Cristina, una joven española experta en arte, es convocada por el dueño de un castillo en Irlanda para que tase algunas de sus más preciadas posesiones. Cristina queda fascinada desde el primer momento por el castillo y por sus habitantes, e intrigada por la leyenda de un fantasma que circula por las salas… leyenda de la que se ríe hasta que topa con el fantasma de Dargo, al que una maldición ha hecho deambular por las estancias del castillo desde hace cuatrocientos años, en busca de una reliquia sagrada que pueda liberar su alma.
Nieves Hidalgo
Lo que dure la eternidad
ePUB v1.0
Alkyria27.09.12
Título original:
Lo que dure la eternidad
Nieves Hidalgo, 2008.
Página web: http://nieveshidalgo.blogspot.com.es
Editor: Alkyria (v1.0)
ePub base v2.0
Irlanda. 22 de diciembre de 1535
L
os relámpagos habían estado azotando el cielo en tinieblas, anunciando una lluvia torrencial que finalmente se abatió sobre la campiña irlandesa, cubriendo con su manto frío las oscuras piedras del castillo de Killmarnock.
Se trataba de una premonición. Porque ésa no era una noche más.
Eso al menos pensaba Augustus.
Apoyado en el arco que bordeaba la ventana de su dormitorio, en la torre norte, estremecido por el frío del muro, se esforzó para ver a través de la intensa lluvia. Fuera, todo era oscuridad, salvo cuando los rayos rasgaban la noche, alumbrando por unos segundos los contornos de torreones y murallas. Desde esa posición, en los días claros podía recrearse en la visión de la enorme extensión de su feudo, en los distintos tonos de ocre, verde y rojo del bosque habitado por pinos, eucaliptos y robles, y en la fértil campiña, salpicada de casas con techos de paja. En el poniente relucía el zigzagueante curso del río Barrow y, a lo lejos, se vislumbraban las estribaciones de los montes Wicklow.
Aquella noche Augustus tenía la impresión de que todo había desaparecido y se encontraba solo en el mundo. Escudriñó la noche, mientras el frío calaba sin piedad sus cansados huesos. Por fortuna, hombres y bestias estaban a buen recaudo dentro de los muros del castillo. Todo parecía en calma, pero él sabía que no era así. Algo se agitaba en su interior.
Intuía que aquella noche no sería como otras, en las que familia, soldados y sirvientes se reunían en el gran salón para comer irish stew y beber la oscura cerveza del país, mientras charlaban sobre los acontecimientos del día. Cuando los truenos dejaban de retumbar, le llegaban desde abajo las voces de algunos de sus soldados bromeando. Parecía ser el único que percibía en el aire, como si de un humo invisible se tratara, la fatalidad que estaba atada a aquella fecha.
Se apartó de la ventana y rezó en silencio, mientras paseaba los fatigados y enrojecidos ojos por cada rincón de la habitación, posándolos en cada objeto querido, con un ruego mudo que intentaba ahuyentar el temor que le roía. No le asustaba la muerte, al menos la propia.
No le habría importado que su vida terminara aquella infausta y lluviosa noche de 1535. Si hacía balance de su paso por este mundo, había cumplido su cometido y podía irse tranquilo a rendir cuentas al Altísimo de sus buenas y malas obras (seguramente, más de las segundas, pensó con ironía). Había heredado de su padre un condado no demasiado importante y, con esfuerzo, había acumulado más tierras, reses y arrendatarios, y más fortuna y poder que ninguno de los antepasados que ostentaron el título. Su simiente había dado tres hijos, dos varones y una hembra. Eran su orgullo. Suyo y de su esposa, su adorada y añorada esposa. Hacía solamente dos años, la dulce Fionna, la mujer a la que se había visto unido por obligación, empujado por un contrato matrimonial acordado desde el nacimiento de ella, había fallecido. La primera vez que la vio, le pareció una criatura sosa y taciturna, pero luego resultó ser una mujer vivaz, capaz de enfrentarse a todo y a todos por el bien de su familia, una mujer a la que llegó a amar más que a su propia vida.
Augustus aún recordaba con dolor el momento en que acudió a su lado, cuando ella lo llamó desde su lecho de muerte. Durante los últimos meses de su enfermedad no había querido que la visitase con frecuencia. No deseaba que viese su rostro pálido, sus ojos apagados, su esquelética figura. La enfermedad había ido destruyendo poco a poco su cuerpo. Cuando se declaró el mal, Augustus pidió la ayuda de los maestros druidas, aquellos que le habían enseñado a Fionna las artes de la adivinación y las curas del cuerpo y del alma, pero ni siquiera ellos pudieron evitar lo inevitable. El conocimiento de aquellos a quienes llamaban hombres sabios no incluía burlar la cita con el Más Allá.
Aquella amarga noche, Augustus se acercó al lecho de su esposa con el corazón encogido y los ojos enrojecidos por el llanto. Su propia habitación no podía ser más austera, pero la de Fionna era confortable y acogedora; varios hermosos tapices cubrían los fríos muros para evitar que el calor de la chimenea y los braseros escapase por entre las rendijas. Había arcones bellamente labrados, y el suelo estaba cubierto de mullidas alfombras y cojines de colores, colocados con un gusto tan exquisito que invitaba a acomodarse sobre ellos. Sin embargo, esa noche, presa de la angustia, Augustus se acercó a la cabecera de la cama tratando de disimular la congoja, tomó entre sus encallecidas manos de guerrero las de su esposa, blancas como la cera, y se llevó los dedos a los labios, uno a uno.
—Amada mía —musitó.
Fionna lo miró con inmenso afecto. Aunque el dolor la tenía postrada, todavía era capaz de sonreírle. Su esposo y señor. El hombre más guapo del mundo según ella, el más gallardo y gentil, el más valeroso. El mejor amante. Su sola presencia la reconfortaba, pero ya no tenía fuerzas para seguir luchando contra la muerte, que estaba llamando a su puerta.
—Mi amor —susurró—, quiero irme ya.
El conde de Killmar se estremeció y la miró a los ojos. Hundida entre las cobijas, vestida con aquel camisón blanco cerrado hasta el cuello que él le había regalado por su último cumpleaños, con el cabello suelto esparcido sobre los almohadones bordados, era la viva imagen de la fragilidad y la indefensión.
—Faltan tres días para la celebración del nacimiento del Mesías, mi vida —dijo él con visible esfuerzo—, y es tu preferida. Además, prometiste que volverías conmigo a los acantilados de Moher.
—Mi cuerpo está agotado —dijo ella con un hilo de voz.
—Y debes descansar.
—Sí. Debo descansar. —Fionna suspiró—. Por eso he de irme, Augus. Mi tiempo se ha cumplido.
Apretando los dientes para no llorar, el conde acarició el rostro de su mujer, hermoso en otro tiempo. Sabía que ella se le escapaba, que no era humano intentar retenerla por más tiempo entre los vivos, que sufría y deseaba descansar por fin. Pero se resistía a permitir que lo abandonara. Ella era su vida, su corazón, y ¿qué podía hacer un hombre si le arrancaban el corazón? Siempre se había dicho que cuando los Killmar entregaban su amor, era para siempre. La amaba. Estaba dispuesto a morir en su lugar. Pero sabía que no era posible, que carecía de ese poder. Se rebelaba ante los acontecimientos, aunque tenía que aceptarlos. La angustia le oprimía la garganta y un sudor frío bañaba su nuca. A su espalda oyó el apagado sollozo de una de las criadas, pendiente de los últimos deseos de su señora.
—Me sentiré muy solo sin ti, amor mío —dijo el conde, y se le quebró la voz.
Fionna levantó el brazo con esfuerzo para acariciarle el mentón, áspero por la barba de varios días.
—No tendrás mucho tiempo para aburrirte mientras cuidas de los tres potrillos. Debes ser
làidir
, muy fuerte, mi amor.
Al oír aquellas palabras Augustus se estremeció. Ciertamente, cuidar de sus dos hijos varones y de la pequeña Shannon no iba a ser tarea fácil. Lian tenía diecinueve años recién cumplidos y era un joven estudioso, amante de los idiomas y siempre enfrascado en alguna traducción o en sus pinturas, retraído y negado para el manejo de las armas, lo que irritaba a Augustus y divertía a Fionna. Su hija, de doce años, prometía ser una beldad, pero por el momento era un verdadero diablillo que sacaba de quicio a la servidumbre con sus travesuras, aprendidas y apoyadas por el que, verdaderamente, resultaba el mayor problema para el conde: su hijo mayor y heredero, Dargo. Se había convertido en un auténtico calavera, y a sus veinticinco años había pasado ya por tantas camas irlandesas, escocesas e inglesas que había perdido la cuenta.
Dargo se obstinaba en permanecer soltero, aunque casarse y tener descendencia era su obligación como heredero del condado. A pesar de las innumerables ocasiones en que hablaron de ello, Augus había sido incapaz de obligarlo a enderezar el rumbo. Era su mano derecha, dirigía a los hombres férreamente y, al mismo tiempo, con respeto. Nunca les pedía nada que él no estuviese en disposición de llevar a cabo, y la mayor parte de las veces pasaba por alto las faltas leves. Era un líder nato que había heredado parte de los conocimientos de su madre, a quien todos apodaban la
Druidesa
, y sus hombres habrían ido de cabeza al infierno si él se lo hubiese pedido. El mismo infierno de donde seguramente había salido.
Dargo era el único de la familia que había heredado los rasgos de Harber, el bisabuelo: el cabello negro como la noche y los ojos verdes como los lagos de Irlanda, mientras que los demás tenían el pelo claro, herencia inequívoca de sus antepasados vikingos. Su piel morena contrastaba con la de sus hermanos. A veces, cuando reñían, Augus acababa preguntándose en voz alta si no se lo habrían cambiado al nacer, y el joven festejaba la broma. Para Fionna siempre había sido su preferido.
Sí, entre intentar encauzar a Dargo, hacer un hombre de Lian y buscar marido para Shannon, no iba a tener tiempo de aburrirse.
Fionna cerró los ojos y suspiró, exhausta. Un leve siseo escapó de sus labios, como un presagio final. Su voz, muy débil, apenas se oía ya.
—Te esperaré en el Otro Lado, Augus —musitó—. Cuida de nuestros hijos.
—Fionna…
Ella ya no podía oírlo. Se había quedado definitivamente dormida, con una leve sonrisa en los labios. Por un momento el chisporroteo de los leños y las piñas que se consumían en el fuego de la chimenea fue el único sonido en la habitación. Hasta el sollozo de las criadas quedó en suspenso.
Al conde le pareció que entonces comenzaba una extraña transfiguración. La piel cerúlea de Fionna se tornó sonrosada, tersa y hermosa. Su cabello, adherido al cráneo por la fiebre, cobró volumen, como si flotara sobre sus hombros. Aquel olor acre que inundara la habitación, olor a enfermedad y muerte, desapareció, sustituido por el tibio aroma de flores y de hierba recientemente cortada que siempre reinaba en la estancia cuando vivía su ocupante. Anonadado por el cambio, como si la Muerte hubiera querido ser generosa con ella, Augus se arrodilló junto a la cama. Entonces sí se dejó oír el llanto desconsolado de la servidumbre.
Y Augustus sonrió.
El conde de Killmar sonrió a su pesar, mientras contemplaba el rostro de su esposa. Supo que ella estaba donde quería, que había alcanzado el descanso, liberada para siempre del sufrimiento del cuerpo. Sintió, o imaginó, que apoyaba en su hombro una mano pequeña, cuidada y cálida, animándolo a seguir.