—Adelante.
La calva de Rob asomó por el otro lado.
—La señora Kells ha pensado que le apetecería un té, señorita Ríos.
—La señora Kells es un amor y usted otro —lo premió la joven retirando los papeles esparcidos sobre la mesa para que el hombre, grandote y de aspecto tosco, depositara con delicadeza la bandeja que traía en las manos. Esperó a que él sirviese el té y luego, mirándolo a los ojos, dijo—:
Tapadh leat
, Rob.
El criado sonrió en señal de agradecimiento, le dedicó una inclinación de cabeza y desapareció con el mismo sigilo que un gato, sin hacer el menor ruido a pesar de su complexión.
Cristina disfrutó a solas de su taza de té. Estaba tan bueno que se sirvió una segunda y después encendió un cigarrillo. Exhaló el humo con deleite y se acercó a los ventanales. Al expulsar la bocanada miró el cigarrillo con aprensión, acordándose del conde y de su desafortunado encuentro. ¡Cualquiera le contaba a Alba que lo había echado todo a perder! Era guapísimo, eso no se podía negar, pero odioso. Lástima que un ser tan estúpido tuviera en sus manos la suerte de tantas personas. Le había desagradado tanto que aún estaba furiosa, y estuvo pensando toda la noche si enviar o no a aquel arrogante hijo de perra al cuerno, tomar sus cosas y largarse. Si tanto le urgía catalogar sus jodidos cuadros, que se buscase a…
No vas a irte, cariño, y lo sabes. Tu jefe confía en ti y tú no vas a defraudarlo.
—Pues que mande a otro. ¿ Y perderte la estancia en Killmarnock? —la aguijoneó su conciencia—. ¿A quién tratas de engañar? Este castillo te encanta, bonita.
En el exterior, densos nubarrones encapotaban el cielo, ya oscuro, y volvía a amenazar lluvia.
Cristina dio otra larga calada al cigarrillo, enfadada con sigo misma.
Y entonces lo oyó claramente.
Un chasquido.
Giró en redondo, alertada, y lo vio.
Una gran figura se encontraba en un rincón del estudio, fundiéndose con las sombras. Era imponente. O al menos eso le pareció a Cristina, que se quedó tan asombrada que olvidó soltar el humo y hasta respirar.
La sombra se movió ligeramente y ella pudo ver unas piernas largas enfundadas en botas negras de caña alta.
—Tienes un vicio horrible,
acushla
—le oyó decir.
Cristina expulsó todo el aire de sus pulmones de golpe, junto con el humo retenido, en una explosión de tos. El cigarrillo se le cayó de los dedos. Entre lágrimas, distinguió a un hombre alto, de un metro noventa aproximadamente, ataviado con unos ceñidos pantalones oscuros y una inmaculada camisa blanca, abierta hasta el pecho. No llegó a verle el rostro, porque en ese mismo instante se apagó la luz, como si alguien hubiera pulsado el interruptor, y el estudio quedó completamente a oscuras.
Cristina retrocedió en el acto y se pegó a los ventanales, con el frío del cristal en las palmas de las manos a su espalda y la vista buceando en medio de la oscuridad reinante.
—Esto no tiene ninguna gracia —tronó con un aplomo en la voz que, en realidad, no sentía—. ¿Quiere conectar de nuevo la luz, por favor?
No obtuvo respuesta.
Tragó saliva con esfuerzo y no se atrevió a moverse de donde se encontraba. Su sexto sentido le decía que seguía habiendo una presencia extraña. No era una mujer miedosa, ni mucho menos, pero aquel hombre… —¿por dónde había entrado?— le provocaba pánico.
Después de varios minutos con el corazón enloquecido, sin oír ni un susurro, temblando, comenzó a pensar de nuevo con claridad. Avanzó con resolución hacia donde situaba la mesa de trabajo. Se llevó por delante una de las sillas y se lastimó la rodilla, lo que la hizo soltar un taco de calibre. A tientas, localizó la lámpara y presionó el interruptor. El halógeno disipó la oscuridad en parte. Ella escudriñó con rapidez más allá del halo de luz, buscando al hombre en todas direcciones, pero allí no había nadie.
Las sombras sólo albergaban sombras.
Volutas de humo ascendían del suelo. Apagó el cigarrillo de un pisotón.
—Serás idiota —se dijo en voz alta mientras recogía la colilla con manos temblorosas.
Aunque decidió no comentar con nadie el incidente en el que había demostrado su falta de control ante una situación que la sobrepasaba, ridícula por un lado pero también angustiosa, no pudo por menos que preguntarle a Miriam, a quien había pedido que la acompañase mientras cenaba:
—¿Con qué número de personal cuenta el castillo?
—Diez personas para el interior…, bueno, ahora solamente nueve, después del despido de la pobre Corcha. Dos jardineros, un par de mozos de las caballerizas, y ahora contratados para las mejoras de las habitaciones del ala este, pero ellos sólo vienen durante el día. El señor despidió a dos criados cuando llegó. ¿Por qué lo pregunta?
—Siento lo de esa muchacha. —Removió con el tenedor las verduras salteadas, aunque apenas las probó. El nudo que tenía en el estómago no la dejaba tragar bocado.
—Las cosas son así cuando él viene. ¿Por qué está interesada en el personal? ¿Tuvo algún problema, señorita?
—No. No, desde luego que no. Sólo que esta tarde me encontré con alguien que no parecía encajar aquí.
—Posiblemente uno de los operarios. Acaso uno del mantenimiento de la caldera. Esta misma mañana se bloqueó una válvula. Tenemos contratada una empresa que nos envía personal a cualquier hora del día.
Cristina se sintió como si le estuvieran pisando un callo.
—Posiblemente, aunque… bueno, resultaba muy sorprendente. Y su vestimenta inapropiada para… En fin, no me pareció ni de esta época, la verdad.
Miriam dejó su tenedor suspendido en el aire, a medio camino entre el plato y su boca. Sus ojos se fundieron con los de Cristina. Una terrible duda la asaltó. Se fijó en que la joven apenas había tocado la comida.
—¿Cómo iba vestido? —preguntó con un hilo de voz.
—No lo pude ver bien. Me pareció que llevaba pantalones ajustados oscuros, quizá negros. Botas altas. Y camisa blanca desabrochada. Muy fuera de lugar.
Miriam dejó definitivamente el tenedor en el plato. Hizo una seña al criado que esperaba pacientemente en un rincón y él salió del comedor. Sólo entonces preguntó:
—¿Le dijo algo?
Cristina apreció su gesto de preocupación.
—Vaya, Miriam, no pasa nada. No me incomodó de ningún modo. Imagino que no vamos a poner en marcha una investigación porque alguien me asustara un poco, ¿verdad? —Se echó a reír—. No me gustaría ser la causante de otro despido. Supongo que fue la atmósfera del castillo y todo eso. Desde que llegué hay ocasiones en que me siento extraña. Sí. Supongo que fue una tontería por mi parte.
Miriam asintió en silencio. Era mejor que ella pensara así, desde luego.
—En cualquier caso, mañana trataré de enterarme de quién era ese hombre. No me gusta que los de mantenimiento deambulen por donde no deben. Tiene que probar el postre, no ha cenado nada. Ailin, la cocinera, ha preparado un soufflé especial en su honor —la animó, cambiando de tercio.
—Son ustedes muy amables.
La señora Kells tocó una campanilla y el criado volvió a aparecer, retiró los platos y se marchó de nuevo.
—«Tienes un vicio horrible,
acushla
» —musitó Cristina de repente.
—¿Cómo dice?
—Estaba fumando un cigarrillo. «Tienes un vicio horrible,
acushla
.» Eso fue lo que me susurró antes de… de desaparecer. ¿Qué significa
acushla
?
—Cariño —respondió Miriam, blanca como la cera.
Cristina no durmió bien aquella noche.
A pesar de la larga ducha caliente y un par de aspirinas con una infusión, tardó en conciliar el sueño. Tenía la impresión de que alguien estaba siempre cerca, de que la vigilaban. Revisó el cuarto de cabo a rabo hasta llamarse idiota, buscando no sabía qué cosa. Y cuando al fin, después de infinitas vueltas en la cama, pudo cerrar los ojos, se sumió en un sueño inquieto asaltado por pesadillas. Alrededor de las cuatro de la madrugada, consiguió por fin relajarse lo suficiente como para descansar un poco.
Dargo se paseaba por la habitación, con una inquietud que no había percibido en siglos. La presencia de aquella mujer en su habitación —¡en su cama, por amor de Dios! —le hacía hormiguear la sangre por sus venas.
Se acomodó en el hueco de la alta y angosta ventana, apoyando un pie en el asiento de piedra. La misma ventana desde la que, hacía ya casi cinco siglos, avistara al grupo armado que atacó Killmarnock aquella noche aciaga en la que él murió.
«¿Morí?», se preguntó, con un gesto sardónico. Bueno, había dejado de pertenecer en parte al mundo de los vivos.
Habían lavado y aseado su cuerpo, y le habían puesto la armadura antes de depositarlo en la sepultura que tenía reservada en el panteón familiar. No era más que un cadáver. Para el resto del mundo había muerto. Pero no para él. Ni para su padre, que debía de estar siguiendo sus pasos desde el Otro Lado, siempre atento a que su maldición se cumpliera.
Aquella condenada noche había empuñado su espada, les había dado un beso a su esposa y a su hijo y luego había corrido escaleras abajo llamando a sus hombres a gritos. Repelieron el ataque enemigo. Consiguieron cerrarles el paso en el rastrillo y hacerlos retroceder. Debería haber sido suficiente. Con seguridad aquellos desgraciados no habrían regresado, después de sufrir tantas bajas y huir. Pero él era Dargo Killmar, el señor de aquel lugar. ¡Orgulloso, altanero, arrogante como nadie antes lo fuera! Amo y señor de tierras y hombres. Tenía que demostrar que él podía acabar con aquella pandilla de indeseables, exterminarlos a todos.
Los persiguió hasta el exterior de los muros, acompañado únicamente por Derry y dos hombres más.
Aquel acto estúpido lo llevó a encontrarse con el puñal que puso fin a su vida.
Cayó acuchillado a traición, en lugar de morir honrosamente, enfrentándose cara a cara con su enemigo. Cuando quisieron auxiliarlo, era ya demasiado tarde. Expiraba. La daga le había atravesado el pulmón. Al ver los ojos enceguecidos de su amigo Derry se dio cuenta de que iba a morir.
Derry había intentado salvarlo aun a costa de condenarse él mismo, utilizando los poderes que le estaban prohibidos… Por un instante Dargo sintió que podía escapar del largo túnel de luz que lo arrastraba al Otro Lado, pero no podía permitir la perdición de Derry ni siquiera para seguir vivo. Se negó a recibir aquella ayuda. Con su último aliento le pidió que cuidase de Alyssa y del pequeño Jamie, el hijo que ella le diera.
Su matrimonio no fue por amor, sino una transacción comercial, el apretón de manos de dos hombres. El padre de Alyssa quería emparentar con el gran señor de Killmarnock, Killmarsun y Killmarwood, con poder suficiente para presentarse ante el rey sin audiencia, y su padre deseaba perpetuar su linaje, tener un nieto. Aunque su padre ya no estaba, él quiso hacer honor a su palabra y se desposó con la muchacha tres inviernos después de la masacre.
Nunca amó a mujer alguna, simplemente aceptaba a cuantas se arrojaban a sus brazos. Y Alyssa tampoco lo amó a él. Más bien habría podido decirse que odió su forzada unión. Durante el corto tiempo que duró su matrimonio, fue esquiva, una mujer sin carácter, pusilánime, que temía a los hombres, a todos los hombres, y a la que repugnaba que la tocaran. Acató el mandato de su padre porque era su deber como hija y porque no le quedó otro remedio, pero estar casada con un guerrero de la estirpe de los Killmar supuso un verdadero trauma para ella, porque amaba la delicadeza, la poesía y la pintura. Habría hecho una gran pareja con Lian, hermano de Dargo, si aquel cabrón de James de Hibern no le hubiera quitado la vida.
Dargo sólo hacía uso de sus derechos maritales ocasionalmente, de modo que aquel bloque de hielo que era su esposa lo obligó a buscar entretenimiento en otras camas. El matrimonio, por tanto, no fue sino una obligación más que él debió asumir para dotarse de un heredero con el que perpetuar su apellido.
Así que ahora que la vida se le escapaba, recurrió a Derry, al que quería como un hermano, y le encomendó su cuidado y el de su hijo.
Cuando llegó su hora, era joven para morir. Acababa de cumplir los treinta y dos años. Recordó la sensación de impotencia que lo embargó mientras sus ojos se cerraban, por el modo alevoso en que encontró la muerte, asesinado con cobardía y vileza. Habría preferido morir mirando a su enemigo a los ojos, como todo buen guerrero.
Lo que aconteció después aún le producía claustrofobia al recordarlo: había dejado de respirar, comprendía que había muerto para los demás, pero seguía oyendo las maldiciones de sus hombres y, más tarde, cuando llevaron su cuerpo sin vida de regreso al castillo, los llantos de las criadas, y los «muy convincentes» sollozos de su joven viuda, cuyas lágrimas le caían sobre el rostro.
En los primeros momentos, él quiso gritarles que no había muerto, que aún estaba entre ellos. La agonía fue indescriptible. ¡No podía hablar! ¡Ni podía moverse! Los gritos de angustia resonaban solamente en su cabeza, y era incapaz de mover un solo músculo de su cuerpo. No había modo de llamar la atención de nadie. La desesperación había hecho mella en él hasta tal punto que creyó volverse loco. Doblemente loco, por su incapacidad de comunicación y por la ausencia de respuesta por parte de los demás.
Muchas horas después, al presenciar en persona los pasos que se daban en honor al muerto: el lavado, el aseo, el vestido, la capilla ardiente, las preces del sacerdote con la unción de óleos, las lágrimas, el ir y venir de pésames, comenzó a comprender lo que le estaba sucediendo.
¡Era la maldición! Se estaba cumpliendo, tal y como dijera su padre: «Vagarás por entre estos muros hasta que el firmamento alumbre la Sagrada Reliquia, y alguien ofrezca su vida por ti —recordó sus palabras—. Hasta que el firmamento alumbre la reliquia…»
Desde aquella noche él había tratado de encontrar el tesoro más sagrado de los Killmar. Estudió el cielo durante noches, esperando, acaso, que un rayo divino iluminara un punto del castillo, proporcionándole la pista que necesitaba. Ordenó poner el castillo patas arriba, desde las almenas hasta las mazmorras. Todo fue inútil. Murió sin encontrar la reliquia y estaba claro que no descansaría, que no podría reunirse con sus familiares en el Otro Lado hasta purgar su culpa, hasta pagar por haberles fallado.
Cristina gemía en sueños y se agitaba entre sábanas revueltas. Él la observaba, incapaz de parar la sangre acelerada en sus venas y el deseo más vil en su bajo vientre. Ya no era un ser vivo, pero la maldición lo martirizaba con la misma lujuria que cuando lo estaba, la misma necesidad de mujer que satisfacía cuando entraba en cualquier aldea y las mozas se le acercaban y coqueteaban con él, dispuestas a acudir a su lecho.