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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Fantástico, Romántico

Lo que dure la eternidad (28 page)

BOOK: Lo que dure la eternidad
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—¿Ocurre algo, señorita?

—Necesito su ayuda, señora Kells —habló la joven atropelladamente—. Tengo que saber si la letra de estos bocetos y la de este poema son de la misma persona. Siento molestarla, Miriam. Seguramente es una tontería, pero he de averiguarlo. ¿No me comentó que Duncan trabajaba para la policía?

—En efecto. Es calígrafo, pero… Ya entiendo. ¿Cree haber encontrado algo?

—No lo sé.

—Averigüémoslo —dijo, tirando de ella.

La habitación que ocupaba Duncan estaba a escasos metros. Miriam llamó tres veces y luego empujó la puerta sin ninguna ceremonia, colándose dentro con Cris a la zaga.

—¿Qué diablos…? —protestó Duncan cuando la luz lo golpeó en la cara—. ¡Abuela! ¡Señorita Ríos!

—Levanta de la cama —ordenó el ama de llaves—. Tienes trabajo.

—¿Tiene que ser ahora? ¡Por todos los santos, abuela! ¡Estoy desnudo!

—Pues ponte algo encima —se impuso Miriam, y ambas le dieron la espalda a Duncan.

Escucharon al joven despotricar y el rechinar del somier cuando se incorporó. Un momento después, Duncan avisó:

—Vale. Estoy visible. —Sólo llevaba un simple batín y se estaba calzando unas zapatillas—. Espero que sea importante,
seanmhair
.

Miriam no necesitó pedirle a Cristina que le pasara los pergaminos. Acto seguido, se los tendió a su nieto.

—Necesitamos saber si la letra de ambos papeles es de la misma persona.

Duncan echó un primer vistazo. Se acercó hasta la pequeña mesilla de noche, encendió la lamparilla y extendió los pergaminos debajo.

—Yo diría que es posible.

—¿Posible o seguro? —lo acució Miriam.

—Tendría que estudiarlos más detenidamente, abuela.

—¡Pues hazlo ya!

No había excusa posible. Era una orden. Duncan observó a ambas mujeres expectantes, la señorita Ríos un poco más nerviosa. Se encogió de hombros, se olvidó del mullido colchón, seguro ya de que su abuela no iba a dejarle pegar ojo hasta que le diera una respuesta. Abrió el armario, sacó un maletín y extrajo de él una lupa. Volvió a examinar ambos documentos a la luz de la lamparilla. Hizo algunas anotaciones y se mantuvo en silencio durante un buen rato. Al final, se puso de pie, asintió y devolvió los pergaminos a Cristina.

—Sin duda. Los escribió la misma persona, aunque en éste los trazos se efectuaron con cierta premura, sin acabar de cerrar las oes ni alargar las…

—Ahórrate la clase teórica, Duncan —lo cortó Miriam—. ¿Significa eso algo para usted, señorita?

Cristina, de repente, sentía un frío intenso. Sabía que estaba cerca de algo, pero ¿de qué?

—No lo sé, Miriam. Significará siempre y cuando el quinto conde de Killmar no tuviera afición al dibujo.

La irlandesa no entendió nada.

—¿Por qué son tan importantes esos papeles? —quiso saber Duncan, bostezando y rascándose la cabeza, convirtiendo su cabello en una maraña naranja que le confería un aspecto muy gracioso.

—Tampoco lo sé —contestó Cris—. Son solamente unos dibujos de tumbas y un poema. Y tengo la sensación de que es un aviso.

—¿Un poema? —se extrañó Miriam—. ¿Un poema de Augustus Killmar?

—Sí.

—Vaya. Por lo que yo sé de la familia, el único al que le gustaban las artes era el hijo menor, Lian. Usted misma lo pudo comprobar al ver sus óleos. El poema ¿qué dice?

Cristina enrolló los pergaminos con cuidado.

—Está dedicado a su esposa. A Fionna. —Lo recitó de memoria—. Fechado el 22 de diciembre del año del Señor 1535.

—¿Ha dicho el 22 de diciembre?

—Eso es.

—Pues falta poco para el aniversario de ese poema —intervino Duncan, bostezando de nuevo.

La señora Kells guardó silencio por un momento y luego, sin dirigirse a nadie en particular, se preguntó en voz alta:

—¿Por qué escribiría un poema a su esposa el mismo día de la masacre?

Cris parpadeó varias veces seguidas.

—¿Qué ha dicho?

—Que si yo no estoy confundida, el día 22, hace 469 años, se perpetró el asesinato de lord Killmar y su familia. Justo dos años después de la muerte de la condesa.

—¿Está segura de la fecha?

—Creo que sí. Vamos a la biblioteca, señorita —dijo, tomándola del brazo—. Hagamos la comprobación.

—Abuela…

—¡Acuéstate, Duncan! Esto podemos hacerlo nosotras solas.

El libro estaba tan desgastado que el dibujo de la cubierta apenas resultaba visible. Era un libro grande, de pergaminos desiguales, encuadernado en piel basta y toscamente cosido a mano. Sus hojas estaban amarillentas y sobadas por el toqueteo de muchas manos. Se trataba del libro en que los Killmar habían ido registrando, generación tras generación, la fecha de los nacimientos y las defunciones de la familia y de los sirvientes, incluidos los arrendatarios de las tierras circundantes, desde el año 1134. Cristina lo trató con veneración. Tenía en sus manos una verdadera joya.

—Aquí están las fechas de la familia del quinto conde —señaló, después de pasar varias hojas con cuidado—. Fionna Kiney de Killmar, nacida el 12 de agosto de 1488. Fallecida el 22 de diciembre de 1533. Augustus Killmar, nacido el 1 de abril de 1478. Muerto el 22 de diciembre de 1535. Lian… Shannon…, muertos en la misma fecha. Dargo Alasdair Killmar, nacido el 15 de agosto de 1508. Muerto el… —Al llegar a la fecha del fallecimiento de Dargo, Cristina tuvo la sensación de que el suelo se hundía bajo sus pies.

Allí constaba el día de su muerte, en tinta negra. Los trazos eran más suaves, como si los hubiese escrito una mujer, seguramente su esposa. Cristina parpadeó para evitar que las lágrimas cayesen sobre el pergamino. Muerto el 5 de marzo del 1540, a los 31 años de edad.

Cerró el libro y se dejó caer en uno de los sillones de la biblioteca. Se masajeó las sienes, que habían comenzado a palpitarle dolorosamente. Miriam devolvió el libro a su lugar y después se sentó en el brazo del sillón para acariciarle el cabello.

—¿Por qué lord Augus escribió un poema para su esposa el mismo día en que les dieron muerte? —volvió a preguntarse Cris—. Tiene que querer decir algo. Lo presiento.

—No imagino qué. Mi especialidad no son los misterios.

—Killmarnock fue asaltado de noche. Ahora resulta que el mismo día, el conde le escribió un poema a su fallecida esposa —seguía pensando en voz alta—. ¿Cuándo escribió el poema? ¿Antes del ataque? ¿Mientras los atacaban?

Miriam se pellizcó el caballete de la nariz.

—Tiene algo que ver, ¿no es cierto? Usted imagina que ese poema tiene algo que ver con todo este secreto, con la desaparición de la reliquia y la maldición.

—Estoy segura, Miriam, pero no acabo de ver la conexión. Creo firmemente que Augus nos dejó una pista y sólo tenemos que encontrarla.

Poco después, cuando los relojes daban la medianoche, Cristina acompañó a Miriam a su habitación y ascendió, cansinamente, hasta la suya propia. Era absurdo que pasaran ambas la noche en vela. Le dolía la cabeza de pensar en aquel endiablado acertijo para el que no encontraba solución.

Recostada en los almohadones, con la vista perdida en los altos techos y los pergaminos abrazados aún contra su cuerpo, repasó una y otra vez los dos únicos datos de que disponía para resolver el enigma. Ya no iba a poder conciliar el sueño. Killmarnock fue atacado un 22 de diciembre. Augus escribió un poema un 22 de diciembre. Y la condenada reliquia desapareció justo un 22 de diciembre. En todo esto debía de haber una ilación. Los hechos no habían sido fortuitos, estaba convencida, pero ¿qué quiso decir el conde al escribir el poema? ¿Lo escribió en un momento de añoranza por su esposa puesto que era el segundo aniversario de su muerte? ¿Lo escribió durante el asalto al castillo para dejar una señal? ¿Escondió él mismo la reliquia? ¿La robaron? ¿Significaban algo aquellos dibujos de sarcófagos? ¿Acaso la sandalia de Jesús de Nazaret estaba escondida en una de las sepulturas?

—Si existe una relación entre los bocetos y el poema, eres la única que puede conseguir descifrarla,
acushla
.

La voz de Dargo, cansada y desalentada, la hizo volver al presente, sobresaltada. ¡Mierda! ¡Nunca se acostumbraría a sus repentinas apariciones! Lo buscó entre las sombras hasta distinguir, junto a uno de los ventanales, su alta y espléndida figura. Tenía un hombro apoyado en el muro, y los poderosos brazos cruzados sobre el pecho. El cabello, suelto a la espalda, daba la impresión de mecerse por la brisa…, aunque no había brisa alguna. Bajo la abierta y amplia camisa blanca, que destacaba en la penumbra como un faro, podían apreciarse sus tensos músculos y su piel morena. Todo en él era increíble. Era un ejemplar soberbio. Un fantasma arrogante y orgulloso que, sin embargo, clamaba por su ayuda.

Cristina sintió una compasión profunda por él. Lo amaba. Lo amaba como jamás había amado a un ser humano, y la atormentaba no ser capaz de prestarle lo que demandaba.

Dejó los pergaminos sobre la cama y se levantó. Fuera, la noche lucía desapacible y fría, aunque despejada. A lo lejos, se divisaban las siluetas de los bosques. Y la escarcha blanquecina.

Los troncos de la chimenea se habían apagado ya hacía rato, pero Cristina no tenía frío. Una vez más, cuando Dargo se encontraba cerca, aquel suave calor que emanaba de su cuerpo, casi etéreo ahora, la envolvía y reconfortaba. Se le acercó a pasos lentos.

Dargo se ladeó un poco para mirarla, y ella se quedó sin respiración ante sus ojos. Dos gemas verdes, brillantes, inhumanas, gritando al mundo, en silencio, en señal de una agonía que la hería como un cuchillo. Intuyó que él había perdido la esperanza, aunque ella sabía que estaban muy cerca de descifrar el misterio.

Habría querido estrecharle, darle fuerzas, confortarlo en su angustia, pero ella tenía una opresión en el pecho que le impedía respirar y sabía que si lo intentaba sólo tocaría el aire…

Estaban tan cerca… y tan tejos a la vez, que Cristina quería blasfemar hasta quedarse afónica.

Se situó delante del fantasma y miró al exterior. Las copas de los árboles apenas se mecían y hasta a las alturas parecía llegar el lamento de Killmarnock. Se dejó llevar por la ensoñación al contacto de algo cálido que rodeaba su cuerpo. Dargo la abrazaba, y ella se dejó caer contra su pecho granítico, anhelando su protección, su fuerza de guerrero. Lo amaba con locura.

Dargo aspiró el perfume que despedía su cabello. No podía abrazarla como deseaba, pero su mente le regalaba la quimera de tenerla entre sus brazos. Se mordió los labios cuando Cristina se echó ligeramente hacia atrás, como si realmente se apoyara en él.

—¡Dios! —suplicó contra su pelo—. Sería tan hermoso…

Permanecieron así, abrazados en la imaginación, durante mucho tiempo. La noche los arropaba como a dos amantes a los que el sueño sólo adormece, saboreando cada instante como si fuera el último. El silencio era su capa. La oscuridad, el cobijo que los transformaba en dos apariciones.

Cristina se dejó mecer por los brazos de Dargo. Podía sentirlo. Era consciente de sus músculos, gruesos y duros como sogas. Se preguntó qué pasaría si ella muriera en aquel instante. ¿Se quedaría para siempre en Killmarnock, vagando por las almenas, como él desde hacía 469 años? ¿Podrían estar realmente juntos entonces? Desde la muerte de su abuela, Cristina huía de cualquier término que significara el final físico, y sin embargo, en ese instante, con la respiración de Dargo junto a su cuello, deseó morir. Era un pensamiento demente, totalmente absurdo e ilógico, pero allí y entonces quería convencerse de que estaba loca, de que había traspasado la barrera de la razón. Nada le importaba ya salvo poder tenerlo. Si para ello debía abandonar el mundo de los vivos y adentrarse en el de los muertos, estaba dispuesta.

—¿Tanta importancia tiene si mi padre escribió ese poema la misma noche en que atacaron Killmarnock?

La pregunta de Dargo la hizo regresar de súbito a la dolorosa realidad. Se volvió ligeramente para contemplar aquel rostro viril, atezado, adusto y terriblemente atractivo.

—Creo que es la clave —aventuró, bajito.

—Me dejó una pista, ¿verdad?

—Eso es.

—Demasiado tortuosa para la estúpida mente de un hombre del siglo XVI.

—Demasiado tortuosa para la estúpida mente de una mujer del siglo XXI.

Fuera, todo parecía estático. Vieron que empezaban a caer pequeños copos de nieve, como diminutas perlas de algodón que descendían lentamente hasta el suelo y se posaban sobre las copas de los árboles. Maravillada por el repentino cambio meteorológico, Cristina permaneció en éxtasis ante el blanco con que la nevada estaba pintándolo todo.

—Nieve para la Navidad —musitó Dargo a sus espaldas.

—Es preciosa.

—Lo es. He visto muchas nevadas, pero sigo asombrándome cuando veo los copos caer. Es como si los difuntos llorasen.

Cristina sintió un escalofrío al escucharlo.

—A mí me parece un regalo del cielo.

—Eso decía mi madre. —¿Le había besado el cabello?—. Disfrutaba en la nieve como una niña y solíamos jugar a batallas de bolas. Decía que la nieve era el anuncio del alumbramiento del Mesías.

Cristina asintió y se recostó otro poco contra él recordando que, también ella, cuando era una mocosa, se divertía revolcándose en la nieve con… Abrió los ojos de repente, de par en par. Sus circuitos neuronales se pusieron alerta. Giró en redondo para mirar a Dargo frente a frente.

—Repite lo que has dicho.

—¿Qué cosa?

—Repite lo que decía tu madre, Dargo.

—No sé qué quieres…

—La nieve era el anuncio del alumbramiento del Mesías. ¡Eso has dicho! ¡Lo has dicho!

Corrió hacia la cama, con el cabello flotando a su espalda como una capa dorada en la penumbra. Dargo la siguió, sin entender aquel repentino cambio, su ansiedad y su nerviosismo. Cristina encendió la luz y desplegó los pergaminos.

—¡Eso es! —gritó, mirándolo, sonriendo de oreja a oreja—. ¡Eso es, joder! ¡Lo hemos tenido todo el tiempo delante de nuestras narices, Dargo!

—¿Qué demonios hemos tenido delante?

—¡La clave! Mira. —El se inclinó sobre el lecho para echar un vistazo a los bocetos—. Mira estos dibujos. Estas flores.

—Bien, los veo. Diseños florales para adornar una sepultura.

—No cualquier sepultura, Dargo. No cualquier sepultura.

Riendo como quien ha perdido el juicio, Cristina giró con los brazos en alto, dando varias vueltas sobre sí misma, y se dejó caer boca arriba sobre la cama. ¡Tenía la solución del enigma en su mano! ¡Tenía la clave para salvar a Dargo!

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