—Cuando tengo tiempo, que no es mucho.
—Entonces, preciosa, voy a darle una lección de equitación que no olvidará. ¡Soy un centauro!
Cristina encontró divertidas sus payasadas y, afianzando las bridas en su mano derecha, lo incitó:
—¡Le reto a una carrera! El que llegue segundo al pueblo, pierde.
Tyron hizo corcovear a su caballo hasta que el animal se colocó a la par de la joven. Se irguió ligeramente sobre la silla y susurró en voz baja, tan cerca que su agradable perfume a colonia cara la envolvió:
—Y… ¿qué apostamos?
Ella se mordió el labio inferior, pensando, sin reparar en la mirada lujuriosa que él le lanzaba.
—¿Una cena?
Tyron se encogió de hombros.
—Estaba pensando en otra cosa… —insinuó.
Cristina rió de buena gana, suponiendo que se trataba de otra broma.
—Caballero, estoy comprometida.
No seas falsa, has roto con ese idiota de Óscar III.
—Le aseguro que voy a intentarlo todo para que olvide a su novio y acabe por aceptar la nacionalidad norteamericana. ¡Es una promesa!
Sus risas resonaron en los oídos de Dargo, que los observaba desde las almenas con gesto huraño. Apretando los dientes, con una cólera inhumana inundándole las venas, maldijo al americano y maldijo a Cristina por provocársela, por hacer que la deseara de una forma tan irracional. Sobre todo, porque ya no quería encontrar jamás aquella condenada reliquia y esperaba quedarse siempre cerca de ella.
Parnell no había mentido: demostró ser un jinete avezado y experto, de modo que la sobrepasó y ganó la carrera con facilidad. Cuando ella llegó a las primeras casas del pueblo, él había desmontado del caballo y ya la aguardaba.
—¡Gané! —Hizo el signo de la victoria.
Cristina admitió la derrota con elegancia, aceptando su ayuda para desmontar. Tyron la tomó de la cintura y dejó que su cuerpo resbalase junto al suyo lentamente. Ella advirtió su excitación y volvió a preguntarse la causa de no sentirse atraída por un hombre como aquél. No cabía duda de que era encantador, culto, conocedor de la vida… y de que pertenecía a su siglo. Claro que también Óscar era de su tiempo y lo había enviado al carajo por teléfono, sin tener siquiera la decencia de esperar a decirle cara a cara que su compromiso había pasado a mejor vida. «¡Todo es culpa de Dargo!», pensó, enojada.
No, bonita, la culpa es toda tuya.
Tyron la retuvo entre sus brazos más de lo que marcaba la cortesía, mirándola muy serio, y ella supo que iba a besarla. Se quedó aguardando, sin apartar su mirada y sin intención de separar su cuerpo de sus fuertes músculos. Quería probar. Debía cerciorarse de que aún conservaba un pie en la realidad.
Al sentir su boca sobre la suya, aceptó la caricia. Tyron profundizó el beso y la estrechó entre sus brazos, apresándola con ansia. Su lengua le acarició los dientes, libó sus labios… Cristina lo apartó empujando con las manos contra su pecho musculoso, tapado por el gabán. Se retiró y retrocedió, y el mohín de frustración de Tyron se lo dijo todo.
—Lo siento.
Parnell la soltó y carraspeó. De pronto, parecía no saber qué hacer con las manos y acabó metiéndoselas en los bolsillos.
—Perdóneme —rogó—. No pude resistir el impulso. Es usted muy bonita.
—Tomemos algo. En este pueblo debe de haber una taberna típica, imagino —sugirió ella para suavizar la incomodidad del momento.
—¡Ah, querida! —Tyron volvía a ser el divertido calavera—. Acepto encantado, pero recuerde que eso no es suficiente. El ganador quiere cobrar su premio y usted me debe una cena. Voy a encargarme de reservar una mesa en el restaurante más caro, se lo juro.
Cristina aceptó, agradeciendo que Tyron se tomara su rechazo con buen humor, y echaron a andar llevando a sus caballos de las bridas.
Aturdida aún, no pudo captar la bilis que él derramaba a sus espaldas acariciando con la mirada cada una de sus curvas. No pudo adivinar tampoco sus siniestras intenciones.
N
o regresaron al castillo para comer. La apuesta perdida se saldó con una comida, y Parnell avisó del retraso a la señora Kells, disculpándose en nombre de los dos. Habían dejado las monturas en un cobertizo, en la parte de atrás de una taberna, y deambularon por el pueblo como dos buenos amigos. Ambos parecían haber olvidado el incidente. Luego buscaron un restaurante pequeño y acogedor, decorado con motivos de caza. Los acomodaron al lado de la chimenea, y ellos degustaron un excelente puré de verduras, pescado en salazón y un sabrosísimo guiso de carne, todo ello acompañado con dos buenas jarras de cerveza helada.
Tyron demostró ser un hombre inteligente, versado en temas diversos, capaz de abstraer a cualquiera de sus preocupaciones. Hablaron de Estados Unidos, de España y de Irlanda. Sobre todo de Irlanda.
—Hibernia —nombró él con ensoñación—. Nunca he entendido el motivo por el que se han cambiado los nombres que los romanos dieron a los pueblos. Hibernia resulta mucho más… mágico.
—Bueno, han pasado unos cuantos años desde que los romanos conquistaran esta isla —comentó Cristina, atacando una buena porción de pudin con pasas que estaba delicioso—. Aunque, en realidad, nunca fue conquistada del todo. Y dígame, señor Parnell, ¿cómo van sus estudios?
—Tyron, por favor. Ya somos amigos, ¿no es cierto?
—Tyron —asintió la joven.
—¡Este pudin está soberbio! ¿Te tomarías otra ración?
—No puedo ni con un café.
—Pues yo repito, si no te importa. —El americano hizo una seña al dueño del local con el dedo, indicando el plato vacío. Luego devolvió su atención a la joven—. He encontrado bastantes datos sobre los
Tuatha Dé Danann
, considerados los verdaderos ancestros del pueblo irlandés. La biblioteca de Killmarnock es increíblemente rica. Los druidas ya estaban aquí cuando los escotos, una tribu muy primitiva, asoló lo que era provincia romana, durante el reinado del rey McNelly, hacia 428. Al parecer, san Patricio intentó convertir a los nativos al cristianismo, pero los druidas eran una raza especial. ¿Sabes que, según algunos libros, eran capaces de controlar el tiempo?
Cristina le dedicó una atención extrema.
—¿El tiempo?
—Viajar en el tiempo. Desvanecerse y materializarse en otra época. Las leyendas son increíbles, ¿no? ¿Qué pensarías si te digo que he encontrado algunos documentos que hablan sobre Fionna, la esposa de Augustus Killmar, que vivió allá por el año 1500? Era una druidesa. Tenía el don de la adivinación y era experta en sanar. He leído que Pomponio Mela, un romano, decía que las mujeres de este tipo eran conocidas como
Branduith
.
Cris sintió que algo helado le bajaba por la columna vertebral. Ciertamente, las leyendas eran increíbles, pero ¿había algo más increíble que el hecho de que alguien maldito morase aún entre los muros de Killmarnock? Y si Dargo era el hijo de aquella mujer ¿qué había de extraño en que le hubiera enseñado sus artes? ¿Podía Dargo controlar también el tiempo? Dejó volar su imaginación.
—¿Encontraste algo sobre José de Arimatea? —La pregunta se le ocurrió de repente.
—¿José de Arimatea? ¿El judío que pagó el entierro de Jesucristo? —se extrañó Tyron—. ¿Qué tiene que ver con los druidas?
—Nada, imagino. Como has nombrado a san Patricio…
—Si he de ser sincero, en algún lado oí que el de Arimatea llegó a Irlanda y murió aquí —dijo él de pasada—. Eso forma parte también de la leyenda según la cual Juan y María Magdalena huyeron después de la muerte del Mesías. ¿De verdad no quieres un poco más? —ofreció cuando le pusieron delante otro plato de postre.
—De verdad, gracias.
—Bien. Cuéntame algo de ti —pidió—. Yo ya te he expuesto mi curriculum completo. Eres un misterio para mí…, aunque tengo intenciones de averiguarlo todo.
Cristina le rió la broma y resumió, en pocas palabras, su procedencia, niñez, estudios y trabajo.
—¿Encuentras interesante observar una pintura durante horas para saber si las pinceladas se trazaron al derecho o al revés?
—Bueno, aunque lo que más me gusta es la pintura, me interesan casi todas las manifestaciones artísticas. En realidad, todo lo que tenga más de cien años. Y Killmarnock es un museo. ¿Sabes que un simple juego de candelabros del XIX puede costar en el mercado más de cincuenta mil euros?
—Eso… ¿cuántos dólares son?
Ya se sabe que los americanos lo miden todo con su moneda, pensó ella, y la europea no iba a ser una excepción, aunque ahora estaba haciendo estragos al majestuoso dólar.
Eran las seis de la tarde cuando regresaron al castillo y la oscuridad se cernía ya sobre ellos. Las altas almenas apenas se vislumbraban, abrazadas por una neblina persistente y húmeda que amenazaba con engullir la magnífica construcción, y a Cristina la agobió cierto temor al ver titilar entre la bruma, cada vez más espesa, las escasas luces del castillo.
—Da un poco de miedo, ¿no? —musitó Tyron, como si le hubiera adivinado el pensamiento.
Ella no contestó, pero admitió para sí que «miedo» era una palabra que se quedaba corta para definir lo que ella percibía en ese momento. Algo siniestro rodeaba Killmarnock. Algo sobrenatural, casi maligno. Sin pretenderlo, buscó a Dargo en las alturas, pero lo único que alcanzó a divisar fue el contorno de las inmensas torres que, alzándose hacia el cielo, se difuminaban en la niebla. A pesar de la prenda de abrigo que se había puesto sintió que el frío le penetraba hasta los huesos.
Dejaron los caballos en la cuadra y dieron gracias al muchacho que los atendió. Cristina se excusó y subió a su cuarto para dejar constancia en su diario de la divertida excursión.
Al tomar la libreta, una hoja amarillenta revoloteó hasta el suelo. La recogió y frunció el ceño. Era un certificado de boda del año 1522, uno de los documentos que encontrara en el desván. Habría jurado que había devuelto todos los papeles a la deteriorada carpeta…
No eres infalible, Cris.
Encogiéndose de hombros, volvió a guardar el acta en su lugar y luego dejó la carpeta en un cajón del armario. A continuación, anotó con rapidez sus impresiones de la cabalgada y la visita al pueblo, y se arregló un poco para la cena. La sensación agobiante que la había embargado ante la visión del castillo en medio de la niebla la mantenían intranquila. Sin querer, miró por encima de su hombro un par de veces mientras caminaba, a solas, por las largas galerías.
Se cruzó con Miriam cerca del comedor.
—¿Qué tal? ¿Lo pasaron bien?
—Sí, gracias. El pueblo es muy pintoresco.
—Los turistas llegan cada vez en mayor número.
—La vista del valle es única. Daba la impresión de que podrían aparecer hadas y elfos en cualquier momento.
—Sí. De niña me encantaba creer que podía acabar encontrando la ciudad escondida de las hadas —sonrió la señora Kells —. Pero de eso hace ya muchos años.
—Tiene que contarme alguna de esas historias. ¿Bajó ya el señor Parnell?
—La espera en el comedor. Parece un joven agradable.
—Lo es.
—¿Va a ayudarle usted en la cripta, señorita?
La pregunta de Miriam la dejó atónita. ¿Ayudar a Tyron en la cripta? Trató de disimular su zozobra.
—No me lo ha pedido. En realidad, aún no me ha explicado bien lo que busca.
—Parece que le interesan las figuras de los sarcófagos. Está haciendo un estudio sobre tumbas antiguas…, o algo así. —Se encogió de hombros—. Pidió permiso por teléfono al señor Watford. Y le he dado una copia de la llave, como a usted.
Por alguna razón, a Cristina le desagradó la idea de que alguien husmeara entre los restos de los Killmar.
—Entiendo. Bueno, yo de sarcófagos no sé nada, pero si me lo pide intentaré echarle una mano, aunque mi trabajo va algo retrasado y hoy he perdido todo el día.
—No creo que corra mucha prisa, dado el estado del señor —oyó decir al ama de llaves mientras se alejaba.
Siguió los pasos cortos y rápidos de Miriam mientras se le formaba un nudo en el estómago. ¡La cripta! Tyron había dicho que solamente le interesaban las leyendas de los druidas. Pero había bajado a la cripta cuando ella estaba allí, dándole un susto de muerte, por cierto. «Un tesoro», había respondido él en broma a su pregunta de qué hacía allí. Y ahora le decía a Miriam que quería estudiar las sepulturas. Realmente, ¿qué era lo que Tyron Parnell buscaba en Killmarnock?
R
evisó los documentos una y otra vez, pero ninguno era otra cosa que lo que aparentaba: papeles sobre rentas, actas de matrimonio, documentos de venta y alquiler… Y los poemas. Releyó dos veces el que escribiera Dargo y otras tantas el de su padre. El primero, desesperado; el segundo repleto de dulzura.
Al repasar detenidamente el segundo, la incertidumbre volvió a asaltarla. Parecía una simple oda a una mujer y, sin embargo… Era tan simple, que ella intuía que había algo oculto tras aquellas líneas. Lo que en un primer momento le pareció un canto de amor iba tomando otra forma. Algo le decía que el padre de Dargo, el hombre que gobernara aquellas tierras en otra época, podría haber hecho un trabajo mejor. No tenía razones que apoyaran aquella suposición, pero a cada segundo que pasaba la idea cobraba más fuerza.
Leyó el poema otra vez más, pero no acababa de ver lo que buscaba tan afanosamente.
Malhumorada consigo misma, acabó por dejar aquel amarillento y desgastado pergamino en la vieja carpeta, desesperada ante su incapacidad. Le habría encantado descubrir un mensaje oculto entre aquellas frases, una pauta. ¡No podía creer que Augustus Killmar hubiera maldecido a su primogénito para la eternidad sin dejarle una condenada pista! En todos los relatos de misterio y en las novelas policíacas, las había.
Por otra parte, había transcurrido casi un mes desde su llegada y poco a poco comenzaba a sentir que formaba parte de Killmarnock.
Hacía días que Dargo no aparecía, aun cuando ella lo instaba a materializarse cada noche, en el retiro de su habitación. Su ausencia le resultaba cada vez más insoportable, y la añoranza se le agudizaba cuando la oscuridad envolvía el castillo en su manto de terciopelo negro.
Sin embargo, ella no regresó al desván. Los momentos vividos allí, junto al fantasma, la excitaban y le dolían. Reiteradamente pensaba que todo había sido fruto de su imaginación, que el Conde Errante, el Lince, nunca se le había aparecido y que ahora, una vez curada de su locura, su mente se negaba a volver a experimentar la visión. Había dado con la entrada del pasadizo secreto por propia intuición.