—Todos dicen que soy su vivo retrato, ¿verdad? —dijo él, como si le hubiera adivinado el pensamiento—. ¿Usted qué opina?
—No sé si la opinión de una simple ama de llaves le interesa demasiado, señor. Imagino que ha visto sus retratos.
—Así es. Y, en efecto, no me interesa su opinión, pero sí quiero que responda a mi pregunta.
Ella le tomó ojeriza de inmediato. Altanero y engreído, sabedor de la inmensa fortuna heredada y convencido, probablemente, de que seguían existiendo los señores feudales y los siervos. Y él era uno de aquéllos.
—Entonces le diré que bien podría haberle confundido, señor, si no fuese porque usted tiene el cabello algo más corto, viste un traje de marca y él, por el contrario, botas altas, calzones y camisa pasada de moda hace unos… quinientos años.
El conde dejó escapar una carcajada espontánea.
—De modo que ama estas piedras.
—Me enamoré de ellas el primer día que las vi.
—¿A pesar del fantasma de mi antepasado?
—A pesar de todo.
Killmar se acercó al globo terráqueo situado junto al lado derecho de la gran mesa de nogal, lo abrió y se sirvió una generosa ración de whisky. Luego, con mucha calma, dejó la botella de jerez a la vista de Miriam, incitándola en silencio y observándola atentamente.
—¿Lo ha visto?
—¿A quién, señor? —Sintió que se sonrojaba al intuir que él conocía su pequeño vicio. De vez en cuando, sobre todo cuando llegaba el frío, gustaba de beber un poco de jerez antes de acostarse.
—¿Es necesario que le diga el nombre, señora Kells?
Ella cambió el peso de una pierna a otra, inquieta.
—¿Es necesario que le conteste?
Los ojos del joven relucieron como gemas.
—Si se atreve… Todo el mundo dice que es una leyenda.
—Lo es, señor. Una leyenda.
Ella lo vio encogerse de hombros.
—Desde que era niño me han parecido estúpidas esas historias de misterio —murmuró el conde, dirigiendo la vista hacia los ventanales—, y el castillo parece estar envuelto en ellas.
—Si se queda en Killmarnock una temporada, puede que las comprenda mejor.
Él se volvió, la miró de nuevo y sonrió fugazmente mostrando la blancura de sus dientes. Aquel demonio era capaz de hacer pecar a un santo sólo con sonreír, pero ella sabía muy bien que no debía confiarse.
—Mi padre —dijo en un tono más severo— ha dejado demasiados asuntos de los que debo hacerme cargo. Regreso a Dublín esta misma noche. Francamente, no entiendo cómo al viejo le encantaba vivir entre estas paredes inhóspitas y frías, aislado de todo, ni la causa por la que yo debo hacerlo ahora. Nunca me gustó ni me gustará este castillo. Bien —se irguió en toda su estatura—, usted me mantendrá informado de cualquier contratiempo que pueda surgir.
—Es mi deber, señor. Ya lo hacía con su padre.
—Lo sé. Él hablaba de usted siempre que me visitaba. Confío en que siga tratando al personal con mano firme, ya sabe que si se aflojan las bridas, se desbocan.
Miriam sintió que algo bullía en su interior. Aquel hombre hablaba del personal que trabajaba para él como si de caballos de carga se tratara, y eso le desagradó.
—Procuraré, como hice siempre, que todo esté en orden.
—Si apareciera ese… fantasma me avisaría, ¿verdad? —preguntó él, con la intención de hacer una broma, pero a Miriam se le erizó el vello de la nuca.
—¿El Conde Errante? Me temo que tendrá que armarse de paciencia, señor. Además, usted no cree en leyendas, acaba de decirlo.
Kevin volvió a reír. Dejó el vaso sobre la mesa, se acercó a ella, se inclinó y casi pegó su nariz a la suya.
—Es usted aguda. Franca. Con agallas —enfatizó con un susurro que hizo que Miriam deseara desaparecer—. Después de todo, mi padre tenía razón: es usted una mujer singular. Me será útil.
«Como quien compra un coche o una cámara fotográfica», pensó la señora Kells.
—¿Eso quiere decir que sigo en mi puesto, señor?
—Por el momento.
Luego el conde salió de la biblioteca sin despedirse, dejándola sola y desconcertada.
El muchacho se había convertido en hombre entre visita y visita a Killmarnock, por imposición del testamento del anciano conde, que siempre pretendió que su hijo se sintiera tan próximo al castillo como lo había estado él. Durante los primeros años, y a pesar de su animadversión por la propiedad, el joven no había faltado ni uno solo; se quedaba un mes completo, volviendo locos a los sirvientes con sus idas y venidas, sus caprichos y sus exigencias. Atemorizando a todos. Contrariamente a su padre, el difunto conde, el joven se hizo odiar, pero sus estancias habían sido voluntad de su padre y tenía que cumplirlas, pues de otro modo la propiedad habría pasado a manos de una fundación.
Por fortuna para todos, cumplió los veinticinco años, y la cláusula prescribió. A partir de ahí, los negocios y las mujeres ocuparon todo su tiempo, y Killmarnock quedó relegado a una obligación de un par de días anuales, a lo sumo.
El día anterior se presentó de improviso, despidió a dos mozos que cuidaban de las caballerizas porque habían osado montar sus potros purasangre, y metió de nuevo el miedo en el cuerpo a los sirvientes.
La señora Kells, por descontado, jamás hizo comentario alguno sobre las apariciones, aún cuando ella misma las viera y estuviera a punto de enloquecer.
Se dio la vuelta nuevamente al escuchar algo como un arrastrar de pies a sus espaldas.
¡Allí estaba! Como en otras ocasiones. Medio escondido entre las sombras. De no haber sabido que era él, podría haberlo confundido con el actual conde.
Hacía dos años lo había visto por primera vez. Después del sobresalto inicial y a pesar del susto, aún tuvo el valor suficiente para increparlo, creyendo que se trataba del otro. Sin embargo, él no contestó y siguió mirando con gesto de enojo el cuadro de Shannon Killmar a los tres años de edad, que un desaprensivo visitante había lastimado por descuido, luego de saltarse la cinta de seguridad.
Miriam lo había observado con más detenimiento mientras se le aproximaba. Percibió algo extraño en su silueta, algo… etéreo, misterioso y terrible. Un cosquilleo de miedo le recorrió la espina doral.
Cuando él se volvió y la miró fríamente a los ojos, la señora Kells soltó un grito sofocado y se desmayó. La encontraron dos muchachas del servicio, la llevaron a su cuarto y avisaron al médico del pueblo cercano. Durante más de media hora, una vez recuperado el conocimiento, Miriam Kells no pudo articular palabra. Y para cuando pudo hacerlo, pensó que lo mejor sería callar o correría el riesgo de que la ingresaran en un psiquiátrico. Pero no olvidaría nunca aquellos ojos fríos, verdes, irisados y electrizantes que la hicieron regresar al abismo del desmayo.
Lo que había visto en el claustro no era una persona. ¡No era humano! ¡Y sin lugar a dudas, no era el conde! Al menos, no el actual conde Killmar.
Su cuerpo, alto, erguido, orgulloso, era el cuerpo de verdadero guerrero y se difuminaba mientras ella lo observaba. Los muebles se traslucían a través de aquella aparición del infierno.
Muchos días después, cuando Miriam Kells se sintió con ánimo para regresar al trabajo, anduvo por el castillo con el corazón encogido, dudando entre presentar la renuncia y escapar de allí a toda prisa o acudir a un psiquiatra. En cada rincón, en cada sombra, le parecía ver la alta figura del Conde Errante, Dargo Killmar.
Por fortuna, Miriam no era una mujer que se amedrentara ante cualquier cosa, y tras unos días de temor y angustia, pensó que si realmente había visto al conde muerto hacía casi quinientos años, debía de existir una explicación. Ella no creía en fantasmas, pero había vivido una experiencia en su propia carne que sembró en ella la incertidumbre y la duda. Y eso le hacía cuestionarse la existencia del Más Allá.
Su convicción fue total cuando lo vio por segunda vez, justo dos meses después de la primera aparición.
Él estaba en la rosaleda del jardín y tenía un rostro enormemente atractivo a pesar de su semblante contrariado. Aquella mirada verde parecía reflejar un deseo de destrucción, pero, a la vez, su mano derecha acariciaba una de las rosas blancas henchidas y aterciopeladas. Sujetaba la flor con mimo, como si fuera de cristal.
Miriam se había acercado despacio, con el corazón martilleándole de forma acelerada en el pecho. Los latidos le retumbaban en los oídos, ahogando todos los demás sonidos, y sentía que tenía el cráneo a punto de estallar.
—¿Señor?
La aparición se volvió en redondo y la cólera en su mirada se suavizó, aunque sus ojos seguían siendo fríos y penetrantes. Miriam tembló de pies a cabeza. El empezaba a desvanecerse de nuevo entre las flores, y ella, armándose de valor, comentó:
—Están preciosas este año, ¿no le parece, señor?
La figura dejó de evaporarse. Miriam observó sorprendida el guiño del fantasma. Dargo Killmar no dijo nada. Seguramente no podía, pensó ella. ¿Acaso los fantasmas hablaban? Pero la aparición asintió con un ligero movimiento, arrancó la rosa blanca y se la tendió. Al borde del desmayo, la señora Kells estiró su mano para aceptar el presente. No llegó a hacerlo. Dargo se difuminó en el aire y la rosa cayó a tierra.
En circunstancias normales, Miriam podría haber acabado en un manicomio. Serenamente, sin embargo, hizo averiguaciones sobre el paradero del actual conde y, una vez que supo que se encontraba en Tokio en el mismo momento en que ella se cruzara con el espectro, una increíble tranquilidad la invadió. Se sintió especial y más creyente que nunca.
Desde entonces lo había visto algunas veces más. Le sonreía y se marchaba a sus quehaceres, pero no intentaba entablar conversación de nuevo por temor a que él le respondiese. Una cosa era ver a un muerto, convivir con un fantasma, y otra diferente dialogar con él. No creía poder mantener su mente a salvo si Dargo Killmar empezaba a hablarle desde el Otro Lado. Prefería descubrirlo por sí misma cuando le llegara su tiempo.
Dargo tenía en las manos, en esos instantes, una muñeca de trapo que había pertenecido a su hermana y que se mostraba a los visitantes del castillo como un juguete excepcional de época. Y estaba furioso. Ahora, después de tantos encuentros, ella podía adivinar su estado de ánimo.
Miriam se sentía pesarosa por él. Debía de resultar insoportable verse obligado a vagar entre los muros del castillo sin encontrar la paz eterna. Si la leyenda era cierta, aquel ser no hallaría su camino hacia la eternidad hasta recuperar la reliquia de la familia.
A ella le habría gustado ayudarle.
—Buenas noches, señor —se despidió, muy bajito, alejándose hacia las cocinas.
El conde, por supuesto, no contestó, pero pareció oír con claridad su saludo, siguiéndola con la mirada.
L
a tarde se había metido de nuevo en agua y Cristina lamentó para sus adentros haber sucumbido a los buenos modos del abogado, retrasando su salida hacia Killmarnock.
De nuevo al volante, avanzó unos pocos kilómetros y el automóvil empezó a cabecear levemente. Ella se bajó. Había pinchado.
—¡Joder! ¿Será posible…?
Esperó unos minutos para ver si escampaba, pero la lluvia arreciaba cada vez más y ella se encontraba en medio de la nada, sola, con la oscuridad envolviéndola ya como un manto húmedo y con el maldito coche averiado. Había dejado atrás una población pero creía que distaba más que el castillo, de modo que sólo quedaba caminar, aunque llegara como un perro de aguas. ¿Para eso se había puesto su mejor conjunto y sus zapatos nuevos?
Decidió que no podía quedarse a dormir en pleno campo, de modo que agarró el bolso y la documentación del vehículo, abrió la puerta y salió al temporal. Tiritó y maldijo a voz en grito cuando las gruesas gotas de lluvia se colaron por el cuello de su americana y se escurrieron por su espalda.
—¡Mierda!
Rodeó el coche, abrió el maletero y sacó su neceser, donde guardaba lo indispensable. Ni se le ocurrió tocar las dos maletas de ropa que llevaba. Ya iría alguien a buscarlas cuando dejase de llover, si es que no se las robaban.
Afortunadamente el tiempo no era frío y la distancia no era demasiado larga. Se quitó la chaqueta, se la colocó por encima y echó a andar a grandes zancadas, para nada femeninas, rumiando su mala suerte y acordándose de un santo distinto cada vez que sus zapatos se hundían en los charcos de la maldita carretera, totalmente embarrada, que deberían haber asfaltado de nuevo hacía tiempo. Se rindió ante la imposibilidad de sujetar bolso, neceser y chaqueta, de modo que volvió a ponerse la prenda empapada y, sin dejar de jurar por lo bajo, aceleró la marcha. ¡Podría dar gracias si no pillaba una pulmonía!
Unos veinte minutos más tarde divisó el castillo de Killmarnock. Afortunadamente, la lluvia había dado paso a unas gotas espaciadas que caían en un suave siseo.
Se quedó mirando aquella enorme mole de piedra, incomparablemente hermosa, como una tonta, sin acordarse del cansancio, del agua que le chorreaba del cabello y por el rostro, de sus zapatos recién comprados cubiertos de barro y mucho menos de su traje de chaqueta, completamente arruinado. ¡Y en la etiqueta se leía: «Lávese en seco»!
No pudo precisar el tiempo que permaneció allí, extasiada, contemplando las almenas, los torreones cuadrados, el increíble puente levadizo sobre lo que parecía ser el foso, preguntándose si estaba soñando.
¡Killmarnock era una maravilla! Bloques de piedra oscurecida por el tiempo y los elementos, cristaleras grandes y saeteras. Una mezcla entre castillo y palacio, donde ondeaban los pendones de Killmar. Sus muros, erigidos en silueta imponente, se alzaban en la cúspide de una pequeña colina cimentados sobre un suelo liso de pradera. Era una estampa de estética defensiva con aquel romántico verde alfombrado. Tras la verja de hierro forjado se extendía un jardín que abrazaba el castillo como un sueño. Aunque la luz escaseaba, Cristina pudo distinguir los ciruelos rojos, la figura esbelta de los abetos y aquellas copas frondosas de unos castaños que flanqueaban un camino de gravilla, al fondo del cual un semicírculo de sauces llorones y mahonias acogía el desnivel que acercaba al puente.
Tuvo la sensación de que aquello era irreal, fruto de la fantasía de una niña de cinco años que soñaba con príncipes y princesas, con dragones y villanos, después que su padre le hubiera leído alguno de aquellos cuentos de hadas antes de dormirse.