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Authors: Nicholas Sparks

Tags: #Romántico

Lo mejor de mi (35 page)

BOOK: Lo mejor de mi
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«Jared se moría.»

Amanda buscó apoyo en la pared para no caer al suelo mientras el médico la miraba primero a ella, luego a Frank, y de nuevo a ella.

—Necesito que firmen la autorización —repitió el doctor Mills.

En aquel instante, Amanda supo que él también había olido el alcohol en el aliento de Frank. Entonces empezó a odiar a su esposo, a odiarlo de verdad. Moviéndose como en un sueño, firmó con cuidado el formulario, con una mano que casi no parecía ser suya.

El doctor Mills los condujo hasta otra zona del hospital y los dejó en una sala vacía. Amanda tenía la mente en blanco a causa de la conmoción.

Jared necesitaba que lo operaran urgentemente o moriría.

No podía morir. Solo tenía diecinueve años. Tenía toda la vida por delante.

Amanda cerró los ojos y se hundió en la silla, intentando sin éxito comprender el mundo que se desmoronaba a su alrededor.

Candy no necesitaba aquel numerito. Aquella noche no.

El tío joven en la punta de la barra, Alan, o Alvin, o como se llamara, respiraba con dificultad mientras seguramente se preparaba para invitarla a salir. Aún peor, el negocio iba tan mal aquella noche que era probable que no sacara lo bastante para llenar el depósito de gasolina. Fantástico, simplemente fantástico.

—¡Oye, Candy! —dijo de nuevo el tío joven, inclinándose sobre la barra como un perrito necesitado de caricias—. ¿Me sirves otra cerveza?

Ella esbozó una sonrisa forzada mientras ejercía presión con el abridor para quitar la tapa de una botella de cerveza y se acercaba a él. En el momento en que ya estaba casi en la punta de la barra, él le hizo una pregunta, pero, en aquel instante, unos faros iluminaron la puerta; eran, o bien de un coche que pasaba por delante, o bien de alguien que acababa de entrar en el aparcamiento. Candy clavó la vista en la puerta, inquieta.

Cuando nadie entró, soltó un suspiro de alivio.

—¿Candy?

Su voz la devolvió a la realidad. El chico se apartó su brillante cabello negro de la frente.

—Perdona, ¿qué decías?

—Te he preguntado qué tal va la noche.

—Fenomenal —contestó con un suspiro—. Simplemente, fenomenal.

Frank permanecía sentado en una silla frente a ella, todavía medio aturdido, con la mirada perdida. Amanda hacía todo lo posible por simular que no lo veía.

Aparte de eso, no podía concentrarse en nada excepto en el temor y en un sinfín de recuerdos de Jared. En el incómodo silencio de la sala, se condensaban mágicamente todos los años de la vida de su hijo. Amanda recordó lo pequeño que parecía cuando ella lo sostenía entre sus brazos durante sus primeras semanas de vida. Recordó cómo, en su primer día de guardería, lo había peinado y le había preparado un bocadillo, que luego había guardado en una pequeña fiambrera de plástico con una imagen de la película
Parque jurásico
. Recordó el estado de nerviosismo de su hijo antes del primer baile de fin de curso en secundaria; su manía de beber la leche directamente del envase de cartón, por más que ella insistiera en que no lo hiciera. De vez en cuando, los ruidos del hospital la apartaban de sus pensamientos, y entonces recordaba dónde estaba y por qué. Y después, los recuerdos volvían a ocupar su mente.

Antes de marcharse, el médico les había dicho que la intervención podría alargarse varias horas, incluso hasta la medianoche, pero Amanda se preguntó por qué nadie pasaba por la sala para ponerlos al corriente. Quería saber lo que pasaba. Quería que alguien se lo explicara de tal modo que fuera capaz de comprenderlo, pero lo que realmente quería era que alguien le dijera y le prometiera que su pequeño —aunque ya casi fuera un hombre— se iba a poner bien.

Abee estaba en la habitación de Candy, con los labios fruncidos en una fina línea mientras asimilaba lo que veía.

El armario estaba vacío; los cajones estaban vacíos; el maldito tocador estaba vacío.

Ahora entendía por qué Candy no había contestado al teléfono antes. Estaba ocupada haciendo las maletas. ¿Cómo era posible que, cuando finalmente había contestado, se hubiera olvidado de mencionar sus «insignificantes» planes de abandonar el pueblo?

Pero nadie abandonaba a Abee Cole. Nadie.

¿Y si pensaba largarse con su nuevo novio? ¿Y si planeaban fugarse juntos?

La idea bastó para que se ensañara con la puerta trasera hasta destrozarla por completo. Rodeó la casa y se apresuró a meterse en la furgoneta; tenía que ir al Tidewater sin perder ni un segundo.

Aquella noche, Candy y aquel payaso iban a aprender una lección. Los dos. Una de esas lecciones que no se olvidan en la vida.

20

E
ra noche cerrada. Dawson no recordaba muchas noches como aquella, sin luna, solo una interminable oscuridad sobre su cabeza, jalonada por el leve parpadeo de las estrellas.

Ya estaba cerca de Oriental y no podía zafarse de la impresión de que cometía un error al regresar. Tendría que atravesar el pueblo para llegar a la casa de Tuck y sabía que sus primos podrían estar al acecho en cualquier rincón.

A lo lejos, más allá de la curva donde su vida cambió para siempre, se fijó en el resplandor de las luces de Oriental, que se elevaba por encima de las copas de los árboles. Si iba a cambiar de opinión, necesitaba hacerlo en aquel preciso momento.

Inconscientemente, apartó el pie del pedal. Fue entonces, mientras el coche aminoraba la marcha, cuando tuvo la impresión de que alguien lo vigilaba.

Abee retorcía el volante con fuerza mientras la furgoneta rugía por las calles del pueblo y las ruedas chirriaban sobre el asfalto. Tomó una curva a la izquierda sin apenas frenar y se metió en el aparcamiento del Tidewater. La furgoneta culeó cuando frenó bruscamente para ocupar uno de los espacios vacíos. Por primera vez desde el desmantelamiento del Stingray, incluso Ted mostraba señales de vida. Dentro de la furgoneta, se palpaba la anticipación de la violencia.

Antes de que se hubieran detenido por completo, Abee saltó al suelo y Ted lo siguió. No podía quitarse de la cabeza que Candy le hubiera estado mintiendo. Era evidente que había estado planeando su fuga y que creía que él no lo había descubierto. Ya era hora de enseñarle quién marcaba las reglas en aquella relación. «Porque, para que lo sepas, Candy, no eres tú; de eso no te quepa la menor duda.»

Mientras se precipitaba hacia la puerta, se fijó en que el Mustang descapotable de Candy no estaba en el aparcamiento, lo que quería decir que probablemente había aparcado en otro sitio. En la casa de algún payaso, seguro, donde los dos se habían estado riendo de él a sus espaldas. Podía oír a Candy tronchándose de él. Se le encendió tanto la sangre que deseó derribar la puerta del local de una patada, apuntar con la pistola hacia la barra y disparar a bocajarro.

Pero no iba a hacerlo. Oh, no. Porque primero Candy tenía que comprender exactamente la situación; debía entender quién ponía las reglas.

A su lado, Ted caminaba con sorprendente firmeza, con visible excitación. Del interior llegaban las apagadas notas de música de la gramola, y el rótulo de neón con el nombre del bar iluminaba sus rostros con un resplandor rojizo.

Abee miró a Ted con decisión antes de alzar la pierna para propinar una patada a la puerta.

Dawson aminoró la marcha al mínimo, completamente alerta. A lo lejos, seguía viendo las luces de Oriental. De repente, lo embargó una impresión de
déjà vu
, como si ya supiera lo que iba a pasar, aunque no pudiera hacer nada por evitarlo, por más que quisiera.

Se inclinó sobre el volante. Si entrecerraba los ojos, podía distinguir el pequeño supermercado que había visto aquella mañana que había salido a correr. La torre de la primera iglesia bautista, iluminada con focos nocturnos, parecía planear por encima del centro del pueblo. Las lámparas halógenas de las calles lanzaban unos destellos misteriosos sobre el asfalto, resaltando la ruta que conducía hasta la casa de Tuck, como si se burlaran de él con la posibilidad de que quizá no lograra llegar hasta allí. Las estrellas que había visto antes habían desaparecido; el cielo sobre el pueblo era de un negro casi antinatural. Más arriba, hacia la derecha, emergió el edificio bajo y tosco que había reemplazado la arboleda original, casi exactamente en el centro de la curva, en la carretera a la salida del pueblo.

Dawson exploró el paisaje con atención, esperando… algo. Casi inmediatamente, se vio recompensado con un rápido movimiento cerca de la ventanilla del asiento del pasajero.

Él estaba allí, de pie, justo en la punta de la zona iluminada por los faros delanteros, en el prado que bordeaba la carretera. El hombre del cabello negro.

El fantasma.

Sucedió tan rápido que Alan no tuvo tiempo de asimilar lo que veía.

Allí estaba él, charlando con Candy —o, por lo menos, intentándolo—, mientras ella se disponía a servirle otra cerveza, cuando, de repente, la puerta del bar se abrió con tanta fuerza que se partió la bisagra superior.

Antes de que Alan pudiera parpadear, Candy ya había reaccionado. La expresión en su cara daba a entender que sabía lo que pasaba. La cerveza no llegó a su destino.

—¡Dios mío! —murmuró ella, antes de soltar la botella de golpe.

El envase se rompió en pedazos al estrellarse contra el suelo de hormigón, pero Candy ya había dado media vuelta y corría hacia la otra punta de la barra.

A su espalda, Alan oyó un rugido atronador que resonó contra las paredes.

—¡¡¡¿Quién diablos te has creído que eres?!!!

Alan se encogió en el taburete mientras Candy seguía corriendo hacia la otra punta de la barra, hacia el despacho del jefe. Él llevaba bastante tiempo frecuentando el Tidewater como para saber que el despacho del jefe tenía una puerta acorazada con cerradura de seguridad, porque allí era donde guardaban la caja fuerte.

Agazapado, Alan vio cómo Abee se lanzaba tras ella y pasaba por su lado sin reparar en su presencia, persiguiendo la rubia cola de caballo hacia la otra punta de la barra. También Abee sabía hacia dónde corría Candy.

—¡Oh, no! ¡Ni se te ocurra, mala puta!

Candy miró por encima del hombro, con ojos aterrorizados, antes de agarrar el batiente de la puerta del despacho. Con un grito, se catapultó a través de la abertura.

Cerró la puerta de golpe justo en el instante en que Abee plantaba una mano sobre la barra para saltar por encima. Las botellas vacías y vasos apilados en aquel rincón de la barra salieron volando. La caja registradora se estrelló contra el suelo, pero él consiguió su objetivo.

Casi.

Al otro lado de la barra, trastabilló y se dio de bruces contra el suelo de forma aparatosa, derribando las botellas de licor de la estantería que había debajo del espejo como si fueran bolos.

El estropicio no consiguió aplacarlo. Al cabo de unos segundos, se puso de pie y enfiló otra vez hacia la puerta del despacho. Alan vio que toda la escena se desarrollaba con una fascinante precisión violenta, surrealista. Pero entonces comprendió lo que realmente estaba sucediendo. El pánico se apoderó de él.

«Esto no es una película.»

Abee empezó a aporrear la puerta, embistiéndola con el peso de su cuerpo, mientras bramaba con la fuerza de un huracán:

—¡Abre la maldita puerta!

«Esto es real.»

Podía oír a Candy, que gritaba histérica dentro del despacho.

«Dios mío…»

Al final de la barra, los chicos que habían estado jugando al billar se abalanzaron en tropel hacia la salida de incendios, abandonando los tacos en la carrera. Los golpes secos de los tacos al chocar contra el suelo de hormigón provocaron que a Alan le diera un vuelco el corazón en el pecho, activando un instinto primitivo de supervivencia.

Tenía que escapar de allí.

¡Tenía que salir pitando!

Derribó el taburete en el que estaba sentado como si alguien lo acabara de pinchar con un punzón. Se agarró a la barra para no perder el equilibrio y se volvió hacia la puerta maltrecha. No muy lejos, podía ver el aparcamiento del local; la carretera principal parecía hacerle señas. Se precipitó hacia ella.

Apenas era consciente de que Abee seguía aporreando violentamente y gritando que iba a matar a Candy si no abría la puerta. Apenas se fijó en las mesas y sillas derribadas. Lo único que importaba era llegar a la puerta y salir pitando del Tidewater, sin perder ni un segundo.

Oyó cómo sus zapatillas deportivas corrían sobre el suelo de hormigón, pero la puerta maltrecha no parecía estar más cerca. Era como una de esas puertas de una casa encantada en una feria…

A lo lejos, oyó que Candy gritaba:

—¡Déjame en paz!

Alan no vio a Ted en ningún momento, ni tampoco vio la silla que este lanzó en su dirección hasta que esta le golpeó las piernas, con tanta fuerza que lo derribó. De forma instintiva, Alan intentó parar la caída, pero no pudo detener el impulso. Se golpeó duramente la frente contra el suelo; el impacto lo sobresaltó. Alan vio lucecitas blancas antes de que todo se quedara negro.

Pasaron unos instantes antes de que el mundo volviera a adoptar forma de nuevo, despacio.

Alan podía notar el gusto a sangre mientras intentaba librarse de la silla enredada entre sus piernas y darse la vuelta. Oyó el paso decidido de una bota que se plantaba al lado de su cara. El tacón se clavó dolorosamente en su mandíbula mientras su cara quedaba apresada contra el suelo.

Encima de él, Crazy Ted Cole lo observaba con expresión levemente divertida mientras lo apuntaba con una pistola.

—¿Adónde crees que vas?

Dawson aparcó el coche junto a la carretera. Estaba casi seguro de que la figura se desvanecería entre las sombras cuando él se apeara, pero el hombre del cabello negro permaneció inmóvil, rodeado por la hierba que le llegaba a la altura de la rodilla. Estaba a unos cuarenta y cinco metros, lo bastante cerca como para que Dawson se fijara en el leve aleteo de la cazadora provocado por la brisa nocturna. Si echaba a correr, aunque cargara con el peso de toda la ropa y tuviera que abrirse paso a través de la hierba crecida, podría dar alcance al desconocido al cabo de menos de diez segundos.

Dawson sabía que no estaba teniendo visiones. Podía sentir la presencia del desconocido, podía notarlo de una forma tan clara y tan real como los latidos de su propio corazón. Sin apartar los ojos del hombre, alargó el brazo hacia el interior del coche y apagó el motor. Los faros se apagaron al instante. Incluso en la oscuridad, podía ver con qué precisión resaltaba la camisa blanca del desconocido, enmarcada por la cazadora abierta. Su cara, sin embargo, era excesivamente difusa como para discernir sus rasgos, como siempre.

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