Se inclinó y besó los labios amados. Luego, sin volver la vista atrás, abandonó la habitación.
De eso hacía tanto tiempo que parecían siglos. Los días se convirtieron en horas inacabables, en las que la ausencia de Fionna lo llenaba todo de desolación.
Aun ahora, después de los años pasados, la sentía a su lado mientras cabalgaba, comía o dormía, mientras observaba con adoración cada adorno de la alcoba que había convertido en propia tras su muerte, con la esperanza de sentirla más cerca. Era un cuarto demasiado femenino, poco adecuado para un guerrero curtido como él, pero se convirtió en su mundo, su refugio y su santuario. Las alfombras y cojines bordados por Fionna, sus tarritos de perfume, sus peines —aún conservaban alguno de sus cabellos—, le ayudaban a redescubrir, día a día, la delicadeza de su mujer, en pequeños detalles que antes apenas si habían captado su atención. Con seguridad se estaba volviendo viejo, pensó con ironía. Posiblemente fuese una obsesión, pero a veces, cuando despertaba, la almohada en que ella apoyaba la cabeza le parecía que todavía guardaba la forma de ésta, y Augus se hacía la ilusión de haberla tenido junto a sí aquella noche, velando su sueño. Aún olía su perfume en cada prenda pulcramente doblada y guardada en los arcones; oía su risa suave o, cuando se asomaba a la ventana al caer el sol, le parecía verla caminar por las almenas del castillo, con el cabello ondeando al viento, rojo como las nubes del atardecer.
Su ensoñación y su añoranza desaparecieron de inmediato, cuando un sonido distante y apagado captó su atención.
Eran cascos de caballo que retumbaban sobre el suelo de piedra de la barbacana. ¡De muchos caballos!
Sus orificios nasales se dilataron, como los de un perro de caza al olisquear la presa.
¡Se acercaban!
Lo temía desde hacía meses, por eso había instado a Dargo a regresar antes de que comenzara la semana, acompañado por el nutrido grupo de hombres que el joven se había llevado como escolta.
Pero Dargo no había regresado. Un mensajero le había llevado a Augus la noticia de que el condenado muchacho se retrasaría al menos una semana. Al parecer, estaba enamoriscado de una dama.
Augustus envió al mensajero de vuelta con cajas destempladas y una nota para su hijo ordenándole que regresara de inmediato. Dargo debía de estar a punto de llegar, pero los que venían por él se habían adelantado, y Killmarnock no tenía, en esos momentos, soldados suficientes para su defensa. El castillo era una fortaleza, sí, pero incluso las fortalezas mejor dotadas necesitan de brazos armados para rechazar un ataque.
Con paso vivo, Augustus cruzó la estancia y abrió la puerta. La capa que lo cubría ondeó tras él.
—¡Vernon!
Su mayordomo se presentó como una aparición. Siempre leal, siempre atento a su llamada.
—Mi señor.
—Reúne a los hombres. ¡A todos! En el salón —urgió—. Date prisa, Vernon, tenemos muy poco tiempo.
Vernon no hizo preguntas, sino que salió a la carrera, evidenciando aún más la cojera que lo aquejaba.
El conde regresó al interior, abrió el arcón ubicado a los pies del enorme lecho y sacó con cuidado una pequeña urna de madera de sándalo, bellamente trabajada con vetas de oro e incrustada de zafiros y esmeraldas. Recordó el día en que le entregaron la urna y Fionna y él guardaron allí su precioso contenido, llenos de gozo y de fe. La abrió lentamente, con reverencia. Dentro, una fina tela, entretejida con hilos de oro y plata, protegía el tesoro más preciado de la familia: una reliquia que obraba en poder de los Killmar desde tiempos inmemoriales. Con cuidado, desenvolvió la tela y acarició aquella sandalia vieja, de cuero burdo, desgastada por el uso y los años. Era la sandalia del Pescador. La sandalia del mismísimo hijo de Dios, recogida por José de Arimatea cuando, camino del Calvario, Jesucristo la perdió en una de sus caídas, agobiado por el peso de la cruz y agotado por el tormento a que lo sometían.
Después de enterrar a Jesús y de la resurrección de éste, María Magdalena, Juan y José de Arimatea habían salido de Palestina con destino al sureste de Francia. Allí se instalaron y se dedicaron a propagar la doctrina del Salvador. Según una leyenda, al cabo de un tiempo José emprendió viaje con el fin de evangelizar a otros pueblos y, en su largo recorrido, había llegado a Irlanda, para acabar allí sus días.
Los Killmar eran guardianes de esa reliquia desde hacía siglos. Había pasado de padres a hijos y se veneraba todos los años, en la conmemoración del nacimiento del Mesías. Faltaban tres días para esa fecha.
Augustus sabía que era precisamente aquel objeto sagrado lo que buscaba afanosamente su peor enemigo, James den Hibern. No podía permitir que la sandalia cayera en sus manos, o todos los antepasados Killmar se revolverían en sus tumbas.
Envolvió de nuevo la sandalia con cuidado, la introdujo en la urna, cerró ésta y la dejó a un lado. Las piedras preciosas refulgían en la penumbra de la estancia.
A continuación, abrió un arcón pequeño que estaba bajo una de las ventanas y sacó pergamino, tintero y pluma. Apoyado en el mismo arcón garabateó unas líneas. Sopló sobre el pergamino, derramó un poco de polvo secante, lo enrolló con cuidado y lo ató con un sedal, para acabar guardándolo todo de nuevo. Miró la caja de sándalo y pensó con rapidez. Sabía dónde debía esconderla para que nunca la encontrasen, para que sólo pudiera hallarla quien de verdad fuera merecedor de ella. Apretándola contra su pecho, se acercó para echar un vistazo por la ventana. Asombrado, observó que el puente levadizo estaba bajando y un numeroso grupo de jinetes se disponía a cruzarlo y penetrar en la fortaleza.
¡Alguien les estaba ayudando desde el interior! Nunca pensó que albergara un traidor bajo su techo, pero ya no le cupo duda. Y era demasiado tarde.
Salió de la estancia y bajó corriendo los angostos escalones de la torre, hacia la galería que la conectaba con el resto del castillo. Momentos después llegaba a la pequeña capilla. Criados y soldados corrían de un lado a otro, en medio de la prisa y la confusión, conscientes sin duda del peligro que los acechaba.
La puerta de la capilla golpeó contra el muro de piedra cuando la empujó. Fuera, los atacantes acababan de tomar la plaza de armas. Atravesó el recinto sagrado a grandes zancadas, en dirección a la cripta donde descansaban los restos de sus antepasados y su amada esposa. Las llamas de los cirios encendidos sobre el pequeño altar titilaron, alargando las sombras. Augustus no reparó en lo que lo rodeaba y ni siquiera hizo una genuflexión al pasar por delante del altar para tomar uno de los candelabros. Los rostros santos de las pinturas que colgaban de los muros lo persiguieron como sombras mientras el eco de sus botas resonaba sobre el desgastado pavimento. Abrió la puerta de la cripta, que rechinó, y bajó deprisa los escalones, apretando con fuerza la urna contra su pecho, donde el corazón latía desbocado.
Por unos instantes, quedó sin aliento al ver de nuevo a Fionna allí, delante de él, hermosa, elegante y delicada, tan real que estremecía el alma contemplarla. Como el loco enamorado que era, había mandado esculpir una estatua a su imagen y semejanza sobre el sarcófago que guardaba sus restos. Se trataba de una verdadera obra de arte, encargada a un artesano de renombre que hizo venir desde Dunganvan, y era tan perfecta que parecía real. El rostro de Fionna era sublime, su cabello hermoso, su talle estrecho, su falda surcada de mil y un pliegues. Sus pequeños pies pisaban ahora flores de piedra… Resultaba casi irreverente mirarla, en su posición vertical, al contrario de las esculturas habituales en las sepulturas, siempre yacentes y con los ojos cerrados.
—Pronto, mi amor… —murmuró Augustus—. Muy pronto estaremos juntos.
Depositó la urna a los pies de la escultura y se irguió para acariciar el frío mármol. Luego, inclinándose, rezó con toda la devoción que sus antepasados le inculcaran desde niño. No pudo precisar el tiempo transcurrido en la cripta, pero ruidos sordos de lucha, cada vez más cercanos, lo arrancaron del trance.
Desde el salón llegaba el sonido de gritos, blasfemias y gemidos de dolor.
Con movimientos presurosos escondió la reliquia y, como un demente, salió de la cripta y subió los escalones de tres en tres, espada en mano. Al volver a pisar el suelo de la capilla sintió un vahído, pero se repuso de inmediato. Cerró la puerta de aquel lugar de sosiego y cruzó el recinto mientras los ayes de dolor procedentes del gran salón se clavaban en su corazón: sus hombres y sus criados estaban muriendo.
Sus soldados, apenas veinte, se batían con fiereza contra los hombres de De Hibern. Algunos de los seguidores de su enemigo perseguían a las mujeres, que trataban de escapar entre aullidos de terror. Las mesas donde se servía la cena estaban volcadas, y el suelo cubierto de platos rotos, vasos de peltre y comida. Uno de los tapices, alcanzado por alguna brasa de la chimenea, empezaba a arder. Augus vio a su hijo Lian, que siempre había odiado las armas, luchando contra uno de aquellos embravecidos soldados, en franca desventaja.
Sin vacilar ni por un instante, Augustus Killmar se unió al combate, un combate cruel, salvaje y desigual.
Sus pocos hombres no podían contra los más de cincuenta que mandaba De Hibern y, en escasos instantes, entre lamentos y estertores de muerte, fueron cayendo, sembrando el salón de cadáveres.
Augustus vio morir a su hijo, con la garganta cercenada por el filo de una espada enemiga. Con el alma destrozada continuó luchando, maldiciendo sus brazos por haber dejado de ser jóvenes y cansarse de soportar el peso de la enorme espada de guerra. Consiguió infligir a su rival un corte en el brazo, pero un fiero y certero mandoble súbitamente lo desarmó.
Al acabar la lucha, sólo quedaban tres de sus hombres vivos, aunque malheridos. Las criadas, acorraladas con facilidad por los soldados de De Hibern, habían sido violadas y golpeadas.
El enemigo de Augustus lo miró con gesto torvo y una expresión cargada de desprecio, embriagado por aquella orgía sangrienta.
—La reliquia —exigió.
El conde escupió al suelo. Habría dado cualquier cosa por recuperar su juventud y asestarle un golpe mortal a aquel engendro del demonio para rajarle el cuello y borrar esa sonrisa falsa de su rostro moreno, hirsuto y sucio de sangre.
James de Hibern se encogió de hombros. No tenía la menor duda de que se llevaría lo que había ido a buscar. El medallón que le pendía sobre el pecho destelló por un instante.
—Traed a la muchacha —ordenó.
Uno de los soldados arrastró por el cabello a una chiquilla, y Augus sintió que se le detenía el corazón al ver a su hija. A la pequeña, siempre tan pulcra, le colgaba la manga casi arrancada del vestido, y lo que había sido una hermosa y cuidada cabellera rubia estaba hecha un revoltijo de guedejas enredadas. Su carita era el vivo retrato del horror.
—La reliquia, Killmar —exigió de nuevo De Hibern.
Augus inspiró con fuerza. Los ojos le escocían al contener el llanto por tanta muerte e ignominia. Clavó en él los ojos con fiereza y guardó silencio. Era consciente de que aunque entregara la sagrada sandalia, De Hibern los mataría a todos sin dudarlo. El corazón de aquel bastardo era tan negro como sus ropas, teñidas ahora de sangre inocente. ¡Augustus nunca cedería el tesoro que su familia había protegido durante generaciones! Morirían con la última satisfacción que les quedaba: la de no entregar la posesión más preciada de los Killmar a aquel despiadado asesino.
Ante su silencio, James de Hibern hizo una señal a sus hombres, y dos de ellos aferraron a Shannon del cabello y la zarandearon sin piedad.
—¡Nooo! ¡Padre, no lo permitas! ¡¡¡Padre!!!
Augustus reaccionó ante los gritos de horror y repulsión de la muchacha. Se agachó para empuñar de nuevo su espada y defender el honor y la virtud de su hija, pero notó el filo helado del arma de De Hibern en el cuello.
—La reliquia, Augustus, y ella no sufrirá daño alguno.
El conde se permitió una respuesta cargada de desprecio.
—No te creo. Eres un ser abominable, mezquino y ambicioso. Un rufián insignificante. Te entregue o no la reliquia acabarás con todos nosotros.
—¡Pero lo haré de forma rápida! —se impacientó De Hibern—. Os degollaré de un solo golpe, como a tu hijo —añadió con sorna, señalando con la cabeza el cadáver de Lian, a sus pies—. Un tajo y todo habrá acabado. De lo contrario, vas a ver con tus propios ojos cómo violan a tu hija todos y cada uno de mis hombres. ¡Uno por uno!
—¡Padre, por favor! —imploró Shannon.
El conde de Killmarnock permaneció en silencio, sintiendo en la carne el dolor de su hija, su miedo y su vergüenza.
Los soldados acabaron por desnudar el pequeño y blanco cuerpo de Shannon y la tendieron sobre las ensangrentadas baldosas, mientras ahogaban los gritos desgarradores con risotadas soeces.
Augustus no pudo evitar derramar lágrimas ante tan pavoroso espectáculo, mientras su hija clamaba por una ayuda que nunca llegaría. Uno a uno, los esbirros de De Hibern violaron aquella carne tibia y sensible, aplastando el pequeño cuerpo con sus embestidas brutales. Incapaz de soportar más infamia, vejación y dolor, ella pereció de súbito.
Augustus, llorando ya con espasmos incontrolables, se dejó caer de rodillas.
De Hibern soltó una blasfemia a voz en cuello y ordenó decapitar a los que quedaban con vida y prender fuego al castillo.
A Augustus ya nada le importaba. Por eso, cuando De Hibern se acercó a él, levantó la vista y lo miró bravamente a los ojos, aguardando y deseando la estocada final.
James de Hibern alzó la espada y devolvió, con verdadero odio, la mirada a su enemigo, aquel que había conseguido poder y dinero, castillos y descendencia. El hombre que se había desposado con la única mujer que él había deseado.
—¡Dargo nos vengará! —sentenció el conde al ver que el final se aproximaba.
—De ese bastardo me ocuparé más tarde —masculló James de Hibern.
La espada penetró en el cuerpo de Killmar atravesando carne, nervios y tendones. Augustus apenas sintió la estocada. Su cuerpo ya había muerto hacía rato, con la imagen de Lian y Shannon, que yacían en el suelo ensangrentado del salón como muñecos rotos, grabada en las retinas. Se encogió de todos modos, en un acto reflejo, llevándose las manos al vientre, por donde se le escapaba la vida. Al retirarlas, estaban cubiertas de sangre.