de la silla y se puso de pie despacio, con dificultades por el fuerte tirón que sentía en la pantorrilla. La puerta abierta quedaba a unos pocos metros de distancia.

—Ni se te ocurra —lo amenazó Ted. Acto seguido, señaló hacia la barra—. ¡Andando!

Alan regresó hacia la barra, cojeando. Abee todavía seguía pegado a la puerta del despacho, maldiciendo a Candy a viva voz y arremetiendo contra la puerta. Al cabo, se volvió hacia ellos.

Abee ladeó la cabeza hacia un lado. Sus ojos enloquecidos se llenaron de desprecio y de furia. Alan volvió a notar la misma flojedad en el bajo vientre.

—¡Tengo a tu novio aquí fuera! —rugió Abee.

—¡No es mi novio! —gritó Candy, pero el sonido quedó amortiguado—. ¡Estoy llamando a la policía!

Pero en ese mismo momento, Abee ya recorría la barra con paso decidido hacia Alan. Ted seguía apuntándolo con la pistola.

—Creíais que os podíais fugar juntos, ¿eh? —bramó Abee.

Alan abrió la boca para contestar, pero el profundo terror le paralizaba la voz.

Abee se inclinó hacia delante y agarró uno de los tacos de billar que había en el suelo. Lo cogió con precisión por el mango, como un bateador de béisbol que se preparara para ir hacia la última base, con agresividad y fuera de control.

«Por Dios. No, por favor; no…»

—Creías que no os encontraría, ¿eh? Que no sabía lo que planeabais, ¿verdad? ¡Os vi juntos, el viernes por la noche!

Apenas a unos pocos pasos de distancia, Alan permanecía tieso e incapaz de moverse, como si tuviera los pies clavados en el suelo, mientras Abee echaba el taco hacia atrás. Ted retrocedió medio paso.

«Por Dios…»

Alan balbuceó asustado:

—No sé… de qué… estás hablando.

—¿No ha dejado el coche en tu casa? —bramó Abee—. ¿No es allí dónde está?

—¿Qué? Yo…

Abee le atizó en la cabeza con el taco, sin darle tiempo a acabar la frase. Alan empezó a ver lucecitas a su alrededor, hasta que, de pronto, todo volvió a quedarse negro.

Cayó al suelo mientras Abee volvía a darle otro bastonazo, y luego otro. Inútilmente, intentó protegerse, al tiempo que oía como crujían los huesos rotos de su brazo. Cuando el taco se partió por la mitad, Abee le propinó una fuerte patada en plena cara con la puntera de acero de su bota. Ted empezó a darle patadas en los riñones, soltando acalorados rugidos de exaltación.

Mientras Alan gritaba en agonía, la paliza comenzó en serio.

Dawson seguía corriendo a través del prado de hierba, acercándose poco a poco al feo y recio edificio. Vio unos pocos vehículos aparcados delante de la puerta. Por primera vez se fijó en un mortecino resplandor rojo encima de la entrada. Lentamente, empezaron a dirigirse en aquella dirección.

Mientras el desconocido del cabello negro corría sin ningún esfuerzo delante de él, Dawson sintió una desagradable sensación familiar. La relajada posición de los hombros, el ritmo constante de sus brazos, la alta cadencia de las piernas… Dawson había visto esos gestos antes, y no solo en el bosque aledaño a la casa de Tuck. Todavía no lograba situarlo, pero sabía que estaba a punto de hacerlo, como las burbujas que afloran a la superficie del agua. El hombre echó un vistazo por encima del hombro, como si comprendiera los pensamientos de Dawson. Entonces consiguió por primera vez distinguir los rasgos del desconocido. Entonces supo que había visto a ese hombre antes.

«Antes de la explosión.»

Dawson se tambaleó, pero, incluso cuando recobró la compostura, sintió un escalofrío en la espalda.

No era posible.

Habían pasado veinticuatro años. Desde entonces, había ido a la cárcel y lo habían soltado; había trabajado en plataformas petrolíferas en el golfo de México; había amado y había perdido, luego había vuelto a amar y había vuelto a perder, y el hombre que un día le dio cobijo había muerto de viejo. Pero el desconocido —porque era y siempre había sido un desconocido— no había envejecido. Tenía el mismo aspecto que la noche que había salido a correr después de atender a sus pacientes en la consulta, después de aquel día lluvioso. Era él. Lo estaba viendo con sus propios ojos: la misma cara sorprendida que Dawson había visto cuando se salió de la carretera. Llevaba el cargamento de ruedas que Tuck necesitaba, de vuelta a Oriental…

Dawson recordó también que el accidente había sucedido exactamente en aquel mismo lugar. Fue allí donde el doctor David Bonner, esposo y padre, había encontrado la muerte.

Resopló espantado y volvió a tambalearse levemente, pero el hombre parecía haberle leído los pensamientos. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sin sonreír, justo en el instante en que llegaba al aparcamiento de gravilla. Volvió la cara hacia delante y aceleró la marcha, en paralelo a la fachada principal del edificio. Dawson entró en el aparcamiento con paso inseguro, detrás de él; se sentía anegado de sudor. El desconocido —el doctor Bonner— se había detenido a escasos metros, junto a la entrada del edificio, bañado por la misteriosa luz roja del rótulo de neón.

Dawson se acercó, atento a los movimientos del doctor Bonner. En ese momento, el fantasma dio media la vuelta y entró en el edificio.

Él echó a correr. Al cabo de unos segundos, franqueó el umbral del bar escasamente iluminado, pero el doctor Bonner ya había desaparecido.

Dawson solo necesitó un instante para asimilar la escena: las mesas y sillas derribadas, los gritos y gemidos de una mujer a lo lejos, amortiguados por el volumen del televisor. Sus primos Ted y Abee se hallaban inclinados encima de alguien en el suelo, propinándole una paliza atroz, casi como si se tratara de un ritual, hasta que de repente se detuvieron para mirarlo. Dawson vio la figura ensangrentada extendida en el suelo y lo reconoció al instante.

«Alan.»

Había visto la cara del joven en innumerables fotos a lo largo de los años, pero se acababa de dar cuenta de que guardaba un increíble parecido con su padre, el hombre que llevaba viendo todos aquellos meses, el hombre que lo había guiado hasta allí.

Mientras asimilaba la información, todo se quedó inmóvil. Ted y Abee estaban paralizados, ninguno de los dos parecía dar crédito a que alguien —cualquiera— hubiera entrado en el bar. Sus respiraciones eran agitadas, mientras observaban a Dawson como un par de lobos a los que acabaran de interrumpir en medio de un festín.

«El doctor Bonner lo había salvado por un motivo.»

El pensamiento se materializó en su mente en el mismo instante en que los ojos de Ted centellearon peligrosamente. Su primo empezó a alzar la pistola, pero, cuando apretó el gatillo, Dawson ya se había escudado detrás de una mesa. De repente, acababa de comprender por qué el fantasma lo había guiado hasta allí; incluso era posible que ese hubiera sido su objetivo desde el principio.

Cada vez que resollaba, Alan sentía como si lo estuvieran apuñalando.

No podía moverse del suelo, pero a través de su visión borrosa consiguió comprender lo que sucedía.

Desde que el desconocido había entrado en el bar y había alargado la cabeza en todas direcciones como si persiguiera a alguien, Ted y Abee habían dejado de apalearlo y, por alguna razón, habían centrado toda su atención en el recién llegado. Alan no lo comprendía, pero, cuando oyó los disparos, se acurrucó hasta formar un ovillo y empezó a rezar. El desconocido se había parapetado detrás de unas mesas. Alan no podía verlo. Un montón de botellas de licor volaron por encima de su cabeza en dirección a Ted y Abee mientras las balas rebotaban en las paredes. Oyó que Abee rugía de rabia y también el zumbido de las astillas de madera de las sillas que volaban a su alrededor. Ted había desaparecido de su vista, pero podía oír las detonaciones de su pistola, con la que disparaba a quemarropa.

En cuanto a él, Alan estaba seguro de que se estaba muriendo.

Vio dos de sus dientes en el suelo; tenía la boca llena de sangre y notaba las costillas rotas por las patadas que le había dado Abee. Tenía los pantalones mojados, o bien porque se había orinado encima, o bien porque había empezado a sangrar debido a los puñetazos en el riñón.

A lo lejos oyó el sonido de las sirenas, pero, convencido como estaba de su inminente muerte, no pudo aunar energías para levantarse. Oyó el fuerte estruendo de las sillas y de las botellas rotas. Desde algún lugar lejano, oyó los gruñidos de Abee. Una botella de licor chocó contra algo sólido.

Los pies del desconocido pasaron velozmente por delante de él, en dirección a la barra. Inmediatamente después, oyó un disparo, que hizo añicos el espejo situado detrás. Alan permaneció inmóvil debajo de la lluvia de afilados trozos de cristal, que le provocaron cortes en la piel. Otro grito y más bronca. Abee empezó a lanzar unos desgarradores gemidos, que cesaron abruptamente con el sonido de algo que había golpeado el suelo con fuerza.

¿La cabeza de alguien?

Más gruñidos. Desde su punto aventajado en el suelo, vio a Ted tambalearse hacia atrás, y por muy poco no le pisó el pie a Alan. El tipo gritaba con furia mientras intentaba recuperar el equilibrio, pero a Alan le pareció detectar cierta alarma en su voz cuando otro disparo resonó en el pequeño local.

Entrecerró los ojos como un par de rendijas, luego volvió a abrirlos justo en el instante en que otra silla salía volando por los aires. Ted disparó de nuevo, esta vez hacia el techo, y el desconocido lo embistió con fuerza y lo estampó contra la pared. Una pistola rodó por el suelo mientras Ted salía disparado contra la pared.

El hombre atacaba a Ted mientras este intentaba escapar. Alan no podía moverse. Detrás de él, oyó el sonido de un puñetazo, una y otra vez… Oyó a Ted gritar. Los violentos puñetazos que estaba recibiendo en la barbilla hacían que el sonido se elevara y se atenuara con cada nuevo golpe. Entonces Alan solo oyó puñetazos. Ted se quedó en silencio. Oyó otro golpe, y otro, y otro, el último, con menos fuerza.

Todo quedó en silencio, salvo por el sonido de la agitada respiración de un hombre.

El aullido de las sirenas estaba más cerca, pero Alan, en el suelo, sabía que su rescate llegaba demasiado tarde.

«Me han matado», oyó en su cabeza, mientras la visión se tornaba negra por los extremos de su campo visual. Súbitamente, sintió que un brazo lo agarraba por la cintura y lo empezaba a levantar.

El dolor era insoportable. Gritó angustiado mientras notaba que alguien lo ayudaba a ponerse de pie, sosteniéndolo con un brazo firme. De forma milagrosa, Alan notó que sus piernas recuperaban la movilidad mientras el hombre lo llevaba —mitad a rastras y mitad a hombros— hacia la entrada. Podía ver la negra ventana del cielo allí delante; podía distinguir la puerta maltrecha a la que se acercaban.

Y a pesar de que no tenía ningún motivo para decirlo, balbuceó automáticamente, al tiempo que se combaba más hacia el desconocido:

—Me llamo Alan, Alan Bonner.

—Lo sé —respondió el hombre—. Mi objetivo es sacarte de aquí.

«Mi objetivo es sacarte de aquí.»

Apenas consciente, Ted no podía asimilar la situación del todo, pero, instintivamente, supo que estaba volviendo a suceder: Dawson se le escapaba otra vez.

La furia animal que lo poseía era volcánica, más poderosa que la propia muerte.

Consiguió abrir un ojo obstruido por la sangre reseca mientras Dawson se abría paso anadeando hacia la puerta, con el novio de Candy sobre los hombros. Ted examinó el suelo en busca de la Glock. Allí estaba; solo a escasos pasos, debajo de una mesa rota.

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