Lo que dure la eternidad (5 page)

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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: Lo que dure la eternidad
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—Es usted un tesoro. —Le acarició la barbilla.

La muchacha se quedó mirando cómo se alejaba con una sonrisa boba. Suspiró y se acercó de nuevo al resto del grupo para llamarle la atención a un crío de rostro pecoso que acababa de sentarse en una silla del siglo XIII, aunque su padre llegó antes que ella, le atizó al niño un pescozón y se lo llevó de allí arrastrándolo del brazo mientras el pequeño se rascaba la coronilla, gimoteando.

El americano atravesó deprisa la biblioteca sin mirar siquiera los viejos tapices ni las descomunales estanterías de madera oscura, repletas de volúmenes, y pasó a menos de un metro de la figura que estaba sentada, indolentemente, en uno de los sillones de cuero y tapicería que se utilizaran antaño y que, para cualquier entendido, valdrían una fortuna en la tienda de un anticuario.

Un hombre curioso. No sólo por su rostro cetrino, adusto, terriblemente viril y atractivo, de ojos verdes como esmeraldas coronados de largas y espesas pestañas por las que cualquier jovencita habría perdido su virtud, sino también por el cabello negro como el ala de un cuervo, largo hasta media espalda. Tenía los hombros muy anchos, el tórax formaba un trapecio perfecto y sus largas y musculosas piernas estaban estiradas, un tobillo sobre otro. Lo curioso de él era su extraño atavío: botas altas y negras, de piel fina, hasta por encima de las rodillas, calzones ajustados a sus muslos, también negros, y camisa blanca, con cordones, abierta en el pecho. Totalmente pasado de moda, como si acabara de escaparse de uno de los múltiples cuadros que colgaban en las viejas paredes.

El americano no reparó en él.

Claro que tampoco habría podido.

El sujeto hizo un gesto de hastío cuando devolvió su atención al grupo de turistas curiosos. Al principio, había resultado un aliciente observar a los hombres y mujeres que entraban cada dos semanas, siempre en domingo, para realizar la visita. Sus atuendos eran extravagantes para su gusto. Sobre todo los de las mujeres. Se había quedado boquiabierto el día en que apareció una rubia de cabello encrespado pintado de seis colores distintos, vestida únicamente con un trapo que le cubría los senos y otro que apenas le tapaba el trasero. El acompañante era peor: totalmente rapado, vestido de cuero, con millares de… ¿alfileres? en las orejas, nariz, labios y barbilla. Feo, el muchacho. Al menos la chica era bonita.

Bostezó, se puso de pie con la agilidad de un gato, dio una última ojeada al cuadro que reposaba sobre la enorme chimenea de piedra y que representaba a Augustus Killmar luciendo su armadura de batalla completa, y después, como si fuera lo más natural del mundo, atravesó el muro y se evaporó.

Capítulo
4

Kilkenny. Sureste de Irlanda

E
l abogado del conde resultó ser un tipo agradable a pesar de su rostro de rata asustada y su prominente calvicie. Y no le dio opción a negarse cuando le ofreció su casa para pasar la noche. Cuando acercó la taza de café hacia Cristina, sonriendo y mostrando unos dientes separados que le conferían cierto aire de gnomo, ella no pudo por menos que sonreírle. Tras probar el café, sin embargo, lo habría besado.

—Es muy bueno.

—Se imaginaba que iba a servirle algo más parecido a una taza de agua sucia, ¿verdad? —Dejó escapar una risita ante su cara de circunstancias—. Viví seis años en Barcelona cuando era más joven, señorita Ríos, y me acostumbré al café fuerte del mismo modo que me acostumbré a la paella, al cocido o al bacalao. Me encanta la buena mesa, venga de donde venga.

Cristina asintió, divertida. No hacía falta ser muy perspicaz para adivinarlo, a juzgar por su prominente barriga.

—Si tenemos tiempo, antes de que regrese a Madrid, le invitaré a una buena comida.

—Francamente, señorita Ríos, preferiría que me enviara una buena botella de vino del Penedés, o un buen Ribera del Duero. Tampoco hago ascos al Rioja, desde luego.

Cristina estaba pasando un rato divertidísimo. Le habían facilitado el nombre y la dirección del abogado para que él le expusiera exactamente las instrucciones del conde y le entregara el «salvoconducto» para hospedarse en el castillo de Killmarnock durante la realización del trabajo. No cabía duda de que aquel hombre tenía gustos caros que a todas luces podía permitirse. La casa estaba apartada, rodeada de un jardín hermoso y bien cuidado, y era grande, tenía las paredes revestidas casi por completo de madera, con luces indirectas, muebles costosos y aún más costosas tapicerías. El despacho en el que se encontraban en ese momento era una muestra de buen gusto y del poder adquisitivo de las clases pudientes.

—Hábleme del castillo —le pidió ella, asintiendo con un gesto cuando él levantó la cafetera otra vez, en señal de ofrecimiento—. Gracias. Espero poder dormir esta noche.

Watford se sirvió también una segunda taza endulzada con una pastilla de sacarina que removió con mano nerviosa. Se retrepó después en el butacón de enormes orejeras que parecían aprisionarlo, dio un sorbo y miró directamente a la joven, al tiempo que suspiraba.

—¡Si yo tuviera veinte años menos…! —dijo, galante, haciéndola sonreír otra vez—. Bien, ¿qué quiere saber sobre el castillo?

—Todo lo que pueda decirme. Sólo me dijeron que es del siglo XI.

—En realidad Killmarnock es anterior. Comenzaron a levantarlo en el X. No era más que una construcción cuadrada y tosca, con dos torreones igualmente cuadrados, uno a cada lado. Los vikingos colonizaron la costa oriental de Irlanda, como sabrá, y penetraron en el interior de la isla. En el año 1014, en la batalla de Clontarf, fueron derrotados por el monarca Brian Boru, o Boroimhe si le agrada más, aunque él murió allí mismo, asesinado por los vikingos que huían a la desesperada de la derrota. En realidad, fueron sus hijos los que consiguieron vencerlos definitivamente —explicó—. Fue después de aquella batalla cuando Firgo Killmar lo dotó de una geometría mucho más imponente, aprovechando la recompensa que obtuvo por luchar del lado de Brian, quien llegó a ser Gran Rey de Irlanda. Pero quien realmente acabó de levantarlo, casi en la forma en que ahora se puede admirar, fue Sigmur Killmar, que adquirió poder y el título de lord en la época de Enrique VII, el hijo de Owen Tudor, hacia 1495. ¿La aburro?

—¡Nada de eso! Me parece fascinante.

—Sigo, entonces. Después de años, lord Augustus acabó de embellecerlo, aunque a su muerte el castillo sufrió desperfectos y una de las alas se quemó casi por completo.

—¿Está destruida?

—Está totalmente restaurada. Su hijo, Dargo Killmar, el Lince, vengó la muerte de su familia y reconstruyó el ala incendiada. Cinco años después, también él murió en otro ataque. Los siguientes condes fueron adquiriendo, con el paso del tiempo, verdaderas obras de arte, algunas de las cuales usted tendrá que valorar. Por supuesto, también lo modernizaron con las últimas tecnologías.

Cristina dejó su taza de café, de finísima porcelana y, aunque habría tomado una tercera, se recordó a sí misma las noches que había pasado en blanco a causa de los efectos de la cafeína, de modo que se reprimió. Tabaco, café y estrés a partes iguales podían dar con ella en un camino sin retorno antes de tiempo, como alguna vez le avisara su médico de cabecera.

—El Lince. Extraño apodo. Supongo que por las batallas…

—¡Ni mucho menos! —rio el abogado—. Los hombres de Dargo Killmar lo apodaron así por sus incontables correrías tras las damas. Al parecer, era eso, un lince, en lo que a conquistas se refiere. Según cuenta la historia, estaba en una de esas andanzas cuando atacaron el castillo y mataron a toda su familia. Desde entonces está maldito y algunos le dan el sobrenombre de «el Conde Errante».

—¿Maldito?

—Dicen que su espíritu vagará por el castillo sin descanso hasta que aparezca la reliquia de la familia.

Cristina esbozó una sonrisa un poco forzada y no pudo evitar que un escalofrío recorriera su columna vertebral.

—¿Su espíritu?

—Su fantasma, si quiere. No puede quejarse, señorita Ríos —bromeó—, va a vivir en un castillo con espectro incluido.

—No creo en los fantasmas, salvo en los que se encuentra una a cada paso.

El abogado soltó una sonora carcajada y se inclinó para darle unas palmaditas en la mano con afecto.

—Ciertamente, hoy en día hay demasiados, querida.

—Y dígame: ¿qué es eso de la reliquia? ¿Una joya? ¿La muela del juicio de algún santo?

—Una sandalia. Aunque me parece que, sea lo que sea, usted tampoco cree en las reliquias.

—No soy lo que se dice muy creyente.

—En Irlanda sí lo somos. La sandalia era… o es, porque en algún lugar debe encontrarse oculta aún, de Jesús. Jesús el Nazareno.

—Ya veo.

—No, creo que no ve nada —replicó el abogado, muy serio ahora—. Esa sandalia llegó a suelo irlandés por medio de José de Arimatea, según cuenta la leyenda de Killmarnock, y fue custodiada por la familia desde que no eran más que unos granjeros analfabetos y sucios. Dicen que la reliquia les dio fuerza, valentía y poder. Se perdió la noche en que quemaron la torre y asesinaron a Augustus Killmar, a sus dos hijos menores y a todos sus criados y guardianes. Cuentan que cuando Dargo llegó al castillo, su padre, moribundo ya, lo maldijo hasta que la hallara de nuevo. De ahí que vague todavía entre sus muros.

—Hasta que la encuentre.

—Exactamente. Hasta que la encuentre.

—Y dice usted que eso sucedió en…

—En el año 1535.

—De modo que lleva buscando esa zapatilla unos… 469 años, ¿no es así? —calculó Cristina con rapidez.

—Sandalia, no zapatilla.

—Perdone. Lian se reclinó de nuevo entre las orejeras de su sillón y observó a la joven con interés, mostrando una vez más la separación de sus dientes delanteros.

—¿Qué haría usted si se encontrara con el fantasma del conde Killmar, señorita Ríos?

Ella enarcó las cejas perfectamente delineadas y dijo:

—Invitarlo a una Guinness, ¿qué otra cosa?

Una nueva carcajada irlandesa retumbó en el despacho del abogado.

Capítulo
5

M
iriam Kells acabó de inspeccionar la platería, dio el visto bueno a su limpieza y salió de la salita en la que trajinaba una muchacha que terminaba de cumplir con sus quehaceres. Caminó por la amplia galería que la conducía al patio central, conocido también como el patio de las columnas o el claustro. Aunque vivía en el castillo desde hacía años, a veces se sentía abrumada por su tamaño, sus largos pasillos, las gigantescas escaleras de piedra, los altísimos techos, sus enormes salas. Se había acostumbrado a la riqueza que se albergaba en su interior, pero habría permanecido allí aunque no fuese más que un conjunto de grises y frías piedras. Lo consideraba su hogar.

Tardó varios minutos en cruzar el corredor y antes de salir al claustro se detuvo ante una de las pequeñas pinturas colgadas en el muro, la enderezó y deslizó el dedo índice por el marco, comprobando satisfecha que no había polvo.

Le gustaba el trabajo bien hecho y, por fortuna, tenía bajo su mando a un grupo de trabajadores competentes.

De todos los lienzos, aquél era su preferido. Como tantas otras veces, ella fijó sus ojos, grandes y aún vivarachos, en el rostro encantador de aquella chiquilla rubia que sonreía a quien la plasmara en el óleo. Al mirar por enésima vez aquella carita de piel pálida y compararla con el perfil atezado, varonil y hermético del cuadro situado justo al lado, el del caballero que fuera condenado a vagar por entre los muros del castillo, una vez más se estremeció. Suspiró y continuó su camino, recordando…

Hacía más de quince años que cargaba sobre sus espaldas el gobierno del castillo, un trabajo arduo que requería mano dura y mano izquierda a partes iguales. Killmarnock no era una casa de dos pisos, sino una fortaleza en la que constantemente había situaciones que controlar y objetos que arreglar, sustituir, limpiar… Absolutamente todo dependía de ella, desde la contratación de personal hasta la supervisión de la intendencia. Pero le agradaba hacerlo y disfrutaba con ello.

El actual conde, Kevin Dargo Killmar, había heredado aquella descomunal mole de piedra y los terrenos que la circundaban, juntamente con otras dos propiedades y una sustanciosa fortuna, hacía ya diez años. Ella, y el resto del personal, entraban en el lote. En un principio supusieron que el joven conde, que antes de la muerte de su padre apenas había pisado el castillo, no conservaría a muchos de los empleados, y que por ende, ella perdería su empleo. Bastó una conversación para confirmarla en su puesto. Había resultado una entrevista extraña, que aún ahora, después de diez años, seguía causándole zozobra.

El joven, que apenas contaba veintiún años, la recibió en la biblioteca. Estaba de pie, erguido, con las manos cruzadas a la espalda, inmerso en la contemplación de los cuidados jardines, a través de las enormes cristaleras. Aunque era el dueño, parecía desentonar en aquel lugar, como si no estuviera allí más que de paso. Su cabello negro y largo, recogido en una coleta, relucía bajo el pálido sol que se filtraba por los ventanales.

—¿Me mandó llamar, señor? —preguntó ella con voz queda, mientras sus dedos retorcían las cintas del inmaculado delantal que llevaba sobre su oscura vestimenta.

El conde no se volvió a mirarla, pues estaba más interesado, al parecer, en la vista del bosque que abrazaba la propiedad, a lo lejos, mecido por una suave brisa.

—Debo entender que sigue siendo el ama de llaves —dijo con una voz profunda y ronca, poco acorde con un hombre tan joven.

—En efecto, señor.

—¿Cuánto tiempo lleva en su puesto?

—Cinco años, señor.

—¿Por qué?

La pregunta la confundió. Durante unos segundos no supo qué responder. Podría haber echado mano de sus antiguas credenciales, alegado que el padre del conde la había contratado por su excelente hoja de servicios, que cumplía su trabajo concienzudamente. No dijo nada de eso. Sólo musitó:

—Amo Killmarnock.

Entonces él sí se volvió a mirarla. Y en su cara morena, Miriam no descubrió a un joven estúpido que acababa de convertirse en una de las mayores fortunas de Irlanda y que, muy seguramente, aún necesitaba de los consejos de un asesor hasta para limpiarse la nariz. Lo que encontró, por el contrario, fue una sonrisa de diablo, unos ojos verdes como las esmeraldas y un parecido tan asombroso al Conde Errante que se le atascó el aire en los pulmones.

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